Era el 29
de abril de 1959, a las tres y cuarto del medio día, cuando el vuelo 42 de la
compañía Iberia partía desde el aeropuerto de Barcelona, rumbo hacia Madrid; un
vuelo que en condiciones normales, debería haber llegado a su destino pocas
horas más tarde, sin más problemas que los propios de un viaje en avión en los
años cincuenta, cuando las condiciones de las aeronaves eran muy diferentes de
las de los aparatos actuales. El comandante que estaba a los mandos del avión
era Ernesto López Peña, un piloto bastante experimentado que había sido aviador
militar hasta hacía cinco años, cuando había empezado a trabajar para Iberia, y
que había sido, incluso, profesor en la Academia General del Aire. Los otros
dos miembros de la tripulación eran Aurelio León, mecánico y segundo piloto, y
el radiotelegrafista Emilio Díaz González. Y junto a ellos, viajaban en el
interior del aparato veinticinco pasajeros, entre los que se encontraban
algunos personajes bastante conocidos, y entre ellos, los miembros del equipo
nacional español de gimnasia, incluido entre ellos aquél que ha sido
considerado como el mejor gimnasta español de todos los tiempos: Joaquín Blume
Carreras, quien viajaba además acompañado de su esposa. Con el equipo viajaba también
su compañero, Raúl Pajares, quien a última hora había sustituido a Ángel Luna,
por culpa de una indisposición de este último, triste destino para una persona
que no estaba destinado a fallecer de esta forma. Como triste fue también el
juego que el destino les vino a jugar a Juan Rigau y a su reciente esposa, Carmen
Canet, que habían contraído matrimonio en Gerona el día anterior, e iniciaban
con este viaje su luna de miel por tierras de España. Y en el aparato viajaban también Fernando
Medina y Benjumea, conde de Campo rey, y Francisco Gainares Gorostizabal,
gerente y director, respectivamente, de la compañía Industrias Subsidiarias de
Aviación, también pilotos civiles de avión, además del abogado, sevillano
también como estos últimos, Antonio Mancebo Fernández.
Sin embargo, el avión, un Douglas DC-3 FEC-ABC, nunca llegaría a su destino. Las condiciones meteorológicas no eran buenas, y poco tiempo después de haber despegado en la capital catalana, el aparato ya navegaba a ciegas, sin que el comandante del vuelo pudiera saber el punto exacto por el que el aparato transitaba en cada momento. En efecto, durante todo aquel día atravesó la península una importante borrasca, acompañada en algunos momentos de granizo y un fuerte viento, y de una tormenta eléctrica que, parece ser, dejó sin funcionamiento algunos de los elementos del sistema de radio del avión. La revista “Blanco y Negro”, en el artículo que pocos días después dedicó al accidente, y a través de algunas suposiciones, es bastante claro en este sentido; “Hay que suponer que el aparato navegaba a ciegas y sin que el comandante conociese exactamente su posición cuando comunicó con Calamocha. Es muy verosímil que, al verse incomunicado y fallarle a causa de la fuerte carga de electricidad circundante algunos de los instrumentos de navegación, tomase rumbo hacia el Este, por donde la situación meteorológica era más despejada, y que alcanzase el litoral mediterráneo para orientarse, cosa que pudo hacer al identificar desde el aire el puerto de Castellón. Esto no es más que una hipótesis basada en el tiempo transcurrido entre la última comunicación y el accidente, y en que la línea recta Castellón-Madrid pasa precisamente por aquellos parajes -se está refiriendo exactamente a los del pueblo conquense de Valdemeca, en cuyo término municipal ocurrió el accidente-. Es, pues, verosímil que, incomunicado con tierra, el comandante pusiese desde Castellón rumbo a Madrid, y que el vuelo prosiguiese con relativa normalidad. Después, volando entre nubes, una turbulencia le hizo perder altura en el momento en que tenía ante su proa los mil ochocientos y pico metros de altitud de la sierra de Valdemeca, y el aparato se estrelló contra la montaña sin que nadie hubiese podido advertir el peligro inmediato. Al menos, el estado de los restos del avión parece indicar que no hubo maniobra alguna para atenuar el golpe.”
Exactamente, fue a las cuatro horas y dieciséis minutos cuando el avión realizó su última comunicación con tierra, con la estación de Calamocha (Teruel), para pedirle marcación con el fin de poder fijar su posición en el mapa, lo que abunda más en la posibilidad de que el aparato viajaba a ciegas. “Para establecer la marcación -el reportaje de “Blanco y Negro”, firmado bajo las iniciales M.M.Ch., indica de qué manera se realizaba en aquellos tiempos la comunicación entre la estación y el avión-, el aparato debe emitir unas señales que capta el radiofaro, el cual, a su vez, emite otras que el avión recoge. El radiogoniómetro fija la dirección de donde proceden y la distancia a que el aparato se encuentra del instrumento emisor”. Aquella fue la última comunicación del DC-3, y la posterior falta de respuesta del aparato llevó la inquietud a ambos aeropuertos, el de partida y aquel otro en el que se esperaba su llegada, y más todavía cuando el resto de los aeropuertos cercanos, aquellos en los que el avión podía haber intentado aterrizar en el caso de que hubiese tenido problemas para llegar a Madrid, tampoco sabían nada del vuelo 42, e inmediatamente se activó la búsqueda por parte de los Servicios de Protección de Vuelo.
Poco tiempo más tarde, en una de las zonas más
escabrosas de la serranía conquense, en el término municipal de Valdemeca,
cuatro personas habían visto por última vez el aparato, sobrevolando por encima
de sus cabezas. ; o mejor dicho, sólo lo sintieron, porque no podían verlo
debido a la abundante masa forestal de pinos que se extendía por la zona. Se
trataba del guardia forestal Francisco Sánchez Rodríguez y tres jóvenes del
pueblo, Juan Jiménez, Víctor López Martínez y José María Domingo Jiménez,
quienes se encontraban en ese momento realizando las labores previas para una
posterior repoblación forestal de la zona. Pocos segundos más tarde, los cuatro
oyeron un gran estruendo desde el otro lado del Pico del Telégrafo, en cuya
ladera estaban realizando aquellas labores, y supieron que algo grave había
ocurrido. Con gran dificultad debido a lo escarpado del terreno, pero sin duda
con menor dificultad de lo que tendrían que hacerlo al día siguiente las
autoridades y los periodistas que fueron enviados allí por diferentes agencias
y periódicos para cubrir la noticia, pudieron subir hasta el lugar exacto en el
que se había producido el accidente, con el fin de intentar ayudar a los
posibles supervivientes que hubiera.
El espectáculo, en las palabras de los primeros testigos,
era desolador. Se veían restos del aparato, y de las personas que habían
viajado en él en aquel último viaje hacia la muerte, se extendían por muchos
metros alrededor del lugar en el que había caído el avión. Pero lo más importante
era que no había supervivientes, por más que uno de los jóvenes, según el cronista
de “Blanco y Negro”, había llegado a tiempo de ver a una señora con vida. Sin
embargo, el propio cronista duda de la versión del testiguo, atribuida por él a
“una subjetiva apreciación, muy posible dadas las circunstancias en las que
sucedió.” Desde luego, la existencia de supervivientes en un accidente de
estas características era muy remota: el avión se hallaba partido en muchos
pedazos, distribuidos, como se ha dicho, en una gran extensión de terreno,
hasta el punto de que el mayor de ellos se correspondía apenas con el extremo
posterior del fuselaje, es decir, el correspondiente al estabilizador vertical,
e incluso las partes laterales de éste, el estabilizador horizontal y el timón
de profundidad, también estaban partidos. Por su parte, el plano derecho del
DC-3 había quedado prendido de las copas de los árboles, en un inestable
equilibrio que lo había dejado a algunos metros de altura respecto del nivel
del suelo.
De la escabrosidad del terreno en el que se había
producido el accidente da una idea el hecho de que los cuatro jóvenes de
Valdemeca que habían sido testigos del mismo, tardaron hora y media en llegar a
los restos del avión. Y una vez en la cumbre del Cerro del Telégrafo, el
guardia forestal y dos testigos más se quedaron junto al aparato, mientras los
otros dos bajaban otra vez hasta el pueblo para dar aviso del accidente.
Continúa de esta forma la crónica de la revista “Blanco y Negro”: “Minutos
después de alcanzar estos las primeras casas del poblado, el nombre de
Valdemeca era difundido y dado a conocer por telégrafos, teléfonos y teletipos,
y a primera hora de la noche la triste noticia comenzó a extenderse por la
calle en Barcelona y Madrid.” Desde las primeras horas del día siguiente,
la actividad en el Cerro del Telégrafo fue frenética, entre autoridades,
Guardia Civil -mi abuelo, Juan Antonio Pérez Llandres, que era
conductor de la Guardia Civil en aquellos años, fue la primera persona que me
habló, cuando todavía era niño, del fatídico accidente de Valdemeca, uno de los
más dolorosos espectáculos que había visto en su vida, comparable sólo a otro
accidente, el del autobús que cubría el servicio entre Cuenca y La Roda, que
había caído al río Júcar dos años antes, en 1957, causando la muerte de treinta
viajeros, y eso que había tenido que vivir largos años de servicio en el cuerpo,
y entre ellos, los tres que duró la Guerra Civil, en la que tuvo que asistir,
incluso, al asalto al Cuartel de la Montaña; ver “17 de julio de 1936: una
historia familiar”, 17 de julio de 2016-, y los numerosos periodistas y
fotógrafos que fueron enviados al lugar desde diferentes puntos de España”.
Como ya se ha dicho, el personaje más conocido de
todos los que viajaban en el avión era Joaquín Blume, quien todavía, a pesar de
los recientes éxitos deportivos de otros gimnastas más actuales, como Jesús
Carballo, Rafael Martínez o Gervasio Deferr, sigue estando considerado como el
mejor gimnasta español de todos los tiempos. Éste había nacido en Barcelona en
1933, y era hijo de un profesor de gimnasia de origen alemán, a cuyo país
emigro, con toda su familia, durante los años que duró la Guerra Civil. De
regreso en Barcelona, Blume ingresó en la Escuela Alemana de Gimnasia
Deportiva, de la que su padre era profesor, y en 1949, cuando apenas contaba con
dieciséis años de edad, se proclamó campeón de España de categoría absoluta, título
que pudo retener durante los diez años siguientes, hasta el mismo momento de su
fallecimiento. A partir de ahí, su progresión deportiva fue en aumento,
pudiendo asistir en 1952 a los juegos olímpicos de Helsinki, en los que terminó
en el puesto 56 de los 212 gimnastas participantes, algo que muy poco tiempo
antes había sido impensable para un gimnasta español. En 1954 asistió también
al mundial que se celebró en Roma, donde quedó en el puesto 43, de los
doscientos deportistas que participaron en el evento. En 1955 fue décimo en la Copa
de Europa, y ese mismo año se proclamaba como el mejor gimnasta de los Juegos
del Mediterráneo. Un año más tarde ganó en París el torneo de las Siete Naciones,
no pudiendo asistir a los juegos olímpicos de ese año, que se celebraron en Melbourne,
para los que era uno de los favoritos, por la negativa del Comité Olímpico
Español a participar en ellos, en protesta por la invasión de Hungría por parte
de la Unión Soviética; en aquellos años, Blume llegó incluso a pensar en
nacionalizarse alemán para poder acudir a los juegos, pero fue el propio Juan
Antonio Samaranch, delegado en Cataluña de la Delegación Nacional de Educación
Física y Deportes, quien le convenció para que no lo hiciera. Y su progresión
llegó a su cima en 1957, cuando se proclamó, en París, campeón de Europa, al
triunfar por encima de los treinta y nueve aspirantes, que representaban a
veintiún países diferentes. Joaquín
Blume compatibilizó siempre sus competiciones deportivas con diversas
exhibiciones gimnásticas, y en 1958 contrajo matrimonio con María José Bonet, también
gimnasta como su marido, quien falleció también, como se ha dicho, en el mismo
accidente de Valdemeca. El matrimonio esperaba su segundo hijo; dejaban una hija,
María José Blume Bonet, quien durante algún tiempo siguió los pasos de sus predecesores;
penas tenía cuatro meses cuando quedó, de esta forma trágica, huérfana de padre
y madre.