viernes, 25 de marzo de 2022

La Capilla del Oidor, en Alcalá de Henares

 En el centro histórico de Alcalá de Henares, la nueva ciudad surgida a partir del siglo XVI sobre las ruinas de la vieja Complutum romana, alrededor de aquella universidad que fue creada por el arzobispo de Toledo, Francisco Jiménez de Cisneros, en uno de los extremos de su plaza principal, dedicada a la figura del más universal de nuestros escritores, Miguel de Cervantes, se hallan la torre de Santa María y la Capilla del Oidor, los únicos restos que quedan de la antigua iglesia homónima. La iglesia había sido fundada como una de las parroquias de Alcalá en 1454, por mediación de otro arzobispo toledano, el conquense Alonso Carrillo de Acuña, sobre lo que antes había sido la ermita de San Juan de los Caballeros, o San Juan de Letrán. En 1974, la torre sufrió un pavoroso incendio, que estuvo a punto de destruirla completamente, como consecuencia de un castillo de fuegos artificiales mal asegurado, pero terminó por destruir completamente el resto de la iglesia. Para entonces, sin embargo, ya no existía la parroquia, trasladada su sede en el siglo XIX a lo que antes había sido la antigua capilla del Colegio Mayor de la Compañía de Jesús. De la iglesia, por ello, sólo queda en pie la propia torre, restaurada a partir de ese año, y la cercana Capilla del Oidor, reconvertida en oficina de turismo, pero visitable, y en la que se conserva, todavía, la pila en la que había sido bautizado el propio Miguel de Cervantes.

            La Capilla del Oidor es digna de ser visitada por sí misma, más allá de los vínculos que mantiene con el creador del mito más universal de la historia de la literatura, el de Don Quijote, y con el escritor que es autor del libro más leído de todo el mundo, después de la Biblia. Porque además de la propia pila en la que Cervantes fue bautizado, se expone también, en una de sus vitrinas, una copia facsimilar del libro de bautismos de la parroquia de Santa María, abierto por la página en la que podemos contemplar la propia partida bautismal del escritor. Pero también, se conserva también, in situ, la propia rejería de entrada a la capilla, labrada con el primor propio de los grandes herreros del siglo XVI, y una hermosa yesería de estilo mudéjar, pero con decoración gótica en el intradós, muy peraltado, que se encuentra también, como la reja, en el propio arco de acceso a la capilla.



            Quiero destacar aquí la vinculación que esta capilla, como el resto de la iglesia en la que ésta se encontraba, tiene con la historia de Cuenca. Por una parte, por el fundador de la iglesia, el arzobispo Alonso Carrillo, por su nacimiento en Carrascosa del campo, del que ya he hablado en otras ocasiones (a este respecto, ver “El juego de poder conquense en la corte de Enrique IV y los Reyes Católicos”, 1 de marzo de 2018; “Los nuevos linajes nobiliarios conquenses Carrillo de Albornoz y Carrillo de Acuña”, 19 de abril de 2018; y “Fernando de Acuña, virrey de Sicilia”,  22 de octubre de 2018). Pero es que el propio oidor, al que se refiere el título con el que es conocida la capilla, Pero Díaz de Toledo, también estaba vinculado personalmente con la provincia de Cuenca, como señor que era de Olmedilla, e incluso cada vez son más los expertos, y a pesar de la polémica existente todavía en este sentido, que señalan a la capital conquense como la patria de su nacimiento.

En efecto, Pero, o Pedro, Díaz de Toledo, nació alrededor del año 1410, y era primo hermano de su homónimo, de Pedro Díaz de Toledo y Ovalle, primer obispo de Málaga, con el que muchas veces ha sido confundido. Descendiente de una familia de judíos conversos, era sobrino de Fernando Díaz de Toledo, secretario y consejero del rey Juan II de Castilla, y padre, a su vez, del futuro obispo malacitano. Poco es lo que sabemos de los primeros años de vida de nuestro protagonista, pues ni siquiera es segura su adscripción natal a la ciudad del Júcar, y otras ciudades, como Sevilla, rivalizan en este sentido con la capital conquense. Sí sabemos, sin embargo, que en los años treinta de aquella centuria estudió Leyes en la Universidad de Valladolid, donde fue contratado como escritor para la corona, y que después terminó sus estudios en la Universidad de Lérida, en cuyo centro se doctoró en ambos derechos. Y quizá debido a la influencia de su tío, el relator Fernando Díaz de Toledo, ya citado, el 15 de octubre de 1440 fue nombrado Alcalde Mayor de las Alzadas, es decir, juez de apelaciones, iniciando así una importante carrera en el mundo del derecho.

Así, en 1441 fue nombrado Oidor de Audiencia, un nuevo cuerpo de jueces de las reales chancillerías, que se había creado en 1348 por el nuevo ordenamiento de las Cortes de Alcalá, y cuyos miembros actuaban como delegados del rey en la administración de justicia. Y siempre bajo el patrocinio de su tío, al menos en este momento de su carrera profesional, fue elegido por el propio monarca para la redacción de algunos textos que pudieran servir para la educación de su hijo, el futuro rey Enrique IV. Se iniciaba también, de esta forma, la relación de nuestro protagonista con el mundo de la literatura científica, que le llevaría a traducir después, entre 1442 y 1446, los Proverbios del Pseudo-Séneca, un texto que más tarde alcanzaría las cuarenta ediciones, y a mantener una relación personal con el famoso poeta Íñigo López de Mendoza, el famoso marqués de Santillana, que duraría incluso hasta el fallecimiento del marqués.

Poco tiempo más tarde fue incorporado al consejo del propio Juan II, alternando este cargo con la redacción de nuevos textos y glosas que él creía necesarios para una adecuada formación del príncipe; entre ellos, los Proverbios, que el propio marqués había escrito antes con ese mismo fin. Fue también uno de los doce doctores que actuaron en el proceso que se había suscitado contra el antiguo condestable de Castilla, el también conquense Álvaro de Luna, y que tendría como consecuencia final la ejecución de éste en la ciudad de Valladolid, en 1453. Y al año siguiente, en 1454, formó parte de la comisión que el nuevo monarca, Enrique IV, había creado con el fin de forzar la paz en la guerra contra Navarra. Sin embargo, más tarde, y por la deriva que en ese momento estaba empezando ya a caracterizar a la política castellana, siguió a la casa de Mendoza en su enfrentamiento con el monarca, llegando a participar activamente en la llamada “Farsa de Ávila”, entre los partidarios del príncipe Alfonso de Castilla.

Entre su obra literaria, además de las obras ya citadas, destaca su traducción de algunos diálogos de Platón, principalmente del “Fedón”, así como un “Diálogo y razonamiento en la muerte del marqués de Santillana”. También glosó la obra del poeta palentino Gómez Manrique, uno de los autores más destacados del prerrenacimiento español. Pero su obra más importante de todas, sin duda, es el ”Enchiridion”, cuya elaboración le llevó, prácticamente, toda su vida, y cuya dificultad es tanta que nunca ha podido ser impreso.

En los últimos años de su vida estuvo al servicio, sucesivamente, de Fernando Álvarez de Toledo, conde de Alba, quien era primo de su viejo amigo, el marqués de Santillana, y del citado arzobispo Alonso Carrillo de Acuña, quien, como hemos visto, había fundado la parroquia en la que el mismo se había reservado una de las capillas más importantes. La misma capilla en la que él mismo sería enterrado, cuando falleció en 1466, y en la que serían enterrados también su esposa, y su hijo, Francisco Díaz de Toledo, quien había heredado a la muerte del oidor el propio señorío de Olmedilla.






lunes, 21 de marzo de 2022

Otra vez sobre la guerra de Ucrania

 

En estos momentos tan convulsos en los que nos ha tocado vivir, el tiempo pasa tan deprisa, inexorable, que las horas se convierten en minutos, y los meses en días. Hace apenas mes y medio que yo me asomaba a esta tribuna para compartir con los lectores mi preocupación por el hecho de que otra vez estaban sonando tambores de guerra en la Europa oriental, y ahora resulta que el sonido de esos tambores ya se ha transformado en el doloroso atruendo de la guerra. Otra vez resulta que ha ganado Napoleón en sus extraños gustos musicales.

Antonio Burgos se quejaba en una de sus columnas, hace unos días, de la gran cantidad de “ucranólogos” de última hora que están saliendo a la luz a partir de la invasión de Ucrania. Antes de nada he de decir que yo no soy un experto en la geopolítica del siglo XXI, ni en relaciones internacionales. Sólo siento la necesidad de volver a escribir sobre el conflicto de Ucrania, como la única forma de intentar apartar mis propios fantasmas. En una de las conexiones a que las diferentes cadenas de televisión nos han acostumbrado durante estos días, una mujer ucraniana que se encontraba sola al otro lado de las cámaras, en alguna de las ciudades del país invadido que están siendo bombardeadas, pues su marido se había alistado para combatir al enemigo, comentaba a las televisiones que ella no había querido salir del país porque allí cada uno tenía una misión que cumplir, que si a unos les estaba encomendado tomar las armas para enfrentarse a los rusos, a ella le estaba reservado el papel de la comunicación, de contar a todo aquél que quisiera oírlo, todo lo que allí estaba sucediendo, más allá de las mentiras desarrolladas por la propaganda rusa. Por eso, porque el papel de los periodistas y de los intelectuales, y de los que jugamos a serlo desde un modesto, pero serio, medio de comunicación, es éste, y sobre todo porque no tenemos otra forma de hacer fluir nuestro dolor y nuestra solidaridad con el pueblo ucraniano, es por lo que tenemos la necesidad de escribir sobre el conflicto.

La verdad, en efecto, se asomaba a los ojos humedecidos por las lágrimas de aquella mujer ucraniana, de cuyo nombre, a mi pesar, no puedo acordarme. Una verdad que es ajena a las mentiras de Putin, que ha enviado a sus tropas haciéndoles creer que iban a participar en un simple ejercicio de maniobras militares. ¿Qué puede estar pasando ahora por la mente de todos esos jóvenes rusos, a quienes sus oficiales les obligan a disparar contra civiles desarmados? ¿Qué piensan ellos ahora de la inhumanidad de sus líderes? Una verdad que identifica a los rusos del siglo XXI con aquellos tártaros, que hace ya diez siglos asolaron el antiguo reino de Kiev, o Kyiv, como prefieren decir los propios ucranianos, y quizá sea éste el momento de hacerlo aunque sólo sea como una simple medida de solidaridad con ellos. En efecto, fue a mediados del siglo XI, cuando los tártaros, llegados desde las praderas de Mongolia, destruyeron la civilización de la vieja Rus, que había sido civilizada doscientos años antes desde Bizancio por los monjes Cirilo y Metodio. Después de otras muchas invasiones llegaría la nueva, la que volvió a florecer a partir del ducado de Moscú, y Rusia y Ucrania caminaron juntas en la historia, una siempre al lado de la otra, en una infinita cascada de acercamientos y de alejamientos que marcaron toda la historia de Europa oriental.

Mentiras del Kremlin, que ha prohibido a los medios de comunicación pronunciar la palabra guerra, porque, dice, la invasión es sólo una operación militar de carácter especial. Mentiras del Kremlin, que tiene convencidos a la mayor parte de los rusos de que el genocidio que sus tropas están provocando en el país vecino no existe. Mentiras del Kremlin, que incluso no dudan en detener a todos aquellos que, cada vez en mayor número, se atreven a acercarse hasta la Plaza Roja para protestar por el desarrollo de la guerra, independientemente de la edad de esos manifestantes. Cuando escribo estas líneas, son ya más de cinco mil las personas que en Rusia han sido detenidas por este motivo, y entre ellos, incluso, una anciana de más de noventa años, superviviente de aquel otro genocidio que se llevó a cabo en la Segunda Guerra Mundial. Mentiras del Kremlin, que ha dicho que el gobierno del presidente Volodimir Zelenski es un régimen filonazi, y que la operación militar iniciada sobre Ucrania es, sólo, una operación de autodefensa.

Mentiras del Kremlin, que acusó al gobierno de Ucrania haber derribado en 2014 un vuelo comercial de pasajeros, cargado con turistas holandeses que se dirigían de vacaciones a Kuala Lumpur, cuando en realidad los verdaderos culpables del derribo fueron los propios separatistas prorrusos del Donbás, creyendo que se trataba de un avión militar ucraniano. Mentiras del Kremlin, que acusa a Ucrania de haber roto los acuerdos del Protocolo de Minsk, que fueron aprobados en la capital biolorrusa en septiembre de 2014 entre las dos partes de un conflicto que ya lleva durando demasiados años y que mantiene en vilo la parte oriental de Ucrania, y cuya principal manifestación había sido ya, antes de la firma del protocolo, la anexión de la península de Crimea, en el mar Negro, por parte de Rusia. Es cierto que aquellos acuerdos no alcanzaron nunca la pacificación deseada, que los enfrentamientos en las provincias de Donestk y Luhansk han sido continuos entre ucranianos y rusos, pero también es cierto que si una de las partes ha roto el acuerdo, ésta ha sido Rusia, decidiendo unilateralmente reconocer la independencia de ambos territorios.

Monseñor Andrés Carrascosa, conquense que es nuncio apostólico del papa Francisco en Ecuador, dijo en el encuentro que mantuvo hace unos días en nuestra ciudad con un grupo de colaboradores y lectores de este medio, que deberíamos acostumbrarnos a no usar la palabra guerra cuando habláramos de lo que está pasando en Ucrania, pero sus palabras no tienen nada que ver con los motivos que el dictador tiene para no definirla de esta manera. Dijo, y tiene razón, que una guerra es un enfrentamiento armado entre dos contendientes en unas condiciones similares, y que lo que está sucediendo en estos días en un rincón de Europa es algo diferente: una invasión unilateral de un estado imperialista -el imperialismo está en el ADN de los rusos, una de las potencias mundiales más importantes, desde los tiempos de los zares-, contra un país soberano, mucho más débil que el otro, que tiene derecho a elegir su propio destino. Invasión o guerra, se llame como se llame, lo cierto es que se trata de una guerra total o indiscriminada, que no se detiene ante la población civil, y en la que incluso, según se ha denunciado desde Ucrania, se han utilizado bombas termobáricas, o de vacío, capaces de provocar una destrucción masiva, sin ningún tipo de diferenciación entre las víctimas, incluso entre personas que se hallan en el interior de los búnkeres, allí donde pueden refugiarse los civiles indefensos, quienes terminan muriendo por asfixia.

Es probable que cuando el lector lea esto, Putin haya logrado vencer en esta guerra cruenta, o en todo caso, que termine por vencerla en no mucho tiempo; la capacidad de defensa de los ucranianos tiene un límite. Pero no cabe duda de que esa victoria será una victoria pírrica. En el siglo III a.C., en el curso de las guerras entre los griegos y los romanos, Piro, el rey de Epiro, consiguió derrotar a los romanos en los campos de Lucania, en el sur de Italia, pero el número de bajas en su ejército fue tan alto, que desde entonces se utiliza la expresión como sinónimo de una victoria que se obtiene a un precio tan alto que es casi igual que una derrota. Y en efecto, pese a todo lo que se pueda pensar en este momento, la guerra ha sido un enorme error de cálculo del propio Putin, que habrá ganado, o ganará, la guerra de las bombas, es cierto, pero ya ha perdido la guerra de la historia, y la de la comunicación ante la opinión pública de todo el mundo. ¿Qué es lo que el nuevo zar ruso ha pretendido con la invasión de Ucrania? No pretendo hacer de aprendiz de brujo, pero el futuro de Ucrania pasa por la instalación en el país de un gobierno títere, como el de Lukashenko en Bielorrusia, o el que hubo en la propia Ucrania, antes de la revolución del Maidán, en manos de Viktor Yanukovych.

Y con respecto a la pretensión de Putin de cara al conjunto de Europa, si alguna vez pretendió, como así lo parece, el enfrentamiento entre todos los países de la OTAN, o los de la Comunidad Económica Europea, la imagen que se pudo ver hace unos días, con la totalidad de los delegados del Consejo de Derechos Humanos de la ONU abandonando la cámara en el momento n el que, por videoconferencia, iba a intervenir el ministro ruso de Relaciones Exteriores, Serguei Lavrov, es también elocuente; ese mismo día, Zelenski había recibido una larga ovación, con todos los diputados europeos puestos en pie, cuando, también por videoconferencia, se dirigió al parlamento europeo para solicitar su ayuda en el conflicto. Ambas cosas significan que Europa, y también el resto del mundo, están más unidos que nunca al lado de Ucrania. La OTAN, por primera vez en su historia, ha aprobado el envío de armas a un país tercero. Alemania ha roto su espíritu pacifista, señal de identidad del país en los últimos setenta años, acosado por el fantasma de la Segunda Guerra Mundial, y ha aumentado su gasto en defensa hasta límites nunca alcanzados. Hasta Suiza se ha pensado abandonar su neutralidad, y sobre todo su estatus de paraíso económico, para perseguir a los oligarcas rusos que tienen importantes fortunas, obtenidas muchas veces con negocios inconfesables, en los principales bancos del país. Y hasta ha conseguido unir en Ucrania a los filorrusos y a los rusófobos, salvo a los más exaltados. En la propia Rusia, ya lo hemos dicho, ya son miles las personas que han sido detenidas por sus protestas contra la guerra.

Ante esta ostentación del enorme poderío bélico de los rusos, la actuación del mundo desarrollado, si bien demasiado tibia en un principio, ha sido acorde con lo que se pretendía, tomando una serie de medidas, militares, económicas y psicológicas, que han puesto a Putin ante su propio espejo. Las medidas militares, teniendo en cuenta que la OTAN no es, pese a lo que algunos sectores de la sociedad afirman, una organización militar de carácter ofensivo, sino sólo defensivo, y que, además, la posibilidad de una guerra nuclear, no puede actuar directamente, con sus propios militares, en defensa de Ucrania, que, no lo olvidemos, no es todavía miembro de la organización, pasan por el envío al ejército ucraniano de material militar, incluso de carácter ofensivo, de primera generación, tal y como se ha hecho, tanto desde la propia OTAN como de casi todos los estados miembros. Y España, aunque tarde, y después de algún aviso público, y según algunas fuentes también privado, del propio Josep Borrell, vicepresidente de la Comisión Europea, también lo ha hecho.

Los otros dos tipos de medidas adoptadas van dirigidas contra el país, y también contra el conjunto del pueblo ruso, con el fin de que éste pueda conocer de primera mano, las consecuencias que las decisiones de su tirano puede llevar a su propio pueblo. Las medidas económicas se realizan con el fin de estrangular la economía rusa, y no tendrían ningún sentido si no fueran acompañadas con otras medidas directas e individuales contra los propios oligarcas rusos, propietarios de grandes fortunas que se encuentran fuera del país, con el propio Putin a la cabeza; oligarcas que ahora están siendo atacados en esas mismas fortunas, como se demuestra por el hecho de que algunos de ellos ya se han desmarcado de la guerra y de Putin, cuando hace muy poco tiempo se afanaban con declaraciones en favor del dictador, en cuya compañía se dejaban fotografiar en actitud de franca camaradería. En muy pocos días, por otra parte, el valor del rublo cayó hasta un cuarenta por ciento, y la caída ha seguido imparable en los días siguientes. Y la caída de la bolsa ha sido tan brutal, que el gobierno tuvo que ordenar su cierre para evitar nuevos descensos, al mismo tiempo que en las oficinas bancarias ya se empezaron a ver largas colas de usuarios, en una especie de pequeño corralito cuyas consecuencias finales todavía nos son desconocidas.

Las medidas psicológicas, finalmente, como la decisión de suprimir el stand ruso del Mobile Word Congress, que también tiene mucho de medida económica, o sacar a Rusia del próximo festival de Eurovisión, pueden ser las menos drásticas de todas, pero en un mundo como el actual, en la que todo, o casi todo, se mide a través de la imagen, el mero hecho de poder quitar a un país la posibilidad de enseñar a todo el mundo su propia imagen puede resultar desmoralizador para una parte de sus habitantes. Y el fútbol, que es la cosa más importante de todas las cosas menos importantes, según se le ha definido en algunas ocasiones, puede llegar a modificar las conductas y los sentimientos de los aficionados, hasta el punto de que Roman Abramovich, ruso y propietario del Chelsea, club de fútbol inglés, íntimo amigo de Putin al menos hasta el estallido de la guerra, con el fin de evitar que el club sea embargado por el gobierno inglés, ha decidido venderlo, y promete dedicar todo el dinero de la venta en beneficio de los damnificados de la guerra. En principio, no hay motivos para dudar de las palabras de Abramovich, y sería bueno que así lo hiciera para el propio fútbol, tan criticado en algunos foros por lo desmedido del mercantilismo que le rodea. Sería bueno, también, que siguiera sus pasos Rinat Ajmatov, presidente del Shakhtar Dónetsk, ucraniano pero filorruso, propietario de un conglomerado económico enorme en la región del Donbás, quien fue con su fortuna, en los años que precedieron a la revolución del Maidán, el gran mantenedor en el poder del presidente Yanukovich.

Por todo ello, es muy importante también, lo que el mundo del fútbol, y del deporte en general, puede decir con respecto al conflicto. En este sentido, cobra especial relevancia la coincidencia de muchas federaciones deportivas, y del propio COI, en el sentido de expulsar a los deportistas rusos de las competiciones deportivas. Es cierto que ellos, en sí, no tienen la culpa, y que incluso algunos han hecho declaraciones públicas muy contrarias a Putin y al propio Kremlin, pero también es cierto que muchos europeos van a sufrir en sus propias carnes la estrangulación de la economía rusa -al menos, nosotros no tenemos que enfrentarnos directamente a la guerra-; la decisión de tomar unas medidas de este tipo llevan consigo daños colaterales que todos debemos asumir. Esa expulsión debería ser total, y sin duda será total, al menos en lo que respecta a los deportes de equipo y de selecciones, en los que los deportistas, por definición, representan a su país. La autodefensa del comité olímpico de la propia Rusia, alegando que esa expulsión es contraria al propio espíritu olímpico del deporte, que aboga por valores propios de la competición deportiva, como la solidaridad y la comunidad en el sacrificio mutuo, parecería una broma macabra, si no fuera porque no están los tiempos como para hacer bromas con este asunto,. En la trágica situación a la que se nos ha conducido a todos, a cada uno en su medida, ¿cómo se puede hablar, desde el punto de vista del propio ofensor, de ese espíritu deportivo?

Como reflexión final, quiero hacerme eco de las palabras de muchos columnistas y periodistas de opinión, independientemente del medio para el que trabajan. En un conflicto de estas dimensiones no se puede ser equidistante; no se puede decir al mismo tiempo “no a la guerra” y “OTAN fuera”, como si la OTAN fuera el agresor, y olvidando que ha sido la propia Rusia, y no la OTAN, quien ha promovido la guerra, tal y como está haciendo una parte de la extrema izquierda. ¿Qué especie de fantasma interior hace saltar a esa parte de la izquierda cuando se recuerdan las relaciones que ésta sigue teniendo, como en los tiempos de la Unión Soviética, con la parte agresora del conflicto? Es cierto que el imperialismo panruso es más antiguo que la propia Unión Soviética, que arranca de la zarina Catalina I, e incluso de los primeros zares de Moscú. Es cierto, también, que el partido de Putin, Rusia Unida, se declara de centroderecha e imperialista, pero es sencillo poder rastrear los vínculos que une al propio Putin con la vieja Unión Soviética, en la que fue jefe del KGB, sus temidos servicios secretos. Como también es sencillo seguir el rastro de cuáles son los escasos aliados fieles que a Rusia le quedan en el mundo, después del alejamiento que la invasión de Ucrania ha generado en la extrema derecha, hermanos suyos en lo que respecta a ese espíritu nacionalista: Bielorrusia, por supuesto, y más allá de ella, sólo China -que a pesar de todo, y debido a su eterno pragmatismo, ya está empezando a ponerse de perfil-, Corea del Norte, Cuba, Nicaragua, Venezuela, …, y en España, una parte de la extrema izquierda. Es decir, los mismos que ya lo eran cuando todavía era la Unión Soviética, y el país aún no se había incorporado al mundo moderno gracias a la Perestroika de Mijail Gorbachov.



viernes, 11 de marzo de 2022

Un taller de eboraria musulmana en Cuenca en el siglo XI

 El año 1031 de la era cristiana marca una fecha muy importante para la historia de los árabes en España. Es el año que los especialistas reconocen como final del califato omeya independiente de Córdoba y el advenimiento de las monarquías de taifas. Por supuesto, como ocurre en casi todos los hechos históricos, éste no es un acto puntual. La historia ya venía de antiguo; para entonces ya habían surgido algunos de estos reinos, tan importantes como los de Almería, Toledo o Valencia. Pero es el año 1031 cuando puede considerarse al antiguo califato como completamente desaparecido. Comienza entonces una etapa de florecimiento de la cultura hispanomusulmana en lo que hasta entonces había sido considerado como provincias. De este hecho, Cuenca no fue ajena. Políticamente, la familia de los Banu Zennun, originaria de la ciudad alcarreña de Santaver, en el solar de lo que había sido la Ercávica romanogoda, llegaría a ocupar puestos de importancia en el reino independiente de Toledo. Con el tiempo, dos de sus descendientes, Ismael y Yahya, se sentaron en el trono de la ciudad del Tajo. Y también Uclés llegó a ocupar un lugar importante en la destrucción del califato. Con anterioridad al advenimiento de las taifas, Mohamed III, uno de los últimas califas omeyas, se había refugiado en su castillo al ser depuesto del trono, y aquí murió. En Uclés también nacieron algunos personajes importantes: Abderramán ben Cid Amon, gran escritor que floreció en la época inmediatamente anterior a la que estamos tratando, durante el reinado de Almanzor: Jacob Zadique, de raza judía, fue médico y filósofo; Abdul Abbas Ahmed ben Maad se destacó posteriormente como caudillo en la defensa de Cuenca.

Con el advenimiento de los reinos de taifas, muchos sabios y escritores musulmanes, huyendo de la decadencia califal, llegaron a las cortes independientes. En ese hecho tampoco Cuenca sería una excepción. Por esta época fue cuando se fundaría la ciudad de Kunka, la actual Cuenca, alrededor del año 1000. Y poco tiempo más tarde llegó a nuestra ciudad el astrónomo al-Istichi, y aquí escribió su "Libro de las Cruces", una redacción actualizada de la astrología bajorromana. Y también llegaría a ser importante con el tiempo para la ciudad de Cuenca el taller de marfil que Mohamed ben Zeiyán estableció en nuestra ciudad. Su llegada a nuestra ciudad debe ser enmarcada en aquellas guerras civiles que pusieron fin al califato en la ciudad del Guadalquivir, y a la desfragmentación de ese califato en numerosos reinos de taifas. Uno de los más importantes de aquellos reinos fue el de Toledo, que muy pronto, como hemos dicho en anteriores entradas de este blog, caería en manos de los gobernadores de la kura o provincia de Santaberiya (Santaver, Cañaveruelas), los Dhi-l-Nun, o Ben Zennun, descendiente de una familia de origen bereber, proveniente del norte de Libia, que se había asentado en las tierras de lo que había sido la antigua Celtiberia hispanorromana, donde se establecieron como gobernadores de aquella provincia (ver, a este respecto, las entradas “Desde el Pacto de Cuenca hasta la batalla de Uclés. Una parte de nuestra historia medieval”, 15 de julio de 2021; y “Los Hawwara, desde las montañas de Libia hasta los campos de la provincia de Cuenca”, 19 de agosto de 2021).

Huido de Córdoba, donde había fundado el más destacado taller español de los que se dedicaban a la elaboración de este material. Juan Zozaya Stabel-Hansen, en su trabajo sobre “Los marfiles de Cuenca”, en el marco del curso “Cuenca, mil años de arte”, que en octubre de 1997 organizó la extinta Asociación de Amigos del Archivo Histórico Municipal de Cuenca, dice lo siguiente sobre esta tradición eboraria dentro del califato: “Dentro de las denominadas artes decorativas del mundo andalusí figuran como elementos notables los marfiles, dentro de los cuales se ha hablado de los marfiles andalusíes, aunque con más cautela Ferrandis en su clásica obra (1939-1940) habló de marfiles árabes de Occidente, de manera que el título quedó, a pesar del compromiso ideológico que implicaba, planteando ya dudas sobre sus orígenes.” Y más tarde continúa: “En el año 1939, Cott publicó su magnífica obra “Siculo-Arbic ivories”, en la cual definía el conjunto siciliano de marfiles, con lo cual Ferrandis vio como su obra quedaba mermada, merma que él mismo reconoció en el epílogo de su obra. Ello prácticamente dejaba a los marfiles hispanoárabes reducidos a un conjunto cultural encuadrado dentro de lo que yo denomino periodo omeya. Es decir, el que se sitúa entre el 711-1086, y en ella a su vez lo hace el denominado “Taller de Cuenca”, así nombrado a partir de la existencia de dos piezas espléndidas que, en sendas inscripciones laudatorias, no sólo dan la fecha, sino también el lugar de su manufactura y quien fue su autor.”

Varias piezas conservadas en el Museo Nacional de Arqueología, y también en otros museos españoles y extranjeros, son testigos de este buen hacer del taller de ben Zeiyán, tanto en la propia capital del Guadalquivir como, ya después de la caída del califato, en la ciudad del Júcar. Muchas de estas piezas fueron encargadas por los califas de la dinastía Omeya, como regalo diplomático a diferentes régulos norteafricanos, y después de la huida del Zeiyán a Cuenca, lo mismo sucederá con los propios reyes toledanos, originarios como es sabido de la provincia conquense, que de esta manera se van a convertir, ellos también en mecenas de un arte que estaba ya incorporado a la tradición musulmana desde mucho tiempo antes. A continuación vamos a describir cuáles son esas piezas, indudablemente del taller conquense porque de esta forma se afirma en las inscripciones que suelen llevar incorporadas estas piezas.

La más famosa de ellas quizá sea la Arqueta del Monasterio de Silos, que fue reali­zada en el año 1026 por encargo directo del pro­pio gobernador de Cuenca. La fecha se conoce por la inscripción que existe en una de sus pare­des, y que se conserva incompleta: "…favorable para su dueño, que Alá conserva su vida. Esto es lo que se hizo en la ciudad de Cuenca… año siete y diez y cuatrocientos[es decir, el año 417 de la hégira, que se corresponde con el año 1026 de la era cristiana. Obra de Muhammad ibn Ziyyad, su siervo, que Dios glorifique". La decoración está realizada a base de animales y escenas de cacería, a pesar de la prohibición del Corán de reflejar dichos animales en las obras de arte. Se trata, por lo tanto, de la primera pieza conocida, realizada por el citado Mohammed ven Zeiyán ya en la capital conquense, a la que debió llegar muy pocos años antes, huyendo de Córdoba, como se ha dicho, en el curso de las revueltas que traerían como consecuencia la fragmentación del califato Omeya.

El profesor Juan Zozaya, en un obra ya citada, lo describe de la siguiente manera: “Arqueta ataudada de placas de marfil sobre alma de madera. La cara anterior tiene una placa de marfil dividida en tres zonas horizontales. La superior y la inferior representan cazadores disparando su arco contra leones atacantes hacia ellos, adosados a los cuales hay otros leones que quedan rampantes. El lado derecho de cada uno de los tres paneles se inicia por un ataurique de flor de lotos, en el lado izquierdo. El panel central remata también por ataurique y su tema decorativo es de dos grupos de grifos enfrentados separados por un hom o árbol de la vida, quedando roto el espacio central por el reservado a la cerradura, que no sobrevive. En el pequeño espacio que deja en el panel central hay tres flores de loto. Debajo de ellos, en el espacio central del panel inferior se aprecia un jinete a la izquierda luchando contra un león. Muy similar es el panel posterior, con alteración de la distribución de espacios por los herrajes. El costado derecho tiene además de la inscripción en la parte superior, un primer panel dividido en tres zonas, las dos extremas de las cuales, divididas a su vez en altura, tienen escenas de leones atacando a toros, y en el centro, ocupando toda la altura del panel, un ciervo a izquierda entre atauriques. El lado izquierdo sólo conserva inscripción, estando el resto sustituido por un esmalte del taller de Silos. La parte de la tapa, incompleta, tiene paneles de vegetación, y, de nuevo, esmaltes de la mencionada escuela silense. El conjunto ebúrneo está hecho con un estilo carente de bulto, más bien plano.”

La Arqueta de e Ismail ben Al Ma'amun, llamada también Arqueta de Palencia, Arqueta de Cuenca, por la ciudad en la que fue realizada esta magnífica obra, Relicario de la Gacela, por haber sido utilizada para esta función en la catedral palentina durante algún tiempo, o Arqueta de Alfonso VIII, asociándola así con la figura del conquistador de la ciudad. Ésta fue realizada a mediados del siglo XI, tal y como se refleja en la inscripción que aparece en una de sus placas: "Fue hecho en la ciudad de Cuenca en el año 441" [de la hégira]”. Lo mandó hacer Ismail, herede­ro de Yahya, rey taifa de Toledo, el cual, como vimos, había nacido en la ciudad conquense de Santaver. Perteneciente durante mucho tiempo a la catedral de Palencia, de ahí el nombre con el que es conocida generalmente, fue donada a principios del siglo XX al Museo Arqueológico Nacional de Madrid, donde hoy es todavía admirada en una de sus salas.

Se trata de una obra maravillosa, realizada en marfil, cuero y oro, sobre una base de madera, y anclajes de hierro bien conservados, con una primorosa decoración, en la más pura tradición musulmana del horror vacui, en la que diferentes figuras de animales, pájaros y gacelas principalmente, se mezclan en toda la extensión de la pieza con elementos vegetales o líneas y la propia escritura, en caracteres cúficos, que nos habla tanto de las condiciones propias de su realización, en Cuenca y por un encargo real del rey taifa de Toledo, como hemos visto, como, tal y como es tradicional en muchas obras de arte musulmanas, de la propia profesión de fe musulmana: "En el nombre de Dios clemente y misericordioso, bendición perpetua, protección cumplida,  paz continuada, suerte prolongada, beneficios renovados, gloria, prosperidad, favores continuos y esperanza de ser oído, para su propietario. Que Alá prolongue su vida.” Recogemos, a continuación, la descripción que de la obra hace Ángel Galán y Galindo, en su artículo “Los marfiles musulmanes del Museo arqueológico Nacional:

“Es otra gran arqueta, de cubierta ataudada, con muchas similitudes respecto de la existente en el Museo de Burgos, procedente del Monasterio de Santo Domingo de Silos, pero fechada 23 años más tarde… Su estructura es muy semejante, al igual que su herraje, en parte esmaltado. Conserva, además, la placa de cerradura, y un sistema equivalente de esquineras de bronce reforzadas. Salvo un pequeño roto en una placa de la cara trasera, conserva todas sus piezas de marfil, aunque no todas ellas, como veremos, corresponden a la disposición ni a la talla originales. Las bisagras, aldabón y cerradura, se han superpuesto al marfil tallado, en tanto que las esquineras parecen haberlo respetado. Los esmaltes sobre cobre, azul, verde, rojo y blanco, pueden ser, como apunta Ferrandis, una adición románica, quizás del taller silente, como en el caso de la arqueta burgalesa, o más remotamente posibles originales islámicos. Compuesta sobre una estructura de madera perfectamente conservada, es de notar la pieza del solero, que presenta una sencilla figura de taracea”.

Además de las tres importantes obras descritas anteriormente, se pueden citar algunas piezas sueltas, o placas de marfil que a lo largo de la historia han sido incorporadas artificialmente a obras que fueron realizadas con posterioridad, que han sido relacionadas por los expertos con el taller conquense de Mohammed ben-Zeiyán. Así, Galán y Galindo, en su obra ya citada, atribuye a este taller tres de las cuatro placas que conforman la llamada Arqueta de las Bienaventuranzas, procedente de la Real Colegiata de San Isidoro de León, y conservada, así mismo, en el propio Museo Arqueológico Nacional, a las que relaciona estilísticamente y cronológicamente con la ya citada Arqueta de Palencia; además, la propia inscripción que aparece en una de ellas menciona el nombre del comitente, que en este caso no es otro que propio Ismail di-l Nunn. El mismo autor, siguiendo a Kubner, también cita como una obra del taller conquense la llamada Ara de San Millán, una especie de altar portátil procedente del monasterio de San Millán de la Cogolla, y conservada también en el mismo museo. Finalmente, y aunque Juan Zozaya duda de esta atribución, Ferrandis también relaciona con este taller, una pequeña tablilla conservada en el Victoria and Albert Museum de Londres, que relaciona, otra vez, con la Arqueta de Palencia.

Por último, en la catedral de Narbona (Francia) se conserva un hermoso bote, realizado en un colmillo vaciado, decorado con flores de loto y palmetas. La pieza ha sido fechada en torno entre los años 1025 y 1050. La pieza presenta también una inscripción que, al mismo tiempo que fecha la pieza en la ciudad del Júcar, la pone en relación con el mismo rey taifa de Toledo, Isamil di-l Nun: “Bendición de Dios. Esto es lo que se hizo en la ciudad de Cuenca para la alacena de Hayib, caíd de los caídes, Ismail.”

Hemos visto como, al igual que sucedió con la cerámica, la artesanía de marfil llegó a tener una gran importancia en la Cuenca mu­sulmana. ¿Se mantuvo esta eboraria después de la conquista definitiva de los cristianos? Nada dice de ello el Fuero, por lo que debemos suponer que en realidad se trataba de un taller aislado, externo a la propia tradición de la ciudad, cuya existencia, por otra parte, no podía remontarse a mucho tiempo antes. Sin embargo, la participación en las procesiones de Semana Santa, desde el siglo XVIII, de una talla de Cristo Crucificado, realizada en marfil, de autor anónimo pero datable probablemente alrededor de la centuria del XVI, posibilita el sueño de una continuación del taller hasta tiempos cristianos. Nada tiene que ver esta obra, que por otra parte puede ponerse en relación con la tradición eboraria de los Crucificados filipinos, con el taller hispanomusulmán de ben Zeiyán, es cierto, pero esas tres piezas descritas en las líneas anteriores, y otras que quizá puedan aparecer en tiempos futuros, marcan un hilo en la historia del arte conquense olvidado durante mucho tiempo por la mayoría de los conquenses, y que debe ser puesto en valor, por todo lo que representa.


Arqueta de Palencia, del Museo Arqueológico Nacional.  En las dos imágenes anteriores, respectivamente, Arqueta de Santo Domingo de Silos y Bote de la Catedral de Narbona.

viernes, 4 de marzo de 2022

Luis Valle de la Cerda, un espía conquense al servicio del imperio Habsburgo

 

De un tiempo a esta parte, muchas ha sido las nuevas publicaciones que han salido a la luz sobre la España imperial, sobre aquellos años en los que, según se ha repetido hasta la saciedad, en España no se ponía el sol, y en los que el solar de nuestro país se extendía por todos los continentes del globo terráqueo, desde los campos de Flandes y de Alemania hasta los puertos del norte de África, y desde gran parte del continente americano hasta las Filipinas o Guam. Libros que tratan sobre el papel jugado en el mantenimiento de ese inmenso imperio por los tercios, repetidamente reivindicados últimamente, o sobre diferentes aspectos, hasta ahora ignorados, de la economía o de la sociedad de los españoles, de un extremo y otro del gran océano; o, sobre todo, ensayos bien documentados, dedicados a desmontar una leyenda negra que se inventaron los ingleses y los holandeses, es cierto, pero a la que muchos españoles de los siglos XVIII y XIX, y también de este siglo XXI, dieron también pábulo, españoles que fueron engañados en su ingenuidad por esos historiadores extranjeros, o españoles, ellos también, engañadores a su vez en beneficio de ocultos intereses ideológicos.

Hay, sin embargo, un aspecto de aquel pasado lejano y turbulento, tan turbulento, en realidad, como lo han sido casi todas las épocas a lo largo de la historia, que ha pasado desapercibido, si no ya para los historiadores profesionales, sí para la mayoría de los aficionados al conocimiento de nuestro pasado común, más allá de algunos datos aislados e inconexos: el mundo del espionaje, que no es sólo producto de la Guerra Fría, sino que es consustancial con todo tipo de relaciones internacionales. Los espías han sido necesarios por los reyes y por los gobiernos desde que, con el ismo inicio de la historia, fueron necesarias las relaciones entre los diferentes estados, amigos o enemigos entre sí. Su existencia permitía a los reyes conocer, con el único límite que el propio de las propias vías de comunicación, qué es lo que estaba pasando en cada momento en el resto de los reinos vecinos, o también en el reino propio, más allá de los límites del palacio o, incluso, algunas veces, en las propias habitaciones del propio palacio.

Sin embargo, las propias condiciones en las que ese servicio al Estado debía realizarse, unas condiciones en las que siempre debía prevalecer el más absoluto secreto, en las que muchas veces faltaba un documento que avalara cualquier actuación, son las que, quizá, han motivado una falta de estudios historiográficos serios, sobre la historia del espionaje español hasta tiempos muy recientes, más allá, como ya hemos dicho, del conocimiento, casi exótico, de algunos nombres que, por su vinculación profesional con otros campos muy diversos, como el arte o la literatura, se vincularon de alguna manera con ese mundo extraño del espionaje. Porque las relaciones entre el espionaje y la literatura, por ejemplo, no fueron inventadas por John Le Carre o Frederick Forsyth, por Graham Greene o Ian Flemming, el inventor del espía más famoso de todos los tiempos, James Bond. Y si la Inglaterra de los siglos XVI y XVII tuvo un Christopher Marlowe o William Shakespeare -es curioso el hecho de que ambos dramaturgos, que fueron de la misma generación, no llegaron a tener una existencia coetánea entre ellos, que el segundo sólo apareció como escritor en el momento en el que el primero había desaparecido, lo que ha hecho que algunos estudiosos, defensores de la llamada teoría Marlowe, piensan que se trataba realmente de una misma persona- o un Daniel Defoe, España también tuvo un Quevedo y un Cervantes.

El último libro del periodista Fernando Martínez Laínez, experto en política internacional y autor de diferentes libros de divulgación histórica, ha venido a solventar este problema, poniendo en las manos del lector aficionado a temas históricos su último libro: “Espías del imperio. Historia de los servicios secretos españoles en la época de los Austrias”. El autor, doctor en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid, y presidente y cofundador del Club Le Carre, creado para fomentar la cultura y el conocimiento en el campo de eso que se ha llamado la inteligencia internacional, ha querido acercar a los lectores, en un libro sencillo de leer, ajena a la terminología propia de los sesudos ensayos historiográficos, una España diferente, oculta entre los secretos oscuros de la alta política internacional, esa que se hacía en las habitaciones más apartadas de los diferentes palacios europeos. Martínez Laínez no es historiador, es cierto, o al menos no es un historiador profesional, pero escribe como si lo fuera, con ese rigor y ese conocimiento de lo que escribe que se le exige a todo el historiador profesional, y con una prosa cuidada y sencilla a la vez, cómoda de leer y muy fácil de entender para todo tipo de lectores, independientemente de los conocimientos que pudiera tener sobre la materia. Porque una parte del estudio historiográfico, más allá de la pura investigación de archivo, es, también, la divulgación de sus conocimientos al conjunto de la sociedad.



Y en ese mundo del espionaje español en el siglo XVI tuvo un papel importante un personaje conquense, desconocido en la actualidad para la mayoría de sus conciudadanos actuales: Luis Valle de la Cerda. Aunque algunos historiadores lo han tenido durante mucho tiempo como natural de la capital madrileña, a pesar de su propia autoconfesión en una de sus obras, hoy se sabe que Valle de la Cerda había nacido en Cuenca, en algún momento alrededor del año 1560. Estudió en la Universidad de Salamanca, y desde allí pasó a Italia, y más tarde a Flandes, donde, muy joven todavía, permaneció al servicio del duque de Parma, Alejandro Farnesio, que en ese momento era ya gobernador de los Países Bajos. Y ya de regreso a la península, a la que fue llamado por el propio rey Felipe II, fue miembro del Consejo Real, y en 1592 fue nombrado contador mayor de la Santa Cruzada. Destacó en el campo de la economía, y fue el creador de un sistema de créditos a muy bajo interés, orientado sobre todo para las personas más humildes, que si bien no contó en un primer momento con el favor del monarca, sí atrajo la atención de algunos aristócratas de la época. El conquense proponía, además, liquidar las abundantes deudas que entonces tenía la corona, mediante la creación en todas las ciudades de España de montes de piedad.

Esta teoría es el germen de su obra más conocida, “Desempeño del patrimonio de Su Majestad y de los reinos, sin daño del rey y vasallos, y con descanso y alivio de todos, por medio de los erarios públicos y de los montes de piedad”. El título del libro es bastante farragoso, es cierto, pero lo es al estilo de lo que era usual en aquel momento, y bastante clarificador de todo lo que el economista conquense pretendía. El libro fue publicado en Madrid en el año 1600, y fue después reeditado en 1618, en una edición que tuvo una gran influencia sobre la obra de Juan López de Ugarte. Se conoce, también, otras dos obras suyas, más relacionadas con la experiencia política de nuestro protagonista en los campos de batalla del norte de Europa, en Flandes: “Avisos en materia de estado y guerra para reprimir rebeliones y hacer paces con enemigos armados o tratar con súbditos rebeldes”, y “Discurso de la rebelión y la guerra de Flandes.”

Pero junto a esta parte visible de la biografía de Valle de la Cerda, existe también una realidad menos conocida, relacionada de alguna manera con el mundo del espionaje. Ciertamente, no fue el conquense un agente de campo, llamándolo así en una terminología moderna, al estilo de lo que sí lo fueron otros personajes de la época, como Miguel de Cervantes o el propio Francisco Quevedo, pero su vinculación con los servicios secretos del imperio de los Habsburgo, como secretario de cifra que era de Felipe II, y más tarde de Felipe III, no debe ser puesta en duda. Recojo a continuación las palabras que, en este sentido, le ha dedicado el propio Martínez Laínez de nuestro protagonista: “El cifrado y el contracifrado de cartas y documentos influyeron de manera determinante en la política exterior española. Así, por ejemplo, Retortillo Atienza cita el caso de Luis Valle de la Cerda -de quien hablaremos más adelante, que consiguió descifrar en 1585 las cartas que Isabel I de Inglaterra, en plena guerra de Flandes, enviaba a los rebeldes holandeses, prometiéndoles apoyo militar y financiero a cambio de la cesión de varios puertos en los Países Bajos.” Y más adelante continúa: “El criptoanalista conquense podía desentrañar las cartas encriptadas más complejas, en pocas horas y sin contracifra.”

La labor de Luis Valle de la Cerda, a quien Fernando Martínez Laínez califica como “el genio del cifrado”, en el campo del espionaje, se había iniciado ya cuando apenas tenía dieciocho años de edad, y permanecía al servicio de Alejandro Farnesio, como perlustrador, término que en la actualidad se puede identificar al de criptoanalista, y su labor atrajo desde muy pronto la atención del propio monarca, Felipe II. Éste le llamó a la corte, donde, según el autor del texto, trabajó a las órdenes directas de Juan de Idiáquez, secretario de Estado y jefe de la inteligencia en la corte de los Austrias, es decir, de todos los espías que en aquel momento estaban trabajando a favor de España. Se encontraba todavía en los Países Bajos cuando se encontró perseguido por los ingleses, molestos porque el conquense, tal y como hemos dicho, había conseguido descifrar los mensajes que la propia reina Isabel había enviado a los rebeldes holandeses, y aunque Hilario Priego y José Antonio Silva llegan a afirmar que estuvo prisionero de ellos durante un largo tiempo, el hecho no es seguro: es más fácil suponer que , de haberse producido, el conquense hubiera sido ejecutado, pues para entonces los enemigos le habían puesto precio a su cabeza.

Además de las obras ya citadas, relacionadas con los campos de la economía y de la guerra, el autor de “Espías del imperio” cita también otra obra suya, relacionada ésta con ese otro campo profesional en el que también había participado: el del espionaje. Su título, como todos los de sus libros, es también bastante clarificador: “Breve tratado de cómo serán de expeler y hallar a los espías que procuran secretamente mucho mal contra la fe de Dios Nuestro Señor”. En efecto, el conquense pretendía dar algunas claves para identificar a los espías que, tanto en la propia península como en algunos otros lugares que en ese momento formaban parte del imperio, principalmente en Italia, trabajaban a favor de los diferentes reinos enemigos.

El autor falleció en Valladolid, en 1606, aunque su cuerpo fue trasladado a la capital conquense, con el fin de ser enterrado en la iglesia de la Santa Cruz. A su fallecimiento fue sucedido en el cargo de contador mayor de la Santa Cruzada por su primogénito, Pedro Valle de la Cerda y Alvarado. Otro de sus hijos, José Valle de la Cerda y Alvarado, llegó a ser sucesivamente obispo de Almería, entre 1637 y 1639, y de Badajoz, sede en la que permaneció hasta la fecha de su fallacimiento, dos años más tarde. Éste, monje benedictino y catedrático de Teología, había nacido en 1601, según algunos autores en Cuenca, aunque también se disputan su patria las ciudades de Madrid y de Valladolid; hay que recordar que su padre, en el momento de su nacimiento, se encotraba en la corte, al servicio de Felipe III, y que fue en ese mismo año, cuando este monarca trasladó ésta desde la ciudad del Manzanares hasta la capital del Pisuerga, lugar en el que permanecería hasta el 4 de marzo de 1606. Y otra de las hijas, Teresa Valle de la Cerda, fue la que, con Jerónimo de Villanueva, protonotario de Aragón, fundó en Madrid en 1623 el monasterio de benedictinas de San Plácido, en la que profesaronh, además, otras dos hermanas del prelado.

 Recientemente he podido encontrar en internet el testamento de nuestro protagonista, en el que, además de demostrar, una vez más, cuál había sido el lugar de su nacimiento, Cuenca, da también algunos detalles referentes a sus relaciones familiares. Dice así el mencionado testamento: Valladolid, 14 de julio de 1606. En el nombre de la Santísima Trinidad [...] yo Luis Valle de la Cerda del consejo de su magestad y su contador mayor de la cruçada hijo lejitimo de los señores Luis Valle y doña Teresa Castillo de Castro su lejitima muger mis padres naturales de la ciudad de Cuenca residente en esta ciudad de Valladolid estando enfermo en la cama [...] [...] mi cuerpo sea sepultado o depositado en la iglesia o monesterio parte y lugar que pareciere a mis testamentarios dentro o fuera de la ciudad de Valladolid [...] yten mando y doy poder y facultad a la señora doña luisa de alvarado mi muy querida y amada muger para que pueda mexorar y mexore en el tercio y remanente del quinto de mis bienes a uno de nuestros tres hijos varones qual ella quisiere o escoxiere [...] yten digo que yo otorgue un poder antel presente escrivano a la dicha señora doña Luisa de Alvarado y al señor licenciado Pedro Valle de Castro mi hermano protonotario de su santidad para que pudiesen hacer el nonvramiento de contador de Su Magestad de la santa cruzada que yo tengo por merced de su magestad para la poder acer en uno de nuestros hijos o hijas o futuro yerno que con ella se casare o en otra qualquier persona aunque sea estraña en esta ciudad a doce deste presente mes y año a que me refiero el qual confirmo y apruebo de nuebo [...] yten nonbro por tutores y curadores de mis diez hijos y hijas que yo tengo al presente lixitimos y de lijitimo matrimonio nacidos de mi y de la dicha señora doña Luisa de Alvarado a la susodicha y al dicho licenciado Pedro Valle de Castro mi hermano para que sean sus tutores y curadores [...] [...] nombro por mis albaceas y testamentarios a los dichos señores doña Luisa de Alvarado mi muger y licenciado Pedro Valle de Castro mi hermano [...] herederos a don Pedro y don Josepe y don Luis Valle de la Cerda y a Clara y Juliana y Juana Isabel Teresa y Luisa y Ana Maria Valle de la Cerda mis hijos lejitimos [...] [...] en la ciudad de Valladolid a catorçe dias del mes de julio de mil y seiscientos y seis años siendo testigos Francisco de la Banda y Diego Hernández y Andrés de Estrada y Francisco Correas y Francisco Izquierdo estantes en esta corte [...]”.[1]






[1] https://investigadoresrb.patrimonionacional.es/node/8944

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