lunes, 30 de noviembre de 2020

La beata de Villar del Águila. Un nuevo libro de la historiadora Adelina Sarrión

 

               Una vez más, la Universidad de Castilla-La Mancha ha publicado un nuevo libro de Adelina Sarrión Mora, una de las mayores especialistas en la historia de la Iglesia conquense, y especialmente de esa parte de la Iglesia caracterizada por una forma de sentir el hecho religioso de manera diferente, alejando de las normas y de las directrices propugnadas por la alta jerarquía diocesana. Un repaso a su bibliografía nos dará una muestra de cuáles han sido siempre los intereses historiográficos de nuestra autora: “Sexualidad y confesión: la solicitación ante el Tribunal del Santo Oficio” (Alianza, 1994; reeditado por la Universidad de Castilla-La Mancha, 2010), “Beatas y endemoniadas: mujeres heterodoxas ante la Inquisición” (Alianza, 2003), “Médicos e Inquisición en el siglo XVII” (Universidad de Castilla-La Mancha, 2006) y “El miedo al otro en la España del siglo XVII: proceso y muerte de Beltrán Campana” (Universidad de Castilla-La Mancha, 2016). En esta ocasión, la historiadora conquense vuelve a adentrarse entre los fondos del archivo  del tribunal conquense de la Inquisición, uno de los pocos que se mantienen todavía in situ, en el mismo lugar en el que fueron incoados los procesos, para acercar a los lectores el proceso que fue incoado contra una de esas beatas que fueron juzgadas por el tribunal del Santo Oficio, en un momento, en este caso, en el que éste se hallaba en plena crisis, a punto de ser suprimido por el nuevo pensamiento ilustrado y liberal: Isabel María Herráiz, la llamada “beata de Villar del Águila”.

El proceso contra la beata de Villar del Águila en los primeros años del siglo XIX fue uno de los hechos más populares y seguidos por la opinión pública, durante cierto tiempo, en toda la provincia de Cuenca, y sus ecos llegaron incluso a otras regiones de España. En realidad, la beata fue sólo la principal encausada del proceso, como instigadora que era de los supuestos delitos juzgados, pero en realidad fueron muchas más las personas que tuvieron que se vieron obligadas a los tribunales eclesiásticos, el diocesano y el de la Inquisición: hombres y mujeres, seglares y eclesiásticos, y entre estos últimos, religiosos regulares y religiosos seculares, incluidos también algunos de los miembros de la alta jerarquía diocesana; como Juan Antonio Torres, caballero de la orden de Carlos III y canónigo de la catedral, o José López de la Fuente, quien había sido en los años anteriores provisor diocesano  y en el momento de producirse los hechos enjuiciados era magistral de la misma. Junto a ellos, otros religiosos de cierto renombre, que deberían haber puesto coto a las supercherías antes de que intervenieran los tribunales, como José Clemot, quien había sido en los años anteriores catedrático en el seminario conciliar de San Julián, y que ahora estaba alejado de los órganos diocesanos de decisión en su posición de párroco de Casasimarro, o el sacerdote Juan Jiménez Llamas, confesor de la propia procesada, como párroco que era del lugar en el que ella residía. También, un grupo de religiosos franciscanos del convento que la orden tenía en Torrejoncillo del Rey, y un número elevado de seglares, casi todos ellos miembros del círculo familiar y de amistades de la propia beata.

Los hechos encausados se habían iniciado a finales del siglo XVIII en el pequeño pueblo conquense de Villar del Águila, y para entender mejor lo que ello significa, hay que tener en cuenta la curiosa personalidad de la protagonista, personalidad que Adelina Sarrión va desmenuzando a lo largo del segundo capítulo del libro. Para no extendernos demasiado respecto a ello, voy a centrarme sobre todo en un pasaje, entresacado de su propia declaración ante los jueces, en el que la encausada describe ante ellos el momento en el que, por primera vez, tuvo su propia experiencia mística, en octubre de 1796: “Por precepto del mismo padre Alcantud, acabada la novena del Pilar, iba a la catedral a la hora de maitines a hacer oración, y en una de las noches, que fue la del día trece del mismo mes y año, estando en ella contemplando mi nada y protestando mis vivos deseos de servir al Señor, y padecer por Él, advertí que del sagrario, sito en el altar de la capilla mayor, salió como un globo de luz. Y así como suele dejarse ver una estrella muy clara cuando corre de una parte a otra, así se dirigió a mi pecho ese globo de luz. Esto no lo vi con los ojos corporales, sino de un modo extraño, que después he conocido que es una de aquellas que se llaman visiones intelectuales. Los efectos que, por entonces, produjo en mi esta rara novedad, fueron una especie de paramiento de los sentidos, que no la permitió reflexionar sobre lo que pudiera ser. Y en esta suspensión dieron las siete, y la fue preciso salirse de la iglesia. Solo si, al ir tomando el camino para su casa desde ella, como que experimentaba que, de resultas de la referida novedad, hablaba otra, y como que se había introducido y colocado en mi pecho una cosa que me llenaba de suavidad, consuelo y grande amor al Señor. Puesta en mi casa y dispuesta a desechar todo pensamiento que pudiera dirigirse a persuadirme que aquel suceso fuese un favor real y efectivo que hubiera querido Dios favorecerme, y haciendo al mismo tiempo muchas protestas al mismo Señor de que lo que yo deseaba no eran consuelos ni favores, sino padecer por su amor, exercitarme en las virtudes y cooperar en cuanto pudiera a que los demás le sirviesen, me sobrevino una nueva enajenación de sentidos en que estuve no sé cuántas horas. “

Las beata y su entorno representan todo lo opuesto a ese espíritu renovador y reformista de la Ilustración, en el que, a pesar de todo, estaba ya sumida  por entonces una parte de la Iglesia, y también en la diócesis de Cuenca. Por ello, no es casual que fuera precisamente la llegada de un prelado ilustrado como fue Antonio Palafox, lo que precipitó el primer proceso incoado contra Isabel, por más de que ese proceso hubiera sido iniciado ya, antes incluso de su llegada, al menos en sus fases preliminares, por Juan José Tenaxas, deán de la catedral y gobernador de la diócesis en sede vacante, mientras se esperaba la toma de posesión del propio Palafox.; después de la muerte de Palafox en 1802, el mismo Tenaxas, que seguía siendo deán, volvería a ser por segunda vez gobernador diocesano. Un proceso que se incoó primeramente en el tribunal ordinario de la diócesis, bajo la presidencia del provisor Juan Antonio Monasterio y Salazar, por más que éste se viera obligado, pocos meses más tarde, a traspasar su jurisdicción al tribunal de la Inquisición. En este momento, tal y como se ha dicho, el Santo Oficio se encontraba ya sumido en plena crisis, pero todavía representaba un brazo poderoso de la ley, y sus actuaciones seguían siendo temidas, al menos por un sector numeroso de la población, el menos letrado, al cual pertenecían algunos de los encausados en este proceso.

Encerrada en las cárceles de la Inquisición esperando la decisión de los jueces, en el mes de febrero de 1802 Isabel Herráiz cayó gravemente enferma. En esa situación, decidió abjurar de todos sus errores anteriores, como paso previo para poder confesar y tomar los sacramentos, que le permitirían evitar la muerte en pecado mortal y, en consecuencia, la condena al infierno eterno. Así, después de haber recibido la comunión de manos del párroco de la iglesia de San Pedro, fallecía el 16 de febrero de ese año, siendo enterrada el día 20, en secreto, en la misma iglesia, bajo uno de los escalones de la entrada al templo, según ella misma había decidido en sus últimas voluntades con el fin, cuenta una tradición, de que su cuerpo fuera pisado y mancillado cada vez que los fieles quisieran acceder al interior de la iglesia.

A partir de ahí, los dos inquisidores continuaron en los años siguientes las causas contra el resto de implicados, una causa que terminó de sustanciarse a lo largo de la primera década del siglo XIX. Sin embargo, el tribunal ya en aquellos momentos no era lo que había sido durante los siglos XVI y XVII, y las decisiones de los jueces fueron, en la mayoría de los casos, leves; decisiones que fueron tomadas de manera colegiada por los dos inquisidores del tribunal, Manuel Domínguez y Manuel Martínez de la Vega, y por el provisor diocesano, Juan Antonio Monasterio y Salazar, a cuyo cargo, como hemos visto, habían corrido las primeras investigaciones. No obstante, la memoria del proceso se mantuvo viva durante mucho tiempo, si bien que falseada, en muchos aspectos, por el mito y el desconocimiento general de los hechos. Hay que distinguir en este sentido entre la memoria popular, que se mantuvo entre los habitantes de la ciudad y la provincia durante bastantes años, y la memoria historiográfica, la más afectada por ese desconocimiento, debido sobre todo a uno de los mayores historiadores de la Inquisición, Juan Antonio Llorente, quien incluyó el proceso en el noveno volumen de su “Historia critica de la Inquisición en España”. Está claro que el erudito no conoció el proceso, pues se equivoca sobre todo al informar de las penas, inventando condenas demasiado duras para los procesados, condenas que, desde luego, nunca existieron, y que responden más a alguno de esos temidos procesos y autos de fe de las centurias anteriores. Otros estudiosos que después trataron en tema siguieron al religioso riojano, en algunos casos al pie de la letra, como Joaquín Lorenzo Villanueva, y Marcelino Menéndez Pelayo en su “Historia de los heterodoxos españoles”, de tal forma que el asunto se fue poco a poco envolviendo en la bruma de la leyenda.

¿Cómo pudo una mujer normal y hasta cierto punto leída, como era Isabel María, caer en las redes de la heterodoxia, y creer, si es que de verdad ella lo creía, que en su pecho se había transubstanciado el mismo Jesucristo? Para comprenderlo, nada mejor que hacer caso de las palabras con las que la historiadora Adelina Sarrión daba comienzo al capítulo del estudio dedicado a las conclusiones: “Para entender lo ocurrido en torno a la beata de Villar del Águila, hemos de tener en cuenta la potente personalidad de nuestra protagonista. Isabel Herráiz era una mujer dotada de una brillante inteligencia que había alcanzado cierta cultura, por encima de lo que era común en su entorno, aunque no podríamos calificarla de persona culta. Isabel se casó joven; el dinero de Francisco Villalón contribuyó a doblegar la voluntad de su futura esposa, mientras que la belleza de ésta fue un incentivo para Villalón. La desilusión no debió tardar mucho en adueñarse del ánimo de Isabel, como demuestra el progresivo alejamiento de Francisco o el fallido intento de entrar ambos en sendas órdenes religiosas, renunciando a su promesa matrimonial. A juzgar por la sorpresa que el posible embarazo de Isabel despertó en Villalón, la pareja debía de llevar mucho tiempo sin tener relaciones sexuales. Según reconoció la propia beata, no era la lujuria un pecado que desde su juventud le hubiera tentado. El progresivo desinterés de Isabel Herráiz por la vida en común, el hecho de que no tuviera que trabajar, por el desahogo económico del que disfrutaba el matrimonio, así como la ausencia de descendencia, eran circunstancias que dejaban a Isabel en situación de buscar una ocupación que dotara de sentido a su existencia y que le ayudara a llenar sus horas. La religión se abría ante los ojos de Isabel como la mejor opción, era incluso la única que le permitía cierta independencia de acción mientras era respetada y admirada por sus convecinos.”

 

miércoles, 25 de noviembre de 2020

Alonso González de Nájera, soldado y escritor, originario de Cuenca

 

               En la literatura española, muchos son los casos de soldados que compartieron la profesión de las armas con la afición a escribir. Desde el caso de Miguel de Cervantes, del que es sabido que antes de ponerse a escribir el Quijote había combatido en Lepanto, donde incluso llegó a perder una mano, hasta Garcilaso de la Vega o Jorge Manrique, Francisco de Aldana o Lope de Vega, Francisco de Quevedo o Calderón de la Barca, muchos de los grandes maestros de la pluma durante nuestro Siglo de Oro compartieron también la tinta negra sobre el papel con el ejercicio de las armas. El hecho no es tampoco una excepción de nuestra literatura; por el contrario, en otras culturas, la combinación de la pluma con la espada, o del uso en el ordenador de un procesador de textos con las armas de fuego, que todavía sigue siendo usual el ejercicio de ambas profesiones a la vez, se repite a través de las diferentes lenguas y de las diferentes etapas de la historia, y hasta algunos de los más grandes historiadores de la antigüedad clásica, como el griego Jenofonte, antes que historiadores fueron cronistas de sus propias batallas. También Cayo Plinio Secundo, más conocido como Plinio el Viejo, el autor de la “Historia natural”, la primera gran enciclopedia conocida, era un destacado militar romano. No obstante, nuestro Siglo de Oro abunda en ese tipo de militares ilustrados, que también son poetas o narradores, aunque lo más común es que los soldados se dediquen en sus trabajos a otras materias literarias mucho menos creativas, como la historia o la teoría de la guerra; o lo que se ha venido a llamar la literatura de arbitrios, como el es caso del conquense Alonso González de Nájera.          

     Hasta las últimas investigaciones del profesor Miguel Donoso Rodríguez, de la chilena Universidad de Los Andes, en el marco de sus trabajos realizados para llevar a cabo la publicación crítica de la única obra conocida de este militar conquense, poco es lo que se sabía acerca de su nacimiento y de sus circunstancias familiares, más allá de ese origen conquense, del que hablaba, ya lo veremos, alguno de sus compañeros de armas. Sin embargo, ya podemos decir que nuestro protagonista nació en la ciudad del Júcar en 1556, y que fue bautizado el 15 de noviembre de ese año en la iglesia parroquial de la Santa Cruz. En efecto, el profesor chileno ha podido encontrar su partida de bautismo en uno de los libros de la parroquia, conservado en el Archivo Diocesano de Cuenca, así como la de algunos de sus hermanos, Marco González de Nájara (o Nájera) y Francisco de Nájera. Y aunque existe una cierta dicotomía entre el apellido que aparece literalmente citado en esas partidas de nacimiento, que unas veces aparece como González de Nájera y otras sólo como Nájera, hay que tener en cuenta que en pleno siglo XVI, todavía, y por diversos motivos, existía una cierta indeterminación en este sentido, tal y como el propio Miguel Donoso también afirma: “Sabemos que los apellidos podían variar mucho en aquella época. No era rara por esos años la diferencia de apellidos en una misma familia: unos por gusto o por gratitud, otros por necesidades de mayorazgos, capellanías, patronazgos, etc., tomaban determinado apellido que continuaba generalmente la consanguinidad con el fundador del vínculo. En el caso que nos ocupa, la anteposición del apellido González al de Nájera, debía tener que ver con un reconocimiento a algún pariente o amigo muy cercano de la familia.”

               Gracias a la aparición de esta partida de bautismo, y de algunas otras relacionadas también con la familia Nájera, sabemos que los padres de nuestro protagonista fueron Juan de Nájera e Inés de Brihuega, y que era el menor de una familia que estaba compuesta, por al menos, otros dos hermanos, si bien existe la posibilidad de que pudiera tener algún hermano más; en efecto, el libro previo de bautismos de la parroquia, el correspondiente al periodo comprendido entre 1517 y 1551, en el que pudieron haber nacido otros hijos del matrimonio, no se ha conservado. Se sabe también que el padre era escribano de profesión, como algunos otros miembros de la familia, y entre ellos, un tal Diego González de Nájera, quien quizá podría haber sido hermano o tío de nuestro protagonista, probablemente de origen converso. Y por otra parte, también se sabe que la familia tenía también vínculos familiares con algunos plateros que estaban asentados en Cuenca: en la documentación se menciona a un Juan de Nájera, de esta profesión, y por María Luz Rokiski sabemos que durante toda la centuria, tres generaciones diferentes de esta familia mantuvieron un importante taller de platería, desde que los hermanos Pedro y Sebastián de Nájera, oriundos del pueblo homónimo de La Rioja, se hubieran establecido en la ciudad a principios del siglo XVI; éste Juan de Nájera, nacido ya en Cuenca, sería, así pues, el mismo que cita Rokiski como el hijo de Juan de Hojeda y de Isabel de Nájera, hermana a su vez de los dos plateros de la primera generación.

Y también, parece ser que tenían ciertos vínculos con algunos extranjeros procedentes de la ciudad italiana de Génova, que, como el resto de los miembros del círculo familiar, se habían podido establecer poco tiempo antes en una ciudad, la Cuenca del siglo XVI, que se encontraba todavía en pleno apogeo económico, lo que la convertía en un polo de atracción de comerciantes y banqueros.  Así lo indica, una vez más, el profesor chileno: “Los Nájara debían ser una familia de escribanos de renombre en Cuenca, lo que podría indicar un posible origen converso. En el siglo XV la mayoría de los escribanos urbanos de Castilla eran judeoconversos, aunque a la altura de 1550 ya se había depurado bastante el oficio. Además. La familia tenía vínculos probados con plateros y genoveses. Escribanos y genoveses eran, por cierto, un matrimonio de conveniencia en la Cuenca del siglo XVI, donde se traficaba con paños de lana que salían rumbo a Italia y el Mediterráneo central, y casi todos estos tratos mercantiles eran escriturados por notarios urbanos.”

El caso es que ninguna de estas dos profesiones familiares, ni la de escribano ni la de platero, fue la que seguir nuestro protagonista, quien ingresaría en el ejército a finales de los años setenta de la centuria, cuando él debía tener poco más de veinte años, aunque a una edad un poco avanzada para lo que en aquella época era usual. Tampoco se conocen demasiadas cosas sobre sus primeros años en el ejército, ni del conjunto de su etapa europea, más allá de su participación en las guerras de Francia y de Flandes. Y estos datos escasos los conocemos gracias a algún párrafo que sobre él escribió uno de sus compañeros de armas en el norte de Europa, Alonso Vázquez, quien llegó a alcanzar el grado de sargento mayor de la milicia de Jaén, y que en el curso de una crónica o relación que en 1614 hizo de aquellas guerras. En esta relación aparece una breve referencia del soldado conquense: “El maestre de campo Nájara, natural de la ciudad de Cuenca, hoy castellano de Puerto Hércules, en Italia, fue soldado bizarro y animoso en las guerras de Flandes y Alejandro [se está refiriendo a Alejandro Farnesio, duque de Parma, sobrino de Felipe II, ya que su madre, Margarita de Parma, era hija ilegítima de Carlos I, gobernador de los Países Bajos, y capitán general del ejército de Flandes] le honró y aventajó por sus muchas partes y servicios; fue proveído por sargento mayor de la milicia de Ciudad Real y su partido.”

Ya muy próximo el cambio de siglo, sucedieron en Chile algunos hechos dramáticos que motivaron el embarque del conquense hacia tierras americanas, enviado allí al frente de una compañía con el fin de reforzar las posiciones españolas al sur del río Biobío. En efecto, corría el 23 de diciembre de 1598 cuando se produjo lo que se ha venido a llamar el desastre de Curalaba, un levantamiento de los indios mapuche, liderados por los caudillos Pelantaro y Anganamón,  lo que provocó la muerte del gobernador de Chile, Martín García Oñez de Loyola, y de todo su ejército; y el subsiguiente levantamiento general que se produjo en los días siguientes tuvo como consecuencia la destrucción de todos los asentamientos españoles establecidos al sur de dicho río, así como la toma como prisioneros casi todas las mujeres y los niños españoles que se encontraban en esos asentamientos. Este hecho obligó a que las autoridades españolas enviaran al continente a uno de sus mejores generales, Alonso de Ribera, con el fin de intentar responder a esta acción de los indígenas, y con la promesa en enviar más tarde un pequeño ejército, formado por hasta mil doscientos soldados profesionales. Sin embargo, este ejército no pudo reclutarse en su totalidad, pues sólo se pudo reunir un contingente de quinientos hombres, el equivalente a un tercio de infantería, al mando del sargento mayor Luis de Mosquera. En ese contingente de soldados que fueron enviados a Chile figuraba, como uno de sus tres capitanes, el conquense Alonso González de Nájera.

Las tropas se embarcaron en noviembre de 1600 en el puerto de Lisboa, que en ese momento formaba parte, como el resto de Portugal, de la corona española. Desembarcaron en el puerto de Buenos Aires, después de haber realizado una pequeña escala en Río de Janeiro, y desde allí continuaron su viaje por tierra hasta Chile, a través de la cordillera de los Andes. Así, después de haber pasado por Tucumán y por Mendoza, el mal tiempo y la nieve que caía les impidieron cruzar las montañas, por lo que las tropas quedaron paralizadas en esta última ciudad entre mayo y octubre de 1601. Y llegados por fin a Chile, estos fueron enviados con sus tropas inmediatamente a la zona de conflicto, donde se encargó de la construcción de un fuerte en las orillas del río Biobío. En Chile, nuestro protagonista fue herido de gravedad, en el marco de la Guerra de Arauco. Fue en este momento de su vida, cuando vino a cruzarse por su vida la figura de otro soldado conquense, Alonso García Remón, que en ese momento era gobernador de Chile, a cuyo cargo permaneció el territorio en dos periodos diferentes, entre julio de 1600 y febrero de 1601, y entre marzo de 1605 y agosto de 1611.

Y es que fue García Remón quien ascendió a Nájera a sargento mayor, nada más llegar aquél a Chile, y quien le envío de regreso a España, después de que el soldado se hubiera visto obligado a trasladar a Santiago, con el fin de reponerse de las graves heridas que había sufrido durante el conflicto con los mapuche. El objetivo de los dos conquenses era que Nájera pudiera informar en la corte de la difícil situación en la que se encontraba la guerra de Chile. Así, era marzo de 1607 cuando nuestro protagonista emprendía el viaje de regreso, otra vez a través de Mendoza y Buenos Aires, ciudad en cuyo puerto volvió a embarcarse, logrando llegar por fin a Madrid a finales del año siguiente. “Ha servido con mucho lustre, celo y cuidado, y lo mismo ha hecho en los Estados de Italia y Flandes, de donde trajo algunas peligrosas heridas en una pierna, y por su edad y ser esta tierra tan pajiza y la aspereza della no le dan lugar a que continúe el real servicio de V.M. en la guerra, como lo ha deseado y hecho hasta aquí, siempre en los puestos y cargos más prominentes…”.

Sin embargo, en la corte el conquense se encontró con la hostilidad de algunos de sus miembros, incluyendo al poderoso sector de los jesuitas, que defendían respecto de la colonia la postura del padre Luis de Valdivia, para el que la mejor forma de defenderse de los mapuche era la aplicación de la llamada “guerra defensiva”. Ésta consistía en el repliegue de las tropas al norte del río Biobío, dejando los territorios del sur sólo para la actividad de los misioneros, una estrategia que fue la que decidió aceptar la corona en los años siguientes, entre 1610 y 1626,  pesar de que había provocado también algunos fracasos de importancia, como el asesinato de tres de esos misioneros en Elicura, en diciembre de 1612.

Fue precisamente el rechazo mostrado por la corte de Felipe III a sus pretensiones, y las del gobernador de Chile, de seguir la guerra contra los mapuche en el sur, lo que motivó al conquense para escribir su libro que, bajo el título de “Desengaño y reparo de la guerra del Reino de Chile”, debió iniciar en 1609, cuanto todavía se encontraba en España. Sin embargo, su estancia en la península no fue demasiado larga, pues poco tempo después el monarca agradeció los servicios que el conquense había prestado a la corona nombrándole gobernador de la pequeña población italiana de Puerto Hércules, en la provincia toscana de Grosseto, al tiempo que era ascendido también a maestre de campo. Fue allí donde terminó de escribir el texto, dedicándoselo una vez concluido a Pedro Fernández de Castro, séptimo conde de Lemos y virrey de Nápoles. No es éste el lugar más adecuado para comentar pormenorizadamente el libro, más allá de dar al lector una aproximación a la visión militar que el conquense tenía sobre el conflicto chileno, que le llevaba a defender el uso de la guerra y de la esclavitud de los indígenas también al sur del río Biobío, como única manera posible de pacificar el territorio. Ni tampoco sobre las vicisitudes que motivaron la publicación tardía del texto, que sólo fue posible en España a partir de 1866, en el marco de la Colección de Documentos Inéditos para la Historia de España, y de 1889 en Chile, en el de la Colección de Documentos Relativos a la Historia Nacional. En efecto, sólo una pequeña parte del libro, formada por una primera redacción de dos de sus capítulos, llegó a ver la luz de la imprenta, como un pequeño folleto de dieciséis folios, cuyo único ejemplar conocido se encuentra en la Biblioteca del Museo Británico.


Como ya hemos dicho, Miguel Donoso ha sido el primero en realizar una edición crítica del libro, edición que ha sido publicada en el año 2017 por Editorial Universitaria. Basta, para entender mejor el texto, conocer cómo define el libro el profesor chileno: “Como se ha dejado entrever, no resulta fácil encasillar el texto de González de Nájera en un género narrativo determinado, tal y como ocurre con un sinnúmero de textos coloniales. Por un lado, es indudable que posee elementos que lo acercan a la crónica o relación de sucesos; así el relato del desastre de Curalaba y sucesiva destrucción de ciudades españolas al sur del Biobío, o los relatos de martirios y cautiverio que padeció una numerosa población española , especialmente mujeres y niños, o diversos ataques que sufrieron los fuertes españoles. Por otra parte, se acerca a un tratado bélico, intentando indagar en las razones del fracaso militar, y proponiendo soluciones materiales y/o estratégicas para ganar la guerra, con una terminología marcada por lo bélico. También puede ser clasificado, por supuesto, como un discurso bélico-esclavista, como antes se comentó, ya que buena parte de la solución militar del conflicto pasa por la esclavización de los indios de guerra, la cual existía de hecho desde 1571, en plena gobernación de Melchor Brevo de Saravia. Pero en los últimos meses ha ido tomando fuerza en mi investigación la idea de que el texto de González de Nájera posee rasgos que lo aproximan a un arbitrio o memorial, esto es, una solución ingeniosa, fruto de un detenido estudio y reflexión, a un problema político-económico que se ha mostrado insoluble en el tiempo. En la España del siglo XVII proliferaron los arbitristas, que proponían en la Corte soluciones económicas y políticas a los más variados problemas. En este sentido podemos decir que el texto de Nájera es, en primer lugar, un interesante diagnóstico de las razones del fracaso bélico de los españoles en Chile, incluyendo agudas u minuciosas observaciones de las costumbres de los indios y explicando con largueza las causas a las cuales atribuye los malos resultados de las armas españolas en la guerra de Arauco. Lo interesante es que nuestro texto representaría, en cuanto arbitrio o memorial, justamente la contracara (la versión negativa, se podría decir) de otra suerte de arbitrio, el de la guerra defensiva propuesta por los jesuitas e implementada por la Corona con inicial éxito a comienzos del segundo decenio del siglo XVII”.

Y más adelante, el profesor Donoso continúa afirmando que “con este diagnóstico en la mano González de Nájera propone en el texto la otra dimensión, la de reparo o remedio a/de los males de la guerra: todos esos obstáculos y desventajas deben ser enfrentados con seriedad y profesionalismo (y por supuesto con muchos recursos económicos): la desventaja geográfica con la construcción de una línea fortificada de fuertes españoles conectados entre sí en el margen del Biobío (e incluso de un fuerte abaluartado en Santiago); la visión idealizada del combatiente mapuche debe dar paso a una visión real, porque éste no es más fuerte ni diestro para la lucha que el español; asimismo, hay que prescindir de los farautes y rechazar los acuerdos de paz con los indígenas, por no ser estos confiables, y así sucesivamente. Esta visión de reparo se complementa con una serie de ejecuciones para ponerla en práctica: mejorar el estilo de hacer la guerra, prescindir de los esclavos indios y reemplazarlos por esclavos negros, proteger en mejor forma a los indios encomendados, vitales en la paz, y a los indios amigos esenciales en la guerra, etc.”

El libro fue terminado de escribir por el conquense en Puerto Hércules, el 1 de marzo de 1614. No se conocen más detalles de la vida de nuestro protagonista, por lo que es de presuponer que debió fallecer en esta pequeña ciudad italiana poco tiempo más tarde.



jueves, 19 de noviembre de 2020

“Las tinieblas y el alba”: Un acercamiento a la Inglaterra de los años oscuros


Si hacemos caso estricto de lo que yo mismo escribí aquí hace algunas semanas, en aquella entrada en la que hablaba sobre la novela de Isabel Allende sobre la figura de Isabel Suárez, y sobre la serie televisiva que, dirigida por Alejandro Bazzano y Nicolás Acuña, llevó a la pequeña pantalla la misma novela, y en base también a las palabras de uno de los mejores especialistas actuales en la novela histórica, el también arqueólogo italiano Valerio Massimo Manfredi, una novela histórica tiene que contar a los lectores una historia real, algo que de verdad haya sucedido, o que al menos, pudo haber sucedido tal y como lo narra el autor; ser una forma de poder acercar al lector un momento de la historia al que de otra forma jamás se acercaría. En este sentido, ¿puede “Las tinieblas y el alba”, la última obra del escritor galés Ken Follet, otro de los grandes especialistas de la novela histórica, tal y como ha demostrado en sus dos grandes trilogías, “Los pilares de la tierra” y “La caída de los gigantes”, ser calificada realmente como una novela histórica? Para intentar responder a esta pregunta, lo primero que hay que tener en cuenta es que, a pesar de que se trata de una historia totalmente inventada por el novelista, creada por la imaginación de su autor a partir de un momento de la historia muy concreto, esa época que relata el autor nos envuelve durante su lectura, como una niebla persistente que, de alguna manera, parece convertirse en un protagonista más del libro. De esta manera, yo opino que sí, porque la clave está en la última parte del aserto. En efecto, recordamos lo que Manfredi afirma: se trata de narrar una historia que sea real o, en todo caso, que pueda haber sido real. Y desde luego, esta narración podría haber pasado realmente tal y como ha sido descrita, más o menos, en ese momento de la historia, en este caso, en los años difíciles de finales del siglo X y los primeros de la centuria siguiente, al final de la etapa que los historiadores han llamado “la edad oscura”.

“Las tinieblas y el alba” se ha definido como la magistral precuela de “Los pilares de la tierra”, y ello es cierto, en tanto en cuanto se trata de una historia que sucede poco más de cien años antes que la historia narrada en la primera parte de la trilogía, y los protagonistas de esta son, en algunos casos, los antepasados de los que protagonizan esa otra novela. Dicho esto, vamos a repasar brevemente el argumento, cuidando por otra parte de evitar producir en los lectores futuros de la obra eso que, en un lenguaje demasiado usual, se ha venido a llamar un spoiler, una especie de revelación anticipada o “destripe” de la trama de la novela. Esta historia se inicia en el año 997, durante el reinado en Inglaterra del monarca Etelredo II el Malaconsejado, un rey no demasiado bien conocido por la historiografía, pero que representa, tal y como se ha dicho, el final de los llamados “años oscuros”, los que abarcan aproximadamente el periodo comprendido entre la caída del imperio romano y el apogeo del feudalismo. Los protagonistas principales de la novela son, por otra parte, el hijo de un constructor de barcos, Edgar, y la hija de un conde normando de Cherburgo, Ragna. Ambos se disponen al principio de la obra a cambiar radicalmente de vida: el primero, porque su casa ha sido arrasada por los vikingos cuando estaba a punto de abandonar su ciudad, Combe (quizá la actual Salcombe), en compañía de la mujer a la que ama; la segunda, porque se dispone a cruzar el Canal de la Mancha para contraer matrimonio con un noble inglés. Y ambos se van a ver sometidos a una vida difícil, en la que los requerimientos de la época les van a obligar a mantenerse separados uno del otro durante demasiado tiempo, en una lucha conjunta para defender sus convicciones. Junto a ellos, Aldred, un monje idealista que, pese a sus inclinaciones amorosas, sabe sobreponerse a sus pasiones, convirtiéndose de esta forma en el tercer ángulo de una trama que, si durante algún tiempo puede parecer demasiado almibarada, sirve al autor para trazar un mosaico bastante cercano a una etapa bastante desconocida de la historia de Inglaterra. Y junto a estos tres protagonistas, aparecen también una selección de personajes que, entre el bien y el mal, complementan ese mosaico del que venimos hablado.

Si el argumento ha sido inventado totalmente por el escritor de Cardiff, la época, como decimos, es muy real: el reinado de Etalredo II, quien reinó en Inglaterra durante dos etapas diferentes, entre el año 978 y el 1013 la primera, la etapa en la que se desarrolla la historia de la novela, y más tarde, entre 1014 y 1016. Un monarca que tuvo que hacerse cargo del reino en circunstancias muy difíciles, cuando apenas había cumplido los diez años de edad, y después de que su hermano mayor, Eduardo, hubiera sido asesinado por orden de su madrastra, Elfrida de Lydford. Un periodo de la historia muy complicado debido especialmente, pero no sólo, a las incursiones de los galeses desde el oeste, y de los vikingos, desde el este y el sur de las Islas Británicas, pues para entonces, estos ya se habían establecido en el norte de Francia, en una región a la que habían puesto el nombre de Normandía, y se habían convertido al cristianismo.

De la misma forma que la novela se desarrolla en un periodo de la historia muy reconocible por el lector, también lo hace en un espacio muy concreto: el suroeste del reino de Inglaterra, allí donde la distancia con el continente europeo, a través del Canal de la Mancha, se hace más estrecha, aproximadamente lo que en la actualidad es el condado de Devon, entre los de Cornualles, Dorset y Somerset, y cerca de la frontera con Gales, de la que la separa el estuario del río Severn y el canal de Brístol. Precisamente la ciudad de Brístol, la más importante de la región, aparece mencionada varias veces en la novela como un importante mercado de esclavos, al igual que lo hace la de Exeter, que todavía es la capital del condado. Sin embargo, una parte de la acción transcurre en un lugar llamado King’s Bridge (el Puente del Rey), al iniciarse la novela es todavía una mínima aldea llamada Dreng’s Ferry (la Barca de Ferry). Existe en la actualidad en Inglaterra, en ese mismo condado de Devon, una ciudad llamada también de esta forma, Kinsgsbridge, un importante centro turístico que en la actualidad cuenta con una población cercana a los seis mil habitantes. Sin embargo, ¿son realmente ambas poblaciones, la ciudad real y el incipiente poblado inventado por Follet, una misma cosa? Sea de una forma o de otra, no cabe duda de que, cuando menos, la segunda es un trasunto de la primera, de la que, por cierto, se sabe que fue establecida alrededor del siglo X, alrededor de un puente que había sido construido para conectar los pueblos de Alvington y Cillington.

Tal y como hemos dicho, se trata de una etapa de la historia muy difícil en Inglaterra, y también en el resto de Europa, los llamados “años oscuros”. Años convulsos, en el que la población de las islas vivía en todo momento mirando en dirección al mar, pendiente siempre de la invasión de los pueblos vikingos. La situación se había complicado todavía más a partir del año 911, cuando uno de los últimos reyes carolingios de Francia, Carlos III el Gordo, permitió que en una parte del país pudiera establecerse un grupo de vikingos que procedían de Noruega, como parte del tratado de Saint-Clair-sur-Epte. Aquellos vikingos, que estaban al mando del caudillo Hrolf Ganger, más conocido entre las fuentes occidentales como Rollón el Caminante (pesaba más de ciento cuarenta kilos, y no había caballo capaz de soportar su peso durante mucho tiempo) o Rodrigo I el Rico, se establecieron en el noreste del país, en un territorio que había sido conocido en época merovingia como Neustria o Neustrasia, pero que a partir de este momento va a ser conocido como el ducado de Normandía, y que terminara por convertirse en una de las regiones más poderosas y avanzadas culturalmente de toda Europa. Con el tiempo, los duques de Normandía se convertirían también en reyes de Inglaterra, constituyendo una de las principales dinastías que se implicaron en el desarrollo del estilo gótico en el continente.

Sin embargo, todavía quedaba más de cien años para ello. De momento, lo cierto es que el establecimiento de los vikingos en Normandía tenía como una de sus principales consecuencias la inestabilidad del territorio francés, pero también, y sobre, todo, de Inglaterra. Y es que, a pesar de la conversión al cristianismo de los vikingos de Normandía, y del refinamiento que desde un primer momento empezaron a mostrar, tan lejano a la rudeza, al menos teórica, de sus primos vikingos, lo cierto es que estos ya tenían enfrente de las costas de Inglaterra un punto de apoyo importante para impulsar desde allí sus invasiones a las islas británicas. Y esos ataques fueron especialmente importantes durante el reinado del propio Etelredo II, debido sobre todo a la guerra civil que en Dinamarca estaba enfrentando al rey Harold I, que intentaba imponer en sus dominios la religión cristiana, y su hijo, Svend I, quien obligó a los partidarios del primero a abandonar las tierras danesas, y no se detuvieron tampoco cuando el monarca inglés, el citado Etelredo II, contrajo matrimonio, en 1002, con Emma de Normandía, la hermana del duque Ricardo II.

Pero no sólo en Inglaterra eran tiempos turbulentos. Poco tiempo antes de la época en la que se desarrolla la historia, se había producido también en Francia una importante revolución política y cultural, con la llegada al trono de Hugo Capeto, iniciándose de esta manera una de las más importantes dinastías reinantes en toda la Edad Media europea. En Italia, el otrora poderoso imperio romano hacía mucho tiempo que había desaparecido, y las múltiples invasiones de ostrogodos, lombardos, bizantinos, …, habían terminado por convertir el mapa de la península en algo parecido a un mosaico de pequeños territorios (ducados, principados, repúblicas, y algún pequeño reino, junto a un amplio territorio, en el centro, que estaba administrado directamente por el papa de Roma) enfrentados entre sí, ninguno de los cuales era capaz de mostrar el poder suficiente para levantarse por encima de los demás. Algo parecido sucedía en Alemania, aunque aquí la existencia del Sacro Imperio Romano Germánico mantenía un amago de unión relativa, al menos en teoría. En España, las tensiones entre los nobles leoneses provocó el nacimiento del nuevo reino de Castilla, independiente de facto desde el año 960, en tiempos del conde Fernán González, y destinado a “comerse” poco tiempo después al reino de León; y mientras tanto en Cataluña, en tiempos del conde Borrell II, a pesar de haber tenido que enfrentarse a las tropas de Almanzor en las inmediaciones de la propia ciudad de Barcelona, y precisamente debido a ello y a que el citado Hugo Capeto no había podido acudir a la ayuda que se le solicitaba desde la Marca Hispánica por culpa de sus propios problemas internos, se alcanzaba por fin la independencia de estos condados respecto de la monarquía carolingia.

Son tiempos caracterizados por el milenarismo y por el inicio del feudalismo, que, en los siglos siguientes, terminaría por convertirse en la característica más determinante de la sociedad medieval. En efecto, conforme el primer milenio se iba acercando a su final, se iba desarrollando en toda Europa una doctrina, el milenarismo, según la cual el propio Jesucristo estaba a punto de volver a la Tierra para reinar durante mil años más, antes de su última batalla contra el mal. Y esa próxima visita del Salvador influyó de tal manera en buena parte de la población europea, en su mayor parte iletrada y analfabeta, que provocó en todo el continente una ola de terror y de histeria. Por otra parte, el feudalismo, aunque había nacido ya en la antigüedad tardía, con la transición del modo de producción esclavista al feudal, no alcanzó su pleno desarrollo, según buena parte de los estudiosos, hasta los siglos VIII y IX, durante la formación de los nuevos reinos cristianos y del imperio carolingio. La propia palabra “feudo” no aparece en los documentos hasta el siglo X, y sólo se extendió de forma usual en la centuria siguiente.

Algunas claves de la novela “Las tinieblas y el alba”, tal y como fueron desarrolladas por Margarita Lázaro, son las siguientes: la importancia, todavía, de la esclavitud, importancia que ha sido destacada en algunas entrevistas por el propio Follet; la importancia que alcanza también en la novela, como en las otras obras de la trilogía, el sector comercial de la sociedad, una clase social que se suele olvidar en la tradicional descripción clásica del feudalismo de guerreros-sacerdotes-siervos (bellatores, oratores y laboratores, en el sentido de constructores (y no solamente de constructores de objetos y edificios, sean estos iglesias, puentes, casas, sino también constructores de una nueva sociedad); y el papel de las mujeres, también olvidadas entre los historiadores, pero que, al menos en lo que respecta a las clases más favorecidas, es decir, la aristocracia, llegan en algunas ocasiones a tener también una relativa importancia, y en este sentido hay que destacar otra vez el caso del ducado de Aquitania, que en el siglo XII, en tiempos de Leonor, la hermana de Ricardo Corazón de León y de Juan sin Tierra, las suegra de nuestro rey Alfonso VIII de Castilla, llegó a conformar, quizá, la corte más refinada de toda Europa. Y junto a todo ello, una importante labor de documentación, tan importante en la creación de toda novela histórica como es la propia escritura del texto.

Ya hemos dicho que “Las tinieblas y el alba” es la precuela de su más conocida trilogía histórica, la que está formada por “Los pilares de la tierra”, que le da el título conjunto a la serie, “Un mundo sin fin” y “Una columna de fuego”. Juntas, estas cuatro novelas, de gran extensión todas ellas, forman una peculiar historia de Inglaterra, a través de una dinastía de constructores, y de una ciudad, real o ficticia, Kingsbridge. Son cuatro momentos claves de la historia del país. En efecto, si en esta novela que estamos tratando se narran los años iniciales de la ciudad y de la saga, a partir de un constructor de barcos que sabe modernizarse, aplicar los principios de ese tipo de construcciones a todo tipo de obras, sean puentes o casas, en la primera de las novelas de la trilogía se trataba el nacimiento de la arquitectura gótica, precisamente otra etapa convulsa en la historia del país, la conocida como la “anarquía inglesa”, la guerra civil que tuvo como consecuencia, precisamente, la toma del poder en Inglaterra por la casa de Normandía, a raíz de la coronación del rey Esteban I, el hijo del conde Esteban II de Blois y de Adela de Normandía. Por su parte, en “Un mundo sin fin”, Follet sitúa a los descendientes de Edgar y del arquitecto Tom Builder, el de “Los pilares de la tierra”, algunos siglos más tarde, en los años intermedios del siglo XIV, cuando Inglaterra se está ya situando a la cabeza de la producción textil de todo el continente, los años de la plena Edad Media, cuando el comercio y la artesanía, y con ellos la burguesía, han alcanzado ya un total desarrollo. Finalmente, en “Una columna de fuego”, el escritor galés nos presenta otra vez una Inglaterra diferente, la del siglo XVI, cuando la modernidad ha hecho olvidar definitivamente el viejo feudalismo, sea éste el feudalismo primitivo de “Las tinieblas y el alba”, sea el feudalismo pleno de “Los pilares de la tierra”, o ya el feudalismo burgués, plenamente consolidado a través del comercio, de “Una columna de fuego”.

No son estas cuatro novelas las únicas de su autor que responden a una clave en sentido histórico. Hay que citar aquí también su otra gran trilogía, la que bajo el nombre genérico de “El siglo” (“The century”), y a través de tres novelas densas, tan densas como las de “Los pilares de la tierra” (“La caída de los gigantes”, “El invierno del mundo” y “El umbral de la eternidad”, se nos presenta toda la historia universal a lo largo del siglo XX bajo el prisma de varias familias, ubicadas en diferentes países y bajo diferentes circunstancias; una historia tan convulsa, o más si cabe, que la que abarca la Edad Media inglesa. Y quizá también puedan ser clasificadas como novelas históricas, incluso, las otras novelas del autor, las que usualmente son clasificadas como novelas de espionaje (“La isla de las tormentas”, “La clave está en Rebeca”, “Las alas del águila”, “El valle de los leones, …). Novelas muy diferentes, desde luego, a las que conforman sus dos grandes trilogías (o dos trilogías y pico, valga la denominación, si tenemos en cuenta ésta última novela-precuela, novelas incluso mucho más reducidas que las otras, pero que de alguna forma también nos presentan un periodo de la historia de Europa, la que abarca la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría, bajo su propio prisma de narrador comprometido.



viernes, 13 de noviembre de 2020

Juan Díaz, un teólogo luterano conquense poco conocido que murió trágicamente en el exilio alemán

 

 Uno de los intereses que más claramente me han movido desde el primer momento a la hora de escribir estos pequeños textos que conforman el cuerpo principal de este blog, ha sido el de dar a conocer a mis lectores algunos personajes conquenses que, pese a la gran importancia histórica que alcanzaron en algún momento de sus vidas, o después, se mantienen todavía ocultos al gran público, a pesar de que sí son suficientemente conocidos por los especialistas. Cuenca, a lo largo de sus diez siglos de existencia, ha sido cuna de innumerables personajes interesantes, ilustres para la historia (escritores, artistas, sacerdotes, guerreros, políticos,…) y muchos son también los que han nacido en diferentes lugares de nuestra provincia; y aunque escritores como María Luisa Vallejo, primero, en sus “Glorias conquenses”, y más tarde Hilario Priego y José Antonio Silva, ambos profesores de literatura, en su “Diccionario de personajes conquenses”, han dado a conocer buena parte de ellos, son muchos todavía los que permanecen ocultos entre las sombras del desconocimiento. Juan Díaz, teólogo luterano, del que Marcelino Menéndez Pelayo ya habló en su “Historia de los heterodoxos españoles”, y que falleció en tierras alemanas en una situación trágica y un tanto extraña, es uno de ellos.

Juan Díaz grabado de Teodoro de Beza. Icones, 1580,

Cuenca ha sido una ciudad y una provincia caracterizada siempre por la ortodoxia católica de algunos de sus hijos más preclaros(fray Luis de León, Melchor Cano, Luis de Molina, pero también ha sido, en ocasiones, lugar de nacimientos de los heterodoxos más destacados por su inteligencia y su manera personal de sentir el pensamiento religioso. En efecto, en la provincia nació Constantino Ponce de la Fuente (San Clemente, 1502 -Sevilla, 1560), y en la ciudad nacieron los Alfonso y Juan de Valdés, de los que ya hemos hablado repetidamente en diferentes entradas de este blog. Y aquí, en la ciudad del Júcar, nació también, en 1510 o muy poco antes de esa fecha Juan Diaz, un teólogo bastante desconocido entre la generalidad de los conquenses. Éste tenía, además, vínculos familiares con los ya citados hermanos Alfonso y Juan de Valdés; en efecto, una hermana de aquél, Ana Díaz, había contraído matrimonio con otro de los hermanos Valdés, Andrés de Valdés, quien, como hijo primogénito de Fernando de Valdés, fue quien le sustituyó como regidor perpetuo del Ayuntamiento conquense, poco tiempo después de que el hijo hubiera regresado de Borgoña, donde había realizado ciertos trabajos de carácter diplomático que, sin duda, le habrían servido para hacer allí algunas amistades que, después, le habrían abierto las puertas de la corte a su hermano Alfonso.

Muy poco es lo que se conoce de la Juan Díaz correspondiente a la etapa anterior a su salida de España, más allá de su pertenencia, como en el caso de su familia política, los Valdés, a lo que se conocería como el patriciado urbano de Cuenca, y como también en el caso de ellos, con cierto origen converso. De su círculo familiar, sin embargo, Miguel Jiménez Monteserín si aporta algunos datos en algunos trabajos que el antiguo director del Archivo Histórico Provincial realizó sobre la familia Valdés. Así, se sabe que nuestro protagonista era hijo de Hernando Díaz y de una mujer de la que se ignora su nombre, aunque sí que se apellidaba Astudillo, y que compartía con los hermanos Juan y Alfonso Valdés un bisabuelo común: Diego Gómez de Villanueva "el Viejo". Tenía, al menos, cuatro hermanos conocido. Uno de ellos era Alonso Díaz, el otro protagonista de esta historia, que sólo lo era de padre, pues procedía de otro matrimonio anterior del citado Hernando Díaz. Los otros tres eran mujeres: Catalina Hernández, Inés Díaz y Ana García de Astudillo; ésta fue la que entró en la familia Valdés, por su matrimonio con el ya citado Andrés de Valdés. No obstante, por alguna carta de Juan Díaz conocemos también la existencia de otro hermano, Esteban, del que apenas se sabe su paso también por la ciudad del Sena, donde sería novicio del colegio jesuita, y donde habría fallecido, después de haber dejado la Compañía de Jesús, a consecuencia de una cuchillada recibida en un desafío.

Sí se sabe, sin embargo, que estudió en la universidad de Alcalá de Henares, a donde debió acudir en torno al año 1530, y en donde estudió, además de teología, latín, grrego, artes y filosofía,  y que más tarde marchó a París, ciudad a la que debió llegar tres años más tarde. En la ciudad del Sena permaneció al menos trece años, en cuya universidad complementó sus primeros estudios teológicos y filosóficos en Alcalá, profundizando además en el aprendizaje del latín y del griego. Debió ser por estas fechas cuando se acercó por primera vez al pensamiento protestante, quizá influido por la relación personal que el conquense mantuvo con el teólogo burgalés Jaime de Enzinas (hermano, a su vez con otros tres conocidos luteranos españoles, Francisco, Juan y Diego de Enzinas), y sobre todo por el conocimiento intelectual que tuvo con la obra del alemán Philipp Melanchthon. En efecto, tal y como afirma Menéndez Pelayo en su “Historia de los heterodoxos”, con el tradicional espíritu crítico del erudito, fiel a la más pura ortodoxia, “la lectura de malos libros, especialmente los de Melanchton, y el trato con Jaime de Enzinas por los años de 1539 o 40, le hizo protestante”. Y una vez terminados sus estudios en la universidad parisina, se matriculó también en el College Royale, donde profundizó en el conocimiento del hebreo, hasta el punto de que, parece ser, colaboró en alguna edición del texto bíblico.

Sin embargo, no sería hasta algún tiempo después, en 1545, cuando abrazaría oficialmente la fe evangélica, en el curso de un viaje que el conquense hizo a la ciudad de Ginebra (Suiza), en compañía del abogado Jean Crespin, el autor de “El libro de los mártires”, y del hebraísta Matthieu Budé, en el que conoció a Calvino, y de un nuevo viaje que realizó después por Alemania y otra vez Suiza, ahora en compañía de Claude de Senarclens. Queda en la sombra otro posible viaje del conquense por tierras italianas, entre julio y agosto de 1542, en el marco de la nueva guerra entre el emperador y el rey de Francia, Francisco I, momento en el que aquél había decretado la obligación de que todos sus súbditos, abandonaran las tierras francesas en el plazo de ocho días. Y una vez abrazado el protestantismo, y elegido por el propio Martín Bucero, formó parte de la delegación oficial que la ciudad de Estrasburgo debía mandar a Ratisbona, donde se iba a celebrar la famosa dieta o encuentro, en el que, por orden de Carlos V se iba a determinar el futuro del cristianismo; al conquense y al propio Bucero les acompañaría al encuentro el mismo Senarclens, ya citado. Recogemos de nuevo las palabras de Menéndez Pelayo en este sentido: “La prevaricación de Díaz, como español y como teólogo parisiense de crédito, fue considerada como una gran conquista por los reformadores, y cuando los magistrados de Estrasburgo enviaron a Martín Bucero de representante al Coloquio de Ratisbona, pidió que le acompañase Juan Díaz. El cual, por encargo y a sueldo del Cardenal Du-Bellay, protector de los luteranos en Francia, hacía el oficio nada honroso de espía, informando al Cardenal de cuanto sucedía en Alemania.”

Fue el propio Claude de Senarclens, o Francisco de Enzinas, hermano del ya citado Jaime de Enzubas (sobre este asunto se ha manifestado Ignacio J. García Pinilla, a pesar de que en el original aparece citado como autor el primero de los dos, quien escribió el relato de la trágica muerte del conquense, asesinado  poco tiempo después, el 27 de marzo de 1546, por su hermano gemelo, Alonso Díaz, en una acción que no deja muy bien parado tampoco a Juan Alonso de Valdés, quien hijo de Andrés de Valdés, al cual sucedió a su vez como regidor de Cuenca, y de Ana Díaz, y sobrino, por lo tanto, del teólogo luterano. Se trata de un libro que ha sido reeditado recientemente por la Universidad de Castilla-La Mancha, en una cuidada edición de José Ignacio García Pinilla, incorporando además al texto un epistolario del propio Juan Díaz[1]El suceso, bastante extraño, tuvo lugar en la ciudad alemana de Neoburg an der Donau, una pequeña ciudad de Baviera junto al Danubio, que era entonces la capital del ducado del Palatinado-Neoburgo; la ciudad no estaba lejos de la propia Ratisbona, y a ella había acudido Juan Díaz para atender a la edición de su libro. El crimen fue descrito también por el sabio cántabro en los términos siguientes, con su propio estilo plagado de ortodoxia:

“Un español llamado Marquina, especie de correo de gabinete que llevaba los despachos del emperador a la corte de Roma, oyó de labios de fray Pedro de Soto la apostasía de Juan Díaz y se la contó a su hermano, Alfonso Díaz, jurisconsulto en la Curia romana. El cual, irritado y avergonzado de tener un hereje en su familia, no entendió sino tomar inmediatamente camino de Alemania, con propósito de convertir a su hermano o de matarle.

Del relato de Sepúlveda parece inferirse que no de boca de uno solo, sino por cartas e información de muchos españoles de la corte del César, que en Ratisbona habían tratado con el apóstata e insolente Juan Díaz, el cual a cada paso hacía alarde y ostentación de sus errores, supo Alfonso la deshonra de su casa.

Llegó Alfonso a Ratisbona, tuvo una conferencia con Maluenda, y preguntó a Senarcleus [Senarclens] el paradero de Juan Díaz, porque le traía noticias de la corte del emperador, ocultándole cuidadosamente que era su hermano. Senarcleus dudó antes de responder, consultó con Bucero y demás correligionarios, y finalmente le dijo la verdad. Si hemos de creer a los protestantes, Alfonso Díaz y Maluenda inutilizaron las cartas que para Juan llevaba, de parte de sus amigos, el guía o alquilador de caballos que acompañó a Alfonso a Neoburg. Ellos tuvieron alguna sospecha, y avisaron a Juan, a toda prisa, por un mensajero. La entrevista de los dos hermanos fue terrible. Ruegos, súplicas, amenazas, a todo recurrió Alfonso para convencer a su hermano: le hizo argumentos teológicos; le habló de la perpetua infamia y del borrón que echaba sobre su honrada familia conquense; le presentó una carta de Maluenda, que ofrecía interceder en su favor con fray Pedro de Soto, confesor de Carlos V; le prometió honores y dignidades; se echó llorando a sus pies. Nada pudo doblegar aquella alma, cegada por el error o vendida al sórdido interés. Entonces se le ocurrió a Alfonso que, sacándole de Alemania, quizá se le podría traer a mejor entendimiento, y para hacerlo sin sospecha, fingió dejarse vencer en la disputa teológica, se dio por convencido de la nueva doctrina, y le dijo: <<Ya que Dios ha iluminado de tal manera tu entendimiento, para que no quede en ti vacía y estéril la gracia de Dios, como dice San Pablo, debes salir de Alemania, donde hay tantos predicadores del Evangelio, y no eres necesario, ni entiendes la lengua, y venirte a Italia, donde poco a poco y con prudencia irás predicando tus doctrinas de puro cristianismo>>. Halagó la idea al malaventurado hereje, y aún dio palabra a su hermano de irse con él a Roma; pero Bucero y los suyos, a quienes consultó, como también al fraile Ochino, desaprobaron totalmente esa determinación, porque juzgaban una temeridad irse a Italia, donde forzosamente había de abjurar o sufrir pena capital. Con esto mudó de parecer Juan e intimó a su hermano que no le volviese a hablar de semejante viaje. Dicen que entonces le propuso ir juntos a Ausburgo para conferenciar con Ochino, pero que oportunamente llegaron a Neoburg, para disuadirle, Bucero, Senarcleus y Frencht. Entonces Alfonso, que maduraba ya el espantoso proyecto de quitar de en medio a su hermano, se despidió de él con dulces y engañosas palabras, no sin darle al mismo tiempo, para socorro de sus apuros, catorce coronas de oro. El mismo día volvieron a Neoburg Bucero y Frencht, pero Senarcleus se quedó con Díaz al cuidado de la impresión, que tocaba ya a su término.

Alfonso meditó la venganza de su honra con la mayor sangre fría y no en un momento de arrebato. Años después se la explicaba él a Sepúlveda como la cosa más natural del mundo: su hermano era un enemigo de la patria y de la religión: estaba fuera de toda ley divina y humana; podía hacer mucho daño en las conciencias ; cualquiera (según el modo bárbaro de discurrir del fratricida) estaba autorizado para matarle, y más él como hermano mayor y custodio de la honra de su casa. Así discurrió, y comunicado su intento con un criado que había traído de Roma, desde Ausburgo dio la vuelta hacia Neoburg, deteniéndose a comer en Pottmes, aldea que distaba de Ausburgo cuatro millas alemanas. Allí compraron una hacha pequeña, que les pareció bien afilada y de buen corte; mudaron caballos, y continuaron su camino para ir a pasar la noche en la aldea de Feldkirchen, junto a Neoburg. Amanecía el 27 de marzo cuando entraron en la ciudad, y dejando los caballos en la hostería, se acercaron a la casa del Pastor, donde vivían Juan y Senarcleus, que habían pasado la noche en conversación sobre materias sagradas, si hemos de creer al segundo, que tiene un misticismo tan empalagoso como todos los protestantes de entonces. Llamó el criado de Alfonso a la puerta; dijo que traía cartas de su amo para Juan. Éste se levantó a toda prisa de la cama, vestido muy a la ligera, y salió a otra habitación a recibir al mensajero; tomó las cartas y cuando empezaba a leerlas con la luz de la mañana, el satélite de Alfonso sacó el hacha, le hirió en las sienes y le destrozó la cabeza en dos pedazos. Alfonso contemplaba esta escena al pie de la escalera. Cuando estuvieron seguros de que los golpes eran mortales, salieron de la casa, tomaron sus cabalgaduras, y renovándolas en Pottmes, llegaron a marchas forzadas a Ausburgo, con intento de dirigirse por la vía de Innsbruck a Italia.

Yacía tendido en su propia sangre Juan Díaz, cuando llegó Senarcleus, ignorante de todo. Bien pronto se extendió por la ciudad la noticia del asesinato, y los amigos del muerto, ya a su frente Miguel Herpfer, contando con la justicia y protección del conde palatino Otón Enrique, a cuyo dominio pertenecía Nuremberg, se lanzaron en persecución de los fugitivos, y llegando a Innsbruck antes que ellos, allí los prendieron, a pesar de que negaban haber tenido participación en el crimen. Pero las manchas de sangre delataban al criado, y lo incoherente de sus discursos al amo. El conde Otón envió al prefecto de su palacio para hacerse cargo del preso. Alfonso escribió a los Cardenales de Ausburgo y de Trento reclamando el fuero eclesiástico, y rechazando como incompetente al tribunal de Neoburg. El emperador dirigió en 4 de abril una carta al conde palatino, prohibiendo que los jueces de Innsbruck pronunciasen sentencia en aquella causa, cuya causa se reservaba él para la próxima Dieta. En 7 de abril los magistrados de Neoburg tornaron a suplicar que se permitiese a los jueces de Innsbruck sentenciar la causa. Carlos V respondió que él no tenía autoridad en Innsbruck, y que acudiesen a su hermano el rey Don Fernando. En la Dieta de Ratisbona los Estados protestantes tornaron a solicitar que el crimen no quedase impune. El confesor Pedro de Soto intercedió en favor del reo. En 28 de septiembre de 1546, el Papa escribió al rey de Romanos que <<había llegado a su noticia que Alfonso Díaz y Juan Prieto, clérigos de Cuenca, estaban detenidos por tribunales seculares, so pretexto de haber dado muerte a Juan, hermano de Alfonso; que esta causa correspondía, por la calidad de los procesados, al tribunal eclesiástico; pero que, a pesar de las reclamaciones del Cardenal de Trento, los jueces de Innsbruck habían continuado el proceso. Y que por ende tornaba a requerir que se entregase a la corte pontificia al reo con todos los papeles de la causa.

Así se hizo; el Obispo de Trento se encargó de la causa, y aunque no quedan noticias positivas del resultado ni de la sentencia, es lo cierto que Alfonso Díaz salió incólume, y que años después refería a Sepúlveda en Valladolid toda esta lamentable historia. Los protestantes cuentan que, acosado por los remordimientos, se suicidó en el Concilio Tridentino, ahorcándose del cuello de su mula.

Fueron tales los crímenes del jurisconsulto conquense, de los cuales en buena ley ninguna parte puede achacarse al catolicismo, ni a la Iglesia romana, ni a los clérigos, sino a la feroz y salvaje condición del asesino, a lo exaltado de las pasiones religiosas en el siglo XVI en uno y otro bando y al espíritu vindicativo y de punto de honra que cegaba a los españoles de entonces, moviéndoles a tomarse, aún por livianas causas, la venganza o la justicia por su mano. Mató Alfonso Díaz alevosamente a su hermano, y creyó lavar su honra, como alevosamente matan a sus mujeres (aún inocentes) y a los amantes de éstas (aunque no sean correspondidos) los maridos de Calderón y de Rojas; como mató D. Gutierre de Solís a doña Mencía y D. Lope de Almedia a doña Leonor y a D. Juan de Silva, y García de Castañar a D. Mendo, sin escrúpulo ni remordimientos, con entera serenidad, como quien hace una cosa justa y lícita, y dispuestos a repetirlo con cualquiera que atentara a su honor, del Rey abajo. Costumbres bárbara, ideas bárbaras también, pero que hay que tener en cuenta y estimar en su valor cuando se juzgan hechos de otros siglos. El fanatismo de la limpieza de sangre, que lo mismo se manchaba por el adulterio que por la herejía; cierto espíritu patriarcal y de familia, malamente sacado de quicios, y la rareza misma de las infracciones, contribuían a alimentar esa moral social del honor, en muchos casos abominable y opuesta a la moral cristiana. En el siglo XVI el hecho de Alfonso Díaz parecía tan natural y justificable, estaba de tal manera en las ideas corrientes, que Carlos V aprobó la intención y la muerte, como expresamente dice Sepúlveda, y a ninguno de sus cortesanos dejó de parecerle bien, y el mismo cronista, hombre severísimo y de mucha rectitud de juicio, lo cuenta sin ira ni escándalo, y hasta con cierta delectación. Y si los protestantes alemanes hicieron mucho ruido sobre la impunidad del asesino, a buen seguro que no fue por altas consideraciones morales, sino por encontrar una excelente arma de partido. Hubiera sido el muerto el hermano católico y no el protestante, y viéramos trocados los papeles.”   

La cita es bastante larga, y sin embargo es también interesante para ilustrar a los lectores sobre la situación de la época, en la que no fueron escasas las ocasiones en las que las disputas teológicas, incluso entre los propios parientes, se dirimían de forma violenta. Lo cierto es que la noticia de la muerte de nuestro protagonista se extendió por toda la Europa protestante, de tal suerte que el crimen fue utilizado por los protestantes para atacar al pensamiento católico. Debemos decir algunas cosas más sobre algunos de los protagonistas secundarios de la historia. Alonso Díaz, ya lo hemos dicho, era hermano sólo de padre de Juan Díaz, y por lo tanto mal podía ser hermano gemelo de nuestro protagonista, quizá el error de Menéndez Pidal estribe en la confusión con los hermanos Valdés, quienes, como hemos dicho, eran primos lejanos de los Díaz, y que para muchos estudiosos han sido tenidos, estos sí, como gemelos. Su presencia en Roma, en donde se encontraba en el círculo privado del cardenal Farnesio, se debía a su actividad como abogado del tribunal de la Rota, y como tal, se sabe que en 1541 Juan de Valdés, próxima ya su muerte, lo designó como su procurador ante la Curia romana de ciertos beneficios que él poseía en la ciudad de Cuenca. Por otra parte, la figura del denunciante, el tal Marquina, no era otro que Pedro de Marquina. Natural de Mondragón, en la provincia de Guipúzcoa, y estante en ese momento en la ciudad del Tíber como secretario del embajador, Juan de Vega, era, sin embargo, canónigo de Cuenca, en cuya ciudad había fundado el colegio de la Compañía de Jesús. Capellán del emperador y de la princesa Juana desde 1543, según Mártir Rizo también estaba muy vinculado, como los Díaz, a la familia Valdés.

Juan Díaz escribió una obra no demasiado abundante, hoy desaparecida en su mayor parte porque nunca llegó a ser impresa publicada; en efecto, únicamente llevó a la imprenta un libro, bajo el título de “Christianae religionnis suma”; sabemos que el autor había aprovechado su estancia en Neuburg, ciudad a la que había sido enviado para hacerse cargo de la corrección de las pruebas de un libro que Bucero había terminado de escribir en la propia Ratisbona, aprovechando la escasa actividad que durante ese tiempo estaba teniendo el encuentro entre ambas iglesias, la protestante y la católica en Ratisbona, y temiendo el encuentro con el emperador Carlos V, del que parecía próxima su llegada a la ciudad alemana, y que se había mostrado hostil al conquense, para editar su propio libro, en la misma imprenta que el de Bucero, la que estaba regentada por Hans Killian. De esta única obra conocida, y siguiendo al ya citado José Ignacio García Pinilla, hablan en un trabajo reciente los profesores Hilario Priego y José Antonio Silva en los términos siguientes: “Se trata de un texto que rezuma seguridad en la obra redentora de Cristo y en el amor del Padre, y en él ofrece su autor una viva visión de la perversión humana y una clara confianza en la capacidad santificadora de la actividad eclesial.”[2]Entre esas obras que no han llegado hasta nosotros, se sabe por su testamento que compuso unas “Anotaciones teológicas”, que a su muerte debieron caer en manos de Francisco de Enzinas, otros de esos teólogos españoles que, como el propio Juan Díaz, vivieron sus días finales en diferentes ciudades suizas o alemanas, en las que había triunfado el pensamiento protestante, huyendo de esta forma de la persecución a la que la Inquisición les había sometido, o podía someterles, en su país de origen.


Neuburg an der Donau, en la Topographia Germaniae de Mateo Merian, 1644.

En la imagen superior,  

[1] García Pinilla, José Ignacio, Verdadera historia de la muerte del santo varón Juan Díaz, por Claude de Senarclens, Cuenca, Universidad de Castilla-La Mancha, 2009.

[2] Priego Sánchez-Morate, Hilario, y Silva Herranz, José Antonio, “la ciudad de Cuenca y la literatura”, en Jiménez Monteserín, Miguel; y Mombiedro Sandoval, Pedro, Cuenca, pétrea atalaya entre dos hoces, Cuenca, Diputación Provincial, 2020.

domingo, 8 de noviembre de 2020

Un documento inédito sobre el convento hospital de San Antonio Abad

 

               Fue a mediados del siglo XIV cuando se estableció en Cuenca la comunidad de los frailes antoneros, o de San Antonio Abad, con el fin primordial, como había sido así también en otras ciudades europeas en los años anteriores, de atender a los enfermos acosados por diferentes enfermedades infecciosas, y en concreto y sobre todo, a aquellos que padecían la enfermedad llamada ergotismo o herpes zoster. Conocida a popularmente, por ese vínculo que durante mucho tiempo tuvo con la orden mencionada, como “fuego de San Antón”, “fiebre de San Antón” o “fiebre del infierno”, se trataba de una enfermedad que estaba causada por la ingesta de alimentos contaminados por diferentes micotoxinas producidas por la existencia en estos de hongos parásitos, y en concreto, y si nos referimos a la Edad Media, por el llamado ergot o cornezuelo, que normalmente suele crecer en los cereales en mal estado, principalmente en el centeno, y también en menor medida, en la cebada o el trigo. Este hongo, al ser ingerido por el ser humano, provoca en él una sustancia denominada ergotamina, que deriva en ácido lisérgico, el cual puede producir alucinaciones y convulsiones, y en situaciones de mayor gravedad, puede llevar incluso a la necrosis de los tejidos, y en situaciones límites, a que las extremidades terminen gangrenándose, llegando a producir en estos casos el fallecimiento.

Fue ésta una enfermedad muy tenida y usual en algunos momentos de la historia, por la dificultad de conservar en buen estado los alimentos, y por las graves consecuencias en las que podía derivar. Así, para intentar mejorar la calidad de vida de los que habían sido afectados por ella, Gastón de Valloire, un noble oriundo de la región francesa del Delfinado, en Arlés, fundó en 1095 la orden de los Hermanos Hospitalarios de San Antonio Abad, o Antoneros. Desde Arlés, la orden se fue extendiendo en los años siguientes por otras comarcas de Francia, y más tarde también al resto de Europa, de manera que entre los siglos XII y XIII se habían instituido ya dos grandes encomiendas en Castilla y en Navarra, con sedes principales en Castrojeriz, en la provincia de Burgos, y en Olite, respectivamente, ésta última también con extensiones en el reino de Aragón, y ambas con diferentes casas dependientes establecidas en diversos lugares de dichos reinos. En 1777, el papa Pío VI la unió canónicamente a la orden de Malta, pero una sucesión de acontecimientos terminaría por provocar su extinción de la orden en toda Europa: la Revolución Francesa, en 1789, que le llevó a perder sus últimos monasterios en el país vecino; el breve pontificio de 1791, firmado por el mismo prelado a petición de Carlos III, que originó la desamortización de todos sus bienes en España; y el proceso de mediatización y secularización de todos los territorios soberanos alemanes, que se llevó a cabo en el Sacro Imperio Germánico a principios de la centuria siguiente.

               En Cuenca, el convento-hospital de San Antón se fundó en 1345, bajo la advocación del propio santo ermitaño y el patronazgo de la Virgen del Puente. A partir de este momento se fue desarrollando en el espacio que había sido elegido por los frailes antoneros para establecer su casa, extramuros de la ciudad y al otro lado del curso del Júcar, aguas abajo de la desembocadura del Huécar, una frenética actividad hospitalaria y espiritual, que llevaría, por una parte, a la instalación en las cercanías del convento de diferentes hospitales, de tamaño reducido y con carácter eminentemente asistencial y benéfico, como los de San Lázaro y San Jorge, y por la otra, a un importante desarrollo de la devoción a la Virgen, fruto de la cual sería el nacimiento, en los siglos siguientes, de diferentes leyendas piadosas con una nota en común: el patronazgo de la Virgen sobre las tropas cristianas durante el cerco y la conquista de la ciudad a los musulmanes. Y ese crecimiento devocional, finalmente, sería el que a la postre terminaría por sustituir aquella original devoción mariana, del Puente, por la de la Virgen de la Lu; una devoción que si en los siglos XVI y XVII surge de manera bastante marginal en el devocionario conquense, terminaría por sustituirla definitivamente a lo largo del siglo XVIII.

En efecto, durante el siglo XV, la devoción de los conquenses por la Virgen del Puente estaba ya bastante extendida, tal y como se puede apreciar en la documentación conservada; también entre algunos de los miembros más destacados del cabildo diocesano, como en el chantre don Niño Álvarez de Fuente Encalada, quien había fundado el convento de religiosas benedictinas, que todavía se mantiene abierto, y que había mandado construir también, aguas arriba del Júcar, el todavía llamado Puente del Chantre, con el fin de evitar accidentes entre los ganaderos que en ese punto estaban obligados a cruzar sus rebaños entre una margen y otra del río. Todo llevó a los antoneros a ordenar una primera ampliación de la iglesia, que la llevó a cabo al finalizar el primer cuarto del siglo XVI, siendo comendador de la casa Cristóbal Agustín de Montalbo, testigo de la cual es la portada plateresca que todavía se conserva. Y una nueva ampliación se llevaría a cabo también a mediados del siglo XVIII, por José Martín de Aldehuela, el arquitecto que, llegado a Cuenca poco tiempo antes para construir la iglesia del oratorio de San Felipe, fue nombrado después maestro mayor de obras del obispado, terminando de esta forma por dar su carácter personal a la arquitectura religiosa barroca de la ciudad.

Sin embargo, no es mi intención trazar en este artículo una historia del convento hospital conquense de San Antonio Abad; quien desee adentrarse en esa historia, puede encontrarla en el genial trabajo del profesor Pedro Miguel Ibáñez Martínez, que fue publicado en 2011 por la Fundación de Cultura Ciudad de Cuenca, con la colaboración económica de la Caja Rural de Cuenca[1]. En este texto, por el contrario, sólo deseo presentar al lector cierto documento de archivo que está referido a esta casa-hospital, y que encontré hace algún tiempo entre los fondos del Archivo Histórico Provincial de Cuenca, en su sección notarial. El documento está fechado en 1782, unos pocos años antes de la supresión definitiva de la orden en España. Se trata de un poder firmado ante uno de los escribanos de la ciudad, José Félix de Navalón, por el comendador de la comunidad conquense, es decir, la máxima autoridad de la casa que la orden tenía en la ciudad de Cuenca, José López de Tejada, en favor de dos procuradores de la Real Chancillería de Granada, Salvador Cheverría y Sebastián Collantes. El motivo que había llevado al religioso a firmar el poder era permitir que ambos procudadores pudieran representarles, a él y al resto de la comunidad antonera, en el pleito que ésta mantenía contra el cabildo de Ánimas de San Gregorio, que había sido establecido en la iglesia parroquial de San Juan, a cuya jurisdicción pertenecía el hospital, y que estaba unido a la antigua hermandad y hospital de San Jorge. El proceso había sido originado por la obra que un tercero, el sacerdote Antonio Rojas, pretendía construir sobre un solar que era propiedad del hospital, pero que estaba en litigio desde algún tiempo antes con el mencionado cabildo de Ánimas. Transcribo a continuación el documento aludido:

“En la ciudad de Cuenca, a catorce días del mes de Mayo de mil settezientos ochenta y dos, ante mí el presente escribano y testigo infraescriptos, Don Frey Josef López de Tejada, comendador de la Real Cassa Obspital del Señor San Antonio Abad, sitto extramuros de esta ciudad, dijo que por cuanto haviéndose tomado conocimiento por el tribunal ordinario eclesiástico de ella y su obispado, en ciertas causas contra el mismo Real Ospital sobre denuncia de nueva planta hecha por Don Antonio Rojas, presbítero de nuestra ciudad, en un solar perteneciente a la propia Real Casa por un censo perpetuo como si fuera libre que le vendió el Cabildo tratado de San Jorge, unido al de Ánimas de San Gregorio del Magno, de esta referida ciudad, y reconocimiento subsidiario del indicado censo, y últimamente acerca de la entrega del valor del prenotado solar correspondiente al Ospital, se mandó retener por dicho tribunal eclesiástico, con ocasión de una nueba demanda que contra aquel y su comunidad puso el citado cabildo sobre pago pretendido de una supuesta consignación censitiva enfitéutica a su favor de doscientos maravedíes en diferentes casas, y entre ellas las del solar de la disputa, nol afianzando el otorgante sus resultas, con lo demás que aparece en unos y otros autos, los cuales a su solicitud por vía de fuerza se llevaron a la Real Chancillería de Granada, por cuya superioridad se declaró la hacía el juez eclesiástico en haber conocido en dichos autos, y mirando retenerlas en aquella corte, donde las partes usasen en su derecho como les combeniere, y por las del memorado Cavildo de las Benditas Ánimas a que está unido el citado de San Jorge, en efecto se puso demanda al mencionado Real Ospital y al otorgante, como su comunidad, acerca de que, de los bienes de su Real Cassa le pague los expresados doscientos maravedíes de dicha pensión anual, de que resultó darle traslado. Y por consecuencia de dicho cavildo por la misma Real Chancillería fue expedida en nuebe de abril último la correspondiente Real Provisión de emplazamiento, en término de quince días, refrendado de Don Francisco Anastasio Díaz de Morales, escribano de cámara de ella, que en el de ayer trece del corriente, se le hizo saber al otorgante por Juan Antonio López Malo, que lo es del número de esta ciudad. Por tanto, y con ratificación de cuanto en virtud del poder, y ante Martín González de Santa Cruz, otro de él, en diez y seis días de agosto del año pasado de mil settezientos setenta y nueve, hubiera pedido hecho y obrado en la expresada razón Don Salvador de Cheverría y Don Sebastián Collantes, procuradores en dicha Real Chancillería de Granada, a quienes le confirió: otorga el referido Don Frey Josef López de Tejada, a los mismos dos dusodichos juntos y a cada uno de por sí in solidum, les da y confiere este nuevo poder, tan cumplido como se requiere, para que a nombre del otorgante y representación de su persona como tal comendador, parezcan ante Su Majestad y señores Presidente y oidores de la referida Real Chancillería, y en contestación de la relacionada demanda puesta en aquella superioridad por dicho Cavildo de Ánimas en el explicado asumpto, pidan, aleguen y expongan cuanto hallaren y tuvieren por necesario y oportuno, hasta que se desprecien las solicitudes y pretensión de dicho cavildo, y consigan sentencia favorable hacia la mencionada Real Cassa Ospital de San Anttonio Abad, con condenación a costas a aquél, para cuyo logro y demás declaraciones a favor de dicha Real Casa, conforme al derecho y justicia que se le asiste, hagan presentes, pedimientos, alegatos, requerimientos, citaciones y protestas…”[2]

El documento continúa, en los mismos términos que es usual en un escrito de estas características, en los que nada se deja al azar, de cara a un enfrentamiento legal ante un tribunal, el de la Real Chancillería de Granada, que, como es sabido, tenía los efectos del tribunal supremo de Castilla, en todo tipo de asuntos relativos territorialmente a todo el sur del río Tajo; los referidos al norte de dicho río se veían en la Real Chancillería de Valladolid. Para conocer en qué terminó la causa aludida, habría que acudir probablemente a la documentación generada por el propio tribunal granadino. Nueve años más tarde, en 1791, tal y como ya hemos dicho, la orden sería suprimida en toda España. A partir de este momento, el edificio permaneció cerrado durante más de veinte años, hasta que, hacia el año 1816, sería reclamado al Estado por el Ayuntamiento de Cuenca, con el fin de hacer allí una nueva iglesia de patrocinio municipal. Pero esa será otra historia, suficientemente conocida al menos en algunas de sus particularidades.




[1] Ibáñez Martínez, Pedro Miguel, La iglesia de la Virgen de la Luz y San Antón y el Barroco conquense, Cuenca, Fundación de Cultura Ciudad de Cuenca, 2011.

[2] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección Notarial. P-1437.

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