En
la última entrega de este blog recorríamos, de la mano de Antonio Pérez Henares
y de su última novela, “Tierra vieja”, la última, al menos de momento, de la
serie de novelas medievales, los campos de las alcarrias de Guadalajara, y de
esas tierras del norte de la provincia de Cuenca que conforman la sierra de
Altamira, la que en tiempos de los árabes eran llamadas de "Enmedio", precisamente
porque se encontraban en el medio de sus tierras y de las de los cristianos. Por
ello, no creo que haya una mejor manera de poner colofón a ese texto que hacer
un viaje a esas tierras, conocer de primera mano los escenarios que narra el
escritor guadalajareño, y eso es lo que vamos a hacer a lo largo de esta nueva
entrada.
Atienza
es conocida sobre todo por la estrecha relación que mantuvo con el rey Alfonso
VIII durante toda su vida, incluso cuando, siendo todavía un niño, aunque amo y
señor ya del reino castellano por la temprana muerte de su padre, Sancho III,
había sido cercado aquí por las tropas de su tío, Fernando II de León, atraído a tomar tierras castellanas por los celos mutuos de las dos familias más importantes del reino, los Castro
y los Lara, que se disputaban, en un ambiente de inestabilidad propiciado por
la minoría de edad del monarca, tanto la tutoría del joven rey como la propia
regencia del reino. Así, cercada la ciudad por las tropas del rey leonés,
aliado de los Castro, los Lara consiguieron sacarlo de allí y llevarlo hasta Ávila,
hecho que marca el inicio de la novela anterior de la serie de Pérez Henares, “El
rey pequeño” (ver “Crónica del rey pequeño”, 12 de agosto de 2016). Cuenta la
tradición que este hecho nunca sería olvidado por el monarca, que en los años
siguientes premiaría a Atienza con algunos privilegios, como también lo haría
con la cofradía de los recueros, aquellos arrieros encargados de conducir de
un lugar a otro las recuas de las caballerías, que facilitaron la huida del
monarca escondiéndolo entre ellos, como si fuera uno más de la comitiva que
abandonaba el lugar ante los ojos de los leoneses. Aquel fue el origen de su
famosa caballada, una de las fiestas más originales de toda la región
castellano-manchega, que todavía celebra la cofradía de la Santísima Trinidad, heredera
de aquella antigua cofradía de arrieros, el día de Pentecostés.
Pero
la historia de Atienza no es sólo la historia del “Rey pequeño” y su huida,
escondido entre las capas pardas de los arrieros. La historia de Atienza está
íntimamente unida a la historia de Castilla, y Pérez Henares nos lo recuerda a
lo largo de sus novelas históricas: “Varios reyes he conocido -dice el joven Pedro
Gómez de Atienza- y todos son Alfonso". En tiempos de Alfonso VI, buena parte
del territorio del norte de Guadalajara pasó a manos cristianas, pero Atienza
pasaría a depender territorialmente del rey de Zaragoza, Sulayman Al-Muqtádir,
hasta que, en 1172, la entonces ciudad fuerte de Atienza fuera conquistada
definitivamente por Alfonso I “el Batallador”, rey de Aragón, pero también rey
consorte de Castilla, por su matrimonio con la reina Urraca. Por este motivo, y
durante algún tiempo, los dos reinos cristianos se mantuvieron en conflicto por
la posesión de estos territorios. En 1149, Alfonso VII la dotó de fuero, estableciendo
la llamada Comunidad de Villa y Tierra de Atienza, convirtiéndose el lugar en cabeza
de una comarca con contaba con más de cien aldeas y una extensión de unos
dos mil quinientos kilómetros cuadrados.
Pero
la población de las tierras atencinas se remonta ya a tiempos celtíberos.
Aquí se encontraba la vieja ciudad de Titrhya, un oppidum arévaco que
hizo frente a los romanos al mismo tiempo que Numancia, y en sus inmediaciones
se han encontrado restos celtíberos y visigodos. Su castillo, que se levanta
sobre una estructura de piedra por encima de la antigua ciudad, y de la que
apenas queda ya una estructura octogonal en lo que fue su torre del homenaje,
fue considerado por el propio Cid Campeador, según canta el poema, “una peña
muy fuerte”, renunciando a su conquista cuando pasaba por aquí, camino del destierro.
No obstante, aunque nada queda ya de aquel pasado esplendor, más allá de unos pocos
lienzos, concentrados, ya lo he dicho, en la torre del homenaje, y dos aljibes,
uno de los cuales conserva todavía parte de su bóveda apuntada, es interesante
subir los escalones que, tallados en la piedra, permitían el acceso al propio
castillo, a través de una puerta de aparejo formado por grandes piedras
colocadas de manera irregular, pero sólida.
Pero antes de que ello ocurriera, el castillo
de Atienza ya había entrado en la historia como escenario de las luchas
fratricidas entre el caudillo musulmán Abu ʿAmir Muhammad ben Abi ʿAmir
al-Maʿafirí1, que todavía no había sido llamado por los suyos Al-Mansur, “el
victorioso” -el Almanzor de las crónicas cristianas-, y su poderoso suegro, el
general Ghālib ibn ʿAbd al-Raḥmān. Aquí, en el castillo de Atienza, y en
concreto en la desaparecida torre de los infantes, que se encontraba,
enfrentada a la torre del homenaje, junto a la única entrada al castillo, y en
el marco de una supuesta alianza entre los dos caudillos que no terminó de
concretarse, Almanzor perdió parte de los dedos de una mano y fue herido de
cierta importancia en la sien, viéndose obligado a huir de Atienza de manera
apresurada con el fin de poder salvar su vida.
Después
llegarían la conquista definitiva del lugar por Alfonso I, el fuero de Alfonso
VII, y la huida de Alfonso VIII, siendo todavía un niño, pero ya revestido
del poder real. Desde luego, algo tuvo Atienza con los Alfonsos de la monarquía
hispana. Durante toda la Edad Media, conforme la frontera se iba alejando de su
territorio, la ciudad fue creciendo. Hasta siete iglesias llegó a tener Atienza
en tiempos medievales, convertidas en la actualidad, algunas de ellas, en pequeños
museos, en los que el visitante puede extasiarse contemplando tanto el
contenido como las hermosas estructuras románicas del propio continente. En la
de la Trinidad, que en la actualidad aloja el museo de la cofradía homónima y
en el exterior un hermoso ábside románico, guarda también una de sus joyas escultóricas, el Cristo del Perdón, obra de Luis Salvador Carmona, que es gemela del Cristo de la Caridad de Priego; hermosas representaciones,
ambas, del tema pasionista del Varón de Dolores. La iglesia de San Bartolomé,
que cuenta en el exterior con un hermoso atrio románico con siete arcos de
medio punto, y arquivoltas de estilo mudéjar en la portada, cuenta en su
interior con un museo paleontológico y de arte sacro, y sobre todo, un hermoso
retablo barroco, en el que todavía se venera el Cristo de Atienza, un hermoso calvario
románico -en el que, cosa curiosa, también aparece la figura de José de Arimatea,
abrazado a Cristo-, que sigue siendo, el patrono titular de la villa.
De
todas las iglesias con las que Atienza llegó a contar en tiempos medievales, la
única que aún mantiene culto, más allá de la de San Bartolomé y su culto al
célebre Cristo, es la iglesia de San Juan,
situada en la Plaza del Trigo o del Mercado, y apoyada su fachada lateral en el
arco de Arrebatacapas, una de las puertas principales de entrada a la villa,
llamado así porque, según la tradición, hace aquí tanto viento que, cuando sopla con fuerza, despoja a los arrieros de la cofradía de sus pesadas capas, y las
deja caer al suelo. El arco separa las dos plazas principales del pueblo: la
del Trigo, de planta trapezoidal, porticada al estilo de las hermosas plazas
castellanas, y la actualmente llamada de España, de planta triangular,
alrededor de la llamada fuente de los Delfines, o de los Tritones, en la que se
encuentran el ayuntamiento y algunas casas nobiliarias, distinguibles por los
blasones que adornan sus fachadas, entre ellas, aquella en la que nació Juan Bravo
de Mendoza. Pocos saben que aquí, y no en Segovia, fue donde nació el bravo comunero,
uno de los tres líderes de la revuelta, junto al toledano Juan de Padilla y al
salmantino Francisco Maldonado.
Para
terminar la visita a tierras de Guadalajara, no encontramos mejor manera de
hacerlo que visitando el castillo de Zorita, otro de los escenarios predilectos
de las novelas de Pérez Henares. Un castillo que había sido mandado construir por
el emir Mohammed I de Córdoba para facilitad la defensa del río Tajo a su paso
por la kora, o provincia, de Santaver, Santaberiyya, y que, después de ser
escenario de varios enfrentamientos entre los propios musulmanes, pasó a manos
cristianas, junto a otras fortalezas de la kora, en el tratado de paz que el
rey de Toledo, al-Mamun, firmó con Alfonso VI de Castilla (ver las entradas
siguientes: “Desmitificando la historia. La verdadera conquista de Cuenca por
Alfonso VIII”, 9 de mayo de 2019; “Desde el Pacto de Cuenca hasta la batalla de
Uclés. Una parte de nuestra historia medieval”, 15 de julio de 2021). Entregada
por el monarca a uno de sus principales guerreros, Minaya Álvar Fáñez, pasó
después por periodos de incertidumbre, de manos cristianas a musulmanas y
viceversa, hasta que fue tomada definitivamente por los caballeros templarios
en 1124. Medio siglo más tarde, en 1174, Alfonso VIII entregó la alcazaba a la
orden de Calatrava, que la convirtió en una de sus plazas fuertes más importantes
en aquellos años de frontera, y le dio fuero propio en 1180.
Pero
el visitante que se acerca a Zorita no debería nunca dejar de acercarse al
yacimiento arqueológico de la antigua Recópolis, la ciudad que el rey visigodo
Leovigildo regaló a su hijo, Recaredo, junto al propio río Tajo. Es interesante,
siempre, pasear por las ruinas de la vieja ciudad, atravesar su calle
principal, limitada por tiendas y talleres, y adentrarse desde allí por la zona
palatina, a través de una puerta monumental, abierta en tiempos de Leovigildo y
cerrada durante la dominación árabe, de la que hoy apenas quedan tres piedras
en el suelo, en las que se apoyaban los goznes. Y desde allí, a la antigua
basílica, de planta cruciforme, sobre la que después, ya en el siglo XII, se
levantaría una iglesia de estilo gótico, que terminaría por transformarse en la
ermita de la Virgen de la Oliva.
Lel
actual embalse de Buendía separa Recópolis de la antigua ciudad romana de Ercávica.
Ercávica fue, en tiempos, una ciudad importante, aunque en la actualidad sólo
queda de aquello unas pocas ruinas, levantadas junto al embalse de Buendía,
frente a los Baños de la Isabela. La ciudad, que llegó a acuñar moneda en la
época de los primeros emperadores, contaba con acuíferos propios, accesibles
mediante pozos, por lo que nunca necesitó de acueductos, como otras ciudades
romanas. En la actualidad, como es usual siempre que hablamos de arqueología,
sólo se encuentra excavada una parte mínima de toda la extensión con la que
contaba la ciudad, pero en la parte excavada han salido a la luz materiales de
gran importancia, que se conservan entre los fondos del Museo de Cuenca, entre
ellos los bustos en mármol de Lucio César y de Agripina, miembros de la familia
imperial, de hermosa factura, o una lastra de altar, fabricada en bronce, que
contiene los tradicionales elementos litúrgicos y rituales propios del siglo
primero de nuestra era. Entre las zonas excavadas destacan el foro, con los
edificios públicos propios de estos lugares, la basílica -lugar donde se
administraba justicia y donde se hacían las más importantes transacciones económicas-
y la curia -antecedente de nuestros actuales ayuntamientos, donde se llevaban a
cabo las asambleas y se elegían a los magistrados que debían gobernar la
ciudad-., y las casas, una de las cuales se presupone que había sido propiedad
de un médico por los materiales encontrados en las excavaciones, propios de su
profesión, y porque precisamente ésta se encontraba frente a los restos de los
antiguos baños de La Isabela, actualmente, casi siempre, sumergidos por debajo
de las aguas del embalse. El balneario, que fue visitado por el rey Fernando
VII en busca de su deseado heredero al trono, fue construido sobre unos
antiguos baños curativos árabes, que probablemente podrían remontarse, incluso,
a ápoca romana, por lo que probablemente en aquel lugar hubiera entonces un
templo dedicado a Esculapio, es dios romano de la medicina.
En Ercávica, o Santaver, no se han encontrado, todavía, restos visigodos, a pesar de que la ciudad seguía siendo todavía un enclave importante, que disfrutaba aún de sede episcopal. Muy cerca de aquí, en una zona boscosa de difícil acceso, se instaló San Donato al frente de sus monjes, cuando huían de África acosados por los vándalos, y aquí vino a instalar su famoso monasterio Servitano. Su último obispo, Sebastián, acompañado del resto de los religiosos que componían su cabildo, abandonó estas tierras por las presiones que sobre los cristianos ejercían ya los musulmanes, y se digirió hacia Galicia, donde, hacia el año 866, fue nombrado por el rey Alfonso III primer obispo de Orense. Tampoco se han encontrado restos de la época musulmana, a pesar de que, durante algún tiempo, la ciudad, llamada ahora Santaberiyya, se había convertido en la capital de una de las provincias del califato, gobernada por los Zennun, un linaje de origen bereber que, arabizado el apellido y transformado en Dhi-l-Nun, terminarían por convertirse en reyes taifas de Toledo y, durante un breve tiempo, también de Valencia (ver “Los Hawwara, desde las montañas de Libia hasta los campos de la provincia de Cuenca”, 19 de agosto de 2021; “Un taller de eboraria musulmana en Cuenca en el siglo XI”, 11 de marzo de 2022). Para entonces, la propia Santaberiyya había dejado de ser una ciudad importante, trasladada como centro de poder a la nueva ciudad de Kunka, Cuenca.
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