La expedición había partido el 13
de octubre de 1577 desde Alejandría de la Plaja, una pequeña ciudad al norte de
Italia. Las tropas españolas, los famosos tercios que en los años anteriores
habían combatido victoriosamente en el norte de Francia y en Flandes, avanzaban
otra vez por el Camino Español, que tan bien conocían, porque arriba, en el
norte, Guillermo de Orange no había respetado el Edicto Perpetuo que un año
antes se habían firmado entre España y las Provincias Unidas, y habían vuelto a
atacar los territorios españoles, que en ese momento estaban gobernados por
Juan de Austria, el famoso triunfador de la batalla de Lepanto. A su frente
cabalgaba el maestre de campo Julián Romero, “el de las hazañas”, conquense que
había nacido en un pequeño pueblo de la provincia, en Torrejoncillo del Rey o
en Huélamo, castellano o gobernador de la cercana ciudad de Cremona, en la
Lombardía. Poco tiempo después de la partida de los soldados españoles, cuando
aún no habían abandonado tierras italianas, sin saber muy bien por qué
razón, seguramente agotado tras muchos
años de combate, el héroe conquense cayó fulminado del caballo, muerto lejos
del campo de batalla.
A Julián Romero se le ha
comparado algunas veces, quizá con razón, con uno de los últimos héroes
españoles de la ficción, con ese capitán Diego Alatriste que fue creado por la
pluma de Pérez Reverte. Pero más allá de esa ficción, nuestro paisano también
podría ser comparado con otro héroe español de carne y hueso; con aquel Blas de
Lezo, el héroe de Barcelona y Rochefort, pero sobre todo el héroe que defendió
Cartagena de Indias cuando la ciudad americana fue atacada por las tropas
inglesas de Edward Vernon, en 1741, estando al mando de unas tropas escasas,
diez veces más pequeñas que las del enemigo. A Lezo de llamaron “medio hombre”
por la cantidad de las heridas que había sufrido durante sus muchos años de
servicio (para entonces era cojo, tuerto y manco), sin tener en cuenta que, en
ocasiones, solamente el valor es capaz de proporcionar toda la fuerza de se
escapa a través de los órganos amputados.
Julián Romero, como otro Blas de
Lezo doscientos años antes, también fue cobrando valor en todos los campos de
batalla del norte de Europa, a medida que la espada, la bala o el bisturí iban
cercenando nuevas partes de su cuerpo. Recogemos las palabras que al respecto
ha escrito Jesús de las Heras, su más reciente biógrafo: “Con cincuenta y nueve años era cojo, manco, tuerto y sordo de un oído,
no había vuelto a pisar tierra española desde hacía doce años[1],
había recorrido todo el escalafón militar desde mozo de tambor hasta maestre de
campo general, había luchado en todos los frentes europeos, su valor había sido
reconocido en persona por Enrique VIII de Inglaterra y por Felipe II. Una vez
más, reclamado por don Juan de Austria, reiniciaba el camino español desde
Lombardía a Flandes. El 13 de octubre de 1577 cayó fulminado desde su caballo.”
Jesús de las Heras pone en valor,
una vez más para todos los conquenses, la biografía de este otro conquense del
pasado, demasiado olvidado sin embargo para las nuevas generaciones de
paisanos. Ahora, cuando vuelven a reivindicarse algunas de las gestas de
nuestra historia, no conviene olvidar la figura de Romero, uno de los grandes
héroes de los Tercios, que recorrió todo el escalafón del ejército, que
combatió en Flandes, en Francia y también en Alemania, desde Boulogne y San
Quintín hasta Gante y Gravelinas, desde Middlelburg y Utrecht hasta Naarden y
Jemmingen, en aquellos años en los que, todavía, los combates de los Tercios
aún se contaban por victorias.
Pero no fue sólo allí donde
combatió el soldado conquense. El autor también nos recuerda en su libro sus
campañas inglesas y escocesas, como mercenario y, sobre todo, como soldado del
emperador Carlos, su rey, enviado junto a Enrique VIII con el fin de defender
también, de alguna manera, los intereses españoles en las islas. Y también su
campaña en Malta, a donde fue enviado por el mismo emperador para defender el
archipiélago de la invasión de los turcos. Contra los turcos, Romero también
combatió en la defensa del puerto de La Goleta, en el actual Túnez.
Eran tiempos de cambio. Por eso,
no son extraños algunos momentos de su biografía, que parecen extraídos de
otros tiempos más remotos, de esos tiempos caballerescos de Amadises y de
Arturos. En 1546, en la ciudad francesa de Fontaineblau, mientras sería al rey
de Inglaterra, venció en un duelo personal a otro caballero español, que estaba
a su vez al servicio del rey de Francia, en un momento en el que ambos reyes se
encontraban en guerra, lo que le valió el grado de capitán y los títulos
nobiliarios ingleses de sir y de grandlord. En 1559, el mismo año en el
que había sido nombrado castellano de la ciudad francesa de Danvillers, en la
región de Lorena, Felipe II autorizó para que se le incoara el preceptivo
expediente para que fuera nombrado caballero de la orden de Santiago, proceso
que culminaría poco tiempo después, tras obtener las encomiendas santiaguistas
de Mures y Benazuza, en las provincias respectivas de Jaén y Sevilla. Algunos
años después de su muerte, ya a finales de la centuria, El Greco, o uno de los
seguidores de su escuela, lo retrató con el hábito santiaguista en uno de sus
cuadros: Julián Romero y su santo patrono.
Para que el hecho fuera posible,
sin duda debió influir la personalidad de su padre, Pedro Ibarrola, un cantero
vizcaíno oriundo de Muriélaga – Aulestia que, como casi todos los vizcaínos,
podía demostrar en su persona condiciones de hidalguía y solar conocido en su
tierra natal. A lo largo del libro, el autor nos intercala algunos datos sobre
su vida privada, más allá de los campos de batalla flamencos. Nos da detalles
de su madre, una humilde mujer de Huélamo o de Torrejoncillo, porque en los dos
pueblos ella tenía familia, y el cualquiera de los dos pueblos pudo haber
nacido, como también el hijo; de ella, nuestro héroe recibiría el apellido más
que de su padre. Y también de las dos familias que él se creó: la familia de
Flandes, con la que tuvo al menos uno o dos hijos varones, además de una hija
llamada como su padre, Juliana, quien se ocuparía, a su muerte, de repatriar su
cadáver a España; y la familia que tenía en Madrid, en virtud de su matrimonio
con María Gaytán, una hija a su vez de un capitán del ejército retirado poco
tiempo antes, y que le dio otra hija, Francisca, que se encargaría de
enterrarlo, en el convento madrileño de los trinitarias.
Más allá de la historia militar,
a su muerte Julián Romero también tuvo un papel de relativa importancia en la
historia del arte y en la historia de la literatura. Ya se ha hablado aquí del
cuadro de ·El greco, que le inmortalizó con el hábito de Santiago y hoy nos
mira desde una de las salas del Museo del Prado. Por otra parte, y en lo que a
la literatura se refiere, más allá de sus propias aportaciones literarias
(algunos expertos le han atribuido la autoría de El Barba Azul de los Reyes, una crónica sobre el reinado de Enrique
VIII de Inglaterra), nuestro paisano es protagonista de un número importante de
poemas, incluida una de las comedias escritas en la primera mitad del siglo
siguiente por Lope de Vega.
[1] No hace
falta decir que el autor se refiere a lo que actualmente se entiende por tierra
española, es decir, lo que se corresponde en esencia con la mayor parte de la
Península Ibérica. En aquellos años, como bien se sabe, en España no se ponía
el sol, y no sólo la mayor parte del continente americano, sino también una
parte de Europa, y especialmente los Países Bajos, también eran parte de
España.