miércoles, 22 de mayo de 2019
sábado, 18 de mayo de 2019
ESPAÑA COMO NACIÓN. UN HERMOSO LIBRO SOBRE EL NACIONALISMO HISPANO
¿Qué es lo que nosotros entendemos por el término nación?
¿Hasta cuándo, hasta qué momento de la historia, podemos retrasar el nacimiento
de España como nación? A éstas, y a otras preguntas similares, es a lo que el
historiador Santiago Cantera Montenegro ha intentado dar respuesta en su último
libro, Hispania, Spania. El nacimiento de
España, y lo hace apoyándose en las fuentes documentales de la Alta Edad
Media española, mucho más abundantes de lo que a primera vista podría parecernos.
El resultado de la investigación es clara: aunque el nacimiento de la nación
española, en el sentido moderno de la palabra, no se produjo hasta el
nacimiento de los nacionalismos propiamente dichos, durante el siglo XIX, ni en
España ni en el resto del mundo, en un sentido más histórico y tradicional, el
nacimiento de nuestro país como nación puede retrotraerse, incluso, hasta el
periodo de los godos, lo que coloca a España en una situación de prelacía, a la
altura también de las otras naciones consideradas como las más antiguas, como
la propia Francia.
Y ese
nacionalismo español que surge con los godos, se apoya en dos columnas
principales, en España igual que en toda la Europa meridional: el mundo clásico
romano, y el cristianismo. En efecto, los godos son continuadores en muchos
aspectos de los romanos, hasta el punto de que España, al contrario de lo que
pasó en otros lugares como la propia Francia, los visigodos ni siquiera se
molestaron en cambiar el nombre al territorio. Mientras en Francia, la antigua
Galia se transformaría en “la tierra de los francos”, sus nuevos pobladores
germánicos, España no va a modificar nunca ese nombre que le habían dado los
romanos, quienes fueron, por otra parte, los primeros que habían conseguido la
unificación de todas las tribus antiguas, para adoptar el nombre de Godia, o un
término semejante. De esta manera, las nuevas élites visigodas quisieron
significarse como continuadores de los propios romanos, permitiendo una
convivencia entre los dos pueblos que significaría, finalmente, un nuevo
florecimiento cultural que no llegaría a darse, o al menos no con la misma intensidad,
en otros territorios dominados por los bárbaros.
Por otra
parte, no cabe duda de que el cristianismo, y en concreto el catolicismo jugó
un papel determinante también en esa primera fase del nacionalismo español. Es
cierto que las fuentes en las que bebe el autor del libro son, sobre todo,
fuentes cristianas, principalmente las actas de los diferentes concilios de
Toledo, en los que se reunía lo más granado del episcopado y el sacerdocio
español de la época, y aquellos otros textos que habían sido escritos por los
principales padres de la iglesia española, con San Isidoro a la cabeza. Pero
también es cierto que la unidad religiosa, conseguida hacia el año 587 por el
rey Recaredo, al convertirse él mismo al catolicismo, al que pertenecía ya la
mayoría hispanorromana, y al obligar poco tiempo después a hacer lo mismo al
resto de las élites visigodas, abandonando de esta forma sus creencias
arrianas, fue tan importante para el desarrollo de ese nacionalismo incipiente
como la unión política del reino; una
unificación política que había sido lograda por su padre, Leovigildo, con la
victoria militar, primero sobre los bizantinos, quienes habían ocupado una
parte de la península, y después contra el resto de tribus y de reinos que
estaban asentados desde hacía tiempo en el norte y el noroeste, unidad que
terminó por consolidarse, como es sabido, en el año 585, con su victoria sobre
los suevos de la antigua provincia romana de Gallaecia.
La
conversión del cristianismo en religión oficial del imperio romano, en tiempos
del emperador Teodosio, quien era de origen hispano, tuvo su parte negativa
para la propia Iglesia, al perder una parte de la sencillez y la sinceridad que
le había caracterizado durante sus tres primeros siglos de existencia. Sin
embargo, este hecho fue lo que hizo posible, finalmente, su definición como el
verdadero árbitro que posibilitó el mantenimiento de la cultura occidental. A
este respecto, ha escrito lo siguiente el autor del libro: “El periodo de los reinos germánicos, que fue el de la transición del
mundo clásico al medieval y en el que se forjó la Cristiandad europea, fue
fundamental en el desarrollo de la civilización occidental y en el nacimiento
de las grandes patrias europeas, siendo una de ellas la española… La Iglesia
fue capaz de acoger e integrar a los pueblos bárbaros, pacificarlos,
romanizarlos, evangelizarlos y, en definitiva, civilizarlos bajo la fe de
Cristo y la herencia cultural clásica. Aquellos pueblos, dados a las conjuras e
intrigas internas, a los asesinatos y crueldades dentro de sí mismos y hacia
otros pueblos y culturas -a pesar de notables elementos positivos de
fidelidades y lealtades-, no eran capaces entonces de alcanzar formas políticas
estables. Y a su vez, la civilización romana se hallaba en un proceso de
profunda crisis interna que, de no haber sido por la penetración del cristianismo
en ella, habría desaparecido plenamente ante el acoso bárbaro. Y con la muerte
de la romanidad, se habría producido también la defunción de la tradición
helénica.”
Y si los
visigodos se manifestaron como seguidores, en cierto sentido, de los romanos,
también los primeros reyes cristianos, aquellos que comenzaron el camino de la
Reconquista, se manifestaron a su vez seguidores de los antiguos reyes
visigodos. A este respecto, también ha dicho lo siguiente Santiago Cantera: “Si las crónicas señalaban ya a Pelayo como spatarius
visigodo del rey Rodrigo -y ciertamente
lo era- y alegaban que la acción de Covadonga había supuesto el primer paso
plenamente consciente hacia la recuperación de España y la restauración del
Reino de los godos, Sánchez Albornoz lo negó, pero Floriano Cumbreño se inclinó
por conciliar ambas teorías. Así, opinaba que las bandas de fugitivos visigodos
llegados a Asturias se procuraron la ayuda indispensable de los montañeses y
que todos juntos iniciaron la rebelión que triunfó en Covadonga, asumiendo el
elemento godo la dirección de la campaña. El hecho es incuestionable conforme a
las crónicas. Pero, a la vez, no cabe duda de que es ya con Alfonso II cuando
propiamente nace el Reino Astur como tal, como entidad política bien definida,
como Estado con su corte y su iglesia sobre el modelo visigodo: los reyes de
Cangas, desde Pelayo hasta Bermudo I, habían sido sencillamente caudillos de la
resistencia, sin una verdadera organización política, administrativa o social;
con Alfonso II, en cambio, reaparecía toda la pompa de la corte visigótica,
siendo él denominado Rex, Prínceps, dominissimus, gloriosissimus y serenissimus. La ascendencia visigoda de la realeza astur está comprobada de forma
suficientemente clara en casos como el de Alfonso I (739-757), hijo del duque
godo Pedro de Cantabria (dux del
ducado visigodo de Cantabria), quien se casó en Asturias con la hija de Pelayo:
de este modo se fusionaron en su descendencia las dos ramas principales de la
nobleza visigoda en la región y de ella procederían los reyes astures.”
Es cierto
que el mapa de la península ibérica, el antiguo reino visigodo posterior a la
unificación política de Leovigildo, es durante toda la Edad Media, hasta el
reinado de los Reyes Católicos, una especie de puzle de reinos cristianos y
musulmanes que, además, basculaban continuamente entre la amistad y el
enfrentamiento. Pero España, que en esa Edad Media ya existe como tal, como ha
demostrado el propio Cantera Montenegro a partir de las fuentes medievales, no
es tampoco una excepción en este sentido. ¿Alguien duda, acaso, de la
antigüedad como nación de países vecinos, como Francia o como Gran Bretaña? Con
una región central, la llamada Ile-de-France, de escasas dimensiones relativas,
que era la única que realmente se hallaba durante gran parte de la Edad Media
bajo la égida del trono de los Capetos, Francia estuvo dividida durante buena
parte de ese tiempo en una serie de ducados y condados, que en realidad eran
como verdaderos reinos independientes entre sí. Inglaterra, por su parte, hasta
la llegada de los normandos, a mediados del siglo XI, procedentes del otro lado
del Canal de la Mancha, y con el francés como lengua propia, había sido sólo un
cúmulo de pueblos sin ninguna unidad política ni social: pictos, anglos,
sajones,… En efecto, sólo los normandos pudieron iniciar algo parecido a una
unificación territorial, unificación que no sería completa en realidad, si nos
referimos ahora a lo que actualmente se conoce como Gran Bretaña, hasta mucho
tiempo después, y en fechas sucesivas: 1284 (unión de Gales con Inglaterra),
1707 (unión de Escocia con Inglaterra), y 1800 (unión de Irlanda con Inglaterra,
que después volverían a separarse, en 1921, permaneciendo en Gran Bretaña, a
partir de entonces, sólo una pequeña parte de la isla. ¿Y qué decir, si no, de
países como Italia o la propia Alemania, que sólo conseguirían su unificación
durante la segunda mitad del siglo XIX?
La
unificación de la península Ibérica bajo el reinado de los Reyes Católicos, si
bien durante mucho tiempo manteniendo cada reino sus propias leyes y
estructuras de gobierno, fue una unión real, la plasmación de un deseo largo
tiempo gestado, desde los primeros reyes de Asturias, no una simple casualidad
histórica. Termino utilizando de nuevo las palabras del autor del libro. Volvemos
a retomar las palabras del autor del libro: “Si
hoy queremos comprender bien España, no sólo en su pasado histórico, sino en la
relevancia de éste para la construcción del futuro, no podemos perder de vista
el sentido fundador del Reino Visigodo y, sobre todo, lo que significó en él y
en los siglos posteriores la realidad y el ideal de la unidad católica de
España. No es posible hablar de progreso ni querer construir el futuro haciendo
caso omiso de la Tradición de un pueblo y de una Patria. Si nuestra España es
lo que realmente es como Patria, y no el caos que algunos quieren proponernos,
lo es esencialmente en virtud de esa unidad emanada del Concilio III de Toledo,
capaz de proporcionar un proyecto común primero a godos e hispanorromanos en el
Reino Visigodo, luego a los diversos condados, reinos y coronas en la
Reconquista, y posteriormente a la Monarquía Hispánica iniciada bajo los Reyes
Católicos.”
jueves, 9 de mayo de 2019
DESMITIFICANDO LA HISTORIA. LA VERDADERA CONQUISTA DE CUENCA POR ALFONSO VIII
La historia de la conquista de Cuenca por las tropas
cristianas está conformada, en demasiadas ocasiones, por leyendas hermosas, y
otras no tanto, que ocultan la verdad histórica de lo que ocurrió. Y no me
estoy refiriendo sólo a la leyenda de Martín Alhaja, el pastor cristiano en
tierras moras que ayudó a la toma de la ciudad en una estratagema digna de los
antiguos estrategas clásicos, que nos volveremos a encontrar cuarenta años más
tarde, en ocasión similar, durante la batalla de Las Navas de Tolosa. Ni a la
hermosa leyenda de la Virgen de la Luz, y su aparición a los soldados
castellanos. Me refiero, sobre todo, a una serie de aspectos, basados en
absurdos cronicones medievales y modernos, que han conformado lo que se supone
una verdad histórica, sin que los verdaderos historiadores, modernos y
contemporáneos, hayan siquiera dudado de su veracidad, en una suerte de crítica
histórica que muy pocas veces se ha dado.
Esto
mismo, la crítica histórica, es lo que ha pretendido hacer en su último libro
José Antonio Almonacid Clavería: Cuenca,
su conquista en 1177. Fuentes, controversia y comentarios. Aunque la obra
se alzó el pasado año 2018 con el premio de novela histórica Cuenca Histórica,
por sus especiales valores para desmitificar la historia, no se trata en
realidad de una novela, sino de un ensayo sobre la verdad y la leyenda, tomada
ésta durante mucho tiempo por verdad histórica, de la toma de la ciudad conquense
por las tropas castellanas de Alfonso VIII, quizá uno de los más grandes reyes
peninsulares de toda la Edad Media, por más que esto no sea reconocido en todo
su valor por la mayor parte de los habitantes de la ciudad por él conquistada. Hay
que recordar que fue este monarca el que logró, con la victoria de Las Navas de
Tolosa en 1212, abrir definitivamente las puertas de Andalucía para las tropas
cristianas. Porque la victoria de Las Navas fue lo que permitiría, medio siglo
después, que su nieto, Fernando III, tomara Córdoba y Sevilla, configurando de
esta forma una nueva realidad política en la península, que ya sólo alcanzaría
su final definitivo doscientos años más tarde, con la toma del reino nazarí de
Granada por los Reyes Católicos, en 1492.
José Antonio
Almonacid se basa en su trabajo en dos columnas complementarias. Por un lado,
en la utilización de las fuentes musulmanas, no demasiado abundantes, es
cierto, pero que han sido sistemáticamente olvidadas por otros historiadores
anteriores. Por otro lado, en la crítica de las fuentes cristianas, consistentes
en demasiadas ocasiones en falsos cronicones medievales cuyos autores, o no
existieron, o cuando lo hicieron buscaron, en realidad, más la adulación a sus
comitentes que contarnos lo que de verdad había ocurrido durante el cerco y,
sobre todo, durante la conquista de la ciudad. Porque estos autores, en algunas
ocasiones, lo que pretendían era resaltar una supuesta intervención, en papel
de actor principal por delante del propio Alfonso VIII, de los otros reyes de
la península, principalmente del de Aragón. En otras ocasiones, lo que
pretendían resaltar era a esos linajes conquenses que en el siglo XVI formaban
las élites de la ciudad, y que de esta forma se pretendía atrasar dicha
condición a los tiempos mismos de la conquista. Y para poner las cosas en su
sitio, el autor ha atendido a la única fuente fidedigna con la que puede contar,
la que proporcionan los documentos salidos de la propia cancillería real, que
ya habían sido estudiados por el profesor Julio González.
Algunas
de las desmitificaciones que se tratan en el libro pueden tener una importancia
sólo relativa, pero forman parte también de esa historia legendaria que tanto
gusta al conquense en general; la leyenda puede resultar bonita, incluso
interesante, pero sólo si tenemos en cuenta que se trata sólo de eso, de una
simple leyenda. Aspectos como el Arco de Bezudo, cuyo nombre no debemos
buscarlo, como siempre se ha dicho, en un supuesto Pedro Bezudo, muerto ante
esa puerta de la ciudad en un intento anterior de conquistarla que en realidad
ni siquiera existió, o el del origen del nombre del barrio de Tiradores, forman
parte también de esa mitología de la conquista. La puerta del Castillo, la
actual puerta de Bezudo, se llama así por el nombre con el que ésta era
conocida ya por los musulmanes: Beb Zudda, o puerta de la Zuda, que no era otra
cosa que el castillo, o residencia oficial del gobernador, la parte más
importante de la alcazaba musulmana. Y por lo que respecta a Tiradores, su origen
habría que buscarlo, según el autor, en Al-Tiraz, el barrio de los tejedores o
bordadores de la Cuenca musulmana, un arrabal fuera de la ciudad en el que se
asentaron los miembros de este gremio, que tan importante fue en la Cuenca
árabe. Ese nombre sería traducido por los primeros cronistas cristianos como
Vicus Tiracearum.
Otros
aspectos de la historia son más importantes en sí mismos. Aspectos como el
supuesto abandono del cerco por parte del rey Alfonso, quien supuestamente
habría acudido, en mitad del asedio, a la ciudad de Burgos, con el fin de
asistir allí a unas Cortes en las que debía solicitar la aprobación de nuevos
impuestos para sufragar los gastos de la operación. Según los creadores de la
leyenda, transformada a través de los siglos en una falsa realidad, durante la
batalla definitiva que conllevaría la conquista de la ciudad, el monarca
castellano se encontraba muy lejos de ésta, dando especial relevancia a la
participación del homónimo Alfonso II de Aragón, como verdadero conquistador de
la ciudad del Júcar. La historia, como ha demostrado Almonacid, se basa en
antiguos cronicones aragoneses, en los que se pretendía adular a su propio
monarca, en detrimento del castellano. En realidad, el rey de Aragón no llegó a
participar siquiera en el cerco de la ciudad, a la que sólo se acercó en un
momento, para obtener del rey de Castilla el perdón del vasallaje y
reconocimiento que a éste le debía desde los tiempos de su abuelo, Ramiro II;
un perdón que no fue nunca una recompensa por su participación en la conquista
de Cuenca, como se ha pretendido desde la región vecina, sino una donación
generosa y personal que el de Las Navas quiso tener con su tío, el rey de
Aragón. Y por otra parte, ni el rey de Castilla abandonó nunca el cerco (en
todo caso, sólo en algún momento, para acudir a la ciudad cercana de Huete,
donde permanecía la corte, acompañando a su esposa, la reina Leonor), ni se
celebraron cortes en Burgos durante todo el año 1177.
Otro
aspecto a tener en cuenta, y éste, también, de suma importancia, es el de la
supuesta participación en la conquista de Cuenca de Pedro Ruiz (o Rodríguez) de
Azagra, a quien las crónicas navarras dan como el verdadero héroe de la misma.
Para ello, nada mejor que acudir a la biografía real de este personaje, un verdadero
mercenario de la época, que pasaba de una corte a otra, sirviendo siempre a los
reyes en beneficio de sus propios intereses. Nacido en el reino de Navarra, se
exilió de dicha corte, probablemente por no estar de acuerdo con la ascensión
al trono de Pamplona del rey Sancho VI, después de la muerte de su antecesor,
García Ramírez, pasando durante un tiempo al servicio del rey taifa de Valencia
Muhammad ibn Mardanis, quien, en recompensa, le hizo señor de Albarracín, en la
serranía turolense, con el fin de que le sirviera de tapón para los avances del
monarca aragonés. Después pasó al servicio de Alfonso VIII, sin abandonar su señorío
en Albarracín, y formó parte de la comitiva enviada por éste en 1170 para
recoger, en Burdeos, a su esposa, la reina Leonor de Inglaterra. Sin embargo,
algunos años más tarde abandonó su servicio, al haber sido obligado a abandonar
la corte de Castilla después de un asunto turbio relacionado con la venta de
los castillos de Huélamo y Monteagudo de Uña. En el momento del cerco, Azagra
había sido nombrado por Alfonso II de Aragón, gobernador de Daroca, y no
volvería a Castilla hasta el mes de julio de 1178, de donde sería extrañado
otra vez en 1185, debido a una nueva traición contra el reino castellano.
Otros
asuntos ya han sido también convenientemente desmitificados por la
historiografía, pero a menudo se olvidan en la ciudad del cáliz y la estrella.
Son aspectos, como decimos, que vagan entre la historia y la leyenda, y que
sólo pueden ser tenidos en cuenta si sabemos diferenciar ambas realidades.
Aspectos como los relacionados con los nombres de los nobles castellanos que
participaron en la conquista. Algunos de ellos, los que verdaderamente lo
hicieron, vienen relacionados en un cuadro que aporta el autor, y están sacados
de los documentos originales de la cancillería castellana. Es curioso que no
aparecen en la relación apellidos que nos son familiares, como los Chirino o
los Cañizares, apellidos que en pleno siglo XVI, cuando se redactaron algunos
de los cronicones sobre la conquista, formaban parte de esa nobleza advenediza
que dominaba la ciudad. ¿Qué papel desempeñaron en todo este asunto algunos de
esos supuestos conquistadores, como Alonso Pérez Chirino o su hijo, el
arcipreste Ginés Pérez Chirino, miembro del cabildo diocesano en los tiempos de
los primeros obispos de Cuenca, el mismo que posibilitó, por su actuación, el
milagro de la Cruz de Caravaca? Para el autor del libro, desde luego que
ninguno.
También,
el asunto de la mora Zaida, la supuesta hija del rey Muhammad ibn Abbad
al-Mutamid de Sevilla, quien, según la leyenda, la habría casado con el rey de
Castilla, Alfonso VI, dándole, como dote, entre otros, los castillos de Cuenca,
Huete y Uclés. No es necesario insistir más en la verdadera historia que está
detrás de la leyenda: Zaida era en
realidad la nuera de ese rey sevillano, esposa de uno de sus hijos, Abu Nasr
al-Fath al-Mamun, rey de Córdoba. Y lo que se esconde detrás es, por otra
parte, la verdadera situación política en la que se encontraba la península en
aquellos momentos, con unos invasores foráneos, los almorávides, procedentes
del norte de África, como después lo serían los almohades, llamados por sus
hermanos en la fe. los reyes musulmanes de la península para que les defendieran
de sus enemigos cristianos, y que finalmente se convertirían también, a su vez,
en dominadores de esos mismos reinos de taifas que les habían llamado. Zaida,
enviada realmente a la corte de Alfonso para solicitar de él la ayuda necesaria
para hacer frente a esa invasión norteafricana, terminaría por convertirse en
el objeto de deseo del propio Alfonso. Convertida al cristianismo y bautizada
con el nombre de Isabel, se convertiría en la madre de su heredero, el príncipe
Sancho, quien moriría en la batalla de Uclés, o de Sicuendes, en 1108.
Para
finalizar, dos últimas reflexiones personales sobre la realidad histórica de la
provincia de Cuenca en los tiempos de la conquista. Por una parte, el nombre de
uno de los protagonistas de la historia, el verdadero derrotado de la misma; y
derrotado por partida doble, porque permanece silenciado en casi todos los
cronicones: Abu-l-Abbas Ahmed ben Maad al-Uqlisí. El final de su nombre nos
señala su origen, “el uclesino”, el nacido u originario de Uclés, la ciudad que
había pertenecido, como la misma Kunka, o Cuenca, a la kora o provincia de
Santaberiyya, la antigua Ercávica, que estuvo dominada durante mucho tiempo por
la dinastía Banu Zennún, de origen bereber, pero arabizados después como Banu
-Du-l-Nún. Aquí, en el Castro de Santaver, había estado la capital de la kora
desde el momento de la invasión musulmana, hasta que fue sustituida, alrededor
del siglo XI, por la propia Kunka, esta misma ciudad de Cuenca que había sido
fundada, según algunas crónicas árabes, alrededor del año 1000). Este Ahmed ben
Maad era el caíd, o alcaide, de la ciudad, que en ese momento dependía del
gobernador almohade de Valencia; y no el rey de la misma, como afirman algunos
de los cronicones, que en ese momento no era otro que el califa de los
almohades, Abu Yaquib Yusuf, que en ese momento se encontraba en Marrakech, al
otro lado del estrecho de Gibraltar, asediado por una epidemia de peste que le había
impedido dirigir de nuevo a sus tropas hacia la península ibérica.
Y por
otra parte, algo que el propio Almonacid Clavería y el historiador almarcheño Miguel
Salas Parrilla afirman en una nota a pie de texto: la repetitiva querencia de
los conquenses a la fabulación de su propia historia, algo que yo mismo he
podido comprobar en algunas de mis investigaciones personales, y que dificulta
en gran medida, y en ocasiones imposibilita, una perspectiva real de nuestro
pasado. Trabajos como éste del historiador optense, ayudan a lucha contra esa
querencia, que también resulta ya demasiado legendaria.
viernes, 3 de mayo de 2019
EL ARCA DE SAN JULIÁN*
La
historia del Arca de San Julián, en la que reposaban los restos del segundo
obispo de Cuenca hasta el inicio de la Guerra Civil, cuando fueron quemados por
un grupo de exaltados republicanos, se remonta incluso a los años anteriores a
la traslación del cadáver del santo desde el llamado Altar de la Reliquia, o
Capilla Vieja de San Julián a su nueva capilla del Trasparente, en la girola de
la catedral. En ese lugar habían permanecido dichos restos desde 1518, desde
que fueron colocados allí, llevados a su vez desde su primitiva colocación, en
la vieja capilla de Santa Águeda, una de las desaparecidas capillas del lado de
la epístola. Y por lo que respecta al arca, ésta había sido colocada ya en la
Capilla Vieja de San Julián, como una donación al templo catedralicio de uno de
sus prelados más preclaros del siglo XVII, Alonso Antonio de San Martín (1681-1705),
a la que había llegado desde su anterior destino como obispo de Oviedo. Éste era
hijo natural del propio rey Felipe IV y de una de sus amantes, Mariana Pérez de
Cuevas; por el contrario, el estudioso conquense Antonio Rodríguez asegura, que
la madre de este obispo de Cuenca, fue en realidad Tomasa Aldama. Pero tanto
una como la otra, Tomasa Aldana o la citada Mariana Pérez de Cuevas, eran dos
de las damas de la reina doña Maríana de Austria, esposa del propio monarca
Borbón.
No cabe duda de que la perdida obra
de orfebrería era una pieza hermosa. De esta manera la describe el arquitecto
Ventura Rodríguez, quien por otra parte participó en la construcción el altar
del Trasparente, así como en la capilla mayor del principal templo conquense: “Una urna de plata con labores cinceladas y
caladas, los huecos sobredorados, y los perfiles y boceles de bronce dorado a
fuego, con su tapa en la misma conformidad en forma piramidal, forrada por
delante dicha urna con tela carmesí.”[1]
El traslado de los restos de San
Julián a su capilla del Trasparente, el 8 de septiembre de 1760, fue celebrado
en la ciudad con varios días de fiestas, en los cuales, sin duda, el cuerpo de
San Julián debió salir en procesión dentro de su urna de plata. No se sabe el
número de veces que salió después esta urna en procesión, con los restos del
santo en su interior, hasta aquel 18 de abril de 1902, día en el que fueron llevadas
de nuevo a hombros por los canónigos de la catedral, desde su altar del
Trasparente a la iglesia de la Merced, bajando por las escaleras monumentales
del Palacio Episcopal, a causa del reciente hundimiento de la torre del
Giraldo, el 13 de abril de ese año, y el obligado cierre al culto, por unos
meses, de nuestro templo mayor por ese motivo. En asquella procesión, el arca “era acompañada por las autoridades de la
ciudad, Guardia Civil a caballo y un pelotón de ingenieros, clero de la
Diócesis, y el prelado Sangüesa, que se fundió en un abrazo emocionado con el
Gobernador Civil de la provincia.”[2]
El 4 de septiembre de ese mismo año, con la catedral abierta ya nuevamente al
público, e iniciados los trabajos de restauración, la procesión se repitió en
sentido contrario, aunque en esta ocasión, el arca iba acompañada por la imagen
de la Virgen del Sagrario. La procesión entró entonces en la catedral por la
nueva puerta de acceso, que se había abierto en su parte lateral para facilitar
el culto en el templo, junto al propio palacio.
Seis años más tarde, en 1908, el
arca vieja de San Julián salió en procesión nuevamente, ahora para conmemorar
el séptimo centenario del fallecimiento del segundo obispo de Cuenca. Después,
en los primeros meses de 1936, como hemos dicho antes, el arca sería robada, y
los restos de San Julián eran quemados en las naves de la propia catedral. Sin
embargo, una vez terminada la guerra se pudo extraer de entre toda la ceniza que
había permanecido en el lugar de los hechos, unos pocos restos óseos humanos,
apenas treinta y siete fragmentos, que fueron identificados como pertenecientes
al santo, según un informe pericial que firmaron los doctores Antón Piga y
Manuel Pérez de Petinto, antropólogos forenses, que estaba fechado en 1945. Por
su parte, también se llevó a cabo una suscripción popular con el fin de
encargar una nueva arca de plata, arca que realizaría el orfebre valenciano
José Bonacho David.
Desde entonces, esta nueva arca de
San Julián ha salido en procesión en varias ocasiones. La primera de ellas, el
4 de septiembre de 1947, en una procesión singular que se celebró a
consecuencia de la riada del Huécar, que se había producido el 13 de agosto de
ese mismo año, y en la que los restos del prelado conquense fueron trasladados,
por turno, por los concejales del ayuntamiento, los diputados provinciales, los
funcionarios del Instituto de Previsión, y en general por un grupo numeroso de
fieles. Después, el arca volvería a desfilar por las calles de Cuenca en 1983,
con motivo del octavo centenario de la creación de la diócesis conquense, por
mandato del rey conquistador, Alfonso VIII; en 1988, con motivo del octavo
centenario de la llegada a Cuenca del propio santo, nombrado segundo obispo de
la diócesis; y finalmente, en 2008, con motivo ahora del octavo centenario de
su fallecimiento.
* Este texto ha sido publicado anteriormente, en formato papel, en la revista Cuencaciudad, crónica anual de información ciudadana. Año III (2019), pp.152-153.
[1] Antonio Rodríguez Saiz, Cuenca en el recuerdo. Edición del
autor, 1988, p. 65. El libro es una recopilación de los artículos que el autor
publicó en el semanal Gaceta Conquense,
éste en concreto bajo le título siguiente: “El Arca de San Julián recorrió las
calles de Cuenca en 1947”.
[2]
José Vicente Ávila, El blog de Cuencávila, 13 de abril de
2008: “El Arca de San Julián ha desfilado siete veces en el siglo XX.