sábado, 28 de julio de 2018

Julián Romero “el de las hazañas”


La expedición había partido el 13 de octubre de 1577 desde Alejandría de la Plaja, una pequeña ciudad al norte de Italia. Las tropas españolas, los famosos tercios que en los años anteriores habían combatido victoriosamente en el norte de Francia y en Flandes, avanzaban otra vez por el Camino Español, que tan bien conocían, porque arriba, en el norte, Guillermo de Orange no había respetado el Edicto Perpetuo que un año antes se habían firmado entre España y las Provincias Unidas, y habían vuelto a atacar los territorios españoles, que en ese momento estaban gobernados por Juan de Austria, el famoso triunfador de la batalla de Lepanto. A su frente cabalgaba el maestre de campo Julián Romero, “el de las hazañas”, conquense que había nacido en un pequeño pueblo de la provincia, en Torrejoncillo del Rey o en Huélamo, castellano o gobernador de la cercana ciudad de Cremona, en la Lombardía. Poco tiempo después de la partida de los soldados españoles, cuando aún no habían abandonado tierras italianas, sin saber muy bien por qué razón,  seguramente agotado tras muchos años de combate, el héroe conquense cayó fulminado del caballo, muerto lejos del campo de batalla.

A Julián Romero se le ha comparado algunas veces, quizá con razón, con uno de los últimos héroes españoles de la ficción, con ese capitán Diego Alatriste que fue creado por la pluma de Pérez Reverte. Pero más allá de esa ficción, nuestro paisano también podría ser comparado con otro héroe español de carne y hueso; con aquel Blas de Lezo, el héroe de Barcelona y Rochefort, pero sobre todo el héroe que defendió Cartagena de Indias cuando la ciudad americana fue atacada por las tropas inglesas de Edward Vernon, en 1741, estando al mando de unas tropas escasas, diez veces más pequeñas que las del enemigo. A Lezo de llamaron “medio hombre” por la cantidad de las heridas que había sufrido durante sus muchos años de servicio (para entonces era cojo, tuerto y manco), sin tener en cuenta que, en ocasiones, solamente el valor es capaz de proporcionar toda la fuerza de se escapa a través de los órganos amputados.

Julián Romero, como otro Blas de Lezo doscientos años antes, también fue cobrando valor en todos los campos de batalla del norte de Europa, a medida que la espada, la bala o el bisturí iban cercenando nuevas partes de su cuerpo. Recogemos las palabras que al respecto ha escrito Jesús de las Heras, su más reciente biógrafo: “Con cincuenta y nueve años era cojo, manco, tuerto y sordo de un oído, no había vuelto a pisar tierra española desde hacía doce años[1], había recorrido todo el escalafón militar desde mozo de tambor hasta maestre de campo general, había luchado en todos los frentes europeos, su valor había sido reconocido en persona por Enrique VIII de Inglaterra y por Felipe II. Una vez más, reclamado por don Juan de Austria, reiniciaba el camino español desde Lombardía a Flandes. El 13 de octubre de 1577 cayó fulminado desde su caballo.”

Jesús de las Heras pone en valor, una vez más para todos los conquenses, la biografía de este otro conquense del pasado, demasiado olvidado sin embargo para las nuevas generaciones de paisanos. Ahora, cuando vuelven a reivindicarse algunas de las gestas de nuestra historia, no conviene olvidar la figura de Romero, uno de los grandes héroes de los Tercios, que recorrió todo el escalafón del ejército, que combatió en Flandes, en Francia y también en Alemania, desde Boulogne y San Quintín hasta Gante y Gravelinas, desde Middlelburg y Utrecht hasta Naarden y Jemmingen, en aquellos años en los que, todavía, los combates de los Tercios aún se contaban por victorias.

Pero no fue sólo allí donde combatió el soldado conquense. El autor también nos recuerda en su libro sus campañas inglesas y escocesas, como mercenario y, sobre todo, como soldado del emperador Carlos, su rey, enviado junto a Enrique VIII con el fin de defender también, de alguna manera, los intereses españoles en las islas. Y también su campaña en Malta, a donde fue enviado por el mismo emperador para defender el archipiélago de la invasión de los turcos. Contra los turcos, Romero también combatió en la defensa del puerto de La Goleta, en el actual Túnez.

Eran tiempos de cambio. Por eso, no son extraños algunos momentos de su biografía, que parecen extraídos de otros tiempos más remotos, de esos tiempos caballerescos de Amadises y de Arturos. En 1546, en la ciudad francesa de Fontaineblau, mientras sería al rey de Inglaterra, venció en un duelo personal a otro caballero español, que estaba a su vez al servicio del rey de Francia, en un momento en el que ambos reyes se encontraban en guerra, lo que le valió el grado de capitán y los títulos nobiliarios ingleses de sir y de grandlord. En 1559, el mismo año en el que había sido nombrado castellano de la ciudad francesa de Danvillers, en la región de Lorena, Felipe II autorizó para que se le incoara el preceptivo expediente para que fuera nombrado caballero de la orden de Santiago, proceso que culminaría poco tiempo después, tras obtener las encomiendas santiaguistas de Mures y Benazuza, en las provincias respectivas de Jaén y Sevilla. Algunos años después de su muerte, ya a finales de la centuria, El Greco, o uno de los seguidores de su escuela, lo retrató con el hábito santiaguista en uno de sus cuadros: Julián Romero y su santo patrono.

Para que el hecho fuera posible, sin duda debió influir la personalidad de su padre, Pedro Ibarrola, un cantero vizcaíno oriundo de Muriélaga – Aulestia que, como casi todos los vizcaínos, podía demostrar en su persona condiciones de hidalguía y solar conocido en su tierra natal. A lo largo del libro, el autor nos intercala algunos datos sobre su vida privada, más allá de los campos de batalla flamencos. Nos da detalles de su madre, una humilde mujer de Huélamo o de Torrejoncillo, porque en los dos pueblos ella tenía familia, y el cualquiera de los dos pueblos pudo haber nacido, como también el hijo; de ella, nuestro héroe recibiría el apellido más que de su padre. Y también de las dos familias que él se creó: la familia de Flandes, con la que tuvo al menos uno o dos hijos varones, además de una hija llamada como su padre, Juliana, quien se ocuparía, a su muerte, de repatriar su cadáver a España; y la familia que tenía en Madrid, en virtud de su matrimonio con María Gaytán, una hija a su vez de un capitán del ejército retirado poco tiempo antes, y que le dio otra hija, Francisca, que se encargaría de enterrarlo, en el convento madrileño de los trinitarias.

Más allá de la historia militar, a su muerte Julián Romero también tuvo un papel de relativa importancia en la historia del arte y en la historia de la literatura. Ya se ha hablado aquí del cuadro de ·El greco, que le inmortalizó con el hábito de Santiago y hoy nos mira desde una de las salas del Museo del Prado. Por otra parte, y en lo que a la literatura se refiere, más allá de sus propias aportaciones literarias (algunos expertos le han atribuido la autoría de El Barba Azul de los Reyes, una crónica sobre el reinado de Enrique VIII de Inglaterra), nuestro paisano es protagonista de un número importante de poemas, incluida una de las comedias escritas en la primera mitad del siglo siguiente por Lope de Vega.




[1] No hace falta decir que el autor se refiere a lo que actualmente se entiende por tierra española, es decir, lo que se corresponde en esencia con la mayor parte de la Península Ibérica. En aquellos años, como bien se sabe, en España no se ponía el sol, y no sólo la mayor parte del continente americano, sino también una parte de Europa, y especialmente los Países Bajos, también eran parte de España.

viernes, 20 de julio de 2018

¿Cristóbal Colón o Cristofor Colom?


La semana pasada prometía a los lectores de este blog un comentario sobre un libro de reciente publicación que tiene como protagonista a la figura de Julián Romero, el brillante maestre de los tercios españoles nacido en un pueblo de Cuenca, y que falleció en el norte de Italia, durante su viaje, otra vez al mando de sus tropas, por el siempre recordado, aunque también olvidado, Camino Español o Camino de Flandes. Sin embargo, la actualidad me ha obligado a aplazar esta promesa, dejarla para la semana que viene (si no hay mientras tanto otras novedades que lo impidan), y centrarme ahora en lamentar algunos aspectos que están relacionados con el 56 Congreso Internacional de Americanistas, que durante estas fechas se está celebrando en la Universidad de Salamanca. Un encuentro de carácter científico que acoge, según la organización, a un total de unos cinco mil expertos en la materia, procedentes de 56 países diferentes; un encuentro científico de gran interés, posiblemente el más importante de cuantos se celebran en el mundo, pero en el que, según recoge la prensa, se han colado también algunas aportaciones escasamente científicas que quizá, esperemos que no, puedan restarle interés.

Desde hace algún tiempo se está colando en una parte de la población, una teoría extraña que viene a otorgan a Cristóbal Colón un imaginario origen catalán que, cuando menos, nunca ha sido demostrado. Se trata, por otra parte, de una teoría de escasa o nula aceptación por parte de los especialistas en la materia, más allá de todos aquellos que pueden encontrarse inmersos en el nacionalismo más obtuso, inmersos más en su propia ideología que en la verdadera historia. Para ellos, desde la “historiografía oficial” se ha creado una especie de teoría de la conspiración, tal y como lo ha definido Rodrigo Alonso en el periódico ABC, para hacer olvidar del relato histórico del descubrimiento y la conquista de América a los que fueron, según ellos, sus verdaderos promotores: los catalanes. Así, según los propios independentistas, Cristóbal Colón no era genovés, y ni siquiera se llamaba realmente Cristóbal Colón. En realidad su nombre era Cristòfor Colom, era catalán, y además era de la misma familia a la que pertenecía Francesc Colom, el que fue presidente de la Generalitat de Cataluña entre 1467 y 1467.

Ahora, esta teoría de la conspiración va mucho más lejos. En efecto, la expedición de las tres naves colombinas que acabarían su viaje con el descubrimiento de América (la nao Santa María y las carabelas Pinta y Niña; de momento, a nadie se le ha ocurrido todavía rebautizarlas con nombres catalanes) no partió del puerto onubense de Palos de la Frontera , sino del catalán puerto de Pals, en el Ampurdán gerundense: “No hay ninguna base que sustente que Colón salió Palos de la Frontera; lo único que hay es una literatura de cronistas oficiales y de documentos perdidos. En cambio, en Pals hay diversas pruebas que demuestran que aparentemente podría haber sido el lugar de partida de la expedición”, afirma el presidente del Círculo Catalán de Historia, Joaquim Ulia al periódico ABC, en unas declaraciones que, sin duda, han pasado a formar parte de lo que podríamos llamar la “antología absurda de la historiografía ideológica”.

Quizá sea cierto que Cristóbal Colón no se llamara realmente Cristóbal Colón; en aquel tiempo, los nombres extranjeros se españolizaban para hacerlos más comunes y fáciles de distinguir a los españoles. Por otra parte, el asunto de su patria, de su lugar de nacimiento, ha sido fuente durante cinco siglos de innumerables debates historiográficos, aunque en la actualidad, la mayoría de los historiadores se inclinan por aceptar, mientras no se encuentren pruebas suficientes que lo desmientan, su origen genovés. Desde luego, la cercanía fonética del apellido con el Colom catalán no puede ser prueba suficiente para avalar esa teoría catalana. Y respecto al tema del lugar de partida de la expedición, éste es un asunto completamente cerrado desde el principio, en base, sí, a multitud de crónicas oficiales (no por ser oficiales son en sí mismas rechazables), pero también de documentos históricos. Es sabido, además, que los aragoneses, y los también los catalanes, como miembros de esa comunidad de origen, miraron durante toda la Edad Media más al Mediterráneo que al Atlántico. Por otra parte, cuando un historiador viene a contradecir una teoría que, como es el caso, ha sido claramente aceptada por la comunidad científica, es él quien debe soportar lo que en términos jurídicos sería el peso de la prueba: debe ser él quien, en base a sus nuevos descubrimientos, debe demostrar fehacientemente sus investigaciones, y no la propia comunidad científica la que tenga que desmentirlos.

Para los historiadores nacionalistas, toda la historia de España ha sido eso, una teoría de la conspiración, ideada desde las sombras con un único fin: denostar a la poderosa y avanzada nación catalana, mucho más adelantada cultural y técnicamente que la castellana en todo momento del pasado. Por ello, ocultaron ya en los tiempos lejanos del descubrimiento de América, la verdadera patria del hombre que había realizado tan importante hazaña, y por ello ocultaron también el verdadero punto de partida de la travesía. Por eso también, un siglo más tarde, ocultaron también la verdadera patria del autor de la que es considerada la más importante obra de ficción que ha dado la literatura española: Cervantes y su Quijote son, por supuesto, catalanes, porque en Castilla no podría existir ningún hombre tan ingenioso, capaz de escribir algo semejante. ¿No será posible, entonces, que la más importante novela de la literatura universal, hubiera sido escrita realmente en catalán, en una versión hecha desaparecer en virtud de esa teoría de la conspiración, con el fin de primar así su traducción al castellano?

La teoría catalanista de Colón se desmiente por sí misma, desde luego. Lo que para Joaquim Ulia es una falta total de testimonios y de pruebas históricas, es en realidad una multitud de referencias, que durante muchas décadas han sido puestas de manifiesto por los verdaderos especialistas en el tema.. Por todo ello, lo verdaderamente importante de este hecho no es la existencia de la teoría; eso es algo que todos esperamos de este tipo de historiadores, movidos más, como decía antes, por una ideología supremacista que por el interés científico. Es, en resumen, todo lo que cabría esperar de la historiografía abducida por el nacionalismo.

Lo verdaderamente grave, lo que más sorprende, es que este tipo de teorías pueda colarse en un evento como éste, la más importante reunión científica que existe ahora mismo en el ámbito de la historia de América. Lo que sorprende es que en un evento de este tipo, no exista un comité científico que lo impida. No se trata en realidad, como podrían aducir los nacionalistas, de ejercer una labor de censura entre las aportaciones entregadas, sino de garantizar que todas ellas puedan tener un mínimo rigor científico, evitando que se cuelen “de rondón” ensoñaciones como ésta, aportaciones que tienen más de historia-ficción, o incluso de ficción sin historia, que de verdadero estudio historiográfico. Todos los congresos científicos importantes tienen comisiones de este tipo, y cuanto más rigor tenga esa comisión a la hora de saber elegir las ponencias de deban ser presentadas y publicadas, mayor rigor científico tendrán también las conclusiones presentadas en ellos.
Monumento a Cristóbal Colón, en las Ramblas de Barcelona

domingo, 15 de julio de 2018

Alfonso VIII y la batalla de Las Navas de Tolosa



En algunas entradas anteriores ya he comentado alguna vez otros libros que tienen interés para la historia de Cuenca. Es el momento ahora de tratar dos monografías de reciente publicación, muy diferentes entre sí en cuanto a su propia concepción historiográfica y en cuanto a las circunstancias en las que fueron escritas, y también en lo referente a su redacción, pero tienen en común algo que no carece de interés: la importancia de ambos textos trascienden de la propia temática conquense de los personajes, de manera que sus respectivos autores ponen de manifiesto la importancia que estos tuvieron para el devenir de Castilla y de España en los tiempos en los que a ambos les había tocado vivir. El primero de ellos está dedicado a la figura del rey Alfonso VIII de Castilla, el rey bueno o el rey noble, y a él le voy a dedicar esta primera entrada, dejando el segundo de los textos, que tiene como protagonista a Julián Romero, uno de los héroes de los tercios, para la semana que viene.

Se trata este libro, en realidad, de una edición reciente de un texto que fue escrito en 1624, hace ya casi cuatro siglos, por el sacerdote conquense Baltasar Porreño, cura de Huete, Sacedón y Córcoles. Su título, Historia del santo rey don Alonso el Bueno, Alfonso VIII, es paradigmático del interés real de su autor a la hora de redactar el texto, que no era otro que poner su granito de arena para conseguir la canonización del rey castellano, una propuesta que finalmente saldría derrotada en beneficio de los defensores de la canonización de su nieto, el rey Fernando III de Castilla. Una edición, por otra parte, que acaba de editar la Diputación Provincial de Cuenca. Se trata, como no podía ser de otra forma, de un libro que adolece de un espíritu positivista, muy propio de la época en la que fue escrito. Por otra parte, el autor no era realmente un historiador, en el sentido más académico de la palabra; sería incluso un anacronismo pretenderlo. Sin embargo, no fue ésta su única inmersión en la historiografía, pues a lo largo de su vida dejó escritos cerca de cuarenta textos, de muy diferente temática, pero entre los que abundan los referidos a asuntos históricos, muchos de los cuales ni siquiera llegaron a verse publicados en vida del autor.

Está claro que la figura de Alfonso VIII es muy importante para la historia de Cuenca, como brillante conquistador a los moros de la capital y también, directamente o mediante algunos de sus caballeros más destacados, de algunas de las poblaciones más importantes de su zona de influencia, es decir, de aquellos territorios que ahora o en el pasado han formado parte de la diócesis conquenses; pero también, como repoblador de todos esos territorios, tomados para siempre en beneficio de la cristiandad. Sin embargo, a los conquenses muchas veces se nos olvida la importancia que este monarca tuvo también para el devenir global de la reconquista, y también para la historia del arte. Empezando por esta rama del conocimiento, su matrimonio con Leonor de Plantagenet, la hija de Leonor de Aquitania, y hermana por lo tanto del rey Ricardo I de Inglaterra, el famoso cruzado Ricardo “Corazón de León”, sería fundamental para que el gótico, el nuevo estilo artístico procedente de Europa, pudiera introducirse también en el reino de Castilla.

La madre de la reina había sido duquesa de Aquitania y de Guyena, y condesa de Gascuña, y fue después sucesivamente, por derecho de matrimonio, reina de Francia, entre 1137 y 1152, y de Inglaterra, entre 1154 y 1189, debido a sus matrimonios sucesivos con Luis VII y Enrique II. Fue una de las mujeres más poderosas de su época, y también de las más activas en lo que se refiere a la cultura. Su corte se llenó de artistas y de trovadores, y cuando su yerno Alfonso VIII conquistó Cuenca y decidió dotarla con una sede episcopal, su hija homónima, la esposa del monarca, que se había criado en aquel mismo ambiente cultural, tuvo un papel decisivo en la fábrica del edificio catedralicio, a través de una multitud de canteros y alarifes que, de la mano de la reina, habían llegado a Castilla, procedente de aquellas tierras del norte de Francia. De esta forma, la catedral de Cuenca, junto con la de Sigüenza, en la que también participaron los reyes de Castilla como comitentes, y más tarde el monasterio de Las Huelgas de Burgos, también fundación de Alfonso, que a su muerte se convertiría en su panteón regio, han sido consideradas como las más importantes puertas de entrada del gótico en el reino castellano.

Pero si hay un hecho histórico que a partir de este momento va a marcar el discurrir histórico de Castilla y del conjunto de la península ibérica, incluso el de toda Europa, es la batalla de las Navas de Tolosa, de la cual, precisamente en estos días, se cumplen 806 años. Miguel Salas Parrilla, que es el autor del estudio crítico que precede a la edición del texto de Porreño, es consciente de la importancia que tuvo en su época esta victoria definitiva sobre las tropas almohades de Muhammad al-Nasir, el Miramamolín de las crónicas cristianas, una importancia que debe ser tenida en cuenta sobre todo ahora, en estos tiempos en los que el fundamentalismo islámico amenaza con llevar a Europa el mismo terror continuado que, salvando las distancias cronológicas, estaba representado entonces, a caballo entre los siglos XII y XIII, por estos guerreros llegados desde el norte de África. En efecto, no es una exageración comparar a los almohades con los actuales guerreros de ISIS o del Daesh. Al-Nasir fue uno de los príncipes musulmanes que con más ahínco promulgo en la Edad Media la yihad o guerra santa, como así lo han certificado multitud de historiadores, y también otros escritores como Antonio Pérez Henares o Arturo Pérez Reverte, autores que, sin ser historiadores, cumplen con sus textos el papel, también importante de la divulgación histórica.

En este sentido podemos recoger las palabras de Jesús María Ruiz Vidondo: “Una de las creencias fundamentales de los islamistas radicales de hoy en día consiste en creer que España debe ser parte de su futuro califato: ser de nuevo Al Andalus. Y es que nuestro país en uno de los pocos lugares en los que los musulmanes han retrocedido y han sido derrotados, tras una época de expansionismo. Pues bien: el momento que los historiadores consideran como el fin del ímpetu expansionista musulmán en la península, y el principio del fin de su presencia en España, es esta batalla de las Navas de Tolosa.” La cita procede de la página web del Grupo de Estudios Estratégicos (GEES), y el lector interesado puede acceder al texto completo, a través de uno de los enlaces de este blog, que puede encontrar en la sección NOTICIAS HISTÓRICAS. El Grupo de Estudios Estratégicos, por otra parte, es una asociación privada radicada en Madrid que, entre otros fines, tiene el de elaborar informes técnicos relacionados con la seguridad y la defensa.

Y ese fue precisamente el mérito de nuestro protagonista: repelen el ataque de los fundamentalistas islámicos de aquella época, los almohades, hacerlos retroceder de nuevo hacia el otro lado del Estrecho de Gibraltar, abriendo por fin las puertas de Andalucía al avance cristiano.  Para ello, solicitó del papa Inocencio III la consideración de cruzada para la campaña que estaba preparando, una cruzada a la que se incorporaron los reyes cristianos de la península ibérica, y también otros grupos de guerreros procedentes del resto de Europa, principalmente de aquellas tierras que estaban sometidas a la familia de la reina. Este espíritu de cruzada fue lo que motivó que muchos siglos después, alentados por el ejemplo de Francia, que ya tenía entre sus monarcas a un rey santo, San Luis o Luis IX (nieto de Alfonso, por cierto), los españoles quisieran convertirlo en santo. Sin embargo, el concejo y el obispado de Sevilla tuvieron más fuerza que las homónimas instituciones conquenses, logrando la canonización de su propio rey conquistador, Fernando III. De esta forma, se olvidó para siempre el asunto, y de esta forma, si bien Alfonso el Noble no llegaría nunca a ser canonizado, sí es quizá el único monarca que cuenta con dos nietos que sí lo fueron después de haber ocupado sendos tronos reales.

Los musulmanes se equivocan pensando que las tierras de Al Andalus deben ser suyas, que forman parte de su califato. Es cierto que algún tiempo los habitantes de la península rezaron a Alá, pero lo hicieron sólo por derecho de conquista. Cuando los cristianos, por las armas, los rechazaron al otro lado del mar, lo único que hicieron en realidad fue recuperar lo que por historia, por tradición y por derecho, había sido cristiano. Y eso es algo que, en gran parte, se lo debemos a Alfonso el Bueno, Alfonso el Noble, Alfonso VIII de Castilla, y a su gran victoria, en compañía de los otros reyes cristianos (Pedro II de Aragón, Sancho VII de Navarra y Alfonso II de Portugal; Alfonso IX de León prefirió seguir haciendo la guerra a sus correligionarios de Castilla a apoyar la cruzada contra los musulmanes) en las Navas de Tolosa, provincia de Jaén, el 16 de julio de 1212.
Batalla de las Navas de Tolosa
Francisco de Paula Van Halen
Palacio del Senado. Madrid

sábado, 7 de julio de 2018

Los fantasmas del pasado


En el siglo XVIII, la Ilustración nos dejó una visión de la historia lineal, como una secuencia progresiva e infinita desde la barbarie, propia de los tiempos primitivos, hasta la Razón más absoluta, una secuencia sin vuelta atrás, y en la que una vez alcanzada la Razón, el hombre habríaá alcanzado el bien supremo. Sin embargo, lejos de esa visión lineal de la historia, los siglos XIX y XX, con sus guerras sucesivas en diferentes puntos del planeta, con todas sus tragedias humanas, y los diferentes holocaustos y genocidios que se han venido sucediendo, nos demuestran la falsedad de esta tesis, haciéndonos ver que los tiempos no han cambiado demasiado desde la época de las cavernas. Cambian las circunstancias, y cambia sobre todo el desarrollo técnico e industrial, pero en el fondo, las ideas, los sentimientos, siguen siendo los mismos.

En los últimos tiempos, algunos historiadores han dado una visión de la historia diferente, circular, en la que parece que la historia siempre se repite, poco menos que como si la humanidad estuviera montada en una especie de rueda, o una noria, también infinita, en la que todos volvemos a pasar una y otra vez por los mismos puntos. “El hombre que no conoce su historia está condenado a repetirla”, escribió una vez Jorge Santayana, en una cita que me gusta repetir porque yo también considero que esa es realmente la función principal del estudio histórico: aprender de nuestro pasado, aprender de nuestros aciertos y, sobre todo, también de nuestros errores, para evitar que volvamos a cometerlos. Sin embargo, no es tampoco cierta esa visión circular de la historia; no es que la historia tenga que repetirse irremediablemente, porque ni la situación ni los protagonistas de la historia, nunca son los mismos.

En la situación en la que nos encontramos en la actualidad, tenemos muchas oportunidades de intentar aprender de la historia; y sin embargo, parece que queremos solazarnos una y otra vez en los mismos errores de siempre. De un tiempo a esta parte, en todo el mundo desarrollado se están extendiendo los populismos políticos, tanto los de izquierda como los de derecha. Volviendo la espalda al pasado, no son escasas las voces que defienden a esos políticos populistas, como si ellos fueran la salvación a la crisis, económica, social y de valores, que asola a todos los países en la actualidad. Populistas fueron Hitler y Stalin. Populistas fueron todos los gobernantes que aprovecharon la situación de crisis que dejó en Europa, en los años treinta, el Crack del 29, para llevar a sus países sus postulados fascistas o comunistas. Y el nacionalismo, con su propio arsenal de muertes por ejemplo en Yugoslavia, también bebe en su origen de ese mismo factor de populismo en el que beben las dos ideologías que más muertes han provocado a lo largo de todo el siglo XX, el fascismo nacionalsocialista de Adolf Hitler, y el comunismo de estado de Iósif Stalin.

Mucho se habla en la actualidad de esa Ley de Memoria Histórica, como si ésta fuera realmente la panacea de todos los males en los que España está sumida. Es cierto que la España del siglo XX está teñida con la sangre de una guerra cruel y fratricida (no más trágica en realidad que algunas otras guerras que se sucedieron por Europa durante los últimos ciento cincuenta años en los diferentes campos de batalla de Europa, por más que ésta, por cercana, así nos lo parezca a los españoles; véase si no la tragedia del Somme y de Verdún en el frente occidental, o de Gallippoli en el turco, durante la Primera Guerra Mundial, en las que las bajas se contaron por decenas o incluso centenas de millar, o la repetitiva tragedia de los Balcanes). Pero querer hacer de esa guerra una historia de buenos y de malos, de una España nacional que sin ningún motivo se levantó en armas contra una España democrática e inocente, no es del todo cierto.

La situación del país, ya antes de la guerra, se había hecho insostenible para una parte de esa España, acosada por una República en la que se había ocultado una verdadera revolución que bebía también de las mismas fuentes que la revolución rusa de 1917. Hay que recordar, si no, la famosa frase de Dolores Ibarruri, “La Pasionaria”: “Más vale ejecutar a cien inocentes, a que se escape un solo fascista vivo”. Querer desenterrar los cadáveres no es en absoluto criticable; al menos no lo es en el sentido que nos lo ofrece la excelente película australiana “El maestro del agua”, pero sí lo es destruir todo el edificio de la transición española de 1977, modélica para muchos países, que la han utilizado como modelo, en beneficio de una ideología.

Y si resulta peligroso confiar la historia a los políticos, más peligroso y doloroso resulta comprobar como son los mismos historiadores los que, algunas veces, se dedican a falsear esa historia en beneficio de los propios políticos. Es cierto que durante la dictadura del general Franco, los propios historiadores, algunos de ellos, no dudaron en defender una visión de la historia manipulada en beneficio de ciertos intereses, de ciertas instancias de poder, pero no lo es menos que en la actualidad, es la izquierda la que tampoco duda en ofrecer una visión opuesta, pero igualmente falsa o al menos parcial, como la otra. ¿Dónde se encuentra entonces la verdad?, dirán los lectores más independientes, ajenos a esos intereses políticos. La respuesta, al menos para mí, es bastante clara: en el documento en sí mismo, en la profusión de documentos que siempre debe manejar el historiador, pasados a su vez por el tamiz de la independencia y de la crítica.

Así, es normal que el historiador, incluso también el lector independiente, ajeno al mundo de la investigación histórica, pero con un cierto sentido crítico, sienta bochorno al escuchar ciertas afirmaciones falsas que se repiten una y otra vez desde el campo del independentismo catalán, algunas veces incluso desde las aulas de las propias universidades, falseando una historia suficientemente contrastada para decir, por ejemplo, que Cataluña alguna vez fue un reino, incluso un estado en el sentido más moderno de la palabra, o que la historia de España es sólo la historia de su opresión a Cataluña. Es como si se pretendiera que una mentira, sólo por el hecho de repetirla muchas veces, acabara convirtiéndose en verdad. Algún político alumbrado ha llegado a decir, incluso, que Aragón, al contrario que Cataluña, nunca ha sido una realidad histórica y política independiente. De esta forma resulta lógico que los nacionalistas no lleguen a sospechar siquiera la importancia que Cataluña ha tenido en el resto de España, más allá de esa supuesta “opresión” del todo contra la parte, y que España, en su realidad global, la ha tenido también dentro de Cataluña, en una mutua relación de cordialidad a través de los siglos.

Pero los fantasmas del pasado no son propios sólo de nuestro país; por el contrario, se extienden también por toda Europa, e incluso por el conjunto de la civilización universal. Muchos de los problemas que tiene el siglo XXI nacieron hace ya más de cien años. Algunos, como la actual guerra entre Rusia y Ucrania por el control de la península de Crimea, nacieron ya incluso en el siglo XIX, con la guerra homónima que enfrentó ya entonces a Rusia con el resto de las potencias europeas, y con los intereses de rusos y otomanos por controlar los Santos Lugares y, sobre todo, ciertas regiones caucásicas, y también de los Balcanes. Y el dominio en los Balcanes, a su vez, unido al fuerte nacionalismo desarrollado en los países de la antigua Yugoslavia, posibilitó que hace sólo treinta años se desencadenara en la región una guerra tan cruel quizá como la de España, cuando parecía que en Europa no había ya espacio para ese tipo de conflictos.

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El problema de los Balcanes, que ahora nos parece estar por fin resuelto en el nacimiento de nuevos estados, hunde sus raíces en el imperialismo de la segunda mitad del siglo XIX (abundando todavía más en ello, podemos llevarlo incluso hasta el siglo XVI, y el proceso de expansión turca por el este de Europa), y también en la Primera Guerra Mundial, tan mal finalizada por los vencedores. Aunque en realidad no se trata de nuevos estados, en el sentido más completo de la palabra, sino que se trata más bien de la recuperación de esos estados históricos, mucho más antiguos que el conglomerado artificial que diseñaron los diplomáticos de principios del siglo pasado después de la Primera Guerra Mundial, y también los comunistas, treinta años más tarde. No es éste, por lo tanto, el caso de Cataluña, por más que los independentistas catalanes así nos lo quieran hacer creer al resto de los europeos.

También el problema de Oriente Medio hunde sus raíces, al menos en parte, en los acuerdos de paz con los que finalizó aquel conflicto, que trazaron absurdas líneas rectas para las fronteras de los nuevos países que surgían, muchas veces, bajo protectorado europeo, en el norte de África y en la zona de influencia del Próximo Oriente. En este sentido, debe ser tenido en cuenta, para comprender mejor todo lo que, a lo largo del siglo XX, ha venido sucediendo en este rincón del planeta, el llamado Acuerdo Sykes-Picot, o Acuerdo de Asia Menor, que de manera secreta se firmó entre Reino Unido y Francia en mayo de 1916, todavía no acabada la Primera Guerra Mundial, con el fin de definir las esferas de influencia de ambos países en Oriente Próximo. Y no sólo durante el siglo XX: también durante estas dos primeras décadas de la centuria actual, pues es una de las solicitudes más claras realizadas por los grupos terroristas islámicos. Me hago eco en este sentido de las palabras de la historiadora británica Bettany Hughes:

 “Por más que sean muchos los intelectuales de Occidente decididos a dejar caer en el olvido el Acuerdo Sykes-Picot, lo cierto es que aún después de muerto continúa siendo relevante. Es el elemento central de uno de los vídeos promocionales que el Estado Islámico (Daesh) hizo públicos en 2014, cien años después del estallido de la primera guerra mundial. En él exige la revisión del pacto, pese a que el Acuerdo Sykes-Picot siga sin aplicarse, y lanza un llamamiento a la unificación de todos los territorios islámicos, debidamente integrados en una única comunidad política, la umma. En su intento por eliminar las influencias coloniales, los miembros del Daesh y sus simpatizantes buscan con mucha frecuencia en internet el binomio Sykes-Picot, siendo también uno de los elementos más habituales de los tuits que intercambian. El líder de este grupo, Abu Bakr al-Baghdadí -que opera desde su base en Samarra, una ciudad islámica que se encuentra en el centro de Irak y que es de hecho la misma en la que antiguamente se fabricaban las célebres puertas de madera finamente labradas que tantas veces se han utilizado en las tumbas de los monjes cristianos- se ha valido de las redes sociales para radicalizar su mensaje y dar voz a la condena que esgrime frente a un acuerdo, el de Sykes-Picot, que apenas pasa de ser un detalle surgido en una coyuntura histórica marcadamente turbulenta. El Estado Islámico sostiene haber “aplastado” el Acuerdo Sykes-Picot. En los palacios de Estambul, la intervención en la primera guerra mundial se vinculó con la yihad, y en nuestros días se presenta como un asunto inacabado.”[1]

Desde luego, nada puede justificar el terrorismo islámico, y hay que combatirlo por todos los medios posibles (armamentísticos y, quizá, cuando las circunstancias lo permitan, diplomáticos). Pero no cabe duda que, de haberse hecho mejor la descolonización, el problema, aunque probablemente hubiera existido, habría sido muy diferente.





[1] HUGHES, BETTANY, Estambul, la ciudad de los tres nombres, Barcelona, 2018, pp. 705-706.