viernes, 17 de marzo de 2023

Rafael Riario, obispo de Cuenca. Un eslabón en la lucha por controlar al obispado hispano

 En 1523, Carlos V logró el derecho de presentación de los obispos a las sedes vacantes, creándose de esta forma lo que ha venido a llamarse el Real Patronato. Pero no siempre fue así. Durante los primeros tiempos de la Iglesia, y sobre todo hasta el siglo VI, las elecciones episcopales se realizaban principalmente por cada iglesia particular, es decir, por el conjunto formado por el clero diocesano y el resto del pueblo seglar, de manera que, se puede decir, las elecciones eran democráticas. Fue precisamente el aumento del poder que los prelados fueron adquiriendo paulatinamente en el conjunto de las diócesis, lo que provocó que los diferentes soberanos nacionales, empezando por los monarcas merovingios y carolingios en Francia y siguiendo en nuestro país por los visigodos, pretendieran inmiscuirse en el proceso electivo de os obispos, con el fin de poder contralar en todo momento  cuáles eran las personas más apropiadas ara el servicio del Estado. Pero en todo momento no faltaron, sin embargo, intentos teóricos de volver a tiempos antiguos, y en este sentido destaca la figura del canónigo conquense Antonio Forriol, a quien le fue incoado un proceso inquisitorial a principios del siglo XIX, en plena revitalización del tribunal, por un escrito en el que se pretendía, entre otras cosas. la recuperación de la elección comunitaria.

Ya en plena Edad Media, a lo largo de los siglos XI y XII, y como paso intermedio, se canonizó la elección de los obispos por parte de los cabildos catedralicios, obviando definitivamente la participación en el proceso del pueblo seglar. A partir del año 1215, en el IV Concilio de Letrán se estableció las tres formas válidas para proceder a la elección episcopal, pero siempre realizada por los cabildos: por sufragio directo de todos los capitulares, por la elección de un número indeterminado de compromisarios, o por total unanimidad de todos los electores. Ello no es óbice para que se siga manteniendo la designación papal, lo que está en el origen de algunas provisiones conquenses, que estuvieron en el origen de un cierto enfrentamiento entre los respectivos prelados y sus cabildos. Este enfrentamiento entre el cabildo conquense y el monarca, por un lado, y el pontífice romano por el otro, fue. especialmente importante durante las nombramientos de dos obispos de origen italiano, realizados directamente por los pontífices romanos, en una clara muestra del nepotismo existente en este momento en la Santa Sede: Antonio Jacobo de Veneris y Rafael Riario. 

El sacerdote e historiador segoviano Maximiliano Barrio Gozalo, uno de los mayores especialistas en el episcopado español durante la Edad Moderna,  por lo tanto también de lo que supuso la aceptación del patronato regio, ha explicado con todo detalle en uno de sus libros, “Los obispos españoles bajo el régimen del Real Patronato”, el enfrentamiento que supuso el nombramiento del segundo entre el propio pontífice y los Reyes Católicos.  Aunque la cita es larga, considero importante su transcripción completa con el fin de que pueda entenderse mejor lo que este nombramiento significa para la consecución, algunos años más tarde, durante el reinado del emperador Carlos V, del derecho de presentación de los prelados para todas las sedes españoles que fueran quedando vacantes.

“Dos días después de terminar la Asamblea [se refiere a una reunión de la Asamblea del clero de Castilla, que en el mes de julio de 1478 se había reunido en Sevilla con el fin de justificar las pretensiones del monarca de controlar el nombramiento de los obispos, y pedirles una ratificación de dichas pretensiones] el 3 de agosto, moría en la Curia el obispo de Cuenca, el cardenal Giacomo Veneris, y Sixto IV, siguiendo la práctica curial de reservarse la provisión de dicha iglesia, nada más conocer el fallecimiento, el 13 de agosto la proveyó en su sobrino Rafael Riario, cardenal de San Jorge y joven de 20 años, al mismo tiempo que se expedían las bulas para la posesión del obispado. El papa comunicó a los reyes la provisión, exhotándoles a aceptarla, pero no tuvo respuesta, a pesar de intentar ganarse el apoyo del rey Fernando con promesas para solucionar a su gusto el problema de la provisión de Tarazona. Para complicar más las cosas, el romano pontífice nombró a Francisco Ortiz para tomar posesión del obispado y tramitar los negocios del cardenal, pero éste, canónigo de Toledo y colector de Castilla, era muy sospechoso a los reyes por su actitud ambigua en la cuestión sucesoria. Por eso, al intentar apoderarse del obispado, los oficiales regios le encarcelaron y, en vez de conceder al cardenal la posesión del obispado, le ocuparon numerosos beneficios eclesiásticos que tenía en Castilla. El conflicto había estallado, y cada parte se apresto a defender sus intereses.

Sixto IV había enviado una embajada a los reyes para conseguir su apoyo a una liga para la paz de Italia, insinuando que estaba dispuesto a proveer los obispados a su suplicación, y a desagraviarlos por algunas provisiones hechas a sus reinos. A principios de 1479, los monarcas mandaron una embajada a Roma para tratar los asuntos de Italia, y aprovechar la ocasión para negociar las cosas eclesiásticas. El primer desagravio que exigieron al papa fue revocar cualquier provisión de obispados hecha sin su presentación, <<porque los obispados tienen muchas ciudades e villas e fortalezas e castillos, así en los dichos nuestros reinos como en los confines de ellos>>, y conviene para la tranquilidad del reino que las personas provistas sean personas naturales y fieles a los reyes. Los monarcas exigían una promesa formal de que ninguna provisión sería expedida en Roma sin su presentación, pero Sixto IV hizo caso omiso de tales peticiones.

Las negociaciones prosiguieron a lo largo del año, pero en el asunto de las provisiones no se adelantó nada, y así continuó al siguiente. A mediados de 1481, los reyes encargaron a Alfonso de San Cebrián reanudar las gestiones con la Curia romana, y ésta le entregó unos puntos para la conciliación. Examinados en la Curia castellana, le dieron la contestación. Se reafirman en suplicar la Iglesia de Cuenca para Alfonso de Burgos y ofrecen la de Salamanca al cardenal Riario, con tal de que se arreglasen las cuestiones beneficiales pendientes de acuerdo con la voluntad regia. Sixto IV se dispuso a aceptar las condiciones de los reyes, y para terminar el arreglo envió a la Corte castellana, con plenos poderes, al mercader florentino Centurioni, que trabajaba para la Cámara apostólica. El embajador encontró a la corte en Córdoba y, después de unas breves negociaciones, firmaron el acuerdo el 3 de julio de 1482. En primer lugar, la Curia admite las provisiones de las iglesias propuestas por los reyes: Cuenca para Alfonso de Burgos, Salamanca para el sobrino del papa, Osma para el cardenal González de Mendoza, y Córdoba para el obispo de Osma; en segundo lugar, se arbitra un complicado plan de pensiones para que ningún cardenal salga perjudicado; y tercero, se acuerda que un tercio de los frutos de la décima y la cruzada se entregaría a la Cámara apostólica para la guerra contra los turcos, quedando los dos tercios restantes en manos de los reyes, para la guerra contra los moros.”

El protagonista de esta entrada, Rafael Sansoni Riario, había nacido en Savona, en la provincia italiana de Génova, en 1461. Sobrino del papa Sixto IV, así como del cardenal Pedro Riario, desde muy joven se vio beneficiado por este hecho, con importantes cargos religiosos: obispo de Salerno y de Tarento, abad de Montecasino y virrey de Bari. Al mismo tiempo, sería también introducido por sus protectores en la curia romana, primero como cardenal de San Jorge, y llegando más tarde a ocupar el importante cargo de camarlengo, que suponía el gobierno de toda la cristiandad en situación de sede vacante. Así sucedió al producirse del fallecimiento de Inocencio VIII, por lo que Riario fue el encargado de presidir la apertura del cónclave que, en 1492, permitió la elección del nuevo pontífice, el español Alejandro VI. Fue, precisamente, el año siguiente cuando, después de haber pasado por la diócesis de Salamanca, en el marco del conflicto aludido por Maximiliano Barrio,  el religioso italiano fue nombrado de nuevo para regir la diócesis conquense, en la que se mantuvo hasta 1518, cuando fue aprobada su permuta con el prelado conquense Diego Ramírez de Fuenleal, que en ese momento era obispo de Málaga. 

Sin embargo, ni en su corta primera etapa como obispo de Cuenca, entre 1479 y 1482, fecha en la que se produjo el acuerdo aludido, ni en esa segunda etapa, el italiano llegó a pisar nunca su diócesis conquense. Los importantes cargos que mantuvo en Roma le sirvieron como excusa para mantener el absentismo que era propio de este tipo de prelados, y que era una de las principales motivaciones que tuvieron siempre los reyes hispánicos para intentar controlar los nombramientos de los obispos en cada una de sus sedes. Un absentismo que tampoco fue del gusto del cabildo diocesano, que ya desde algún tiempo antes, desde la época en la que había regido la diócesis otro prelado de origen italiano, y también cercano al papa, como había sido Antonio Jacobo de Veneris (1469-1479), estaba viendo como buena parte de los ingresos de la diócesis iban a parar a parar a tierras extranjeras, precisamente en un momento en el que eran necesarios una cantidad importante de recursos económicos, que debían ser dedicados a la construcción de la girola catedralicia. Miguel Jiménez Monteserín, en su trabajo sobre la devoción a San Julián, relaciona este hecho con el importante impulso que, precisamente en este momento, legó a adquirir el culto al segundo obispo de Cuenca. Sería en ese momento, siempre según el antiguo archivero municipal, cuando nacería la leyenda de un San Julián que era de origen burgalés, nacido además en el seno de una familia de honda raigambre castellana y de cristianos viejos, como contrapeso a esos prelados de origen extranjero que en ese momento estaban esquilmando los bienes de la diócesis. Hay que recordar que fue él mismo quien pudo demostrar que San Julián, realmente, había nacido en Toledo, en una familia de origen mozárabe.

Como decimos, Rafael Sansoni Riario permaneció el resto de su vida en la ciudad del Tíber, acumulando nuevos cargos, aunque incluso en la Santa Sede, su personalidad difícil le mantendría unido a la polémica. En efecto ay que destacar el hecho de que, ya al final de su vida, se sería involucrado en la frustrada conspiración que en 1517 llevó a cabo el también cardenal Alfonso Petrucci, contra la persona del papa León X. En efecto, involucrado en ella por el principal instigador de la misma, llegó a ser arrestado el 29 de mayo de ese año. Sin embargo, fue poco tiempo después puesto en libertad, el citado cardenal, logró salvar la vida, tras el pago de una importante multa, que ascendía a la cantidad de ciento cincuenta mil ducados, además de la pérdida de los importantes privilegios que aún mantenía, entre ellos la propiedad de su palacio, que pasó a convertirse en el Palacio de la Cancillería papal, y que actualmente es la sede del Tribunal Supremo de la Signatura Apostólica . Enviado entonces a Nápoles, falleció en esa ciudad de la Campania, el 7 de julio de 1521. Enterrado allí, sus restos mortales fueron después trasladados a la romana basílica de los Santos Apóstoles, a la capilla funeraria que la familia mantenía en aquella iglesia. 


Fachada del Palacio de la Cancillería, antiguo palacio del cardenal Rafael Riario, 
Atribuido tradicionalmente a Bramante y a Andrea Bregno.



jueves, 9 de marzo de 2023

Mito y realidad de la princesa Zayda

 

En el centro de Cuenca, a pocos pasos de Carretería, se encuentra una hermosa calle, de amplias aceras, que está dedicada a la princesa Zaida. Muchos de los que a diario pasean por sus calles, en el devenir diario hacia sus trabajos respectivos, en el hospital o en la universidad, o de los estudiantes que también la cruzan de camino a sus institutos, separados de esa otra Cuenca por la pasarela metálica que, a varios metros de altura, cruza el río Júcar, ignoran quien fue esta mujer, de nombre tan exótico, que sin embargo llegó a ser, en los años de la Edad Media, tan importante para la historia de la ciudad de Cuenca. Pero incluso quien sí haya oído hablar de ella, también ignora su verdadero significado histórico. Y es que su figura real, a través de los siglos, se ha venido desdibujando en la niebla del mito, en la leyenda surgida de los viejos cronicones acríticos, a menudo fantasiosos, que trastocan la realidad en un mito que, como tantos otros, y a pesar de los importantes trabajos realizados por arqueólogos e historiadores contemporáneos, resulta, todavía hoy, muy difícil de erradicar.

Vayamos primero con la leyenda. Escribe uno de los primeros historiadores de nuestra provincia, Trifón Muñoz y Soliva, lo siguiente sobre la princesa Zaida: “Este vigesimosético [sic; se está refiriendo al monarca Alfonso VI] sucesor de Pelayo fue el primero que tremoló la cruz en el castillo y alcázar de esta ciudad de Cuenca a los trescientos sesenta y ocho años de apoderarse de ella Taric ben Zeyad. El motivo de esta ocupación pacífica, ved cual fue. Viudo D. Alfonso VI de Doña Berta, según Ferreras, y de doña Constanza [se refiere ahora a Constanza de Borgoña, segunda esposa del monarca, hija del príncipe Roberto I de Borgoña; la otra, doña Berta, fue una casi desconocido dama que, originaria de la Toscana, era hija, según algunos autores, de Amadeo II de Saboya], según Mariana, y deseando contraer matrimonio, para dar sucesión varonil al trono de León y de Castilla; sabiendo que Aben Amed II, rey moro de Sevilla, el más poderoso de los agarenos, tenía una hija llamada Zaida, de singular hermosura, le solicitó en matrimonio si accedía a hacerse cristiana. Estos enlaces entre moros y cristianos no eran del todo raros. María, madre de Abderramán III, era hija de padres cristianos; que Alonso V ofreció su hermana Teresa a Obeidala, walí de Toledo, ya queda referido, y de que los moros aceptasen la religión cristiana, aún sin conveniencias temporales, poco antes se mostró  el ejemplo de Casilda, hija de Almamun, rey moro de Toledo que, contra la voluntad de su padre y familia, se convirtió al cristianismo y fue portento de santidad. La princesa Zaida acogió benévolamente la proposición del rey de Castilla, y su padre, por la consideración de emparentar con el más poderoso de los cristianos, vino también en el matrimonio, y para dar más realce a su huija, la dotó con las ciudades de Uclés, Huete, Cuenca, Alarcón, Consuegra, Amasatrigo y otras poblaciones; y por este concierto D. Alonso VI entró en posesión del territorio conquense.” Y a continuación, el mismo escritor defiende su teoría contra las críticas de otros historiadores, y contra las crónicas medievales, de tal forma que, para muchos conquenses de hoy en día, el asunto de la primera cristianización de nuestra ciudad, e incluso de gran parte de la actual provincia de Cuenca, se reduce sólo a una cuestión amorosa, matrimonial incluso, en la que no tiene cabida la más alta política.


Desde luego, no es mucho lo que conocemos sobre la realidad histórica de la mal llamada princesa Zaida, o Zayda, en la grafía más propia de sus hermanos de religión musulmana. Y más sobre sus primeros años de vida. Parece ser que era hija, o sobrina según algunos autores, de Al-Múndir al-Háyib 'Imad ad-Dawla, emir que era en aquel tiempo de las taifas de Denia y de Lérida, y quien, a su vez, era hijo del famoso Al-Muqtadir, rey de la taifa de Zaragoza. En alguna de aquellas dos ciudades debió nacer, en algún momento de los años sesenta del siglo XI, educada en el refinamiento de una corte que había sido capaz de levantar edificios tan hermosos como la Aljafería, en la misma ciudad del Ebro, actual sede de las Costes de Aragón. A muy temprana edad fue casada con Abu Nasr al-Fath al-Ma'mun, gobernador de la ciudad de Córdoba, puesto allí por su padre, el rey Muhámmad al-Mutámid, el llamado Aben Ahmed por Trifón Muñoz y Soliva. Así pues, podemos empezar a desmitificar la leyenda de la supuesta princesa atendiendo a su genealogía: nuestra Zayda no fue la hija, sino la nuera, de este importante monarca, el mismo que, ya lo veremos, va a ser el culpable de la llegada a la península de la peligrosa tribu de los almorávides.

Es ahora, en este momento del relato, cuando debemos hablar de la figura de Muhámmad al-Mutámid -Abu l-Qásim al-Mu‘támid ‘alà Allah Muhámmad ibn ‘Abbad, que ese es su nombre completo, según las costumbres musulmanas-, quien en ese momento era el rey de la poderosa taifa de Sevilla, desde que sucediera en el trono a su padre, Muhámmad al-Mu‘tádid -no se debe confundir al padre con el hijo, a pesar de que los nombres respectivos apenas se diferencian en una sola letra-. Nacido en Beja, una importante ciudad del sur de Portugal, que hasta allí se extendían en aquellos tiempos el territorio dependiente del importante reino musulmán, en el año 1040 de la era cristiana, sucedió a su padre en el trono de la ciudad del Guadalquivir en 1069, y dos años después de haberse asentado en el mismo, logró anexionar a su reino la vecina taifa de Córdoba, la antigua capital del califato, y que, quizá por eso mismo, había sido la última en incorporarse a ese extraño rompecabezas político y social que fueron los reinos de taifas. Por aquella época, la taifa de Córdoba había estado sumida en una guerra civil entre el llamado Abd al-Rahman de Córdoba -no confundir tampoco con ninguno de los califas omeyas de este nombre que anteriormente habían gobernado todo el califato- y su hermano, Abd al-Malik ben Muhammad al-Mansur, quien un año antes había salido victorioso del entrentamiento, convirtiéndose así en el tercer rey de esta taifa, de muy corta duración. Al-Murámid colocó en el gobierno de la ciudad a su hijo, el ya citado Fath al-Ma'mun. De esta forma, la mal llamada princesa Zayda se convertía en la nueva reina de la taifa cordobesa.

 La instalación en el trono cordobés del esposo de la joven princesa, calificada como de una mujer hermosa en todas las crónicas de la época, enfureció al rey de la taifa toledana, Yahya ibn Ismail al-Mamun, de cuyo origen conquense ya hemos hablado en alguna entrada anterior de este mismo blog (ver, entre otras: “Desde el Pacto de Cuenca hasta la batalla de Uclés. Una parte de nuestra historia medieval”, 15 de junio de 2021; “Desde el Pacto de Cuenca hasta la batalla de Uclés. Una parte de nuestra historia medieval”, 15 de julio de 2021; “Los Hawwara, desde las montañas de Libia hasta los campos de la provincia de Cuenca”, 19 de agosto de 2021; “Un taller de eboraria musulmana en Cuenca en el siglo XI”, 11 de marzo de 2022). Y lo hizo hasta el punto de que no dudó en apoyar militarmente al diletante Ibn Ukkasha, quien se había revelado en 1072 contra el propio al-Ma’mún. Éste logró apoderarse de la ciudad y, según algunas versiones, el esposo de nuestra protagonista fue asesinado en el transcurso de la revuelta. Comenzaba entonces una nueva guerra civil entre las tropas de al-Mutámid, eacuya corte había pasado a refugiarse la propia Zayda, ahora convertida en una joven viuda, y las del rey toledano, que durante un breve tiempo pasó a regir la taifa en la antigua capital del califato. Así sería hasta 1078, cuando el monarca sevillano logró recuperar los territorios que habían sido de su hijo, un amplio teritorio que abarcaba todo el espacio contenido entre los valles del Guadiana y del Guadalquivir.


Allí, en la vieja Ishbiliya, la Sevilla de los musulmanes, Zayda permanecería durante algunos años más. Hasta su posterior traslado a Toledo, la capital del nuevo reino cristiano de Alfonso VI. Durante ese tiempo habían pasado muchas cosas: la llegada a la península de los almorávides, llamados a ella por el propio al-M utámid; la batalla de Zalaca, o de Sagrajas, en la que éstos, apoyados por los reinos taifas de Sevilla, Granada y Badajoz, derrotaron a las tropas combinadas de Alfonso VI y del rey aragonés, Sancho Ramírez; el regreso a África del emir almorávide, Yúsuf ibn Tašufín, lo que aprovecharon los reyezuelos hispanoárabes para envolverse de nuevo en sus tradicionales disputas entre ellos; el regreso de éste a la península, en un nuevo enfrentamiento que ya no estaba dirigido sólo contra los cristianos, sino también contra sus hermanos de religión,…

Es en este punto donde se precipitan los acontecimientos. Los almorávides, que ya habían tomado las ciudades de Málaga y de Granada, se dirigieron después hacia las dos importantes ciudades de la taifa sevillana. Algunas crónicas contradicen la versión anterior, afirmando que es en este momento cuando va a producirse la muerte de al-Ma’mun. Según esta versión, éste se había mantenido durante todo el año en Sevilla, en compañía de su esposa y de su padre hasta que éste último, acosado por los almorávides, le encomendó la defensa de la antigua capital del califato, con el fin de facilitar que él pudiera mantener las posiciones en la propia capital sevillana. Para ello, quiso poner antes a salvo a su esposa, Zayda, y a los hijos de ambos, enviándolos, bajo la protección de sesenta caballeros, al castillo de Almodóvar del Río. Y mientras tanto, el propio Alfonso VI, en 1091, que para entonces ya estaba cobrando las parias del rey de Sevilla, no dudó en enviar a un ejército a aquel castillo, a las órdenes de su teniente, Minaya Álvar Fáñez. Para entonces, la taifa sevillana ya había caído en manos de los almorávides, que el año anterior ya habían conseguido deponer a al-Mutámid, y enviarlo al exilio, donde falleció en 1095, en la ciudad de Agmat, muy cerca de la capital almorávide, Marrakesh.

La batalla se saldó con una aplastante victoria de las tropas del emir almorávide, y los cristianos, derrotados no tuvieron más remedio que retirarse de regreso hacia tierras castellanas. En aquel momento, la propia Zayda había quedado sin la protección de sus familiares más cercanos. Su esposo, si no lo había hecho mucho tiempo antes, durante la rebelión de Ibn Ukkasha, había muerto en la batalla, y su suegro, su gran valedor en los años anteriores, se encontraba exiliado en tierras africanas. Es fácil comprender la terrible sensación de soledad que asolaba a la todavía joven viuda mientras cabalgaba de camino hacia Toledo, que ahora cabalgaba hacia el norte, en compañía de los únicos protectores que ahora tenía, devotos de una religión que a ella aún le resultaba extraña. Nada cuentan las crónicas ya sobre el destino de los hijos que Zayda había tenido con al-Ma’mún, pero no cabe duda de que éste es el origen de un mito que ha venido a repetirse hasta la saciedad para explicar el motivo por el que la ciudad de Cuenca, como otra parte importante del territorio, pasó por primera vez a manos cristianas. Sin embargo, esta realidad histórica no ayuda demasiado a entender, en todos sus detalles, el proceso histórico de ese traspaso de tierras a manos crisitianas. En este caso, es Miguel Jiménez Monteserín quien da la clave de lo que pudo pasar realmente, en el transcurso de una colaboración con la cadena SER, en su emisora conquense:

“Cierto es que bien pudo el rey de Sevilla hacer al castellano alguna oferta compensadora del auxilio demandado que le decidiera finalmente a prestarlo, pero no lo es menos que, además de pagarle las parias atrasadas, mucho más a su alcance estaría brindarle la posesión de tierras cercanas a los dominios de ambos y no tan alejadas y extensas que tampoco resulta demasiado creíble perteneciesen a Al-Motamid. Hay una imprecisa noticia de que éste, después de recuperar Córdoba, que Al-Mamun de Toledo le había arrebatado, conquistó en septiembre de 1078 "todo el país toledano que se extendía entre el Guadalquivir y el Guadiana". Es posible que de entonces le viniera el control sobre parte del suelo de la luego llamada "dote" de su nuera, pero más lógico parece pensar, sobre todo en lo que concierne a las tierras del área conquense, a las que tampoco se hace demasiada referencia en la somera descripción aludida que, tratándose antes del patrimonio familiar de los Beni-Dhil-Nun, hallándose el rey de Valencia Al-Qadir bajo la tutela del Cid hasta su muerte, ocurrida en 1092, bien pudo ser la vía indirecta de su sometimiento a Alvar Fáñez, sobrino del Campeador, y constante sostén del antiguo monarca toledano, lo que las pondría bajo el pasajero control de los castellanos, dueños ya del área alcarreña al norte del Tajo”.

La historia posterior de nuestra protagonista es mejor conocida, aunque no faltan tampoco algunas contradicciones entre los diferentes cronicones que tratan sobre esta época lejana de nuestra historia: Zayda, bautizada al cristianismo y bautizada con el nombre de Isabel, terminaría por convertirse en la nueva reina de León, después de haber contraído matrimonio con el propio Alfonso VI. Resumiendo aquellas viejas crónicas, podemos citar aquí lo que, respecto a su matrimonio con el monarca castellano, se puede leer en alguna de esas enciclopedias de acceso libre, que pueden encontrarse en la red: “No queda claro en las fuentes si Zayda fue concubina, esposa o ambas cosas, primero concubina y después esposa. En la crónica De rebus Hispaniae, del arzobispo de Toledo Rodrigo Jiménez de Rada, se cuenta entre las esposas de Alfonso VI. Pero la Crónica najerense y el Chronicon mundi indican que Zaida fue concubina y no esposa de Alfonso VI.​ La hipótesis de que Alfonso VI se había casado con Zaida ya ha sido también rechazada por Menéndez Pidal y por Lévi-Provençal. Otras fuentes dicen que Zaida se acomodó en la corte leonesa, renunció al islam, y se bautizó en Burgos con el nombre de Isabel. Sin embargo, no solo conservó todas sus costumbres, sino que las difundió e introdujo nuevos y frescos aires culturales de la sociedad musulmana. El arabista Ángel González Palencia escribe que la corte de Alfonso VI, casado con Zaida (sic), parecía una corte musulmana… Según Jaime de Salazar y Acha, seguido por otros autores, entre ellos, Gonzalo Martínez Díez, contrajeron matrimonio en 1100 tras enviudar Alfonso de la reina Berta, quedando legitimado el hijo de ambos, que se convirtió en príncipe heredero del reino cristiano. ​ Para Salazar y Acha, Zaida y la cuarta esposa del rey, Isabel, son la misma persona … y también sería la madre de Elvira y de Sancha Alfónsez. Otra razón que esgrime el autor es el hecho que poco después de la boda del rey con Isabel, el infante Sancho comienza a confirmar diplomas regios y de no ser la nueva reina Zaida, no hubiera consentido el nuevo protagonismo de Sancho en detrimento de sus posibles futuros hijos. También cita un diploma en la catedral de Astorga del 14 de abril de 1107, donde el rey concede unos fueros y actúa cum uxore mea Elisabet et filio nostro Sancio”. Y a continuación cita a otros autores que, en un sentido o en otro, dan también su opinión sobre el tema.

Concubina o esposa, lo que sí está claro es que nuestra Zayda fue la madre del príncipe Sancho Alfónsez, el único hijo varón que tuvo el monarca castellano-leonés, destinado a heredar el trono de los dos reinos cristianos. Éste debió nacer a finales del año 1094, o en los primeros meses del año siguiente. Si hemos de valorar las costumbres de la época, y a pesar del gran amor que su padre tuvo siempre por su único hijo varón, tal y como reflejan las crónicas, resulta difícil llegar siquiera a imaginar que éste podría haber llegado a convertirse en el único heredero a la corona, de no haber existido un matrimonio anterior, entre el monarca y su amante, que lo legitimara. Pero el destino, muchas veces cruel, terminaría por aliarse en contra del ya viejo monarca. En el año 1108, las tropas cristianas, al mando del propio Sancho, todavía niño, y bajo la protección de los principales magnates castellanos, se enfrentaron junto a las murallas del castillo de Uclés al nuevo emir almorávide,  Alí ben Yusuf. El resultado de la batalla también es bien conocido por todos: la muerte del príncipe, y de gran parte de esos magnates castellanos, los siete condes de las crónicas, que no pudieron hacer nada para evitar la muerte del joven heredero, y la caída, otra vez en manos de los musulmanes, de todas aquellas plazas que habían formado parte de la dote de Zayda.

Tal y como se ha dicho, además del propio Sancho, Zayda y el monarca castellano-leonés tuvo dos hijas más: Sancha Alfónsez, esposa que llegó a ser de Rodrigo González de Lara, miembro destacado de una de las más importantes familias del reino, quienes fueron a su vez los padres de, Elvira Rodríguez, futura condesa de Urgel por su matrimonio con el conde Ermengol VI; y Elvira Alfónsez, quien, sería reina consorte de Sicilia y condesa de Apulia, por su matrimonio con Roger II. Fallecida hacia el año 1101, o el 1107 según otros autores, la mal llamada princesa Zayda -reina más que princesa, primero de Córdoba, todavía musulmana, y después, ya cristiana, de Castilla y de León- fue enterrada en el coro bajo del monasterio real de San Benito de Sahagún, junto a su hijo Sancho, y bajo una sencilla lápida de piedra. Pero hasta después de su fallecimiento, nuestra protagonista no se vería despojada de la polémica historiográfica, esta vez provocada porque no es una, sino dos, las sepulturas que se conservan con el nombre de la reina. La lápida conservada todavía en el monasterio de Sahagún contiene la inscripción siguiente: “.UNA LUCE PRIUS SEPTEMBRIS QUUM FORET IDUS / SANCIA TRANSIVIT FERIA II HORA TERTIA / ZAYDA REGINA DOLENS PEPERIT”. Sin embargo, otra lápida, conservada ésta en el Panteón de Reyes de la iglesia de San Isidoro de la capital leonesa, contiene el siguiente epitafio: H. R. REGINA ELISABETH, UXOR REGIS ADEFONSI, FILIA BENAUET REGIS / SIVILIAE, QUAE PRIUS ZAIDA FUIT VOCATA. ¿Cuál de las dos hace referencia a nuestra protagonista? ¿Fue trasladado su cuerpo, después de su fallecimiento, a la capital leonesa, dejando abandonada en Sahagún la primera lápida que había cerrado su primera sepultura?

He intentado resumir en esta entrada la historia real, muchas veces envuelta en la polémica y el debate entre historiadores, de la mal llamada princesa Zayda, o de Isabel, reconvertida ahora en reina de Castilla y de León; o, en todo caso, de la madre del que hubiera sido nuevo monarca de ambos reinos cristianos, si no lo hubiera evitado la tragedia que, a principios del siglo XII, había abatido a la familia real, a los pies del castillo de Uclés. Una historia que se esconde entre las leyendas de antiguos cronicones medievales, hasta el punto de que, todavía hoy en día, resulta complicado para los historiadores separar esa historia de la leyenda y el mito. Abundan, así, las teorías contrapuestas, desde Pelayo de Oviedo hasta Rodrigo Jiménez de Rada, desde Lucas de Tuy a Ibn Adari, el autor de la crónica titulada Al-bayan al-mugrib, una texto sobre la historia de la España musulmana, que había sido escrita en Marruecos a principios del siglo XIV, y que, descubierta en una mezquita de Fez, pudo ser en su momento traducida por el arabista Évariste Lévi-Provençal; una obra que, hoy en día, es considerada por los especialistas como la fuente más fiable sobre la vida de nuestra protagonista. Pero una cosa es cierta: Zayda, más allá de la leyenda, es un personaje histórico, cuya historicidad debe ser puesta en valor si queremos conocer mejor a esa dama, tan importante para la historia de Cuenca. Por otra parte, cada vez son más los especialistas que la identifican con aquella reina Isabel, de origen desconocido, la que fue madre del único hijo varón que tuvo el monarca, y cuya muerte, en los primeros años del siglo decimosegundo, en aquellos años tan convulsos y sangrientos de la Edad Media, más allá de la tragedia personal del monarca y de su familia, serviría para cambiar por completo la historia futura de este proceso histórico al que se le ha llamado la Reconquista.



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