viernes, 24 de septiembre de 2021

De cuando cayó un avión en el cielo de Valdemeca, y en el accidente falleció el mejor gimnasta español de todos los tiempos

 

Era el 29 de abril de 1959, a las tres y cuarto del medio día, cuando el vuelo 42 de la compañía Iberia partía desde el aeropuerto de Barcelona, rumbo hacia Madrid; un vuelo que en condiciones normales, debería haber llegado a su destino pocas horas más tarde, sin más problemas que los propios de un viaje en avión en los años cincuenta, cuando las condiciones de las aeronaves eran muy diferentes de las de los aparatos actuales. El comandante que estaba a los mandos del avión era Ernesto López Peña, un piloto bastante experimentado que había sido aviador militar hasta hacía cinco años, cuando había empezado a trabajar para Iberia, y que había sido, incluso, profesor en la Academia General del Aire. Los otros dos miembros de la tripulación eran Aurelio León, mecánico y segundo piloto, y el radiotelegrafista Emilio Díaz González. Y junto a ellos, viajaban en el interior del aparato veinticinco pasajeros, entre los que se encontraban algunos personajes bastante conocidos, y entre ellos, los miembros del equipo nacional español de gimnasia, incluido entre ellos aquél que ha sido considerado como el mejor gimnasta español de todos los tiempos: Joaquín Blume Carreras, quien viajaba además acompañado de su esposa. Con el equipo viajaba también su compañero, Raúl Pajares, quien a última hora había sustituido a Ángel Luna, por culpa de una indisposición de este último, triste destino para una persona que no estaba destinado a fallecer de esta forma. Como triste fue también el juego que el destino les vino a jugar a Juan Rigau y a su reciente esposa, Carmen Canet, que habían contraído matrimonio en Gerona el día anterior, e iniciaban con este viaje su luna de miel por tierras de España.  Y en el aparato viajaban también Fernando Medina y Benjumea, conde de Campo rey, y Francisco Gainares Gorostizabal, gerente y director, respectivamente, de la compañía Industrias Subsidiarias de Aviación, también pilotos civiles de avión, además del abogado, sevillano también como estos últimos, Antonio Mancebo Fernández.

        

Sin embargo, el avión, un Douglas DC-3 FEC-ABC, nunca llegaría a su destino. Las condiciones meteorológicas no eran buenas, y poco tiempo después de haber despegado en la capital catalana, el aparato ya navegaba a ciegas, sin que el comandante del vuelo pudiera saber el punto exacto por el que el aparato transitaba en cada momento. En efecto, durante todo aquel día atravesó la península una importante borrasca, acompañada en algunos momentos de granizo y un fuerte viento, y de una tormenta eléctrica que, parece ser, dejó sin funcionamiento algunos de los elementos del sistema de radio del avión. La revista “Blanco y Negro”, en el artículo que pocos días después dedicó al accidente, y a través de algunas suposiciones, es bastante claro en este sentido; “Hay que suponer que el aparato navegaba a ciegas y sin que el comandante conociese exactamente su posición cuando comunicó con Calamocha. Es muy verosímil que, al verse incomunicado y fallarle a causa de la fuerte carga de electricidad circundante algunos de los instrumentos de navegación, tomase rumbo hacia el Este, por donde la situación meteorológica era más despejada, y que alcanzase el litoral mediterráneo para orientarse, cosa que pudo hacer al identificar desde el aire el puerto de Castellón. Esto no es más que una hipótesis basada en el tiempo transcurrido entre la última comunicación y el accidente, y en que la línea recta Castellón-Madrid pasa precisamente por aquellos parajes -se está refiriendo exactamente a los del pueblo conquense de Valdemeca, en cuyo término municipal ocurrió el accidente-. Es, pues, verosímil que, incomunicado con tierra, el comandante pusiese desde Castellón rumbo a Madrid, y que el vuelo prosiguiese con relativa normalidad. Después, volando entre nubes, una turbulencia le hizo perder altura en el momento en que tenía ante su proa los mil ochocientos y pico metros de altitud de la sierra de Valdemeca, y el aparato se estrelló contra la montaña sin que nadie hubiese podido advertir el peligro inmediato. Al menos, el estado de los restos del avión parece indicar que no hubo maniobra alguna para atenuar el golpe.”

            Exactamente, fue a las cuatro horas y dieciséis minutos cuando el avión realizó su última comunicación con tierra, con la estación de Calamocha (Teruel), para pedirle marcación con el fin de poder fijar su posición en el mapa, lo que abunda más en la posibilidad de que el aparato viajaba a ciegas. “Para establecer la marcación -el reportaje de “Blanco y Negro”, firmado bajo las iniciales M.M.Ch., indica de qué manera se realizaba en aquellos tiempos la comunicación entre la estación y el avión-, el aparato debe emitir unas señales que capta el radiofaro, el cual, a su vez, emite otras que el avión recoge. El radiogoniómetro fija la dirección de donde proceden y la distancia a que el aparato se encuentra del instrumento emisor”. Aquella fue la última comunicación del DC-3, y la posterior falta de respuesta del aparato llevó la inquietud a ambos aeropuertos, el de partida y aquel otro en el que se esperaba su llegada, y más todavía cuando el resto de los aeropuertos cercanos, aquellos en los que el avión podía haber intentado aterrizar en el caso de que hubiese tenido problemas para llegar a Madrid, tampoco sabían nada del vuelo 42, e inmediatamente se activó la búsqueda por parte de los Servicios de Protección de Vuelo.

Poco tiempo más tarde, en una de las zonas más escabrosas de la serranía conquense, en el término municipal de Valdemeca, cuatro personas habían visto por última vez el aparato, sobrevolando por encima de sus cabezas. ; o mejor dicho, sólo lo sintieron, porque no podían verlo debido a la abundante masa forestal de pinos que se extendía por la zona. Se trataba del guardia forestal Francisco Sánchez Rodríguez y tres jóvenes del pueblo, Juan Jiménez, Víctor López Martínez y José María Domingo Jiménez, quienes se encontraban en ese momento realizando las labores previas para una posterior repoblación forestal de la zona. Pocos segundos más tarde, los cuatro oyeron un gran estruendo desde el otro lado del Pico del Telégrafo, en cuya ladera estaban realizando aquellas labores, y supieron que algo grave había ocurrido. Con gran dificultad debido a lo escarpado del terreno, pero sin duda con menor dificultad de lo que tendrían que hacerlo al día siguiente las autoridades y los periodistas que fueron enviados allí por diferentes agencias y periódicos para cubrir la noticia, pudieron subir hasta el lugar exacto en el que se había producido el accidente, con el fin de intentar ayudar a los posibles supervivientes que hubiera.

El espectáculo, en las palabras de los primeros testigos, era desolador. Se veían restos del aparato, y de las personas que habían viajado en él en aquel último viaje hacia la muerte, se extendían por muchos metros alrededor del lugar en el que había caído el avión. Pero lo más importante era que no había supervivientes, por más que uno de los jóvenes, según el cronista de “Blanco y Negro”, había llegado a tiempo de ver a una señora con vida. Sin embargo, el propio cronista duda de la versión del testiguo, atribuida por él a “una subjetiva apreciación, muy posible dadas las circunstancias en las que sucedió.” Desde luego, la existencia de supervivientes en un accidente de estas características era muy remota: el avión se hallaba partido en muchos pedazos, distribuidos, como se ha dicho, en una gran extensión de terreno, hasta el punto de que el mayor de ellos se correspondía apenas con el extremo posterior del fuselaje, es decir, el correspondiente al estabilizador vertical, e incluso las partes laterales de éste, el estabilizador horizontal y el timón de profundidad, también estaban partidos. Por su parte, el plano derecho del DC-3 había quedado prendido de las copas de los árboles, en un inestable equilibrio que lo había dejado a algunos metros de altura respecto del nivel del suelo.

De la escabrosidad del terreno en el que se había producido el accidente da una idea el hecho de que los cuatro jóvenes de Valdemeca que habían sido testigos del mismo, tardaron hora y media en llegar a los restos del avión. Y una vez en la cumbre del Cerro del Telégrafo, el guardia forestal y dos testigos más se quedaron junto al aparato, mientras los otros dos bajaban otra vez hasta el pueblo para dar aviso del accidente. Continúa de esta forma la crónica de la revista “Blanco y Negro”: “Minutos después de alcanzar estos las primeras casas del poblado, el nombre de Valdemeca era difundido y dado a conocer por telégrafos, teléfonos y teletipos, y a primera hora de la noche la triste noticia comenzó a extenderse por la calle en Barcelona y Madrid.” Desde las primeras horas del día siguiente, la actividad en el Cerro del Telégrafo fue frenética, entre autoridades, Guardia Civil -mi abuelo, Juan Antonio Pérez Llandres, que era conductor de la Guardia Civil en aquellos años, fue la primera persona que me habló, cuando todavía era niño, del fatídico accidente de Valdemeca, uno de los más dolorosos espectáculos que había visto en su vida, comparable sólo a otro accidente, el del autobús que cubría el servicio entre Cuenca y La Roda, que había caído al río Júcar dos años antes, en 1957, causando la muerte de treinta viajeros, y eso que había tenido que vivir largos años de servicio en el cuerpo, y entre ellos, los tres que duró la Guerra Civil, en la que tuvo que asistir, incluso, al asalto al Cuartel de la Montaña; ver “17 de julio de 1936: una historia familiar”, 17 de julio de 2016-, y los numerosos periodistas y fotógrafos que fueron enviados al lugar desde diferentes puntos de España”.


Estabilizador vertical del DC-3. Éste es el trozo más grande del avión que pudo ser recuperador del lugar del accidente. En primer termino, restos del plano izquierdo del apararto. En las dos fotografías anteriores, respectivamente, restos de uno de los motores, y del plano derecho, literalmente colgado de los pinos cercanos.

Como ya se ha dicho, el personaje más conocido de todos los que viajaban en el avión era Joaquín Blume, quien todavía, a pesar de los recientes éxitos deportivos de otros gimnastas más actuales, como Jesús Carballo, Rafael Martínez o Gervasio Deferr, sigue estando considerado como el mejor gimnasta español de todos los tiempos. Éste había nacido en Barcelona en 1933, y era hijo de un profesor de gimnasia de origen alemán, a cuyo país emigro, con toda su familia, durante los años que duró la Guerra Civil. De regreso en Barcelona, Blume ingresó en la Escuela Alemana de Gimnasia Deportiva, de la que su padre era profesor, y en 1949, cuando apenas contaba con dieciséis años de edad, se proclamó campeón de España de categoría absoluta, título que pudo retener durante los diez años siguientes, hasta el mismo momento de su fallecimiento. A partir de ahí, su progresión deportiva fue en aumento, pudiendo asistir en 1952 a los juegos olímpicos de Helsinki, en los que terminó en el puesto 56 de los 212 gimnastas participantes, algo que muy poco tiempo antes había sido impensable para un gimnasta español. En 1954 asistió también al mundial que se celebró en Roma, donde quedó en el puesto 43, de los doscientos deportistas que participaron en el evento. En 1955 fue décimo en la Copa de Europa, y ese mismo año se proclamaba como el mejor gimnasta de los Juegos del Mediterráneo. Un año más tarde ganó en París el torneo de las Siete Naciones, no pudiendo asistir a los juegos olímpicos de ese año, que se celebraron en Melbourne, para los que era uno de los favoritos, por la negativa del Comité Olímpico Español a participar en ellos, en protesta por la invasión de Hungría por parte de la Unión Soviética; en aquellos años, Blume llegó incluso a pensar en nacionalizarse alemán para poder acudir a los juegos, pero fue el propio Juan Antonio Samaranch, delegado en Cataluña de la Delegación Nacional de Educación Física y Deportes, quien le convenció para que no lo hiciera. Y su progresión llegó a su cima en 1957, cuando se proclamó, en París, campeón de Europa, al triunfar por encima de los treinta y nueve aspirantes, que representaban a veintiún países diferentes.  Joaquín Blume compatibilizó siempre sus competiciones deportivas con diversas exhibiciones gimnásticas, y en 1958 contrajo matrimonio con María José Bonet, también gimnasta como su marido, quien falleció también, como se ha dicho, en el mismo accidente de Valdemeca. El matrimonio esperaba su segundo hijo; dejaban una hija, María José Blume Bonet, quien durante algún tiempo siguió los pasos de sus predecesores; penas tenía cuatro meses cuando quedó, de esta forma trágica, huérfana de padre y madre.


Joaquín Blume, durante una de sus exhibiciones gimnásticas, con ocasión de la clausura de los Juegos Nacionales Universitarios, en la Ciudad Univdersitaria de Madrid. Las cuatro imágenes que ilustran esta entrada pertenecen al reportaje publicado por la revista "Blanco y Negro", unos días después del accidente de Valdemeca.

domingo, 19 de septiembre de 2021

El “Hollandia”: la historia del hundimiento y el rescate de un filibote holandés del siglo XVIII

 


La historia de la navegación está repleta de hundimientos de barcos famosos, que con el tiempo se convierten en pecios, en los que habitan los bancos de peces. Algunas veces, la carga que llevaban en sus bodegas durante su último viaje entre dos puertos lejanos, se ha perdido para siempre, irremediablemente, en lo más profundo del lecho marino, pero otras veces, las técnicas actuales de la arqueología subacuática -el término se viene imponiendo en los últimos años, por encima de la ya denostada arqueología submarina-, han permitido su recuperación, y una parte de los objetos que esos barcos transportaban, han pasado a ocupar un espacio en las vitrinas de los museos o de algunas colecciones privadas. Uno de los casos más característicos de esa recuperación de pecios antiguos y de gran interés histórico es el “Hollandia”, un barco de bandera holandesa, que era propiedad de la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales -VOC, por sus siglas originales: Vereenigde Oostindische Compagnie-, que se había hundido en julio de 1743 frente a las costas inglesas, y que fue redescubierto y recuperado en 1971 por el abogado inglés Rex Cowan.

El ”Hollandia” era un barco de tipo filibote -o fluyt, en holandés-, un tipo de buque de carga general que había empezado a ser utilizado en los Países Bajos durante el XVI, con el fin de facilitar el transporte de mercancías de un lado a otro del océano, con un aprovechamiento máximo del espacio, y diseñado, además, para conseguir la máxima eficiencia de su tripulación. Similar a los galeones españoles, se diferenciaban de estos, principalmente, en la estrechez de su casco, que estaba diseñado así con el fin de poder pagar menos impuestos a la hora de atravesar el estrecho danés de Oresund, donde estos se calculaban en función del tamaño de la cubierta principal. Sin embargo, sus bodegas estaban diseñadas con una mayor amplitud, aumentando de esta manera su carga transportable. Contaba también con juegos de poleas, para facilitar el trabajo de la carga, y un mástil muy elevado, lo que generaba también una mayor capacidad de cargar las velas , aumentando así la velocidad. Y algunas veces, también en los filibotes que eran propiedad de la Compañía de las Indias, eran armados con cañones, para que pudieran defenderse de los ataques de los piratas o de los barcos de bandera enemiga.

El “Hollandia” había sido botado en el puerto de Amsterdam en 1742, y puesto al mando del capitán Jan Kelder un veterano capitán de la compañía. Su tripulación era de 276 hombres, entre marineros y soldados, y estaba armado con un total de treinta y dos cañones. Capaz de desplazar un máximo de setecientas toneladas de peso, tenía cuarenta y dos metros de eslora. Pero antes de proseguir con la historia de la nave, hay que hablar un poco de su verdadero propietario, que, tal y como se ha dicho, no era realmente el estado holandés, sino la poderosa Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales, un verdadero estado dentro del estado, que había sido fundada el 20 de marzo de 1602, cuando los Estados Generales de los Países Bajos, el propio gobierno neerlandés, le había otorgado el monopolio para realizar actividades comerciales en el continente asiático. Así, fue una de las más antiguas, y más poderosas, compañías comerciales del mundo, y durante todo el periodo que duró su actividad llegó a tener cualquier tipo de prerrogativas, incluyendo las de acuñar moneda propia, negocias tratados, y no sólo de carácter comercial, sino también político, establecer nuevas colonias, e incluso, declarar la guerra a las potencias enemigas. Su poder, sin embargo, fue disminuyendo a lo largo de la segunda mitad del siglo XVIII, hasta llegar a desaparecer completamente, caída en la bancarrota, el 31 de diciembre de 1799. De esta forma, todas sus posesiones, así como su deuda, pasaron a manos de la República Bátava, heredera de las Provincias Unidas Neerlandesas a raíz de la ocupación de su territorio por Francia, en el marco de las Guerras Revolucionarias, y al nuevo reino de Holanda a partir de 1805, una vez recuperada definitivamente la independencia del país. De esta forma, los antiguos territorios de la VOC se convirtieron así en las llamadas Indias Orientales Holandesas, el entramado colonial que, complementado con los nuevos territorios que se le fueron añadiendo a lo largo del siglo XIX, llegarían a ocupar, prácticamente, todo el archipiélago de Indonesia.


También considero necesario establecer aquí el contexto en el que se desarrolla tanto la botadura como el hundimiento, un año más tarde, del “Hollandia”. Un contexto de guerra entre España y Gran Bretaña, que se había iniciado en 1739, la llamada Guerra del Asiento, o también Guerra de la Oreja de Jenkins, una guerra muy local, principalmente de carácter naval, que se desarrolló en las aguas del mar Caribe, pero que se complicó, a partir del año siguiente, por el inicio de la Guerra de Sucesión Austriaca (1740-1748), un guerra ya de carácter continental que enfrentó, una vez más, a las dos dinastías más poderosas de Europa en aquellos momentos: la dinastía Habsburgo y la dinastía Borbón. Las Provincias Holandesas, y por ello, de alguna forma, también la Compañía, apoyaron en el conflicto a los primeros -la alianza que estaba formada por, además de las propias Provincias, Gran Bretaña, el archiducado de Austria, con el propio imperio a su lado, el electorado de Brunswick, y el imperio ruso de los zares; frente a ellos, además de los reinos de España y Francia, los de Suecia, Nápoles y Sicilia, el ducado de Módena  y el electorado de Baviera; finalmente, tanto el reino de Cerdeña como el electorado de Sajonia fluctuaron entre ambos bandos, pasando del Borbón al Habsburgo dependiendo del desarrollo de la guerra-. De esta forma, ese contexto bélico no podía dejar de afectar a los barcos de la Compañía, que, sin embargo, siguieron surcando los mares entre Europa y el Océano Índico, aunque de una forma mucho menos segura que antes.

El 3 de julio de 1743, el “Hollandia” partía del puerto de Texel, en las islas Frisias, al norte de los Países Bajos, formando parte de un convoy que se dirigía a las Indias. Además de la tripulación, transportaba también un importante cargamento de plata con destino a la ciudad de Batavia, la actual Yakarta, capital entonces de las Indias Holandesas, y algunos pasajeros ilustres, y entre ellos el hermano, la cuñada y la esposa del gobernador de la Indias Orientales Holandesas, el barón Gustaaf Willem van Imhoff. Sin embargo, aquel último viaje no iba a durar mucho tiempo: antes de poder abandonar el Canal de la Mancha, la expedición se vio sorprendida por una estrecha niebla, que desorientó al “Hollandia” y le hizo salirse de su ruta. Cuando la tripulación se dio cuenta de ello ya era demasiado tarde, y los intentos de corregir el rumbo fracasaron, al verse arrastrado el filibote hacia las islas Sorlingas, llamadas también Scilly, frente a la costa inglesa de Cornualles. La noche del 13 de julio, el “Hollandia” chocó contra las rocas en Gunner’s Rock, a una milla y media de distancia de la deshabitada isla Annet, la más grande del archipiélago. Y aunque el capitán del barco, y el resto de la tripulación, lucharon con todas sus fuerzas contra los fuertes vientos y el violento oleaje que continuamente chocaba contra el casco del buque, nada pudieron hacer para salvar ni el cargamento ni a los pasajeros; ni siquiera se habían podido poner a flote los botes de salvamento. Así, a pesar de que el capitán Kelder había ordenado disparar algunas salvas de artillería para pedir socorro, éste nunca llegó. A la mañana siguiente, lo poco que quedaba del barco terminaba de hundirse, y sus restos quedaron diseminados en el fondo del mar, a lo largo de varios cientos de millas. No hubo ningún superviviente, y durante los días siguientes fueron llegando a las diferentes islas cuerpos sin vida y diferentes restos del naufragio.


Mapa de las islas Scilly, o Sorlingas, al sur de Inglaterra. Localizado en el círculo rojo, Gunner's Rocks, el lugar donde se produjo el naufragio del Hollandia.

Pero la poderosa Compañía de las Indias Orientales no podía aceptar la pérdida del “Hollandia”, que en aquel momento era uno de sus buques insignia, sin hacer nada para intentar recuperarlo. Dos meses más tarde, la Cámara de Amsterdam, el órgano que regía los intereses de la Compañía, organizó una expedición de rescate, que sin embargo, y a pesar de que se había podido ubicar fácilmente el lugar exacto en el que se había producido el hundimiento, finalmente no se pudo llevar a cabo. La profundidad en la que se hallaban los restos del barco, unos ciento diez pies, algo más de treinta y tres metros, lo impedía. La tecnología del buceo en aquella época apenas permitía descender hasta las doce brazas, es decir, unos veinticuatro metros. De esta forma, y por apenas diez metros de diferencia, la Compañía no tuvo más remedio que darse por vencida, y abandonar el rico cargamento de plata en el fondo del mar.

Así, como un pecio más de los muchos que abundan en esta zona del Canal de la Mancha, donde la navegación resulta muy complicada por los fuertes vientos y por las corrientes marinas que cruzan desde el Océano Atlántico hasta el Mar del Norte -en 1707, por ejemplo, se habían hundido en la zona cuatro de los barcos que componían la escuadra británica que, poco antes, había partido del puerto de Gibraltar con rumbo a las Islas Británicas, en el contexto de la Guerra de Sucesión Española, y entre ellos el buque insignia de la flota, el Association HMS; y en 1739, cuatro años antes que el “Hollandia”, la Compañía Neerlandesa de las Indias había perdido allí también otro de sus buques más importantes, el Rooswijk-, permaneció el “Hollandia” hasta el 16 de septiembre de 1971, cuando Rex Cowan, un abogado londinense “con vocación de cazador de tesoros”, según fue considerado por algunos conservadores y defensores del patrimonio, pudo localizar de nuevo el pecio, y organizar su rescate. Las investigaciones de Cowan se habían iniciado cuatro años antes, en 1967, pero antes de poder llevar a cabo el rescate, era necesario acordar con el gobierno holandés, heredero real de la antigua Compañía, y por lo tanto el propietario legal del barco y de todo su contenido, las condiciones en las que éste debía realizarse y, sobre todo, el derecho sobre los objetos que pudieran ser recuperados. Después de muchas negociaciones, y con el fin de evitar años de litigios e importantes gastos judiciales, Cowan accedió a que el gobierno de La Haya pudiera quedarse con la cuarta parte de todo lo que fuera rescatado del fondo del mar.

La recuperación total del “Hollandia” se llevó a cabo a lo largo de varias campañas de excavación subacuática, repartidos entre el invierno de 1971 y la primavera de 1972, y en ellas, Rex Cowan pudo contar con la colaboración de Roy Graham, Nowell Pearce, y de un equipo de submarinistas que estaban al mando de Jack Gayton, un antiguo oficial de la Royal Navy inglesa. Entre el equipamiento que permitió la recuperación del cargamento figuraba un magnetómetro de protones, que estaba supervisado por el técnico Anthony Lonsdale, capaz de medir la intensidad del campo magnético terrestre y las variaciones causadas por metales con contenido de hierro. Al final, y a pesar de que, tal y como se ha dicho, los restos estaban esparcidos a lo largo de muchas millas de extensión, fueron sacadas del mar una gran cantidad de monedas de plata, además de varios lingotes de plomo, varios cañones, de bronce y de hierro, anclas, pistolas, y otros muchos objetos, que ayudaron a conocer mejor algunos aspectos de la vida cotidiana de la época. Y con una parte de aquellos objetos, en 1980 pudo realizarse una importante exposición en el Rijksmuseum de Amsterdam. Doce años más tarde, por otra parte, el gobierno holandés concedió a Cowan el título de caballero de la orden de Orange, por los servicios prestados en la recuperación del “Hollandia”.

Entre el conjunto de objetos recuperados, ya se ha dicho, figuran unas treinta y cinco mil monedas de plata, muchas de ellas reales de a ocho y patagones españoles, acuñados estos últimos en los territorios de los Países Bajos que estaban afectos a la corona de los Austrias, durante los reinados de Felipe IV y de Carlos II, y otros patagones de acuñación propiamente holandesa, de la primera mitad de la centuria siguiente; hay que tener en cuenta que el barco, antes de partir de Texel, había registrado un valor de ciento treinta mil florines en monedas. Algunas de esas monedas han pasado a formar parte de la colección de diversos museos, pero otras muchas siguen todavía saliendo a la luz, en subastas públicas y en tiendas de numismática, igual que otras similares que proceden también de otros pecios hundidos en el peligroso Canal de la Mancha, como los ya citados Association HMS y Rooswijk, cuyo rescate, por cierto, llevado a cabo en el año 2005, se produjo también con el asesoramiento del propio Rex Cowan.

Ducatón de plata de Carlos II, acuñado en 1670 en los Países Bajos Españoles, con muestras de oxidaciones marinas, recuperado del "Hollandia" por el equipo de Rex Cowan. Colección particular del autor.

jueves, 9 de septiembre de 2021

Dos novelas sobre Juan Sebastián Elcano y la ruta de las especias

 

El 6 de septiembre de 1522,la “Victoria”, una nao de alto bordo, preparada para la navegación oceánica, una de las mayores naves de su tiempo, de veintidós metros de eslora y siete metros y medio de manga, llegaba al puerto de Sanlúcar de Barrameda (Cádiz). A bordo, bajo el mando del marino guipuzcoano Juan Sebastián Elcano, viajaban dieciocho hombres, los únicos que habían logrado regresar de la expedición que, formada por un total de 239 marinos y cinco naves, habían formado la armada que, al mando de Fernando de Magallanes, había sido enviada con el fin de encontrar una nueva ruta en el camino de las especias, y que en realidad supuso la circunnavegación del globo terráqueo por primera vez. Antes de ello, el 6 de mayo de 1521, había llegado a Sevilla otra de las naves que habían partido con aquella armada, la “San Antonio”, pero ello no contaba, porque la tripulación de esa nave se había amotinado, y después, perdida la estela de la armada cuando ésta se encontraba tocando tierras americanas, abandonando al resto de la expedición cuando ésta se encontraba ya en la parte sur de la actual Argentina. Y algunos días después de la llegada de la “Victoria” a tierras peninsulares, el 8 de septiembre, aquellos dieciocho hombres que habían logrado sobrevivir a la expedición desembarcaron por fin en el puerto de Sevilla, frente al Arenal del Guadalquivir.

La gesta de la primera circunnavegación de la tierra, demostrando de esta forma la redondez de la tierra, viene siendo celebrada desde hace ya algunos meses, desde agosto del año 2017, fecha en la que se conmemoraba el quinto centenario de la partida de la flota desde el mismo puerto sevillano, por los dos países ibéricos, que de alguna manera se reparten lo meritorio de la gesta.  Pero esta celebración no ha venido exenta de cierta dosis de polémica, como el lector de este blog ha podido comprobar al examinar uno de los dosieres que forman parte de la sección de “Noticias Históricas”, que está dedicado a esta gesta. Hay que recordar, en este sentido, que el capitán general de la flota, quien había tenido la idea y el que desde un primer momento fue nombrado capitán general de la flota, Magallanes, era portugués, como también eran portugueses una parte importante de los hombres que la componían. Pero también, que se trataba de una empresa plenamente española, una apuesta pública de la corona de Castilla, y que el propio Magallanes, que antes de haber probado suerte en la corte de Carlos I había sido rechazado por el rey de Portugal, había sido incluso tratado en su país de origen como un auténtico traidor a la patria.


Más allá de esta polémica historiográfica, la empresa de la circunnavegación también está siendo conmemorada, en un país y en el otro, con la publicación de una gran cantidad de libros nuevos: ensayos históricos, monografías, actas de congresos, y también novelas, como las dos que quiero comentar en esta nueva entrada. Hablo todavía de novelas, que no de novelas históricas, porque, tal y como se verá a lo largo del texto, no todas las novelas que se ambientan en un momento del pasado pueden considerarse como una novela histórica, en toda la extensión que el término tiene. Precisamente eso, la diferencia entre una novela histórica y una novela meramente ambientada en el pasado, es lo que quiero demostrar ahora.  Se trata de “La travesía final”, de Julio Calvo Poyato, y “Nadie lo sabe”, de Tony Gratacós. Ambas tienen una cosa en común: las dos se aprovechan, a la hora de trazar los argumentos de sus respectivos relatos, del desconocimiento existente sobre una etapa de la vida de Elcano, la que va desde el 8 de septiembre de 1522, fecha de la llegada de la “Victoria” a Sevilla, después de terminada la gesta de la circunnavegación, hasta el 24 de julio de 1525, cuando el marino partió de nuevo del puerto de La Coruña, como segundo al mando de la nueva expedición de García Jofre de Loaisa, con el fin de colonizar las islas Molucas, que habían sido descubiertas durante el primer viaje, expedición que, por otra parte, terminaría por causar la muerte del propio Elcano, por escorbuto, en agosto de 1526.

Más allá de algunas licencias históricas tomadas por el autor, interesantes para la trama de la novela pero que en nada importante contradicen a la historia real de Juan Sebastián Elcano, ni de las dos expediciones reales en busca de un nuevo camino en la ruta de las especias, la novela del escritor cordobés Calvo Poyato, que además de novelista es doctor en Historia Moderna, y se nota -en su bibliografía figuran, además de excelentes novelas, algunas monografías históricas, especialmente sobre Cabra, su pueblo natal, y sobre el resto de la provincia de Córdoba-, es la continuación de “La ruta infinita”, novela en la que narra la propia gesta de Magallanes y Elcano, y por la que ganó, en 2019, el premio de novela histórica Ciudad de Cartagena. Se trata, ésta que comentamos aquí, de una novela histórica, desde luego, pero también, de una novela multigénero, tal y como se llama actualmente, en la que, junto a la historia del marino vasco, podemos encontrar también una novela de intriga, al estilo de las mejores novelas de espionaje, y con ciertas dosis, también, de novela rosa: porque junto a los asuntos de estado entre dos reinos vecinos, Portugal y Castilla -la gesta del descubrimiento y colonización del nuevo mundo fue, como sabemos, una gesta castellana, más que española-, también podemos encontrar los asuntos amorosos, íntimos, del propio Elcano, al lado de las dos mujeres de su vida, María Hernández y María de Vidaurreta.

Pero la trama de la novela es una trama plenamente histórica, y en ella se puede seguir la lucha de intereses que ambos países, España y Portugal, tenían en ese momento en torno a la ruta de las especias: esa misma ruta que había sido descubierta por la expedición de Magallanes y Elcano, y que había terminado, en un principio, con el monopolio del país vecino en el comercio internacional de este producto, cuyo valor había ido creciendo paulatinamente a lo largo de la Edad Media por su interés como condimento culinario. Una trama que gira en torno a una simple pregunta: ¿A qué lado, en cuál de los dos hemisferios en los que los nuevos territorios descubiertos y por descubrir, se encontraban esas nuevas tierras, las Molucas, que habían sido descubiertas en la expedición de los dos marinos ibéricos? Si el territorio quedaba en el contra meridiano español, la nueva ruta descubierta por los expedicionarios iba a resultar una importante fuente de ingresos para la corona española, que vería como en muy poco tiempo sus arcas se iban a ver repletas gracias al comercio de las especias importadas de allí, aunque todavía quedaba por resolver el problema del camino de regreso sin atravesar esas tierras que pertenecían al rey de Portugal, y que formaban parte de la ruta tradicional, la que seguían los marinos portugueses. Si, por el contrario, las Molucas se encontraban en territorio portugués, resultaba que la expedición había resultado un fracaso. Ese juego de intereses se puede ver con claridad en el diálogo que mantienen el propio Elcano y Reinel, el topógrafo portugués que, como el propio Magallanes, se encuentra al servicio de España.

Pero la novela habla también de otros asuntos que están relacionados también con ese nuevo mundo que en ese momento está naciendo a un lado y otro del Atlántico. Porque al otro lado de ese enorme océano está surgiendo un nuevo mundo, sí; un mundo que, por primera vez, se está incorporando a la historia y a los nuevos avances técnicos y científicos, que van a dejar de lado aquel otro mundo poblado de tribus, centenares de tribus diferentes entre sí, muchas veces enfrentadas, pero también a este lado del Atlántico se está desarrollando un nuevo mundo, que dejará de lado las costumbres propias de la Edad Media. Y junto a algunos referentes a la vida más íntima, más personal, del protagonista, Juan Sebastián Elcano, la novela de Calvo Poyato, abunda en muchos aspectos de alta política, muchas veces olvidados cuando examinamos la gesta de la circunnavegación sin tener en cuenta la etapa histórica en la que ésta se produjo: los intereses económicos y las de la fugaz Casa de Contratación de la Especiería en La Coruña; el conflicto de intereses personal entre todos aquellos que tenían algún poder de decisión en la carrera de las especies, que puso como capitán de la nueva expedición a un inexperto Jofre de Loaisa, por delante del propio Elcano; el papel jugado en la expedición, y después de ella, por el cronista italiano Antonio Pigaffeta, del que se conoce incluso un vieje a Portugal con el fin de entrevistarse con el propio rey Juan III en Lisboa -¿qué intereses oscuros esconde ese viaje al país vecino?-; el asunto del casamiento del emperador, Carlos V, Carlos I de España, y el debate suscitado entre aquellos que defendían su matrimonio con María Tudor, la hija de Enrique VIII de Inglaterra, y los partidarios de que el joven emperador se casara con Isabel de Avis, la hermana de Juan III de Portugal, y lo que ello podría significar para las relaciones entre ambos países ahora, cuando estaba en el foco del conflicto el asunto de la carrera en la ruta de las especias; …

Muy diferente es el libro de Tony Gratacós, aunque éste, en realidad, no trata directamente de Elcano, por más que utiliza la atracción que el personaje ejerce en este momento, cuando se gesta está tan de moda por la celebración del quinto centenario. En realidad, el verdadero interés de la trama está puesto en la tripulación, o en una parte de ella, de ese otro barco, el “San Antonio”, que había regresado a la península antes de tiempo, después de que ésta se hubiera amotinado, abandonando al resto de la armada cuan do ésta había encontrado, por fin, el paso del estrecho entre ambos continentes, o al menos, y esto es uno de los elementos principales de la trama, cuando la expedición estaba a punto de alcanzar ese paso. Y especialmente, la relación existente entre los sucesivos capitanes de la nao: Juan de Cartagena, el primero de ellos, abandonado por el propio Magallanes en tierras inhóspitas como castigo por no haber sabido mantener la disciplina a bordo de la nave; Álvaro de Mesquita, primo del propio Magallanes y puesto en el mando de la nave por él, una vez castigado Cartagena; y Esteban Gómez, el cabecilla de la rebelión que había provocado el abandono de la escuadra. Y con ello, también, una vez más, las relaciones entre los marinos portugueses y los españoles, no siempre buenas, a lo largo de toda la expedición.


Gratacós no es historiador, sino licenciado en periodismo y realizador de cine, y eso, quizá, también se nota en su relato. Porque, más allá de las divergencias existentes en los nombres propios de algunos de sus protagonistas ficticios, no existentes todavía a principios del siglo XVI; más allá de la utilización poco adecuada de algunos términos –escriba por escribano o notario, por ejemplo, o incluso el empleo de la palabra letrado como sinónimo de esta profesión, olvidando que un letrado, en la época en la que se desarrolla la novela igual que en la actualidad, hace referencia, más bien, a un abogado que a un siempre escribano-; más allá de algunas incongruencias en el trato  entre personas de diferentes clases sociales; más allá, incluso, de algunos errores lexicográficos de bulto, como el uso de proveído en lugar de provisto; “Nadie lo sabe” cuenta también con importantes errores históricos, que afectan directamente al conocimiento histórico que hoy en día se tiene de este hecho, por más carácter que el autor se haya inspirado a la hora de escribir la novela, según sus propias palabras, en alguna monografía sobre el propio Fernando de Magallanes.

Podemos relacionar aquí algunos de esos errores históricos, aunque tampoco quiero hacer una relación completa de los mismos. Así, el autor demuestra un desconocimiento total del funcionamiento de algunas instituciones propias de la época, como la propia Casa de la Especiería. De la misma forma, desconoce la vegetación propia de la época, y en concreto todo lo relacionado al cultivo del girasol, una planta procedente de América que, si bien es cierto que empezó a ser cultivada en Europa a lo largo del siglo XVI, todavía a principios de la tercera década de la centuria podía ser utilizada como mera planta ornamental, con el único fin de hacer ramos con sus flores. Todavía en 1533, cuando Fernando Pizarro se enfrentó al imperio inca, le sorprendió encontrarse con esta planta, venerada por sus enemigos. Y por otra parte, el autor también parece ignorar que el propio Esteban Gómez, el último capitán de la “San Antonio”, el líder de la revuelta que provocó la huida de la nave, y al que, en efecto, le sería encomendada una nueva expedición en busca de un nuevo paso hacia el Océano Pacífico, esta vez por América del Norte, en septiembre de 1524, era realmente un marino portugués, país en el que había nacido, como Estevao Gomes, en 1484.

Otro caso de fatal incongruencia histórica es todo lo relacionado con la defenestración de Juan de Cartagena, que si es cierto que tuvo que ver con un asunto relacionado con las relaciones sodomíticas entre dos miembros de la tripulación, no castigadas en un primer momento por el propio Cartagena, se produjeron realmente de forma muy diferente a como se relatan en la novela. En efecto, dos de los marinos de la “San Antonio” había sido descubiertos en pleno acto de sodomía, pero los dos habían sido perdonados por el capitán Cartagena a pesar de que este hecho estaba prohibido en alta mar, y castigado con la pena de puerto. Enterado de ello Magallanes, los dos marinos fueron en el acto condenados a muerte, y el hecho le sirvió de pretexto al portugués para castigar al propio Cartagena, el segundo en el mando de la expedición, cuya fuerte personalidad había provocado una fuerte atracción entre los marineros españoles, mucho más fuerte que la del propio capitán general. Sin embargo, el autor transforma este relato, convirtiendo a uno de los marineros en el grumete Juan de Arratia, uno de los dieciocho que pudieran regresar a la península, sodomizado contra su voluntad por el maestre de la nave. Además, el castigo de Magallanes contra el culpable, y contra el propio Cartagena, se convertía en un asunto de interés particular del portugués, no sólo por la influencia que el capitán de la nave tenía ya con el resto de la flota, sino porque el propio Magallanes se había convertido ya en un fiel protector personal del joven grumete, al que, incluso, le estaba enseñando a leer.

Resumiendo, la diferencia que existe entre una novela y otra, la de Calvo Poyato y la de Gratacós, es la que hay entre una novela histórica, con todas sus características, la primera, con una simple novela de época, la segunda. Bien escrita también esta última, es cierto, en lo que se refiere a la intriga de la trama. Las dos son dignas de ser leídas, pero el lector debe tener en cuenta esa diferencia a la hora de enfrentarse a su lectura, a la hora, en fin, de intentar comprender lo que hay detrás de la trama. Y a la historicidad de la primera, además, contribuye también algo que deberían tener en cuenta aquellos que quieran enfrentarse a cualquier trama histórica con el fin de convertirla un una novela: el índice onomástico, en el que aparecen claramente diferenciados los personajes que son realmente históricos, de aquellos otros que no lo son.



jueves, 2 de septiembre de 2021

El arca de San Julián y Alonso Antonio de San Martín, obispo de Oviedo y de Cuenca, hijo de Felipe IV

 

La historia del Arca de San Julián, en la que reposaban los restos del segundo obispo de Cuenca hasta que fueron quemados, al inicio de la Guerra Civil, se remonta incluso a los años anteriores a la traslación de los restos del sano a su nueva capilla del Trasparente, en la girola de la catedral, desde el llamado Altar de la Reliquia, o Capilla Vieja de San Julián, lugar en el que habían permanecido desde 1518, cuando fueron llevados allí desde su primitiva colocación, en la vieja capilla de Santa Águeda, una de las desaparecidas capillas del lado de la epístola. Y es que el arca, que ya se encontraba, como he dicho, en la Capilla Vieja de San Julián, había sido un regado al propio templo catedralicio de uno de sus prelados más preclaros, Alonso Antonio de San Martín, hijo natural del propio rey Felipe IV y de una de sus amantes, Mariana Pérez de Cuevas. El estudioso conquense Antonio Rodríguez asegura que la madre de este obispo de Cuenca, que rigió la diócesis a caballo entre los siglos XVII y XVIII, a la que había llegado desde su anterior destino como obispo de Oviedo, fue Tomasa Aldama, dama de la reina doña María Ana de Austria, como también lo era la propia Tomasa Aldama.

           


No cabe duda de que la perdida obra de orfebrería era una pieza hermosa. De esta manera la describe el arquitecto Ventura Rodríguez, quien por otra parte participó en la construcción el altar del Trasparente, así como en la capilla mayor del principal templo conquense: “Una urna de plata con labores cinceladas y caladas, los huecos sobredorados, y los perfiles y boceles de bronce dorado a fuego, con su tapa en la misma conformidad en forma piramidal, forrada por delante dicha urna con tela carmesí.”

            El traslado de los restos de San Julián a su capilla del Trasparente, el 8 de septiembre de 1760, fue celebrado en la ciudad con varios días de fiestas, en los cuales, sin duda, el cuerpo de San Julián debió salir en procesión dentro de su urna de plata. No sed sabe el número de veces que salió después esta urna en procesión, con los restos del santo en su interior, hasta aquel 18 de abril de 1902, día en el que fueron de nuevo llevados a hombros por los canónigos de la catedral, desde su altar del Trasparente a la iglesia de la Merced, bajando por las escaleras monumentales del Palacio Episcopal, a causa del reciente hundimiento de la torre del Giraldo, el 13 de abril de ese año, y el obligado cierre al culto, por unos meses, de nuestro templo mayor por tal motivo. En la procesión, el arca “era acompañada por las autoridades de la ciudad, Guardia Civil a caballo y un pelotón de ingenieros, clero de la Diócesis, y el prelado Sangüesa, que se fundió en un abrazo emocionado con el Gobernador Civil de la provincia. El 4 de septiembre de ese mismo año, con la catedral abierta nuevamente al público e iniciados ya los trabajos de restauración, la procesión se repitió en sentido contrario, pero ahora el arca estaba acompañada por la imagen de la Virgen del Sagrario. La procesión entró entonces en la catedral por la nueva puerta de acceso, abierta en su parte lateral, junto al propio palacio.

            Seis años más tarde, en 1908, el arca vieja de San Julián salió en procesión por última vez, para conmemorar el séptimo centenario del fallecimiento del segundo obispo de Cuenca. Después, en los primeros meses de 1936, este arca sería robada, al tiempo que los restos de San Julián eran quemados en la propia catedral. Pero una vez terminada la guerra se pudieron extraer de entre toda la ceniza unos pocos restos óseos del santo, apenas treinta y siete fragmentos, que fueron identificados según un informe pericial que firmaron los doctores Antón Piga y Manuel Pérez de Petinto, antropólogos forenses, fechado en 1945. Por su parte, también se llevó a cabo una suscripción popular con el fin de encargar una nueva arca de plata, arca que realizaría el orfebre valenciano José Bonacho David.

            Desde entonces, esta nueva arca de San Julián ha salido en procesión varias veces. La primera de ellas, el 4 de septiembre de 1947, en una procesión singular que se celebró a consecuencia de la riada del Huécar, que se había producido el 13 de agosto de ese mismo año, y en la que los restos del prelado conquense fueron trasladados, por turno, por los concejales del ayuntamiento los diputados provinciales, los funcionarios del Instituto de Previsión, y en general por un grupo numeroso de fieles. Después, el arca volvería a desfilar por las calles de Cuenca en 1983, con motivo del octavo centenario de la creación de la diócesis; en 1988, con motivo del octavo centenario de la llegada a Cuenca de San Julián como segundo obispo; y en 2008, con motivo ahora del octavo centenario de su fallecimiento.

            Por todo ello, ahora, cuando estamos a punto de celebrar, un año más, la festividad de San Julián -no sólo se celebra al santo patrono de Cuenca, como todos sabemos, el 28 de enero, sino también en estos primeros días de septiembre-, más allá de unas ferias que fueron pasadas hace ya más de medio siglo a la última semana de agosto, creo oportuno comentar un libro que, editado por la Universidad de Oviedo y escrito por Beatriz García Fueyo, profesora de la Universidad de Málaga, se ha dedicado a biografiar la figura de ese otro obispo, hijo natural del penúltimo monarca de la dinastía de los Austria, rigió la diócesis conquense, después de un breve paso por la de Oviedo, a caballo entre los siglos XVII y XVIII. Un libro que está formado por dos partes claramente diferenciadas, en cuanto a temática y en cuanto a extensión. Porque, si en el primer capítulo se remarcan, en una cuarentena de páginas, el contexto político y religioso imperante en España en aquel momento de la historia, cuando la dinastía reinante en el trono estaba cambiando, al hilo de una guerra que, más allá de su contexto hispano, fue en realidad una guerra europea, en el largo segundo capítulo la autora hace un obligado acercamiento a la figura personal y política de un prelado que rigió la ciudad en un periodo histórico importante, cuando las tradicionales familias de la élite social de Cuenca estaban a punto de cambiar, al compás de esa misma guerra, y dependiendo de a cuál de los dos bandos había servido cada una de ellas.

La autora repasa, a lo largo de ese extenso segundo capítulo, todo su recorrido vital, desde los primeros años de su infancia, cuando fue entregado a una familia adoptiva que le dio el apellido, y sin olvidar tampoco a sus ascendentes filiales, los biológicos y los cognaticios, hasta su fallecimiento en la ciudad de Cuenca, donde impulsó el culto a su antecesor, el propio San Julián, cuyo nuevo enterramiento dentro de los muros catedralicios sufragó. Sin embargo, aún habría de pasar demasiado tiempo, más de medio siglo, para que su anhelada nueva capilla para el santo conquense cobrara forma, el hermoso Transparente neoclásico que fuera trazado por Ventura Rodríguez en la parte central de su doble girola.

Un libro interesante para los interesados en la historia de Cuenca, porque nos abre una nueva perspectiva de uno de sus prelados más desconocidos y al mismo tiempo más influyentes, especialmente lo que al culto de San Julián se refiere. Un prelado que quizá, como era usual en aquella época, también en la actual, pudo anclar una brillante carrera religiosa en los contactos que había facilitado su propio nacimiento en el seno de la corte, pero que, no por ello, debemos dejar de lado todo lo que esa carrera le debía también a sus propios méritos personales. Así una parte de la monografía se dedica a estudiar también la formación académica del prelado, una formación que estaba vinculada a la Compañía de Jesús, y al Colegio Imperial que ésta poseía en la capital madrileña, en plena Calle de Toledo, muy cerca de la Plaza Mayor y del propio Alcázar Real. Y que más tarde completaría, en la especialidad de Cánones, en el Colegio de San Ildefonso de la Universidad de Alcalá de Henares.



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