miércoles, 26 de agosto de 2020

Fraude y violencia en las últimas elecciones republicanas”

En los primeros meses de 1936, la Segunda República se disponía a hacer frente a lo que iban a ser sus últimas elecciones generales, que se iban a ver afectadas por un innumerable número de atentados, muchos de los cuales terminarían además con el resultado del fallecimiento de algunos de los diferentes partidarios de las posturas contrapuestas que se hallaban en liza. Fueron unos meses de inusitada violencia, si no fuera porque esa violencia también habían sido común durante todo el periodo republicano, en los que cualquier cosa valía a lo hora de defender los ideales, y en los que hacerlo públicamente era un ejercicio de valor y de inconciencia, algo que no es del todo compatible con una verdadera democracia, tal y como ahora se pretende que lo fue el periodo comprendido de la historia de España que va desde 1931, cuando se produjo la expulsión del país del monarca Alfonso XIII y la proclamación de la república, hasta ese mismo año de 1936. Sobre este periodo de nuestra historia se han vertido ríos de tinta, y una polémica ideológica que, en demasiadas ocasiones, ha llevado incluso al ataque personal entre los defensores de una y otra postura. En efecto, escribir sobre la Segunda República y todo ese periodo histórico que se ha sucedido desde ese momento, incluso hasta etapas muy posteriores como la de la transición democrática, resulta todavía hoy difícil de realizar.
              
Aquellas elecciones fueron ganadas por el Frente Popular, la coalición de partidos de izquierda, pero la victoria de esos partidos que conformaban el frente resultó muy polémica incluso desde mucho tiempo antes de que esas elecciones llegaran a celebrarse, tal y como demuestran en su estudio Roberto Villa García y Manuel Álvarez Tardío, en un libro que, ya desde su título, “1936, fraude y violencia en las elecciones del Frente Popular”, es bastante clarificador de las intenciones de sus autores. Desde luego, nadie puede poner en duda, más allá de determinadas posturas ideológicas que en principio deberían ser ajenas a todo estudio historiográfico, que la Segunda República española no fue ese paraíso perdido, esa Atlántida de Platón, que algunos quieren ver. Nacida de por sí a partir de un fraude de ley, unas elecciones municipales que en ningún caso, por el hecho de ser sólo municipales, no deberían haber supuesto el cambio de un sistema de gobierno, dos años más tarde, en 1933, albergó una revolución ilegal que pretendía llevar a cabo un paso más hacia el estado social-comunista que ya no tuviera marcha atrás. Recogemos, en este sentido, las palabras de los autores del texto en lo que a esto se refiere: “Octubre era una revolución y, como tal, estaba destinada a establecer definitivamente el socialismo, que ellos concebían como su apropiación permanente del poder, que se fundaría en la subsumisión del Estado a la UGT, propietaria y administradora de los grandes medios de producción y distribución económicos”.
               ¿Qué es lo que, en sólo cinco años, los que separan la proclamación de la república y el estallido de la guerra, llevó al colapso total de este sistema de gobierno? Aunque este libro, en esencia, no trata de explicar los motivos de ese colapso, sus autores dan algunas pistas de ello: la política religiosa de la república, o por mejor decir, antirreligiosa, que en este sentido hay que recordar que las primeras quemas de iglesias y los primeros ataques contra algunos religiosos se habían producido ya en ese mismo año 1931; el fraude y la violencia políticas, que si bien llegó a sus últimas consecuencias en ese año de 1936, estaban ya presentes también en los anteriores gobiernos republicanos; la política social y económica, hondamente socialista, en una España que todavía no estaba preparada para ello;… Todos estos aspectos, y algunos más, llevaron a algunos defensores antiguos de la república, en muy poco tiempo, a cambiar de opinión y atacar, abierta o sibilinamente, al sistema republicano. Es conocida la postura del rector de la Universidad de Salamanca, Miguel de Unamuno, en los primeros momentos del golpe militar, que de forma bastante fiel a la realidad ha sabido plasmar en el cine el director Alejandro Amenábar en su última película, “Mientras dure la guerra”. Ortega y Gasset, que en 1931 había sido miembro de la Agrupación al Servicio de la República, una asociación de intelectuales que defendían la república, llegó a proclamar poco tiempo después aquella conocida frase, “No es eso; no es eso”, en la que pretendía hacer ver la realidad en la que se había convertido la realidad republicana. Y José Sanjurjo, que al proclamarse ésta en abril de 1931 era director de la Guardia Civil, y que como tal había puesto al instituto armado del lado de los republicanos, se convirtió poco tiempo después en uno de sus principales enemigos, hasta el punto de haberse convertido en uno de los principales referentes entre los militares golpistas. Son sólo algunos ejemplos de cómo una política fallida y revanchista fue cambiando, ella sola, todo el paisaje político de España, para terminar por convertirlo en un campo de batalla ideológica.
               Así las cosas, España comenzaba el año 1936 sumida todavía en un proceso revolucionario, que había comenzado en 1931 desde el gobierno para terminar por trasladarse, dos años más tarde, después de la victoria de los partidos de derechas, a la oposición. En 1933, la izquierda no pudo soportar su derrota, que de alguna manera paralizaba su proyecto socialista, y a partir de ese momento intentó por todos los medios, tal y como también proclamó un conocido dirigente comunista actual hace pocos años, después de otra derrota electoral de su partido, “ganar en la calle lo que habían perdido en las urnas”; algo que no es propio, desde luego, de un sistema político verdaderamente democrático. Así, en los primeros meses de 1936, los fallecidos por la violencia política podían contarse ya por decenas, tanto entre los defensores de una y otra postura política, como entre las fuerzas del orden. Y conforme avanzaba el calendario y se acercaban las fechas electorales, ese número fue aumentando exponencialmente. Recogemos de nuevo las palabras que sobre ello han escrito ambos autores, profesores los dos de la Universidad Rey Juan Carlos:
               “Al igual que con el número de encarcelados, se multiplicó la cifra de víctimas mortales de la represión, que estos medios estimaron en 4.000 o 5.000, números que continuaron creciendo hasta la víspera de la jornada electoral. Ante este tipo de propaganda, en 11 de enero Portela dio instrucciones a la Fiscalía de la República para que actuase contra todo ataque al Ejército, Guardia Civil o cualquier otro de los institutos armados, y advirtió que instituiría la censura previa si los medios de izquierda no actuaban con mayor responsabilidad.” Y más adelante continúan: “Los falangistas, los socialistas y los comunistas fueron los grandes protagonistas de esta violencia: uno de cada dos episodios corresponde a choques entre ellos. Los falangistas estuvieron, por tanto, muy por encima de los cedistas, que protagonizaron un 22% de los choques, o de los monárquicos y los tradicionalistas, en torno al 10%. Apenas aparecieron en esos episodios los republicanos moderados, y solo en muy pocos casos los de izquierdas”.
          Después de leer el libro, el lector ya no tiene dudas respecto a lo que pudo motivar, poco tiempo más tarde, el estallido de la Guerra civil, si es que acaso todavía las tenía antes de comenzar a leer el libro: el clima político en España era en aquel momento irrespirable, por culpa, sí, de la extrema derecha, representada por el nuevo partido de Falange -en ningún caso, como se ha dicho, por la CEDA-, pero también por la extrema izquierda de los partidos socialistas y comunistas. No se trata de defender desde el atril del historiador esa otra violencia, mucho más sangrienta todavía, que fueron los tres años de guerra civil, sino sólo de explicarla y comprenderla; esa es, realmente, la labor del historiador, más que la de colocarse en la posición de defensor de determinadas posturas ideológicas. Y es que los partidos de izquierda y de derecha, pero sobre todo los de izquierda, se convirtieron en adalides ideológicos de una democracia que, mirando en retrospectiva, no era tal, o no lo era al menos desde una forma moderna y actual. Es un hecho que no puede negarse cuando leemos los escritos de los propios dirigentes políticos, como los diarios del propio Manuel Azaña o los discursos de algunos de los dirigentes de los partidos, como el socialista Francisco Largo Caballero, quien, y recogemos de nuevo las palabras de Villa García y Álvarez Tardío, “lo expresa de forma paladina en su mitin madrileño del 12 de enero. Recordó a los republicanos que el PSOE ya no luchaba por la República democrática, sino por el socialismo y una dictadura del proletariado semejante a la Unión Soviética, a la que dedicó elogios y para la que hubo una atronadora ovación. Caballero avisó igualmente a los dirigentes republicanos de que la colación electoral era circunstancial y de que, cualquiera que sea el programa que se publique, los socialistas no hipotecaban absolutamente nada de nuestra ideología y de nuestra acción.”
          
                

              

viernes, 21 de agosto de 2020

Una historia, o dos, sobre los gloriosos tercios españoles de la guerra de Flandes


A lo largo de la historia, varios han sido los ejércitos que se han destacado por su vigor y por su manera de combatir: los hoplitas de las antiguas polis griegas, llevados después a su máxima extensión, en el siglo IV a.C. por las falanges de Alejandro Magno; los legionarios romanos que, junto a las tropas auxiliares de los especialistas de las colonias, consiguieron extender el imperio por casi todo el orbe conocido; o nuestros tercios, que durante un siglo y medio, nuestro siglo de oro en el arte y en la literatura, pero también en la política, cubrieron con sus picas y con sus arcabuces, con sus espadas y con sus falconetes (aunque ésta era realmente un arma más propia de la artillería que de la infantería), los campos de batalla de gran parte de Europa. Estos, nuestros famosos tercios, son lo que Javier Esparza, ha venido a resaltar en este libro que ahora comentamos, un libro tan interesante como se viene ya a adivinar desde su mismo título: “Tercios. Historia ilustrada de la legendaria infantería española”.
               Y es que José Javier Esparza no es realmente un historiador, y eso se nota cuando leemos cada uno de sus títulos. No es un historiador, desde luego, sino un periodista, ensayista y divulgador de nuestra historia más gloriosa. Por eso, su manera de escribir no hace menos interesante cada uno de sus libros, sino todo lo contrario, a pesar de que no aporte datos nuevos sobre el tema que trabaja, ni tampoco nos descubre novedosos documentos inéditos, que pueda servir para complementar aspectos poco conocidos de nuestro pasado. La historia, además de ser investigada en los archivos y en las bibliotecas, que eso es y debe ser obra de los historiadores, debe ser también difundida entre el gran público, porque éste, y no sólo los especialistas, deben conocer también nuestro pasado, aprender de nuestros aciertos y, sobre todo, de nuestros errores. Y esa parte del conocimiento histórico, cuando el historiador profesional falla, puede ser también un trabajo para el divulgador, sobre todo cuando se trata de un divulgador tan bien documentado y de un estilo tan cercano al lector, como el propio Esparza.
              
Pero, ¿de qué hablamos en realidad cuando nos referimos a los tercios? En primer lugar debemos decir que se trataba de eso que en la historia militar se le llama ahora una unidad de élite, temida entre sus enemigos y envidiada entre sus amigos. Una unidad que llevó a nuestro país, o al memos ayudó a conseguirlo, a convertirse en el imperio más importante del mundo en aquel lejano siglo XVI. Pero los tercios no eran, en realidad, todo el ejército español; ni siquiera era tampoco toda la infantería de nuestro ejército. En efecto, durante toda aquella centuria, y también la siguiente, incluso, aunque en menor medida, en la primera mitad del siglo XVIII, antes de que el nuevo sistema liberal viniera a cambiar las cosas, buena parte de nuestro ejército estaba formada por tropas profesionales: voluntarios suizos e italianos, lansquenetes alemanes, e incluso soldados ingleses, en aquellos momentos, como en San Quintín, en los que España aún no se encontraba enfrentada abiertamente con Inglaterra,… Y esto no pasaba sólo en España. El ejército francés de Francisco I, y después también en el de su heredero, Enrique II, también estaba formado por esas mismas tropas alemanas, suizas, italianas, inglesas o escocesas, de manera que en los diferentes campos de batalla de toda Europa tuvieron que enfrentarse, de forma usual, contendientes de todas las nacionalidades.
               En los ejércitos europeos del siglo XVI, como en los ejércitos de todos los tiempos y de todas las culturas, el peso de la batalla lo llevaba usualmente la infantería. Y los tercios son eso, la gloriosa infantería española, y en algunas ocasiones también la infantería italiana cuando combatía del lado de los españoles, porque durante el siglo de oro, buena parte de Italia era también parte de España. Y Esparza nos ofrece en este libro cada uno de los aspectos relevantes que afectaban a esos tercios españoles: cómo combatían, cuáles eran las armas que utilizaban en los enfrentamientos a media distancia (el arcabuz principalmente), que a larga distancia, como todas las armas de la época, perdía bastante efectividad, y también en el cuerpo a cuerpo (la espada y, sobre todo para defenderse de la caballería, las picas; cómo se organizaban las tropas; cómo vivían nuestros soldados en la guerra, y también en la paz, y sobre todo, de que vivían, porque el conocido el usual retraso, en ocasiones incluso de más de un año, a la hora de recibir sus pagas; y, más que nada, qué era lo que movía a un joven español de cualquier condición social, porque en los tercios podían combatir juntos, brazo a brazo, un pobre villano y el joven heredero de un título o, incluso, de una grandeza de España. Existen muchas pruebas de ello, de manera que se puede decir que los tercios llegaron a crear la primera democracia española, en un mundo tan eminentemente clasista como era el del Antiguo Régimen. Y eso que movía a los soldados españoles para alistarse en los tercios y marchar hasta el último rincón de Europa para combatir por España (no por Castilla o por Aragón, no por Cataluña o Andalucía, sino por España), no era desde luego el dinero, que tampoco era demasiado lo que podían recibir a cambio, sino la gloria y el honor.
               Javier Esparza también nos explica la historia de los tercios desde el punto de vista de sus numerosas victorias, y también del de algunas derrotas dolorosas, así como el de algunos de sus jefes más importantes: don Juan de Austria, Alejandro Farnesio, el duque de Alba,… Una historia que comenzó con el Gran Capitán, Gonzalo Fernández de Córdoba, y sus campañas en tierras napolitanas, cuando los tercios no eran aún los tercios, porque todavía no se había firmado su partida de nacimiento, pero ya se vislumbraba claramente lo que iban a llegar a ser. La batalla de Mühlberg, en la que Carlos I derrotó a los protestantes de la Liga de Esmalcalda; la toma de San Quintín, en el norte de Francia, a donde Felipe II asistió, aunque muy de lejos, a su única batalla, al contrario de lo que había hecho antes su padre, verdadero general de sus ejércitos, que sirvió para la construcción de uno de los palacio-monasterio más importantes del mundo; la de Gravelinas, que significó para Europa un periodo de paz de doce años que sólo sirvió para que ambos contendientes, Francia y España, pudieran armarse mejor para los nuevos asaltos que debían de sucederse; la guerra de Flandes y sus numerosos combates en las tierras llanas de lo que con el tiempo habrán de ser Bélgica y Holanda; la rendición de Breda, que significaría para la pintura española lo mismo que San Quintín también significó para la arquitectura. Sí, y también algunas derrotas, derrotas tan dolorosas y significativas como la de Rocroi; el punto y final para nuestra brillante infantería, y también, paralelo a ello, para nuestro brillante imperio en el continente europeo.
Y junto a todo ello, también, algunos otros aspectos relacionados directamente con esa historia de los tercios, como el llamado camino español, que desde Piamonte, en el norte de Italia, conducía hasta Flandes, y que continuamente fue atravesado, durante casi dos siglos, por nuestros tercios, cada vez que marchaban al combate o regresaban de la guerra. Y si los tercios, dicho así, sin apellido, formaba nuestra gloriosa infantería de tierra, existía también en aquella época algo parecido a una infantería de marina, cuando todavía quedaba mucho tiempo para que naciera este cuerpo, una fuerza de élite en casi todos los ejércitos del mundo: los Tercios de la Mar, del Mediterráneo y de la Mar Oceana, que tan brillantes victorias obtuvieron también en algunas batallas tan importantes como la del golfo de Lepanto. Y también queda espacio en este libro para hablar de los tercios en América y en Filipinas, que si bien un existieron nunca como tales, de manera nominal, salvo en el llamado Tercio de Arauco, de alguna manera el glorioso espíritu de nuestra infantería también se hallaba presente en el ejército que combatió en el nuevo mundo.
Nuestros tercios, tan admirados, y también tan denostados por algunos, que sólo aciertan a beber en las aguas cenagosas de la leyenda negra, a la que también Esparza contribuye a combatir. Porque los tercios no fueron en sus combates y en sus campañas por Europa más crueles que cualquier ejército de su época; más bien, todo lo contrario, porque en los tercios existía en las victorias una ética contra el enemigo, un sentido de la caballerosidad, que no lo había en otros ejércitos europeos. Porque, como muy bien han demostrado muchos historiadores, y de ello se hace eco nuestro historiador, y al contrario de lo que muchas veces se ha dicho, el fracaso de la armada inglesa en su campaña contra los puertos españoles, significó mucho más para su país que lo que la derrota de la Armada Invendible pudo significar para España. Pero la derrota de Rocroi y varias décadas más tarde, el cambio de dinastía en el trono español, significaría a la postre el final de este ejército. Recogemos, en este sentido, las palabras del autor del libro:
“Desde el punto de vista puramente militar, lo que acabó con la imbatibilidad de los tercios fue la creciente carencia de recursos, que impidió simultáneamente alistar a los contingentes necesarios y renovar los armamentos. La estructura de la monarquía de las Austrias, muy descentralizada, impedía contar con un tesoro bajo dependencia directa del rey que pudiera prever gastos tan onerosos y complejos como los que exigían tantos años de guerra. La progresiva deshispanización de las filas, producto fundamentalmente de un problema demográfico, también contribuyó a erosionar el espíritu que había caracterizado a aquellas unidades. En el otro plano, el administrativo, la propia evolución histórica hizo obsoleto el sistema: los tercios nacieron como ejército permanente de un Estado en unos tiempos en los que el resto de los estados europeos aún mantenían fuertes huellas feudales y apenas existían ejércitos permanentes propiamente dichos, pero, a lo largo de los siglos XVI y XVII, las nuevas potencias —Francia, Suecia, Inglaterra, Holanda—, a medida que construyen su propio orden político interior, van dotándose de una fuerza armada cada vez más estable. El sistema de los tercios, revolucionario en su momento, se estaba quedando anticuado”.
En efecto, con la llegada de la nueva dinastía de los Borbones nace en el ejército español un nuevo sistema organizativo, de influencia, como en tantas otras cosas, francesa, un sistema que está basado en el regimiento como unidad orgánica. Pero la crisis del imperio a la que nuestro país se ve abocado no tiene nada que ver con la muerte de los tercios. Por el contrario, el imperio se encontraba ya abocado desde mucho tiempo antes a su desaparición por culpa de su propia agotamiento. Y es que, pese a todo, y tal y como afirma el autor, “a partir de 1704, ya con el Borbón Felipe V en el trono, los tercios desaparecen como tales. La nueva unidad es el regimiento, que ya no es una unidad administrativa, sino orgánica y táctica, mandada por un coronel y compuesta por soldados de una misma arma. La reforma, de aliento francés, coincide con la desaparición del dominio español en Flandes y en Italia… Los soldados españoles labrarán grandes hazañas en los siglos posteriores, y no es difícil rastrear en ellas ese espíritu de los tercios: esa singular ética de señorío y de sufrimiento, de modestia externa y de gusto por la hazaña, incluso en circunstancias en las que otros ejércitos habrían optado por rendirse. Es lo que se ve en la asombrosa defensa de Blas de Lezo en Cartagena de Indias, en la fulgurante campaña de Bernardo de Gálvez en la Florida, en innumerables episodios de la guerra de la Independencia, en el espíritu con el que Millán Astray funda la Legión, en la carga del Regimiento de Alcántara en Annual o en el martirio de la División Azul en Krasny-Bor. Todo eso es herencia de los que pasearon por los campos de batalla de Europa la cruz de San Andrés”.

Complementario de esta historia de los tercios españoles, es también otro de los libros del mismo José Javier Esparza: “San Quintín”. Una novela en la que, tal y como reza el subtítulo de la misma, se narran las “memorias del maestre de campo de los tercios Julián Romero”. Y un personaje, éste, que nos recuerda un poco al capitán Alatriste, ese famoso capitán de las novelas de Arturo Pérez Reverte, aunque se trata en este caso de un capitán que existió realmente, que tiene entidad propia dentro de la historia, y que sigue siendo, a pesar de la cuantiosa bibliografía que ha generado, uno más de esos ilustres hijos de la provincia de Cuenca, olvidados por las nuevas generaciones de conquenses. En otra entrada de ese blog me hice eco de otro de los libros que tratan sobre la vida de ese capitán, aunque éste, escrito por Jesús de las Heras, desde el punto de vista de la más pura biografía.

No es éste, sin embargo, del libro que ahora comentamos. Y es que no se trata esa obra de Esparza de una novela biográfica sobre este capitán conquense, que llegaría a alcanzar la más alta magistratura dentro de la estructura de los tercios: maestre de campo. Porque el argumento de la novela se circunscribe sólo a un corto espacio de tiempo, el de la preparación de la campaña que significó la conquista de la ciudad de San Quintín, y el de su propio cerco y conquista. Pero lo hace desde el punto de vista de uno de los capitanes españoles que más se destacó en la campaña, el capitán Julián Romero. Una victoria que, si para España significó una importante victoria y para la historia de la arquitectura significó la construcción en la sierra madrileña de una de las grandes maravillas de la historia del arte, para nuestro protagonista significó también su ascenso a maestre de campo, la más alta graduación que existía en el seno de los tercios, su reconocimiento como general en jefe de una de esas unidades de élite, de manos del propio rey Felipe II cuando éste se encontraba en el hospital de campaña, recuperándose de una herida de gravedad provocada durante la batalla por una bala de mosquete. De esta forma, lo que en un principio había sido una mala noticia, la herida en la pierna, que le había provocado una ostensible cojera para el resto de su vida, acabó por convertirse para él en el más alto galardón reservado para un soldado de los tercios.
En definitiva, un libro también interesante para comprender, desde un punto de vista diferente, la gloriosa historia de los tercios españoles, y más interesante todavía para el lector que pueda estar interesado en la historia de Cuenca y de los conquenses ilustres. No son demasiadas las novelas cuyo protagonista es un personaje ilustre nacido en nuestra provincia, y quizá la única excepción en este sentido pueda ser “Centauros”, la magistral novela de Alberto Vázquez Figueroa, en la que se narran las peripecias biográficas de Alonso de Ojeda por el continente americano. Y ya que estamos hablando de literatura, y a propósito de esa herida que Romero sufrió en San Quintín a causa de una bala de mosquete, quiero hacer también una pequeña referencia a esa nueva arma de fuego que en ese momento está apareciendo, destinada a sustituir al ya anticuado arcabuz por su mayor capacidad de fuego y su mayor fiabilidad. Son muchos, acostumbrados a la novela de Alejandro Dumas y, sobre todo a las innumerables versiones cinematográficas que de la novela se han hecho, en las que muy raramente aparece este tipo de armamento, tienden a pensar erróneamente que el mosquete es en realidad un arma blanca, una especie de espada, en cuyo manejo se muestran tan diestros los cuatro, que no tres, protagonistas de la historia.

martes, 18 de agosto de 2020

Una historia institucional de la Diputación Provincial de Cuenca


No son demasiados los libros que tratan directamente de la historia de nuestras instituciones conquenses. Un ejemplo hasta ahora prácticamente único es la desconocida “Historia de la Caja de Ahorros de Cuenca y Ciudad Real (1944-1992)” que, escrita por Manuel Titos Fernández y José López Yepes, especialistas ambos en historia económica, y auspiciada por el que fuera su último presidente, Raúl Molina, publicó en el año 2004 la Caja Castilla la Mancha, heredera directa de dicha institución bancaria. Recientemente, y directamente relacionado de alguna manera con dicha institución, pues es sabido que la caja de ahorros citada había sido fundada a mediados del siglo pasado por la propia diputación conquense, es esta “Historia de la Diputación Provincial de Cuenca”, que, escrita por José Luis Muñoz, ha podido salir a la luz gracias al servicio de publicaciones de la propia institución estudiada. Un libro que ha venido a llenar así un hueco importante, que abarca los dos últimos siglos de nuestra historia provincial. Y es que es sabido también que las diputaciones provinciales son instituciones netamente liberales, que nacieron del sistema político y gubernativo que vio la luz en las Cortes de Cádiz; que, como todos los hijos de las Cortes de Cádiz, tuvieron unos inicios realmente intermitentes; y que a lo largo de todo el siglo XIX se fueron consolidando en nuestro sistema de valores.
              
La obra en su conjunto está formada por dos tomos, claramente diferenciados en su concepto y en su presentación. Así, el primeros de los volúmenes está presentado de manera cronológica, desde los años iniciales de la institución, allá por la época de las Cortes de Cádiz hasta la actualidad, estableciendo como límite final del estudio la etapa de su anterior presidente, el popular Benjamín Prieto. Cuenta también, antes de empezar con el estudio cronológico de la institución, con dos capítulos introductorios, uno dedicado a estudiar el papel desempeñado por las diputaciones en el marco de la estructura general del estado moderno, y el segundo dedicado a la provincia de Cuenca como espacio geográfico, dedicando además, en lo que a este último aspecto se refiere, una especial importancia a la segregación del partido judicial de Requena, que a mediados del siglo XIX pasó, como sabemos, a la provincia vecina de Valencia. Y a partir de ahí, los seis capítulos restantes se dedican, como hemos dicho, a examinar el desarrollo de la institución en otros tantos periodos históricos: los inicios convulsos de la misma, hasta su definitivo asentamiento en el sistema político en 1875; la restauración alfonsina del último cuarto del siglo XIX; el reinado de Alfonso XIII; la Segunda República; la etapa de la dictadura franquista; y el advenimiento de la democracia, desde la transición hasta los tiempos actuales.
               Por lo que respecta al segundo volumen, se nos presenta de una manera eminentemente temática, de acuerdo con una serie de temas o parcelas que son, casi por definición, el espacio propio de trabajo de las diputaciones provinciales. Por un lado, ya desde sus inicios, tanto la cuestión de la beneficencia como la de la educación, que durante el Antiguo Régimen eran actividades propias de la Iglesia, fueron traspasadas por el liberalismo, y a consecuencia de las diferentes desamortizaciones realizadas contra los bienes de la propia Iglesia, a las nacientes diputaciones provinciales. Éste es el motivo real que provocó en su momento que la principal institución benéfica conquense, la Casa de Beneficencia popularmente conocida como la “Bene”, dependiera de la Diputación desde un primer momento. Y éste es también el motivo de que la propia Diputación, durante todo el siglo XIX, haya participado en la fundación de diferentes entidades de enseñanza a todos los niveles, desde la enseñanza primaria  hasta los estudios universitarios (la Escuela de Magisterio), un tipo de actividad que se vería prolongado a lo largo de la centuria siguiente, con la creación de la Escuela de Artes y Oficios primero, y después  con la creación del Patronato de Estudios Profesionales y Humanísticos y del Conservatorio Profesional de Música, propiciando finalmente, durante el último cuarto del siglo pasado, la creación en nuestra ciudad de una sede de la Universidad Nacional de Educación a Distancia, y de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo.
               Otro capítulo importante es el que se dedica también a la cuestión sanitaria, con la creación fallida del Hospital Provincial, cuya sede llegó a ser construida aunque no llegaría a ver cumplida nunca la misión para la que se creó: es la actual sede de la citada UNED, y que en su parte posterior alberga los legajos del propio archivo de la Diputación; más tarde se acometería la creación, también fallida, de un hospital psiquiátrico. También es de destacar el capítulo dedicado a las infraestructuras provinciales, destacando en este sentido su participación en la creación de la línea férrea Aranjuez-Cuenca, y en los diferentes planes provinciales de obras y servicios, con un aumento destacable, como no podía ser de otra forma, de los kilómetros de carreteras construidos, con el fin de comunicar los diferentes pueblos de la provincia; el fomento de la actividad económica, desde la fundación, ya mencionada, de la Caja Provincial de Ahorros, hasta el fomento del turismo rural y los diferentes planes llevados a cabo para el fomento de las actividades en lo que recientemente se ha venido a llamar la “España vaciada”; o de la cultura, en el más amplio sentido de la palabra, desde el fomento del deporte hasta el patronazgo de grupos culturales o su participación en el Real Patronato Ciudad de Cuenca, o la gestión del parque arqueológico de Segóbriga. Todo ello sin olvidar tampoco, como no podía ser de otra manera, los aspectos relacionados con la gestión económica, que ha hecho posible en estos dos últimos siglos toda esa frenética actividad institucional, a la que dedica el primer capítulo del volumen, o la construcción del propio palacio provincial el espacio físico y urbano desde el que se ha gestionado dicha actividad desde ellos años finales del siglo XIX.
               Para llevar a cabo esta obra el autor ha utilizado principalmente, como es lógico suponer, los propios fondos documentales que posee la Diputación, complementados también con otro tipo de fuentes, principalmente las hemerográficas. En este sentido, hemos de tener en cuenta, y lo advierte también el propio autor del libro, la pérdida lamentable de la mayor parte de esos fondos correspondientes al periodo que va desde su creación, en las Cortes gaditanas, como ya se ha dicho, hasta la trágica conquista de la ciudad por las tropas carlistas del príncipe Alfonso de Borbón, en hermano del propio Carlos VII, a quien los tradicionalistas habían jurado como rey algunos años antes, y de su esposa, María de las Nieves de Braganza, la popularmente conocida como “Doña Blanca”. En efecto, las tropas carlistas que entraron en la capital conquense el 15 de julio de 1874, además de una serie de asesinatos cometidos contra los defensores liberales, destruyeron los fondos documentales de la institución provincial, que en ese momento se encontraba en el antiguo convento de el Carmen. De no haberse producido esta pérdida en el fondo documental conquense, este libro habría sido en parte diferente; no muy diferente quizá, es cierto, pero desde luego algo más podríamos llegar a conocer de la institución en esos periodos iniciales de la misma.
               Finalmente, quiero aprovechar estas breves líneas sobre la historia de la Diputación conquense para realizar un pequeño homenaje personal a quien fue su primer presidente: Ignacio Rodríguez de Fonseca. Uno de esos primeros liberales conquenses; uno de esos ilustres olvidados que lucharon por un mundo mejor, diferente del que les ofrecía el Antiguo Régimen. Uno de esos destacados renovadores que cambiaron la historia. Nacido en Villar de Cañas durante el último cuarto del siglo XVIII, en los años iniciales del siglo XIX era uno de los regidores perpetuos del Ayuntamiento conquense, llegando a formar parte de la primera junta provincial de la ciudad, creada a consecuencia de la invasión napoleónica en 1808. Y nombrado en los años siguientes intendente general de la provincia, como tal llegó a presidir la primera Diputación provincial cuando ésta se fundó, el 13 de abril de 1813 (hay que decir, en este sentido, que los primeros presidentes provinciales, hasta muy avanzado el siglo XIX fueron primero los intendentes generales de la provincia, y más tarde, a partir de su creación a mediados de la centuria, los gobernadores provinciales). Por este motivo, fue tomado como rehén por las tropas napoleónicas del mariscal Víctor y más tarde, también, fue hecho prisionero en agosto de 1814 por los españoles absolutistas de Fernando VII, una vez el monarca hubiera regresado a la península, terminada la Guerra de la Independencia.
               Por otra parte, también quiero lanzar un reto a los actuales gestores provinciales de la entidad: que permitan que de alguna manera se pueda rendir un adecuado tributo, más allá de las ideologías, a cuantos alguna vez dieron su vida en servicio de la provincia. Es sabido que en algún momento, durante el franquismo, de alguna de las paredes del palacio provincial colgó una lápida con los nombres de aquellos diputados que, en los años iniciales de la Guerra Civil, fueron asesinados por los dirigentes republicanos, y de la misma forma conocemos también los nombres de aquellos otros diputados que gestionaron el organismo durante los tres años de la guerra, y que después, derrotada la República, fueron así mismo asesinados, en este caso por los vencedores nacionales; sus nombres se relacionan también, junto al de otros muchos que corrieron también la misma suerte, en una lápida del cementerio municipal. La propuesta sería la de elaborar también una lápida única, con el nombre de todos los diputados asesinados por uno y otro bando, que debería colgar de nuevo en un lugar de privilegio del propio palacio. Sólo de esta forma, equiparando a las víctimas de uno y otro bando, podría llegar a ser entendible de verdad, fuera ya de toda demagogia política, lo que se esconde de verdad detrás de esa Ley de Memoria Histórica, que en algunos casos es, en realidad, de desmemoria. Sólo de esta forma podremos, al menos en lo que a este aspecto se refiere, cerrar las páginas dolorosas de la Guerra Civil y avanzar de verdad hacia el futuro.


domingo, 9 de agosto de 2020

Isaac Peral y el primer proyecto de submarino


Isaac Peral había nacido en Cartagena en 1851, y unos años más tarde, cuando todavía era un niño, se trasladó con su familia a San Fernando, en la provincia de Cádiz. Seguramente el hecho de haber pasado sus primeros años en estas dos ciudades del sur de España, en las que el mar era un elemento importante del paisaje, y la personalidad de su padre, un destacado funcionario de la Marina, influiría en él para que en 1865, cuando apenas había cumplido los catorce años de edad, decidiera ingresar en el Colegio Naval para iniciar así una carrera militar en el seno de la armada. De esta forma, pasó los siguientes años de su vida embarcado, navegado por los diferentes mares y océanos, primero como guardiamarina y más tarde como oficial. Y como miembro de la dotación de la fragata “Numancia” formó parte de la escolta de honor que trajo a España desde el puerto italiano de Spezzia, en Liguria, hasta la propia ciudad de Cartagena, al duque de Aosta, recientemente proclamado nuevo rey de España con el nombre de Amadeo I.
Ascendido a alférez de navío en 1872, participó en los años siguientes en la llamada “Guerra de los Diez Años”, como segundo comandante del “Dardo”, un pequeño buque que formaba parte de la primera división del norte de Cuba, y más tarde participaría también en el combate contra los carlistas, a bordo de la goleta “Sirena”, embarcación que formaba parte de la escuadra del Cantábrico. Y destinado en 1881 en el apostadero de Filipinas después de haber sido ascendido a teniente de navío, en el mes de noviembre de ese año se le dio el mando del “Caviteño”, un cañonero que estaba encuadrado en la llamada División Naval del Sur, en el puerto de Zamboanga, en la isla de Mindanao, de cuyo mando tuvo que hacerse cargo el propio Peral durante algún tiempo por la prolongada enfermedad de su jefe titular.
En 1885, después de la llamada “crisis de las Carolinas” que enfrentó a España y a Alemania por la posesión de este lejano archipiélago del Pacífico, que había sido español desde su descubrimiento en 1523 por Toribio Alonso de Salazar y Diego de Saavedra, pero sobre cuya posesión Alemania había manifestado su interés desde hacía algún tiempo antes, Peral comunicó a sus superiores que había conseguido solucionar el reto de la navegación submarina. Un proyecto que contó desde un primer momento con importantes apoyos, entre ellos el de la propia reina regente, María Cristina de Habsburgo, y también el de su suegra, la exreina Isabel II, pero también con un importante rechazo entre algunos de sus compañeros, envidiosos, lo que al final supondría, como tantas veces en la historia de España, el fracaso de ese hermoso proyecto, que habría logrado situar a nuestro país, otra vez, a la cabeza de todas las potencias militares.
Así, un decreto de 20 de abril de 1887 dispuso la construcción del submarino, de acuerdo a los planos presentados por Isaac Peral, iniciándose de esta forma su construcción, cuyas obras fueron iniciadas en el mes de octubre de ese mismo año. Finalmente, el 18 de octubre de 1888 era botado en uno de los diques del arsenal de La Carraca, en Cádiz. Se trataba del primer submarino torpedero, de dimensiones ciertamente reducidas, pero capaz de llevar una dotación aproximada de diez personas y de lanzar torpederos desde un tuvo que se hallaba en la parte de la proa. Sus características eran las siguientes: 22 metros de eslora, 2,87 metros de manga, una velocidad máxima de diez nudos en superficie y de ocho cuando se movía en inmersión, y entre 77 y 85 toneladas de desplazamiento, dependiendo también de si se encontraba en superficie o debajo del agua. La propulsión la realizaban dos motores eléctricos, cada uno de los cuales era capaz de prestar a la nave una potencia de treinta caballos, una de las más elevadas de la época.
A partir del mes de marzo de 1889 se iniciaron las primeras pruebas del submarino, primero en uno de los diques del propio arsenal de La Carraca y después en el puerto de Cádiz y también en mar abierto. Sin embargo, en ese mismo año comenzaron también las desventuras de su inventor, que fue primero arrestado por orden del propio ministro de Marina, el almirante Rafael Rodríguez de Arias, por haber viajado sin su permiso, tal y como era preceptivo, hasta París, con el fin de acudir a la Exposición Internacional que en aquellas fechas se estaba celebrando en la ciudad francesa para estudiar posibles nuevas aplicaciones para su submarino (había obtenido para ello permiso oral de su superior, el capitán general del departamento marítimo de Cádiz, Florencio Montojo). Por este motivo, tuvo que pasar algunos meses en el penal de Cuatro Torres, dentro del propio recinto militar del arsenal de La Carraca.
En 1890, aunque durante sus primeros seis meses las pruebas del submarino seguían celebrándose con éxito, recibiendo por ello su inventor nuevos reconocimientos por ello, entre ellos una Cruz al Mérito Naval, de segunda clase y con distintivo rojo, y un sable de honor que le fue entregado por la propia reina regente, a mediados de año las pruebas fueron suspendidas, primero con carácter temporal, por la llegada del verano y de las altas temperaturas, y más tarde de forma definitiva, debido a la proliferación de rencores y de envidias que contra él se habían ido acumulando, todo ello unido a una incipiente incursión en la política, que nuestro político había intentado al haberse presentado como Diputado en Cortes por el distrito de Puerto de Santa María, como independiente, pero en rivalidad directa con el hijo del nuevo ministro de Marina, José María de Beranguer y Ruiz de Apodaca. Todo ello influyó en la redacción de una nueva Real Orden, fechada en los primeros días del mes de noviembre de ese mismo año, en el que, “por acuerdo del Consejo de Ministros, y de conformidad con lo informado por la Superioridad de Marina”, se rechazaban sus proposiciones para construir el nuevo submarino, y se le “ordenaba que se entregase bajo inventario todo el material que en relación con el submarino existía en el Arsenal de La Carraca”.
El teniente de navío Isaac Peral decidió entonces abandonar la Armada, poniendo fin de esta forma a su carrera militar, hecho que solicitó el 22 de noviembre, y que le fue confirmada por el Consejo de Ministros el 3 de enero del año siguiente. Se trasladó Peral después a Madrid, donde se dedicó a la instalación de centrales eléctricas en diversas ciudades españolas, y también en casas particulares, como en el palacio de la duquesa de Medinaceli. Fallecería el 22 de mayo de 1895 en Berlín, a donde había acudido con el fin de intentar curarse de un cáncer de piel que le había provocado antes una herida mal curada que en la sien le había producido un barbero del “Caviteño”, el mismo barco que él había capitaneado por los mares de Filipinas. Enterrado provisionalmente en el cementerio madrileño de la Almudena, su cadáver embalsamado fue trasladado en 1911 hasta Cartagena, en cuyo cementerio reposa desde entonces, ahora en un hermoso mausoleo de mármol que cada año, en la festividad de Todos los Santos, recibe un homenaje oficial por parte de un piquete de miembros del arma submarina. Y por lo que se refiere a su genial invento, el submarino, que había estado pudriéndose durante muchos años en el arsenal de La Carraca, en 1929 fue remolcado por mar hasta el departamento marítimo de Cartagena, en cuyas instalaciones permaneció durante un tiempo, en un dique flotante. Trasladado en 1965 hasta el centro de Cartagena, al paseo de Alfonso XIII, puede ser ahora admirado tanto por los propios habitantes de la ciudad como por los turistas que a diario visitan Cartagena.
De esta forma, una vez más, España fue de nuevo cruel con uno de sus grandes genios. Y es que la historia de nuestro país podría haber cambiado mucho a lo largo del siglo XX si el submarino de Peral hubiera llegado a convertirse en una realidad. Para comprenderlo mejor, traemos a colación las palabras de dos personalidades que conocieron bien el asunto del submarino, un invento que, si bien para España no pasó nunca de ser eso, un genial proyecto, estaba llamado a cambiar la forma de la guerra en el mar en los años siguientes. Por una parte, el almirante norteamericano George Dewey, jefe de la escuadra que había efectuado el bloqueo a las tropas españolas en Santiago de Cuba, escribió lo siguiente en sus memorias. “Si España hubiera tenido un solo submarino de los inventados por Peral, yo no hubiera podido sostener el bloqueo ni veinticuatro horas”. Por otro lado el ingeniero francés Gustave Zede, que en 1889, un año más tarde que Peral , hizo también las primeras pruebas con su propio submarino, el “Gymonte”, y que después fue director de los astilleros “Germain Krupp”, encargados de construir los poderosos submarinos alemanes que destacarían a lo largo de la Primera Guerra Mundial, afirmó al término del conflicto que “los submarinos alemanes estaban plasmados del de Isaac Peral, a cuyos trabajos y pruebas había asistido”. En efecto, durante las primeras décadas del siglo XX, los ejércitos de Alemania y de Estados Unidos se beneficiaron, más que la propia España, del trabajo realizado por Peral en los años anteriores, y España, por culpa de las envidias, llegaría demasiado tarde, y en condiciones de inferioridad, a una carrera armamentística que modificaría la historia a lo largo de toda la centuria.


lunes, 3 de agosto de 2020

La Plaza Mayor de Cuenca y su estructura barroca

La Universidad de Castilla-La Mancha ha publicado recientemente un nuevo libro del profesor Pedro Miguel Ibáñez, uno de esos libros densos, cargado de datos cronológicos y analíticos, a los que desde hace ya bastantes años nos tiene acostumbrados, gracias a los cuales se va afianzando nuestro conocimiento sobre la historia del arte conquense. Especialista sobre todo en el renacimiento, al cual dedicó una brillante tesis doctoral que fue publicada en tres tomos hace ya algunos años, ha dedicado sus estudios a temáticas muy diferentes, desde las vistas de la ciudad realizadas en el mismo siglo XVI por Van den Wyngaerde hasta las Casas Colgadas. Y en esta ocasión lo hace del barroco, otro de los momentos más brillantes de la historia del arte, a través de uno de los espacios más emblemáticos de la capital conquense, su Plaza Mayor; un barroco que, perdido definitivamente gran parte del entramado urbanístico de la ciudad medieval y, sobre todo, prácticamente la totalidad de los edificios construidos en aquella época, terminó por convertirse en el estilo definitivo de la Cuenca antigua, complementado, eso sí, con la sabor decimonónico que le dieron después el trazado de sus casas. En efecto, la Plaza Mayor de Cuenca, en sí misma como espacio urbano y también por los tres grandes monumentos que la rodean, es uno de los espacios más característicamente barrocos de la Cuenca histórica.


El libro consta de ocho capítulos, claramente diferenciados en cuanto a temática, aunquetodos ellos giran alrededor de un mismo tema: el barroco en este espacio urbano. Un arte incomprendido entre los tratadistas que visitaron la ciudad durante la segunda mitad del siglo XVIII y las primeras décadas del siglo siguiente, imbuidos como estaban en el espíritu academicista que caracteriza aquellos momentos, y que sólo a partir de la pasada centuria ha podido convertirse en una de las grandes etapas de la historia del arte en España. Así, después de una pequeña introducción en la que analiza lo que significa para España este estilo artístico, a lo largo del primer capítulo del volumen, el catedrático de la universidad castellanomanchega repasa lo que significa este estilo para el conjunto urbano y monumental conquense, desmontando una vez más el mito de Cuenca como ciudad de un único monumento, su catedral, teoría que nació quizá de aquellos viajeros academicistas, y que ha sido repetida hasta la saciedad en las diferentes guías y libros de divulgación que han tratado la ciudad desde entonces. Y en esa destrucción del mito, tiene razón Pedro Miguel en destacar el papel jugado por los diferentes edificios barrocos, algunos de los cuales merecen figurar entre las páginas de los estudios especializados; éste es el caso, por citar uno a modo de ejemplo, de la iglesia de Nuestra Señora de la Luz y San Antón, una de las obras cumbres del estilo borrominesco en la ciudad del Júcar.

El segundo capítulo trata de la Plaza Mayor como esquema urbano, una Plaza Mayor que en su origen, tal y como el autor demuestra, estaba formada por dos pequeñas plazas contiguas, pero separadas también por estrechas calles medievales; dos pequeñas plazas en las que se habían instalado respectivamente los dos grandes poderes de la ciudad, alrededor de los cuales se organizaba la vida diaria de la misma: la Plaza de Santa María, junto a la catedral, para el poder eclesiástico; y la Plaza de la Picota, junto al ayuntamiento, para el poder civil. Esa realidad de dos plazas yuxtapuestas, contiguas y separadas al mismo tiempo, desapareció a lo largo del siglo XVI, al unirse en una sola plaza de estructura alargada, pero se recuperó en parte en pleno siglo XVIII, con la construcción de un nuevo edificio consistorial, un edificio de estructura transversal, a lo ancho de la laza y no a lo largo, que volvía a separar ésta, conformando lo que se ha venido a llamar la Anteplaza, como una especie de vestíbulo de entrada a la Plaza Mayor propiamente dicha.

Es precisamente este edificio, el ayuntamiento o casa consistorial, al que el autor le dedica la tercera parte del libro. Y lo hace desmontando también dos mitos que en la bibliografía sobre la historia de cuenca se han venido repitiendo desde hace mucho tiempo; un hecho característico entre buena parte de los escritores conquenses es repetir hasta la saciedad lo mismo que han escrito antes otros autores, sin la más leve muestra de espíritu crítico, y en este hecho se inserta también la ya citada teoría de Cuenca como ciudad de un único monumento. También, la repetida ignorancia sobre el lugar que ocupaba el antiguo edificio municipal antes de la construcción del actual ayuntamiento dieciochesco, y que, tal y como Pedro Miguel demuestra, no podía ser otro aproximadamente (la documentación, que tantas veces se olvida por esos escritores repetitivos, también incide en ello) que el mismo que ocupa en la actualidad. Si bien lo hacía entonces en una disposición diferente, a lo largo de la plaza y no a lo ancho de ésta. El profesor conquense, por otra parte, avanza también algunas de las características visuales de su construcción, de marcado carácter renacentista y con arcadas en su piso inferior, al estilo de como lo son todavía las casas consistoriales de San Clemente o Villanueva de la Jara, en la misma provincia conquense.



El segundo de los temas desmitificados por el autor del libro, y que afecta ahora al actual edificio del ayuntamiento, es la supuesta atribución de su diseño al arquitecto castellonense Jaime Bort. No es que Bort no fuera el autor de unas trazas para el edificio consistorial conquense, que por supuesto sí lo hizo, sino hasta qué punto esas trazas primigenias fueron respetadas después por el verdadero autor del edificio, el maestro local Felipe Bernardo Mateo. En efecto, uno de los hallazgos del libro es la comparación entre aquellos primeros planos de Bort con el resultado final de la obra, comparación que demuestra importantes discrepancias que todavía no habían sido analizadas en profundidad. Sin embargo, tampoco hay que negar que algo del trazado original debió quedar en la obra de Mateo, y una piedra de toque para confirmarlo podría ser la comparación entre el ayuntamiento conquense, tal y como se terminó, con el de Caravaca de la Cruz, en la provincia de Murcia, edificio que fue también trazado, si bien tampoco realizado finalmente por él, por el maestro levantino. El edificio murciano, como el de Cuenca, se apoya en un cuerpo central que está formado en su base inferior por un arco, a través del cual circula el tráfico rodado, si bien sustituye los dos arcos laterales conquenses, abiertos, por sendas portadas, en zaguán, de entrada al edificio.


El siguiente capítulo está dedicado al convento de religiosas justinianas, las conocidas en Cuenca popularmente como “petras”, que cierran la plaza por el extremo opuesto, y que en pleno siglo XVIII ampliaron también su edificio conventual, hasta entonces de dimensiones bastante más reducidas, sobre las casas que durante el XVI habían sido del canónigo Eustaquio Muñoz, uno de los miembros más poderosos del cabildo catedralicio, tal y como demuestra su fantástica capilla, en el crucero de la catedral. Sirva este capítulo sobre el convento de las “petras” para romper una lanza en favor de esa destrucción del mito, tantas veces aludida, de Cuenca como ciudad de un único monumento, y también sobre la personalidad del autor de las trazas del edificio, el arquitecto madrileño Alejandro González Velázquez, quizá el más desconocido, entre los no especialistas, de cuantos maestros dieron forma a ese barroquismo personal con el que se fue vistiendo la ciudad de Cuenca a lo largo de los siglos XVII y XVIII.

Los cuatro últimos capítulos del libro los dedica su autor al tercero, o más bien al primero en cuento a su importancia real se refiere, de cuantos edificios jalonan una plaza que, como no podía ser de otra forma, constituía entonces, y seguiría haciéndolo al menos hasta los primeros años del siglo XX, todo el entramado vital de la ciudad: la catedral. Y es que el barroco, tanto quizá como el gótico y el renacimiento, es el estilo que define una construcción que, lo hemos dicho hasta la saciedad y lo repetimos, se caracteriza como el principal monumento conquense: Cuenca no es una ciudad de un único monumento, pero de entre todos los monumentos conquenses, su catedral es superior a ninguno otro. Pero el barroco, al contrario de lo que sucedió con los otros dos estilos citados, fue denostado y criticado por los primeros tratadistas del templo, con Antonio Ponz y el propio Mateo López a la cabeza, de manera que muchos de los que desde entonces han escrito sobre el edificio se han visto influidos por las opiniones de aquellos academicistas, de manera que hasta tiempos muy recientes, quienes han escrito sobre la catedral han tendido a olvidar esta etapa de su construcción. Cuatro capítulos están dedicados a esta etapa de la catedral conquense, que tratan respectivamente de los cuatro grandes bloques constructivos que conforman este periodo: el hastial barroco, con su añadido de la torre del Giraldo, hundida en 1902; la capilla de la Virgen del Sagrario; el conjunto formado por la Capilla Mayor y el Transparente de San Julián; y la obra de Aldehuela, desde la recoleta capilla del Pilar hasta sus trabajos en la antesala capitular, quizá menos conocida para el lector que la que el maestro turolense realizó fuera de la catedral pero tan importante como la otra.

Como decíamos, de los cuatro capítulos catedralicios, el primero de ellos está dedicado a estudiar la fachada barroca y la desaparecida torre de las campanas. En este sentido, estamos plenamente de acuerdo con el autor, cuando afirma que en hundimiento de la torre y el desmonte posterior de su fachada, en la que el estilo barroco, entramado sobre los restos mantenidos del gótico que lograron pervivir en la construcción del XVII, fue sin lugar a dudas el mayor de los crímenes que a lo largo del siglo XX, y fueron muchos, se cometieron contra el arte conquense. Pero si la caída de la torre fue en realidad un accidente, aunque quizá evitable, el desmonte del hastial barroco decretado por la restauración historicista de Vicente Lampérez fue una decisión unilateral que, desde luego, nunca debió haberse producido; una reconversión absurda a un nuevo estilo, el neogótico, que no es realmente gótico, y que había sido puesto de moda en Francia por arquitectos como Viollet le-Duc, y obras como el chapitel parisino de Notre Dame, recientemente también destruido. Una reconstrucción de la catedral ,la propugnada por Lampérez, que lo que intentó hacer fue crear una fachada que nunca fue así, y que, para mayor desolación, se dejó además, dejando para siempre una construcción irreal, extraña, que desmerece de las grandes joyas artísticas que se guardan en su interior.

Junto a esa realidad, el otro gran logro del profesor Ibáñez en este capítulo es el de poner orden a la extensa nómina de maestros que, a lo largo de los siblos XVII y XVIII, fueron poniendo su nombre a diferentes aspectos y espacios del hastial uy la torre barrocas, con la figura de José Arroyo a la cabeza. Un arquitecto que, por otra parte, y hay que resaltarlo, había venido a Cuenca a mediados del siglo XVII, con el fin de realizar el nuevo edificio de la Casa de la Moneda, junto al río Júcar, un edificio que convertido después en fábrica textil, fue destruido por las llamas a mediados del siglo pasado. Esta construcción de la Casa de la Moneda, uno de los grandes hitos del barroco civil conquense, no se conserva, desde luego, pero sí se conservan unos planos, que muestran una construcción realizada en ese peculiar estilo barroco civil madrileño, que había sido puesto de moda por el arquitecto conquense Juan Gómez de Mora, y que todavía puede contemplarse en muchos edificios de la Villa y Corte, con la propia Plaza Mayor madrileña a la cabeza.

El segundo capítulo de los dedicados a la catedral, quinto del índice general del libro, está dedicado a la Capilla de la Virgen del Sagrario, ese gran espacio en el que se condensa la arquitectura del carmelita fray Alberto de la Madre de Dios y la pintura del conquense Andrés de Vargas. El autor desvela aquí lo que el turista puede ver cuando penetra en el recinto y, tan importante como lo que ve, lo que no puede ver, porque se encuentra en el subsuelo de la capilla, adentrándose hacia el palacio episcopal. Se trata éste de un espacio hermoso, en el que se condensa ese barroco pleno del siglo XVII, realizado para servir de lugar de culto para una advocación mariana que, si bien hoy ha perdido gran parte de la devoción que un día se le tributó por los conquenses, fue desde los años de la conquista de la ciudad por las tropas de Alfonso VIII, una de las advocaciones más queridas por los conquenses de muchas generaciones. En efecto, según la leyenda, se trata de la imagen que, colgada de un arnés de su caballo, entró en la ciudad de manos del propio monarca castellano.

Y si la capilla de la Virgen del Sagrario condensa en el recinto catedralicio ese barroco del siglo XVII, cercano en parte al manierismo aunque pleno de significado, el conjunto formado por la Capilla Mayor y el Transparente con el arca de San Julián condensa ese otro barroco más propio de la centuria siguiente, un barroco que camina ya hacia el neoclasicismo, si bien todavía lejos de él. Así lo demuestra el hecho de que Antonio Ponz y Mateo López, academicistas y por lo tanto cercanos a ese neoclasicismo, silenciaran o incluso criticaran estas obras, como hicieron con todo el arte barroco. También aquí, en estos dos espacios maravillosos, aparecen los nombres de dos de las grandes figuras españolas de la historia del arte: el madrileño Ventura Rodríguez, autor de las trazas de ambos espacios, y el valenciano Francisco Vergara, autor de las esculturas y de los relieves que los adornan, realizados por él en mármol de carrara, en una etapa de gran madurez artística, y enviados a propósito desde Italia para conformar, para siempre, uno de los espacios más hermosos de la catedral de Cuenca.

El último capítulo, por fin, está dedicado a la obra del maestro aragonés José Martín de Aldehuela, uno de los grandes ignorados de la historia del arte español, a pesar de que dejó su obra, un tanto borrominesca y un tanto centroeuropea, en algunos de los templos más hermosos de Cuenca y de Málaga. Conocida es para los conquenses su peripecia vital: llamado a la ciudad del Júcar por los hermanos Carvajal, canónigos de la catedral, para levantar su hermosa fundación filipense, aquí pasaría algunos años, como maestro de obras del obispado, apoyado en el nombramiento de uno de los hermanos, Isidro, como nuevo obispo de la diócesis. Conocida es también su obra fuera de la catedral, como creador de ese barroco propiamente conquense que caracteriza a algunas de las iglesias de Cuenca, en las que dejó parte de su talento creativo, con la de San Antón a la cabeza. Pero quizá menos conocido para el gran público quizá sea su obra en el interior de la catedral, entre la que destacan la capilla de la Virgen del Pilar, en la línea de sus obra externas, como una pequeña iglesia dentro del recinto catedralicio, y la antesala capitular. A estas dos obras dedica Pedro Miguel el último capítulo del libro, sin olvidar tampoco esos altares menores, como el de María Magdalena o el de la Virgen del Alba, también realizados por el turolense. La cubrición de los arcos del claustro renacentista, sin embargo, es a todas luces una obra menor, un trabajo de necesidad, realizado también por José Martín.

Deja el autor para otros libros posteriores el estudio de otros espacios barrocos diseminados por la ciudad del Júcar: las propias iglesias de Aldehuela, o esa recoleta plaza de la Merced, en la que se alzan el seminario y el propio convento mercedario. Esperamos con impaciencia e ilusión esas nuevas aportaciones del catedrático conquense a la bibliografía sobre el arte de Cuenca, y mientras tanto, gozamos con la lectura de este libro.


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