jueves, 29 de julio de 2021

Dos libros sobre arte y artistas conquenses


 Quiero comentar en esta nueva entrada del blog dos libros que tratan de arte, dos libros casi hermanos, que se presentaron juntos hace unas semanas, a principios del pasado mes de julio, en la Semana de los Libros de la Diputación Provincial de Cuenca. Los dos, juntos, conforman sendos homenajes a dos de nuestros grandes pintores. Uno, Óscar Pinar, de la segunda mitad del siglo XX, aunque por razones vitales y por su propio devenir pictórico se adentra también en las primeras décadas del siglo XXI; el otro, Emilio Morales, también un pintor moderno de pleno siglo XXI, que combina la pintura figurativa con algunos aspectos cercanos a la abstracción, y cuyas raíces se forjaron, también y por las mismas razones, en las últimas décadas de la centuria anterior.

El libro sobre Óscar Pinar es un rendido homenaje conjunto del Ayuntamiento de Cuenca, de la Real Academia Conquense de Artes y Letras y de la propia Diputación Provincial, escrito por cuatro de los miembros de dicha RACAL: José Ángel García, que realiza una sentida semblanza humana del fallecido pintor conquense; Miguel Ángel Moset, autor de un breve pero también sentido artículo sobre su figura artística, pintor que habla sobre otro pintor; Joaquín Saúl García Marchante, quien, como geógrafo que es, nos ofrece una visión de sus paisajes, la temática preferida por el artista conquense, desde el punto de vista de la geografía; y Pedro Miguel Ibáñez Martínez, experto historiador del arte, que nos ofrece, con esa visión experta con la que antes había hablado de la pintura del Renacimiento o de la arquitectura de José Martín de Aldehuela, un analizado recorrido por el universo artístico de Óscar: Un pintor, Óscar Pinar, que, en contra de lo que sobre él dijeron y escribieron sus coetáneos, es más expresionista que impresionista, un pintor figurativo en una época en la que primaba la abstracción, pero que no por ello fue menos moderno que los abstraccionistas, precisamente por el antiacademicismo que siempre quiso mostrar en cada uno de sus cuadros.

La parte central del trabajo, como ya hemos dicho, corre a cargo del catedrático de Historia del Arte, Pedro Miguel Ibáñez, que distribuye la etapa vital  de Óscar, más allá de sus años de aprendizaje, caracterizados por su etapa como alumno oficial del alcarreño Fausto Culebras, en la conquense Escuela de Artes y Oficios que regía en los años de la posguerra la Diputación Provincial, y un aprendizaje, cuando menos oficioso, respecto del abulense Eduardo Martínez Vázquez, edl madrileño Fernando Somoza, y del griego Dimitri Perdikidis, en la etapa en la que los tres pintores permanecieron en Cuenca, en tres etapas claramente definidas: un periodo de juventud, de 1947 a 1960; un periodo álgido, de 1961 a 1980; y un tercer periodo de plenitud, entre 1982 y el año de su fallecimiento, 2017, que el profesor Ibáñez define como de “entre la modernidad y la tradición, o cómo reinventarse en el arte”.

Pedro Miguel Ibáñez critica muchas de las definiciones que otros críticos, en comentarios de prensa o en los textos para los catálogos de las innumerables exposiciones en las que participó a lo largo de su carrera, a lo largo y a lo ancho esta piel de toro que es España:“A lo largo de los distintos capítulos, queda evidente nuestra escasa concordancia con la mayor parte de los cronistas de exposiciones y críticos de arte, que han comentado aspectos de la pintura de Óscar Pinar. En poco casos se constata el punto de partida de una metodología precisa y la existencia de un criterio. Por el contrario, parece que casi todo se basa en la búsqueda de una frase ocurrente o de la mera retórica. Es por ello por lo que, desde el punto de vista historiográfico, su pintura ha permanecido inédita durante más de setenta años, desde el primer cuadro y fechado por él en 1947. Nada tiene que ver eso con el ideal estético de cada uno al valorar las obras. Queda claro que pueden existir discrepancias en la mirada, pero hay que fundamentar las apreciaciones teniendo en cuenta lo que nos enseña el último siglo y medio vivido por el arte contemporáneo. Una cosa es redactar un texto coyuntural para una exposición en un momento determinado, y otra muy distinta analizar las claves estilísticas y devolutivas de un artista con la perspectiva del mucho tiempo transcurrido, que es lo que toca. Lo que sí queda evidente, pasados los años, son las debilidades y las obsolescencias de esos textos literarios o ensayísticos, si no se han cimentado en un mínimo conocimiento del hecho artístico. Como conclusión del epígrafe, cabe resaltar la importancia de este tipo de monografías que establezcan una panorámica de suficiente envergadura de los artistas figurativos conquenses de mediados del siglo XX, esa suerte de generación perdida, fagocitada por lo abstracto.”

Desde luego,  Óscar Pinar, a pesar de lo que de él se ha dicho muchas veces, fue un pintor moderno, dentro de su apuesta por el arte figurativo, y lo es en parte por su frontal oposición a todo academicismo, lo que, siendo una apuesta personal, permitió que muchas veces nuestro pintor no fuera bien entendido por sus coetáneos. Por ello, Pedro Miguel insiste en el último apartado de su ensayo, en negar algunos de los estilos pictóricos en los que la obra del conquense ha sido muchas veces encuadrada: como las supuestas debilidades técnicas a la hora de enfrentarse a sus cuadros, algo que en realidad no respondía a una falta de capacidad artística, sino a una concepción de la obra bien pensada, y llevada a cabo de acuerdo con esas pretensiones; o el infantilismo, que algunos de los comentaristas de sus lienzos, erróneamente, acercan al pintor conquense a la estela de la estética naif; o un supuesto realismo, que, como dice Pedro Miguel Ibáñez, no lo es si atendemos al colorido de sus obras, y al trazo grueso que éstas presentan; o al argumento, tantas veces repetido, de la obra pinariana como parte del impresionismo, estilo al que sólo se acerca, y no demasiado, en una etapa de su peripecia artística, y apenas por el colorido empleado en aquella etapa pictórica. Sin embargo, y como Ibáñez insiste repetidamente a lo largo del libro, todo ello no es suficiente para clasificar a un pintor dentro del impresionismo.

Entonces, ¿en cuál de los estilos de la pintura del siglo XX cabría encuadrar a Óscar Pinar? La respuesta nos la da, ya al final de su estudio, el profesor de la Universidad de Castilla-La Mancha: la pintura de Pinar se encuentra entre el fovismo francés y el expresionismo alemán. Al respecto, dice lo siguiente Pedro Miguel Ibáñez, en una cita extensa pero claramente definitoria de su obra:“Entre el movimiento francés y los alemanes existe un territorio fronterizo bien representado por el citado Vlaminck, el miembro más expresionista del fovismo, y no digamos por Georges Rouault, más cercano a los artistas alemanes que a sus compatriotas. Interesa resaltar estos hechos por los vínculos que se pueden establecer con la misma producción de Óscar, donde en ocasiones no resulta fácil discriminar si una obra está más cerca del fovismo o del expresionismo, o si funde caracteres de ambos movimientos. Toda la pintura de Óscar refleja la importancia del trazo rotundo en la elaboración de sus cuadros… La fase del expresionismo más extremo de Óscar finaliza hacia 1976, dejando a salvo piezas aisladas que pueden surgir con posterioridad. No es casual que, en 1977, efectúe alguna declaración manifestando su deseo de iniciar una nueva etapa. Interpretamos que la idea que pudiera rondar su cabeza fuera la de abandonar los colores más apagados y monocordes de los años precedentes, así como las formas bamboleantes y sinuosas que dotaban de inquietante vida interior a los pueblos. Lo cierto es que genera su momento más fovista, con un cromatismo más violento y variado. Los colores vivos, alegres y contrastados vienen de muy atrás, desde Cuenca y la hoz del Júcar (1963) hasta Otoño (1970), y coexisten con la otra línea ya expuesta. Pero ahora se acentúan en las más diversas manifestaciones dentro del género, sean marinas, vistas urbanas o escuetos elementos del paisaje. En cualquier caso es un fovismo parcial y moderado, que en buena medida supone la antesala de lo que caracteriza el periodo final. Sí alcanza la radicalidad absoluta en piezas como, entre otras, Valdemoro del Rey, Cuenca (1980) y Arandilla del Arroyo, Cuenca (1981), como hemos analizado en su lugar, pero son obras de pequeño formato que nos dejan cierta frustración por lo lejos que pudiera haber llegado en esta corriente estilística.”

 

Y si el homenaje a Óscar Pinar llegaba tarde por esa manía que tenemos los conquenses de homenajear a las personas, casi siempre, después de su fallecimiento, y si el homenaje que sin duda se hará también a uno de los autores, otro de nuestros grandes pintores de entresiglos, Miguel Ángel Moset, también va a llegar tarde precisamente porque su temprana muerte, hace varios meses, no le ha permitido ver impreso ese libro en el que él también ha participado, el homenaje que Julio Calvo Pérez ofrece a su, nuestro, buen amigo, Emilio Morales, afortunadamente, todavía llega a tiempo. Y es que los conquenses todavía podemos disfrutar del arte y, lo que es más importante, también de la bondad del pintor de Mota del Cuervo. Un pintor que ya ha dejado cátedra entre los conquenses, porque son ya muchos los que, alumnos suyos, han sabido ya hacerse, ellos también, un hueco, entre exposiciones y premios de pintura, en este difícil mundo que es el arte. Un pintor que conoció la Movida madrileña, y lo que esa Movida representaba, cuando hacía caricaturas y dibujos en la Plaza Mayor de la capital, y que después quiso regresar a su tierra natal para regalarnos su manera de entender el arte, sabiendo de aquella otra “movida” conquense, la que representó el Asilo de Ancianos de nuestra Plaza Mayor, actual Museo de las Ciencias, lo que podríamos llamar la “edad de oro” del arte conquense, al amparo de Fernando Zóbel y su Museo de Arte Abstracto Español. Un pintor que es y se siente conquense, aunque con un recorrido universal que le ha llevado a mostrar algunos de sus lienzos por todo el mundo, desde Seúl y Tokio hasta diferentes puntos de Norteamérica. Un pintor que, sobre todo, no sabe decir nunca que no cuando alguien le pide uno de sus cuadros, o una de sus exposiciones, porque él también es un formidable comisario de exposiciones colectivas, para una oenegé o para cualquier otro fin solidario.

Julio Calvo, el autor del libro sobre Emilio, no es crítico ni historiador del arte, sino un reconocido lingüista, catedrático en la Universidad de Valencia, y autor de reconocidos estudios en los campos de la lingüística y de la semántica, y director técnico del proyecto el Diccionario de Peruanismos, de la Academia Peruana de la Lengua. También es autor de diferentes estudios, siempre desde el punto de vista de la lingüística, publicados ya en la propia Diputación Provincial de Cuenca, como los de Juan de Valdés, Sebastián de Covarrubias y Lorenzo Hervás y Panduro, además de una biografía de José Antonio Conde, natural, como él, del pueblo conquense de La Peraleja, que llegó a ser uno de los principales arabistas de su época, a caballo entre los siglos XVIII y XIX. Pero, sobre todo, Julio es un gran amigo de Emilio, y ello, sin poner ningún ápice a su nuevo trabajo, se nota a lo largo del texto.

El libro, que cuenta, como el ya comentado sobre Óscar Pinar, con un importante aparato de ilustraciones, algunos de los mejores cuadros de Emilio, está ordenado en base a tres apartados claramente definidos. En primer lugar, bajo el título de “Emilio Morales consigo mismo”, el autor realiza una biografía del pintor. Pero no se trata de una biografía al uso, secuencial, en la que el autor vaya repasando los hitos más importantes de la vida y la obra del artista. No; se trata más bien de un recorrido por el interior de nuestro genial artista, destacando, junto a esa biografía propiamente dicha, algunos aspectos que son clave en su obra, en cuanto formadores de su personalidad artística.

En la segunda parte, bajo el título de “Emilio Morales en su relación con los demás”, se destacan también dos aspectos que también han sido clave en el devenir de Emilio, a lo largo de estos cuarenta años como pintor: sus relaciones con el resto de los artistas, y su faceta como enseñante. Por lo que se refiere a lo primero, a su relación con los demás pintores, Emilio siempre ha tenido buena relación con casi todos los pintores y escultores con los que se ha relacionado a lo largo de estos años (Miguel Ángel Moset, Fernando Zóbel, Pacheco, …, por citar sólo a unos pocos, dentro del ámbito conquense; Antonio Villa-Toro, Rufino de Mingo,… fuera de nuestra ciudad; aquellos compañeros de la movida madrileña, como Paco Clavel o Fabio MacNamara, …, entre los más inclasificables de aquella movida), lo cual ya dice mucho sobre su proverbial bondad y amabilidad, en un mundo, éste de la pintura, en el cual resulta complicado apaciguar los fuertes egos personales de los artistas. Por lo que se refiere a lo segundo, a su capacidad como docente, ésta faceta es consustancial también con su propia labor creativa, y como muy bien afirma Calvo Pérez, han sido ya más de dos mil los alumnos que han pasado por sus clases, niños y adultos, tanto en Cuenca como en los diferentes pueblos de la provincia en los que ha dado clase de manera sistemática (Arcas, Fuentes, Sotos, Carboneras,…); algunos de ellos, además, ya han triunfado en su propia labor artística, participando en algunas exposiciones de importancia y ganando algunos premios de pintura, lo cual, también, dice mucho de Emilio como docente.

Finalmente, “Perspectiva y prospectiva” en la tercera parte hace Julio una mirada paralela al pasado, al presente y al futuro de Emilio como artista. También en ésta, como en las otras dos partes del libro, Amparo, la mujer de Emilio, sigue estando presente, porque, como dice el refrán, como el autor afirma, “detrás de todo gran hombre está siempre una gran mujer”; y Amparo, siempre está detrás de Emilio, para apoyarle en todos y en cada uno de sus proyectos, y también en sus clases de pintura, como si fuera ella misma parte de esa labor creativa del pintor de Mota del Cuervo.

Ya para terminar, quiero hacerlo con un párrafo de Julio, uno de los primeros que encontramos en el libro, en el que el autor define una parte de la obra de Emilio: “Pero Emilio Morales vive de las dos fuentes: la de la sencillez y reducción en los planteamientos artísticos y la de la evasión artística, la de los paisajes firmes, bien tratados por las formas y sujetos a la impresión de la luz, y la de la ciudad abstracta y onírica, bañada por el color, omisa a las formas, pero lejos del negro de la España de quienes engendraron un día el primer museo de arte abstracto de España. Esos son los logros y las objeciones del arte de provincias y en provincias, aunque Emilio Morales sale frecuentemente de esos cánones aupado por su constante insatisfacción artística y sus deseos de prevalecer a veces desde lo más nimio, como puede ser un plástico en el río, los reflejos insinuantes de los objetos, el vuelo de las palomas, el pase de un gato en equilibrios o un sueño de molinos de viento manchegos.”



jueves, 22 de julio de 2021

“Retaguardia roja”, un libro sobre el frente interior de la Guerra Civil en los pueblos de la Mancha

 


En los últimos años, la presión que los postulados ideológicos y políticos viene realizando sobre todos los aspectos de la vida social, en España y en el resto de Europa, está alcanzando niveles ciertamente peligrosos. En lo que respecta al sistema judicial, por ejemplo, la coacción que el gobierno de Hungría viene ejerciendo en los últimos años sobre los jueces y tribunales de su país, con la clara intención de colocar a estos en una posición casi de dependencia respecto de los otros dos poderes del Estado, limitando de esta forma las garantías que caracterizan a todo sistema democrático, ha puesto en alerta a la Comisión Europea, y desde Bruselas se viene instando al gobierno de Budapest a que dé marcha atrás en esa política. El problema también afecta a España, como podemos apreciar por este titular de una publicación tan poco sospechosa de derechista como “El País”, en su edición digital correspondiente al día 20 de julio de este año: “La Comisión Europea urge a España a la renovación del Consejo General del Poder Judicial”. Y con el fin de evitar malinterpretaciones entre los políticos, y entre los lectores, ahora, cuando los diferentes partidos se echan la culpa respectivamente de que esa renovación no sen haya producido todavía, por culpa de las cuotas que a cada uno de ellos les corresponde en el Consejo, explica lo siguiente en la entradilla: “Bruselas sugiere que, en línea con los estándares europeos, la mitad de los miembros del órgano sea elegida por jueces.” En realidad, y es mi opinión personal, considero que lo propio sería que fueran los jueces los que nombraran a todos los miembros del Consejo.

Algo parecido está sucediendo con el estudio de la historia: desde un tiempo a esta parte, los políticos se están convirtiendo en historiadores, hasta el punto de que ellos pretenden ser los garantes de cuál es la historia verdadera, de qué historia es la que debe enseñarse en las escuelas y en las universidades, y cuál otra, por falsa desde su punto de vista ideológico, debería censurarse y olvidarse. El asunto siempre ha sido una de las características de todo sistema nacionalista, y ahí está el caso catalán del Institut Nova Història, una organización financiada con dinero público, y creada precisamente para promover la superioridad “histórica” de Cataluña respecto del resto de las regiones españolas, a través de ciertos personajes históricos tan claramente “catalanes” como Miguel de Cervantes o Cristóbal Colón; quizá algún día, el Institut llegue a descubrir que también Jesucristo, durante su Crucifixión, llevaba barretina en lugar de una corona de espinas. Porque, allí donde no llega la historia real, el Institut no tiene ningún problema en inventarla para su propia conveniencia. Leemos también el titular de una noticia reciente: “Los independentistas dicen ahora que el compositor Beethoven era catalán”. Sobran comentarios.

Pero el problema no es sólo de nacionalismos tan exclusivos y supremacistas como el catalán. Desde Madrid, o mejor dicho, desde el gobierno central de Madrid, la Ley de Memoria Democrática, tan poco democrática en realidad, pretende hacer un relato de la Segunda República y de la Guerra Civil, claramente partidario, dando una vuelta de tuerca más a la ya de por sí polémica Ley de Memoria Histórica de Rodríguez Zapatero. Y en Rusia, por su parte, Vladimir Putin, en esencia un dirigente comunista que nació demasiado tarde, después de la caída del comunismo clásico, casi un estalinista post-Perestroika, pretende aprobar en Rusia una ley que prohíba equiparar el estalinismo con el nazismo, a Stalin con Hitler, blanqueando de esta forma a uno de los criminales más sanguinarios, tanto como el propio Hitler, y ya es decir, que ha dado el continente europeo a lo largo de todo el siglo XX.

Por ello, libros como éste, “Retaguardia roja. Violencia y revolución en la guerra civil española”, por el que su autor, el historiador manchego Fernando del Rey, profesor de la Universidad Complutense de Madrid, obtuvo en el año 2020 el Premio Nacional de Historia, son todavía necesarios. Son libros como éste, escritos con valentía, y, sobre todo, con la apoyatura que garantiza el conveniente uso de los documentos, los que nos permiten poder tener una visión completa de esa etapa de la historia, tan convulsa como fue el estallido bélico de 1936, con sus causas y también con sus consecuencias. Un asunto complejo, que ha sido tratado muchas veces con sectarismo, por unos y por otros, pero que aquí ha sido tratado con gran amplitud de miras por el historiador de La Solana (Ciudad Real), a pesar de que sólo trata, prácticamente, de la violencia ejercida por la reta guardia republicana. Porque, como él mismo dice, la violencia ejercida en la otra retaguardia, en la de los nacionales, primero en las zonas en las que había vencido el levantamiento y mas tarde, a medida que el frente de guerra iba avanzando, también en el resto del país, ya ha sido estudiada en diferentes textos, mejor acogidos que éste, seguramente, por la crítica afecta a los postulados de izquierdas.

El libro se remite a una zona concreta de la retaguardia republicana, la provincia de Ciudad Real, en la que la sublevación militar fue derrotada desde un primer momento, gracias, como en el caso de la provincia de Cuenca, a la negativa de la Guardia Civil a ponerse de parte de los sublevados. Por ello, su espacio geográfico se caracteriza por haber permanecido en la retaguardia durante todo el conflicto, a pesar de hallarse relativamente cerca de algunos de los frentes militares. Sin embargo, y por la especial concepción de la obra, el trabajo de Fernando del Rey se puede extrapolar también a otros espacios similares, dando al libro un carácter de universalidad que por temática, sin embargo, no tiene. Lo ha dicho de esta forma el crítico Miguel Gregorio González, en un texto para el Diario de Sevilla: “Un estudio centrado en la provincia de Ciudad Real, pero del que se traduce un fenómeno general ya conocido, el del frente interior, que extendió las hostilidades bélicas a los no combatientes.”

El libro termina también con la consabida teoría, defendida a ultranza por quienes se ciñen a los postulados oficialistas de izquierdas, de que la violencia ejercida por los sublevados fue una violencia “gubernamental”, promovida desde el propio gobierno de Burgos, mientras que la ejercida en el bando republicano fue muy distinta, ajena al propio gobierno de la República, y que fue realizada por masas incontroladas, e incluso, por meros criminales que nada tenían que ver con la política. Por el contrario, a lo largo del libro puede verse como, en realidad, también la violencia republicana, como la nacional, fue una violencia premeditada desde el propio gobierno, que buscaba también el exterminio del enemigo, atendiendo siempre a ese frente interior del que hablaba el crítico andaluz. En gran parte, ello pudo producirse por un cambio en el sistema judicial, provocado por la renovación de muchos jueces, y el resto del personal judicial que no era afecto al Frente Popular. A modo de ejemplo, recogemos uno de los párrafos que conforman el libro:

“Las personas llamadas a ocupar las vacantes dejadas por el personal judicial purgado fueron, a menudo, militantes comprometidos con los comités o con las gestoras municipales del Frente Popular. El relevo de aquel personal dio pie a que se desmoronara todo el sistema, liquidándose el principio elemental de la seguridad jurídica. Así, la justicia municipal y provincial dejaron de funcionar como instancias independientes del poder político, abriendo el campo a todas las arbitrariedades imaginables y a un sinfín de ilegalidades imposibles de contemplar en los tiempos de la República en paz… Pero no sólo era cuestión de absentismo, ineficacia y pasividad en cumplir los procedimientos legales ante los delitos que se cometían o cuando aparecían cadáveres en las cunetas y descampados. Es que a menudo las personas que se hicieron con las riendas de los juzgados fueron también las primeras en vulnerar las leyes.”

En otro capítulo, del Rey escribe lo siguiente: “Este ambiente no hizo inevitable ni provocó la guerra civil que sobrevino tras el levantamiento en el Protectorado, como tampoco justificó la brutal maniobra de alzarse en armas protagonizada por los militares insurrectos, que rompieron con ello su juramento de fidelidad a la legalidad establecida. De hecho, si el golpe militar no hubiera tenido lugar difícilmente hubiera estallado la guerra. En lo que a virulencia verbal se refiere, para lo único que sirvió la conspiración que sobrevino en un pronunciamiento sangriento fue para que los discursos de odio superaran unos niveles nunca vistos a lo largo de los años treinta. Con la diferencia de que ahora se abría una lucha a muerte que parecía dar la razón a los que habían previsto la posibilidad de que estallara la contienda.”

Sin embargo, yo no acabo de estar de acuerdo con esta hipótesis: la situación que se vivía en España durante gran parte del periodo republicano, y sobre todo durante la primera mitad de 1936, antes de que se iniciara la guerra, era ya de por sí insostenible, con un gran número de asesinatos y de atentados, causados por condicionamientos ideológicos, provocados en un lado y otro del espectro político. Es más, no resulta demasiado aventurado afirmar, como ya han dicho algunos historiadores que han tratado el tema, que la guerra, en aquellas circunstancias, era irreversible. Pero que la guerra fuera irreversible no justifica por sí mismo todos los hechos que se llevaron a cabo en un bando y en el otro, al amparo de esa guerra. No se trata de ser equidistantes, sin embargo, entre un bando y otro, tal y como algunos políticos e historiadores de izquierdas califican a aquellos otros especialistas que pretenden, pretendemos, conocer los hechos históricos en toda su amplitud, sino de intentar comprender todas las caras poliédricas de una realidad histórica tan compleja como ésta.

A partir de 1939, la victoria de los nacionales sublevados provocó una nueva violencia en sentido inverso. Ambas violencias están plenamente relacionadas entre sí, de manera que el autor del libro, como otros historiadores hicieron antes, hablan de un simple revanchismo por parte de las antiguas víctimas de la violencia. No cabe duda de que la nueva represión ejercida por los sublevados se realizó, en un porcentaje importante, contra los antiguos victimarios de izquierdas, independientemente de que en aquellas circunstancias, tal y como asegura Fernando del Rey, prácticamente todo el enemigo, desde los militares del ejército derrotado hasta los que habitaron en la retaguardia, fueron al principio sospechosos, y sometidos a investigación y, muchas veces, también a prisión. Pero, ¿quiénes fueron los victimarios republicanos de 1936? Este aspecto es también bastante controvertido, limitándose algunos historiadores a culpabilizar de toda la violencia republicana, en todo caso, a los líderes de los partidos del Frente Popular, a aquellos que dieron las órdenes de realizar las sangrientas sacas de derechistas, o a aquellos que dispararon las pistolas en cada asesinato que se producía. Por el contrario, existen muchas formas, muchos niveles de culpabilidad, en una y en otra retaguardia. Al respecto, el profesor de la Universidad Complutense, catedrático de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en dicho centro universitario, afirma lo siguiente:

“Se ha constatado con razón que la represión con resultado de muerte afectó sobre todo a los dirigentes de los partidos, sindicatos y organizaciones de izquierda en general, aquellos que antes y, sobre todo, durante la guerra ostentaron cargos de responsabilidad política a diferentes niveles. Fue así como cayeron muchos de los principales líderes socialistas, anarquistas, republicanos y comunistas de la provincia. Entre ellos, tres integrantes de la candidatura del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936, más de cien alcaldes, varios centenares de concejales e incontables impulsores de las colectivizaciones que, a su vez y en conjunto, habían sido líderes y activistas de sus respectivas formaciones a escala local o provincial.  En este sentido, porcentualmente los socialistas fueron los más golpeados por la represión, sumando el 60,2% de las víctimas mortales, frente a un 19,5% los anarquistas, un 14,6% los comunistas (gran parte de las Juventudes Socialistas Unificadas incluidas aquí) y un 5,7% los republicanos de izquierda. Tas la expulsión de los alcaldes y concejales derechistas y de centro a raíz de las elecciones de 1936, los socialistas se hicieron por la vía de los hechos consumados con el control de unos ochenta ayuntamientos, a lo que hay que añadir que los únicos dos diputados obtenidos por el Frente Popular en esas elecciones fueron de la misma corriente. Durante la guerra, los socialistas también se hicieron con la presidencia de la Diputación a partir de 1937. Estas cifras indican a las claras que, hablando con propiedad, la represión de posguerra cabe ser calificada como politicidio y/o eliticidio, en la misma onda de limpieza selectiva aplicada en la retaguardia republicana en los meses revolucionarios de 1936 y principios de 1937… ¿Qué porcentaje de victimarios hubo sobre el conjunto de los represaliados con resultado de muerte? Se ha sostenido que los culpables de hechos de sangre fueron minoría entre los ejecutados, afirmación que no carece de fundamento si se hace referencia a los ejecutores directos de la violencia. Pero en el engranaje represivo previo o en torno a la violencia política (vigilancia de puntos neurálgicos, cacheos, registros domiciliarios, multas, expropiaciones, denuncias, detenciones, cárceles, palizas, …) participaron miles de ciudadanos armados comprometidos en la movilización contra los rebeldes. Sil olvidar a otros muchos que callaron desde los puestos de responsabilidad que ocuparon, sin querer o sin atreverse a alzar la voz para frenar aquellas matanzas. Por no hablar de los miles de izquierdistas que, sin tener ningún cargo de responsabilidad, miraron para otro lado considerando que lo mejor era no entrometerse, convencidos de que las matanzas no iban con ellos. Y es que la implicación masiva de personas -directa o indirecta, tangencial y oblicua- en los impulsos de limpieza política ha sido algo muy común en las guerras del siglo XX, perteneciendo la mayoría de sus protagonistas a eso que damos en llamar gente corriente. Fueron personas normales las que, en las circunstancias extraordinarias dadas, se aprestaron a participar en los crímenes de guerra al lado de las minorías que mataron por motivos ideológicos. Unos y otros actuaron convencidos de que la acción se ajustaba a los dictados de una autoridad legítima.”

La cita, lo reconozco, es demasiado larga, pero no excesiva, porque clarifica muy bien esto que queremos decir: también en la Alemania nazi, la culpabilidad en el holocausto del pueblo alemán, que calló mientras los judíos y otras minorías eran exterminados en los campos de concentración, y no sólo de los propios nazis, dirigentes del partido, debe ser puesta de manifiesto. Por otra parte, en el libro, como en la propia historia, también queda espacio para los sentimientos más hermosos, para esas “redes de solidaridad individual”, como define el autor, que permitieron, en algunas ocasiones, que algunos de los protagonistas de esa historia pudieran salvar sus vidas, en una situación como aquélla, en la que el simple hecho de dar la cara por los vecinos que eran perseguidos por sus ideas políticas o religiosas, era un acto de temeridad absoluta, que situaba a los que obraban de esta forma frente a sus propios correligionarios. Pero sólo de esta forma fue posible que en algunos de aquellos pueblos manchegos, unos pocos, la sangre de sus vecinos de derechas no manchara sus calles y sus plazas.



jueves, 15 de julio de 2021

Desde el Pacto de Cuenca hasta la batalla de Uclés. Una parte de nuestra historia medieval

 Durante toda la semana pasada, en los jardines de la Diputación Provincial con el fin de poder cumplir adecuadamente todos los protocolos establecidos para luchar contra el Covid-19, fueron presentados al público conquense los libros que durante este año largo en el que nos hemos visto obligados a luchar contra la pandemia, han sido diseñados y publicados por el organismo provincial; siete libros en total, muchos de ellos relacionados con la historia de nuestra provincia, que representan una nueva contribución que la institución ha hecho, como todos los años, al conocimiento de nuestro pasado y, también, de nuestro presente. Entre ellos, el primero de todos, el que quiero comentar en esta nueva entrada del blog, que bajo el título de “Apuntes militares de Cuenca. Entre Madrid y Levante”, representa además una primera contribución al ámbito conquense del Instituto de Historia y Cultura Militar. Un libro complejo y coral, formado por una serie de trabajos, la mayoría de ellos escritos por algunos de los militares que son miembros de dicho instituto, que cuenta con la colaboración de algunos historiadores civiles, entre ellos Miguel Romero, cronista oficial de Cuenca y secretario del Instituto de Estudios Conquenses.

El libro cuenta con un total de doce capítulos, con sus consabidas salutaciones -del alcalde, del presidente de la Diputación provincial y del director del Instituto de Historia y Cultura Militar-, y unas consideraciones finales. Y a lo largo de sus doce capítulos, se hacer un recorrido por toda la historia militar de Cuenca, especialmente desde los tiempos medievales, en un momento como el actual, en el que este tipo de estudios militares vuelve a estar de moda, liberado ya de los males que hasta no hace demasiados años, le había causado una visión demasiado política y positivista de los estudios históricos: acciones bélicas, unidades militares que participaron en ellas, militares conquenses que se destacaron en diferentes batallas y acciones de campaña,… Algunas de ellas son bien conocidas por el público conquense en general, aunque en ellas, los autores de los respectivos capítulos siempre destacan nuevas perspectivas mucho más novedosas, y otras son, en líneas generales, completamente desconocidas para la gran mayoría de los conquenses.

Desde el punto de vista de esa novedad, me gustaría destacar aquí dos aspectos concretos, que están relacionados con la historia medieval de nuestra provincia, un periodo amplio de tiempo en el que la guerra era la forma de vida habitual de todos los miembros de la sociedad, desde el rey hasta el más humilde villano, y especialmente de aquellos que vivían en zona de frontera -guerras entre cristianos y musulmanes; guerras civiles entre los propios cristianos o los propios musulmanes; guerras entre dos grandes ejércitos, formados cada uno de ellos, en alegre camaradería, tanto cristianos como musulmanes-, dos aspectos que creo que deben ser tenidos muy en cuenta. Por una parte, el hecho de que, entre los propios conquenses, pocas veces ha sido analizada la importancia que una familia conquense, los Dhi-l-Nun, tuvo en la desaparición del califato omeya de Córdoba, y la creación de los primeros reinos de taifas. En efecto, los hechos que provocaron la implosión de califato omeya en Al Ándalus se iniciaron a partir de 1009 cuando, asesinado el visir cordobés, Abderramán Sanchuelo -quien era hijo de Almanzor y de Urraca Sánchez, la hija del propio rey de Navarra, Sancho Garcés II-. El asesinato posterior del nuevo califa, Hisham II, cuatro años más tarde, se desencadenó en la ciudad del Guadalquivir una importante guerra civil, que tendría como consecuencia final el colapso total del califato.

Y en ese río revuelto, uno de los que más ventajas pudo sacar fue, precisamente, Ismail Dhi-l-Nun, o Ben Zennun, descendiente de una poderosa familia de origen bereber, que desde los primeros años de la conquista se había asentado en las tierras que en los tiempos prerromanos habían formado la Celtiberia, y que en ese momento era conocida con el nombre de Santaveriyya. La capital del territorio estaba situada en la Alcarria conquense, en Santaver, junto a la antigua Ercávica romana, pero sus territorios se extendían por buena parte de la provincia de Cuenca y el sur de la de Guadalajara, con castillos principales en Masatrigo, Uclés, Huete y Cuenca, la joven ciudad que, a pesar de que hacía muy pocos años que había sido fundada sobre un promontorio del Júcar, junto a la desembocadura del Huécar, estaba destinada a convertirse, en muy poco tiempo, en la ciudad más importante de toda la región. A partir de este momento, y aprovechándose de las circunstancias, Dhi-l-Nun y sus descendientes, Al-Mamun y Al-Qadir, hijo y nieto de Ismail respectivamente, fueron incorporando nuevos territorios a sus posesiones, hasta hacerse con el reino de Toledo, convirtiéndose así en el dueño de toda la Marca media andalusí, y llegando a apoderarse, durante algunos momentos importantes, de la antigua capital del califato, Córdoba. Para conseguirlo, el conquense se apoyó en algunos momentos, en los reyes cristianos de León y de Castilla, algo habitual en aquellos momentos, aunque es un hecho que a menudo es olvidado también cuando se habla de la Reconquista.

Tampoco se ha hablado demasiado, entre los apasionados de nuestra historia, del llamado Pacto de Cuenca. Lo que el autor ha llamado el Pacto de Cuenca, tiene un antecedente histórico que sí es bastante conocido por el público den general:  las capitulaciones del reino taifa toledano, que en ese momento todavía estaba regido por Dhi-l-Nun, después de su conquista por parte del rey Alfonso VI de Castilla. Este acuerdo entre vencedor y vencido es importante también para comprender mejor, desde el punto de vista histórico, la legendaria historia de la mora Zaida, y la supuesta entrega al reino castellano, como dote de un matrimonio que nunca se produjo -recordémoslo una vez más, Zaida nunca fue la esposa del rey Alfonso VI, sino su amante, aunque también madre de su heredero, el príncipe Sancho-, de las consabidas plazas fuertes de Cuenca, Uclés y Huete. Esta leyenda, que aparece en algunos antiguos cronicones, representa una realidad histórica diferente: la adquisición, por parte de uno de los más importantes caudillos cristianos del momento, Alvar Fáñez, sobrino del Cid, de un amplio territorio, que había sido parte de las posesiones patrimoniales de los Dhi-l-Nun. De esta manera lo ha explicado el autor del capítulo correspondiente a este periodo de la historia, Plácido Ballesteros San José:

Al no tener noticia cierta de ganancia de ciudades antes o después de esta capitulación excepto las entregadas por el pacto de Cuenca, parece lógico pensar que la firma de la capitulación supuso, junto con la entrega de la capital, la del reino; del mismo modo que las ciudades enumeradas por los cronistas cristianos como conquistas de Alfonso VI se expresan sólo por su nombre, pero comprenden la cabeza con su alfoz. Este hecho es incuestionable. Dado que ninguna fuente coetánea a los hechos, ni narrativa ni documental, ni cristiana ni musulmana, se ofrecen testimonio de otras luchas, resistencias o nuevos asedios, al hablar de la entrega de las ciudades y plazas que fueron ocupadas por los cristianos al mismo tiempo que Toledo capital, esto nos lleva a afirmar que los datos o fechas de conquistas concretas, proporcionadas por algunas historias locales a partir del siglo XVI,  no tienen ninguna apoyatura histórica, están inspirados por el orgullo y las tradiciones locales, y no tienen ningún fundamento. La entrega de estas plazas principales del reino sin luchas conocidas, insistimos, seguramente se hacía mediante órdenes y por personas de confianza de al-Qadir, y las condiciones serían, obviamente, las mismas de la capitulación de la capital.”

En este marco histórico se produjo un nuevo acuerdo entre al-Qadir y Alfonso VI, con el fin de que el antiguo rey de Toledo, al-Qadir, pudiera hacerse con el gobierno de la taifa de Valencia, aprovechándose así de las guerras civiles que llevarían, poco tiempo después, al colapso total de ese reino, debido al fallecimiento de Abd al-Aziz. El pacto, por otra parte, convertía a las antiguas posesiones patrimoniales de los Dhi-l-Nun, la kora de Santaveriyya, en una especie de protectorado tapón, que facilitaría más tarde la entronización de al-Qadir como nuevo rey taifa de Valencia, limitando de esta forma la expansión de cualquier otro monarca que tuviera pretensiones en la zona, fuera éste cristiano, Sancho Ramírez de Aragón, o musulmán, al- Musta’in de Zaragoza. Recogemos de nuevo las palabras del profesor Ballesteros San José:

“Así las cosas, para facilitar la operación era lógico que aquel sector más próximo a Valencia, precisamente en el que la fidelidad a Al-Qadir no era discutida por nadie, ya que allí se situaban las ciudades que formaban el solar patrimonial de los Dhi-l-Nun (Santaver, Huete, Uclés, Cuenca y Alarcón) quedó reservado inicialmente para el rey de la taifa toledana. Las fuentes nos informan de que, tras su salida de Toledo, a finales de mayo de 1085, al-Qadir se estableció en Cuenca, donde fue recibido por uno de sus privados, Ibn Alfaray. Con él preparó la estrategia a desarrollar para la ocupación de Valencia con la ayuda de las tropas cristianas puestas a su servicio por Alfonso VI, capitaneadas por uno de los caudillos militares más destacados de la Corte Castellana, Alvar Fáñez. La operación culminó durante la primavera del año siguiente, pues las circunstancias políticas del reino valenciano pronto fueron propicias para ejecutar el plan de Alfonso VI. Ese mismo año, murió el visir valenciano Abd al-Aziz y la población de la ciudad se dividió en varios bandos, de manera que, mientras algunos sectores apoyaban a dos de los hijos del visir, otras dos facciones eran partidarias de entregar la ciudad a Al-Musta’in de Zaragoza y a Al-Qadir respectivamente. Triunfó, finalmente, el partido favorable a al-Qadir cuando éste se presentó ante la ciudad con sus fuerzas, apoyadas en las tropas castellanas al mando de Alvar Fáñez. Tras la destitución de Otman, hijo de Abd al-Aziz, durante el mes de marzo de 1086, el exrey de taifa toledano ocupó las dependencias de gobierno en el interior de Valencia. Las tropas de Alvar Fáñez se acantonaron en Ruzafa, a las afueras de la ciudad.”

Resumiendo, la destitución de al-Qadir del reino de Toledo, antigua capital de los visigodos, significó un acuerdo de éste con el monarca castellano, para que éste pudiera intercambiar sus antiguas posesiones junto al Tajo por un nuevo territorio en la comarca del Turia, impidiendo además la expansión de otros monarcas hacia territorios cercanos a las nuevas posiciones del reino cristiano de Toledo; para ello, contaba el conquense con el apoyo de los cristianos, a cambio del establecimiento en la comarca conquense, antiguas posesiones patrimoniales de la familia, de un estado tapón, dirigido por Alvar Fáñez, uno de los hombres más poderosos de Castilla. Estado tapón cuyas plazas más importantes, con Cuenca, Huete y Uclés a la cabeza, pasaron por primera vez a manos de los cristianos, por motivos meramente políticos, como vemos, y no amorosos, como marca la leyenda. A partir de este momento, este territorio limítrofe entre las actuales provincias de Cuenca y Guadalajara, pasará a llamarse la Tierra de Alvar Fáñez. La presión ejercida por los almorávides, llegados desde África para intentar convertirse en los nuevos amos de la península, y la derrota cristiana en la batalla de Uclés, en 1108, en la que falleció el propio príncipe Sancho, el hijo de Zaida y del rey Alfonso VI, acabaría con aquellos sueños, y la tierra de Alvar Fáñez pasaba de nuevo a manos musulmanas. Algunos años antes, en 1092, una revuelta popular instigada por el cadí ibn Yahhya, había conseguido deponer también a al-Qadir del gobierno valenciano, entregando la ciudad del Turia a los propios almorávides. El 28 de octubre de ese año, al-Qadir fue ejecutado por orden de estos, poniendo fin de esta forma al primer reino taifa de Valencia.

El libro cuenta, además, con otros capítulos interesantes. En él se habla de los tercios, desde luego, y de dos conquenses que se destacaron en las guerras europeas de los siglos XVI y XVII, Julián Romero y Alonso de Céspedes. Por lo que se refiere a la Guerra de Sucesión, se pueden destacar los párrafos que el autor del capítulo, el coronel Juan Murillo Terrán, dedica al teniente general Juan de Cereceda y Carrascosa, uno de aquellos militares conquenses, olvidado en muchas ocasiones por la historia, y sobre todo por sus propios paisanos de los siglos XX y XXI, que fue uno de los principales héroes de aquella batalla, muchas veces mal entendida, sobre todo en los ambientes más nacionalistas. Y respecto a la Guerra de la Independencia, tratada en dos capítulos consecutivos por el coronel Benito Tauler Cid, quiero destacar el papel desempeñado por la Junta Suprema de Cuenca, que no fue, como afirma el autor, la primera de las establecidas en el ámbito provincial -anteriormente a ella había sido creada ya la Junta de Requena, incorporada más tarde a la de Valencia-, y que ni siquiera llegó a tener nunca autoridad sobre todo el territorio conquense -el viejo marquesado de Moya había sido agregado primero a la propia Junta de Valencia, y más tarde a la de Aragón, que de esta forma pasó a llamarse Junta Suprema de Aragón y parte de Castilla-. También las diferentes unidades militares que, durante la guerra contra el francés, operaban en el teatro de guerra de nuestra provincia, y sobre todo, de aquellas que, combatientes en nuestras tierras o lejos de ellas, llevaban el nombre de Cuenca en su denominación oficial, habiendo sido integradas, además, por conquenses, de la capital y de la provincia, y armadas por el presupuesto de nuestras ciudades y pueblos. Y también la Guerra Civil cuenta con dos capítulos, en los que se estudian tanto el desarrollo del conflicto en la provincia, territorio de retaguardia, como sabemos, y el diferente armamento, ligero y pesado, que fue empleado por los combatientes.

En resumen, quiero destacar aquí que el libro es, en conjunto, una lectura obligada para todos aquellos que desean profundizar en la historia militar de nuestra provincia, o incluso en la historia de Cuenca en general. Se trata de un estudio novedoso en todos sus aspectos, también incluso en aquellos que son más conocidos por el conjunto de los conquenses, y una interesante contribución al conocimiento de nuestro pasado: Y también conocimiento de nosotros mismos, como conquenses, como miembros de una comunidad provincial que se fue forjando a lo largo de los tiempos, gracias a hermosos periodos de paz, pero también de luchas armadas, de guerras contra los que en algún momento intentaron invadirnos, o contra nosotros mismos. Y es que las guerras, a pesar de la gran tragedia que llevan consigo, nos han venido acompañando desde siempre, desde que el hombre es hombre, a los conquenses como al resto de los ciudadanos del mundo, conformando la manera de ser de nosotros como pueblo. Y la provincia de Cuenca no es una excepción, tampoco en este sentido.



viernes, 9 de julio de 2021

“Leonardo”, una serie con escaso rigor histórico


 En octubre del año pasado, al hilo de una comparación que hacía entre dos homónimas adaptaciones, la novelística, a cargo de Isabel Allende, y la televisiva, a cargo de los directores Alejandro Bazzano y Nicolás Acuña, de la figura de Inés de Suárez, la heroína extremeña que fue amante de diego de Almagro, y compañera  en la aventura que supuso la conquista del reino de Chile, escribía lo siguiente sobre la relación entre la cinematografía, y por extensión también entre las series televisivas, y el conocimiento de la historia: “En general, se puede apreciar un mayor acercamiento de la novela a la realidad histórica de Inés Suárez. No es extraño que suceda de esta forma: las películas, y también cualquier otro arte que esté tan particularmente ligado a la imagen como el cine, y como las series de televisión, tiene la necesidad de mantener en el espectador la tensión del espectáculo, lo que hace que, en determinadas ocasiones, el argumento tienda a alejarse de la realidad histórica en la que se basa. En la novela, en cambio, sólo depende de la imaginación y el buen hacer del novelista, una imaginación, en todo caso, controlada, de manera que los hechos, si no se produjeron exactamente de la forma que narra el autor, bien pudieron haberse producido así. Y también en la imaginación del propio lector, que tiene que ir visualizando los hechos en su mente al mismo tiempo que va leyendo. En el cine y en la televisión, sin embargo, los acontecimientos se suceden más rápidamente, y hay menos espacio para la imaginación individual del espectador. En resumen, y enlazando otra vez con las palabras de Manfredi, a la hora de enfrentarnos como autor a una novela histórica, debemos tener un profundo conocimiento de la realidad histórica a la que nos enfrentamos, y ser lo más fiel posible a esa realidad. Pero eso no quiere decir que no podamos inventar algún hecho aislado, cuando éste no es bien conocido, o cuando no tenemos datos suficientes sobre alguno de los personajes. Pero todo ha de ser desde el supuesto de que esos hechos, si no sucedieron realmente de la forma que nos los imaginamos, bien pudieron haber sucedido de esta forma”.

Pero, ¿hasta qué punto es lícito obrar de esta manera, inventar una historia paralela y diferente a la historia verdadera de un personaje real? Esto es, precisamente, a lo que me gustaría dar una respuesta, utilizando para ello una serie de televisión, de apariencia histórica, que desde hace algunas semanas viene siendo emitida por la cadena pública Televisión Española, después de haber sido ofrecida, durante algún tiempo, a los abonados de Amazon Prime Video. Se trata de “Leonardo”, la ambiciosa serie sobre la figura del genial pintor renacentista Leonardo da Vinci, que, coproducida por diferentes empresas televisivas de Italia, Francia y España, fue dirigida por Dan Percival y Alexis Sweet. Una serie que ayudará al espectador a conocer un poco más de la vida del genial artista italiano, a través de algunos de sus cuadros más famosos, tal y como ha sido publicitado desde la cadena pública, y que cuenta para el papel protagonista con el actor irlandés Aidan Turner.

No es mi intención entrar en polémicas sobre si se trata de una buena o una mala serie, desde el punto de vista del espectador, y en este sentido he de recordar, una vez más, lo que ya había afirmado en aquella entrada sobre las dos versiones de “Inés del alma mía”. “La Casa de Clío” no es un blog cobre crítica cinematográfica o televisiva, ni siquiera sobre crítica literaria, sino un blog sobre historia, y sólo desde este punto de vista, el de la historia, es desde el que me gustaría comentar la serie en cuestión. Una serie que, debo reconocer por otra parte, ha sido gratamente recibida por una parte del público televisivo, debido quizá, y sobre todo, a la brillante campaña de marketing que fue realizada por la cadena pública española en las semanas previas a su estreno. No obstante, también he de decir que, una vez pasado el efecto del estreno, su caída en el share fue también bastante importante, desde el 24,8% de cuota de pantalla que tuvo en la proyección de su primer capítulo, hasta el 7,5% que los estudios de medios reflejan en el momento actual. ¿Puede tener algo que ver en ello, el hecho de que los espectadores se hayan dado cuenta ya de las irregularidades que presenta la trama, de la escasa realidad histórica que subyace en la misma? Me gustaría pensar que es así, que una parte de los espectadores han alcanzado los conocimientos históricos suficientes como para darse cuenta del escasa historicidad de la serie, pero me parece que este es un aspecto que los espectadores de este tipo de series televisivas no suelen demandar demasiado.

Por otra parte, también es verdad que ese escaso rigor histórico de la serie es uno de los debates candentes entre los crítico, hasta el punto de que el propio actor protagonista, Aidan Turner, ha tenido que salir a los medios para afirmar un hecho que, desde luego, es obvio: “Estamos haciendo una serie, no un documental”, afirma el actor irlandés en una entrevista realizada para el portal televisivo “Fuera de Series”. Pero el actor debe entender también que, cuando se ha tratado de retratar a un personaje o un hecho histórico tan importante como es para la historia del arte, y también para el conjunto de la historia universal, Leonardo da Vinci, también la crítica histórica forma parte de la manera objetiva que tenemos de ver la obra en su conjunto, y sobre todo para los que defendemos la importancia del conocimiento histórico tiene en toda sociedad moderna. Y sobre todo cuando, y éste es el caso, en el marketing general de la serie se le ha dado un papel importante al supuesto valor que la serie puede tener para profundizar en el conocimiento del pintor y su obra.

Muchas son las licencias históricas que presenta tiene la serie, y en este sentido quiero recurrir, una vez más, a las palabras con las que yo mismo terminaba el párrafo citado, válidas para una novela histórica, pero también, como he dicho, para una película de cine o una serie de televisión: “Pero todo ha de ser desde el supuesto de que esos hechos, si no sucedieron realmente de la forma que nos los imaginamos, bien pudieron haber sucedido de esta forma”. Quiero pedir perdón una vez más por mi auto cita, pero es que considero que es precisamente ahí donde radica el quid de la cuestión. Las mayores críticas que en este sentido ha recibido la serie vienen de la mano de una figura que fue absolutamente circunstancial en la vida del pintor italiano, y que en la serie cobra un papel fundamental, casi de alter ego del propio Leonardo: Caterina de Cremona. Según se ha dicho ya en repetidas ocasiones, en algunos documentos del pintor se menciona a una mujer de este nombre, pero el hecho se circunscribe a algunos aspectos muy particulares, sin siquiera poder llegar a saber si se trataba realmente de una musa del artista, de la que llegó a enamorarse, tal y como aparece en la serie, o si su papel se limitó sólo a hacer de modelo en algunos de sus cuadros, hecho que a los historiadores les parece más posible.

En este sentido, sí podríamos entender la figura de Caterina de Cremona como una de esas licencias históricas que podemos pasar por alto. Pero la serie cuenta con otros aspectos que ya no nos parecen tan soslayables como el de esa figura protagonista. Y entre ellas, y relacionada también con la propia Caterina de Cremona, su supuesto asesinato por parte del propio pintor, sobre todo si tenemos en cuenta que es precisamente este ficticio crimen el que da origen a todo el argumento de la serie. Además, hay otros aspectos también ficticios, y que contribuyen a que, en lugar de que la serie pueda ayudar a profundizar en la figura histórica de Leonardo, tal y como pretende la producción de la serie, se pueda desarrollar en el espectador, quien no tiene porqué ser un experto en la biografía del artista, el efecto contrario: un mayor desconocimiento que el que tenía antes de empezar a ver la serie.: la localización del pintor como aprendiz en el taller de Andrea Verrocchio, pintor, escultor y orfebre florentino, que, aunque realmente es real, sucedió realmente mucho tiempo antes del momento en el que lo trata la película; las circunstancias en las que se produjo realmente el encargo del retrato de Ginebra de Benci, como regalo de bodas de su padre, el banquero y mecenas de artistas Amerigo de Benci, que actualmente se encuentra en la National Gallery of Art de Washington; su primer traslado a Milán, con el fin de servir al dux Ludovico Sforza, decisión que realmente se debió a una decisión personal de Lorenzo de Medici. Estas licencias, y alguna más que podrían citarse, han sido puestas de manifiesto por la periodista y crítica cinematográfica Aloña Fernández Larrechi, en el mismo portal antes citado, y pienso que hubiera sido muy sencillo modificar un poco el argumento de la serie, hacerla coincidir más con la realidad biográfica del personaje retratado, sin que por ello el clímax de la serie pueda demasiado afectado por ello.

Pero, quizá, la más dura crítica que se le pueda hacer a la serie, la que de verdad nos impide como espectadores llegar a conocer la figura histórica de Leonardo da Vinci, es precisamente la manera en la que sus guionistas y sus directores han tratado al protagonista. En efecto, el personaje es absolutamente ficticio, lo cual en nada beneficia a la percepción que los espectadores podemos tener del genial pintor, ingeniero e inventor florentino. En este sentido, la propia Fernández Larrechi ha escrito lo siguiente: “A pesar de que el hombre que vemos en la pantalla, interpretado por Aidan Turner, es inseguro y vive atormentado por su pasado, quiénes más saben del artista descartan que fuese así, y lo describen como un hombre de aspecto dócil y cariñoso, generoso pero con orgullo, que disfrutaba de su soledad. Al igual que rechazan que Leonardo tuviese una mala relación con su padre, aunque sí es cierto que fue fruto de una relación ilegítima.” Y Más tarde, continúa: “Respecto a la acusación de asesinato,  y más allá de lo que ya hemos comentado sobre la víctima, en la serie se toman otras dos licencias. En 1506, cuando le detienen [no por asesinato, sino acusado de los cargos de sodomía, lo que, por otra parte, también aparece mencionado en la serie], el artista ya no vivía en Milán, sino que había regresado a Florencia, para volver dos años después a la ciudad en la que desarrolló buena parte de su trabajo. Y aunque sí fue acusado de brujería, a través de una carta anónima, durante una de sus estancias en Roma, esto no sucedió hasta una década después.”    

Retrato del Leonardo da Vinci histórico




sábado, 3 de julio de 2021

Baelo Claudia, una ciudad romana en el estrecho de Gibraltar

La semana pasada hacíamos un paréntesis en estos artículos que sobre la historia de Cuenca, preferentemente, vengo entregando con carácter semanal en este blog, con el fin de intentar hacer una breve referencia a los avances tecnológicos y científicos que, desde un tiempo a esta parte, han venido a modificar los estudios arqueológicos: fotografía aérea y de satélite, sondeos geofísicos a través de la superficie de la tierra, uso de teodolitos y telémetros de onda,… Lo hice a colación de una visita turística que, en compañía de unos amigos, realicé hace algunas semanas a las ruinas de la ciudad romana de Baelo Claudia, en la bahía de Bolonia (Tarifa, Cádiz), en la que tuve la fortuna de encontrarme con un grupo de arqueólogos, mientras estos sacaban a la luz, según pude leer más tarde en un artículo de prensa, una nueva fábrica, una más, de salazones. La estampa era muy diferente a las que presentaban los yacimientos arqueológicos hace ya algún tiempo, una estampa que, a pesar del entorno en el que se movían los arqueólogos, se aproximaba más a los trabajos realizados en un laboratorio moderno, con sensibles aparatos de alta tecnología, que a la inventiva cinematográfica de un Indiana Jones, o incluso a esos relatos que nos acercan a los años heroicos de la ciencia arqueológica.

Y hoy quiero hablar, precisamente de esa ciudad romana de la Bética, Baelo Claudia. Una ciudad que primero fue un emplazamiento fenicio, aunque su etapa de mayor florecimiento se remonta al siglo I d.C., durante el periodo en el que el imperio romano estuvo regido por el emperador Claudio, cuando la ciudad pudo obtener el status de municipio romano, y todos sus habitantes pasaron a ser considerados como ciudadanos romanos de pleno derecho; los magistrados de la ciudad recompensaron entonces al emperador que había otorgado a sus habitantes este reconocimiento político, dándole su nombre a la ciudad, transformando así la vieja Baelo en la nueva Baelo Claudia que todos conocemos.

Su situación, a la entrada del estrecho de Gibraltar, en el lado del océano Atlántico, y frente a la importante ciudad de Tingis, la actual Tánger (Marruecos), capital de la Mauritania Tingitana, la misma que durante mucho tiempo fue una más de las provincias en las que estuvo dividida la Hispania romana, una ciudad que incluso puede verse en los días más claros desde la playa que se encuentra junto a las ruinas, influyó de manera primordial en su posterior desarrollo económico. En efecto, cada año se produce en el estrecho de Gibraltar la doble emigración de los bancos de atunes; primero, entre los meses de mayo y junio, desde el Atlántico hacia el Mediterráneo, cuando las hembras se dirigen hacia allí para desovar, en un mar mucho más tranquilo y calmado que el que conforma su hábitat natural, y más tarde, entre los meses de julio y agosto, una vez que se ha producido ya la puesta de los huevos, y los animales regresan al Atlántico. Este hecho ha significado, a lo largo de la historia, una forma de vida propio de los habitantes de la comarca, a un lado y otro del estrecho, a partir de la captura de esos atunes, extremadamente sencilla en aquellas circunstancias, por medio de las famosas almadrabas, y la posterior elaboración del pescado, para su exportación por todos los rincones del imperio.

De esta forma, todas las ciudades próximas al estrecho, como Baelo, lograron crecer gracias a esa industria de las salazones, y la existencia, todavía entre las ruinas, de un número importante de fábricas dedicadas a esta industria, así nos lo demuestra. A finales del siglo pasado, los arqueólogos que trabajaban en Baelo, muchos de ellos franceses de la Casa de Velázquez, ya habían sacado a la luz seis de esas fábricas, y alguna más ha podido ser descubierta también en estos últimos años. Todas, desde las más grandes a las más pequeñas, cuentan con una estructura similar, y están divididas en dos espacios básicos (las grandes cuentan también con oro espacio, destinado para almacenar ánforas). En primer lugar, contaban con una zona de trabajo, una especie de patio, en la que los empleados de la fábrica extraían las vísceras de los animales y los descuartizaban, partiéndolos en trozos pequeños, lo suficiente para que, después, pudieran caber en unas ánforas especiales de barro, de boca ancha; una vez terminada la operación, los restos de los atunes y de otros peces que también habían caído en las almadrabas eran llevados a otro espacio, dividido en piletas o pequeñas piscinas, en el que eran depositados, mezclados con sucesivas capas de sal, con el fin de facilitar su conservación durante bastante tiempo. Allí, entre la sal, permanecían varios meses, y al finalizar el proceso es cuando eran introducidos en esas ánforas, y enviadas a todos los rincones del imperio. Había también otras piletas más pequeñas, en las que también eran introducidos, y puestos igualmente en salazón, las restos que les habían sacado a los peces antes de iniciarse el proceso (vísceras, sangre, semen, lechada, …). Con ellos se hacía en garum, una especie de salsa que, a pesar de su extraña y poco apetitosa apariencia, al menos desde el punto de vista actual, se había convertido en uno de los platos más sabrosos y deseados por los patricios romanos.

Plaza del foro y restos de la basílica y del resto de edificaciones que lo rodean, con la entrada 
al estrecho de Gibraltar al fondo, vistos desde la tribuna de los oradores y el templo capitolino.

            Pero las ruinas de Baelo no son sólo esas fábricas de salazones. Junto a ellas, los amantes de la arqueología pueden disfrutar en el yacimiento de algunos aspectos que son propios de todas las ciudades romanas. Así, se conoce bastante bien el perímetro de sus murallas, excepto en su parte más meridional, aquélla que se halla frente a la ensenada de Bolonia, oculta quizá por las propias fábricas de salazón; pues es precisamente aquí, frente al mar, donde estas fábricas se multiplicaban. Se conocen también tres de sus puertas (probablemente habría alguna más). En esa misma zona meridional, a un lado y otro de la ciudad, de forma simétrica, bastante bien conservadas ambas sobre todo en sus partes inferiores, las puertas este y oeste, llamadas también de Carteia  y de Gades, por ser éstas las ciudades principales a las que conducían respectivamente las dos vías de comunicación que arrancaban de ellas, la primera emplazada junto a la actual localidad de San Roque, en Algeciras, y la segunda, como es sabido, correspondiente a la actual ciudad de Cádiz. Y ya en el noreste, la puerta de Asido, llamada de esta forma por el mismo motivo que las otras dos, su relación con la homónima ciudad antigua, la actual Medina Sidonia, peor conservada que sus hermanas. Y por lo que se refiere a su estructura interna, también se conserva en relativo buen estado el entramado urbano formado por los decumani y los cardines, organizados, como en todas las ciudades romanas, en un perfecto damero de calles paralelas y perpendiculares, dando forma así a las insulae, tal como había sido recomendado por el arquitecto Marco Vitruvio. Especialmente bien conservado se encuentra el decumanus maximus, perfectamente visible para el visitante todo su enlosado entre las puertas de Gades y de Carteia.

            Más allá de ello, y por lo que se refiere ya a las propias arquitecturas monumentales del yacimiento, hay que destacar por encima de todo el espacio del foro, perfectamente visible, formando, junto a algunos edificios más, una de las insulae, entre el decumanus maximus y dos cardines, una de ellas, muy probablemente aquel que, hacia el norte, permanece todavía enterrado, en dirección hacia la puerta de Asido, debía ser también el cardus maximus de la antigua Baelo. Se trata el foro, en realidad, de un estudiado complejo arquitectónico, en el que junto a la propia plaza del foro, también visible su enlosado todavía, y a una domus recientemente descubierta, han sido localizados, además, el resto de los edificios que son propios de cualquier otro espacio de estas características: la basílica, donde se dictaba justicia por parte de los diunviri, los dos magistrados que regían la ciudad; la curia, lugar de reunión de los ciudadanos, el archivo de la ciudad,… El espacio contaba, además, en una de sus esquinas, con un amplio mercado, y el costado oriental de la plaza estaba flanqueado por un conjunto de tiendas, parecidas a las que pueden verse todavía en la ciudad italiana de Pompeya. Finalmente, toda la parte más septentrional de la plaza estaba dedicada a edificios religiosos; así, separados de la plaza por un ninfeo, fuente pública, y por una amplia tribuna, sobre la que los magistrados se subían para arengar al pueblo, se encontraba el templo capitalino, en realidad un triple templo de estructuras idénticas, en las que recibían culto respectivamente los tres dioses principales del panteón romano, la llamada triada capitolina: Júpiter, Juno y Minerva. Y junto a él, otro templo dedicado a Isis, una diosa de origen egipcio que fue muy venerada por los romanos, principalmente en tiempos imperiales.

            Y junto a estos edificios que conforman el espacio del foro, de clara significación política y religiosa, también destacan otro tipo den construcciones, no menos típicas en todas las ciudades romanas, pero más lúdicas. Como el teatro, no demasiado grande si lo comparamos con otros teatros de la Bética, pero sí lo suficientemente amplio como para atender a las necesidades propias de los habitantes de Baelo, e incluso más de lo que podría suponerse en una ciudad como ésta, no demasiado importante en términos demográficos, a juzgar por el perímetro de sus murallas, lo que ha hecho suponer a los arqueólogos que, quizá, podría atender además a las necesidades de una población flotante, atraída desde otros puntos de la región por el comercio de las salazones. O como sus termas, no demasiado grandes tampoco, lo que hace suponer que éstas, las que fueron desenterradas en las excavaciones de mediados del siglo pasado, no debieron ser las termas principales con las que contaba la ciudad. Y a propósito de las termas y de las numerosas fábricas de salazón recuperadas, es lógico suponer que las necesidades de agua en Baelo debían ser también abundantes. Se ha recuperado también, por parte de los estudiosos, una parte importante del trazado de los tres acueductos, que desde diversas fuentes más o menos cercanas, alguna de ellas no tanto, por cierto, socorrían esas necesidades del líquido elemento que tenían los habitantes primitivos de Baelo.

            A través de la arqueología, la muerte y la vida de los hombres que vivían en aquellas ciudades antiguas desaparecidas bajo la tierra, o bajo el agua del mar, pueden ser recuperados al mismo tiempo por la piqueta de los arqueólogos. La vida, representada en esas villas o domus, como la ya citada que se hallaba junto al foro, o las otras dos que se encuentran en la parte más meridional del yacimiento, junto a las fábricas de salazones; aunque la impronta que esa vida truncada ha dejado a lo  largo del tiempo no llega a ser tan vívida como la que la inesperada erupción del Vesubio puado dejar en Pompeya o en Herculano; una de ellas, la llamada Casa del Reloj de Sol, tenía una de sus habitaciones exteriores abierta incluso hacia una de las fábricas, lo que hace suponer que el propietario de ambos espacios debió ser una misma persona. Y la muerte, representada en las abundantes necrópolis excavadas, que en Baelo, también como en el resto de las ciudades del imperio, se hallaban extramuros de la ciudad, al otro lado de las murallas y de sus puertas, a lo largo de las vías de comunicación que unían a Baelo con Asido, con Carteia, con Gades, y a través de estas tres ciudades, con todo un imperio, y una civilización que, todavía hoy, sigue conformando nuestra forma de ser como europeos. 


Arqueólogos trabajando en el yacimiento romano de Baelo Claudia.

En la esquina superior izquierda puede apreciarse el vuelo de un dron,

elemento indispensable actualmente en el trabajo arqueológico.


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