viernes, 30 de agosto de 2019

SAN JULLIÁN, PATRONO DE HUMILDAD



Cuando Julián entró por primera vez en Cuenca, lo hizo en el más absoluto silencio de la noche, cuando la ciudad entera dormía, acunada por el agua de sus dos ríos. Con este acto, el segundo obispo de la ciudad recién conquistada (hacia menos de veinte años que el joven rey Alfonso VIII había penetrado en Cuenca),e demostró, coma aún sin él quererlo, la humildad de su carácter, la misma humildad que ya había demostrado cuando don Martín, arzobispo de Toledo, le anunció su nombramiento.

            Aunque en un primer momento renunció al cargo nuevo que se le ofrecía, por creer que no era merecedor del mismo, la insistencia del arzobispo y del propio rey Alfonso, el cual, según algunos estudiosos, había sido alumno suyo, le obligó a aceptarlo. Aquél que al nacer ya había dado muestras de sus futuras virtudes, aquél que a la hora del bautismo fue recibido por un coro de ángeles, los mismos ángeles que según la tradición le impusieron el nombre, los mismos quizá que treinta años después llevaron a otro sacerdote conquense, Ginés Pérez Chirinos, a Caravaca la Cruz que necesitaba para realizar el servicio de la misa, se hubiera conformado con seguir predicando la religión cristiana entre los no creyentes.

            Aquella fue la misma humildad que más tarde seguiría manteniendo a lo largo de toda su vida. Donó todas sus rentas propias a los pobres de la ciudad, acosados por el hambre y por la peste, y él se valía para combatir todas sus necesidades, mientras tanto, con lo poco que sacaba de la venta de sencillas cestas de mimbre, humildes como él, que él mismo hacía con sus propias manos en un lugar retirado de la ciudad.

           
Cuenta la tradición que todos los días, a primera hora de la mañana, cuando las luces no habían sorprendido aún a la última obscuridad, salía de la ciudad, aún callada, y con Lesmes, su fiel criado, como única compañía, marchaba hacia un lugar silencioso y solitario que estaba muy cercano a la cima de uno de los cerros que rodean la ciudad. Aún se conserva en aquel lugar, conocido con el nombre poético de San Julián “el Tranquillo”, junto a la ermita que más tarde se edificaría en homenaje y gloria al santo patrón, la húmeda cueva en la que los dos varones pasaban las horas, rezando y trabajando.

            Cuando la noche ya se cernía sobre la ciudad en penumbras, ambos volvían al palacio, y se disponían para el descanso necesario para que al día siguiente sus cuerpos pudieran seguir velando por la ciudad que ya les había aceptado como suyos. Cuando San Julián llegó a Cuenca, la ciudad era muy pequeña, aunque su situación estratégica, en lo alto del cerro escarpado, con la dificultad para conquistarla que le conferían los hechos de ambos ríos, que lo cerraban en sus partes más accesibles, y muy cercana a la frontera con los árabes, le daba una cierta importancia

            Sin embargo, su población estaba formada por los tres pueblos en los que aquella España de conflictos religiosos, de guerras santas, de paces a medias respetadas, estaba dividida. La población musulmana estaba formada principalmente por artesanos (tejedores, zapateros, tintoreros, herreros, orfebres, alfareros, …) ,y por los trabajadores de la tierra. Los hebreos se instalaron primeramente en todo el barrio del Alcázar, y después, ya en el siglo XV, se bajaron hacia los Tiradores, dejando sin embargo el barrio anterior habitado por los nuevos conversos, como herederos de la tradición que representaba su antigua religión. Por ello, durante aquellos años difíciles, el trabajo de un obispo como Julián, siempre preocupado por todos los miembros de su diócesis, debía ser demasiado importante como para permitirle abandonar tan asiduamente la ciudad que entonces comenzaba a crecer.

            Pero aquella tradición, que a pesar de todo debió tener una gran parte de historia, nos ilustra muy bien cuál debió ser la personalidad de este Santo, patrón de humildad.

viernes, 23 de agosto de 2019

LA IGLESIA DE NAVALÓN (CUENCA) EN EL SIGLO XVIII



La dicotomía entre crisis y apogeo que vivió la capital conquense a lo largo de todo el siglo XVIII, debió incidir indudablemente en los pueblos que hoy conforman el ayuntamiento de Fuentenava de Jábaga. Ejemplo de ello es, sin duda, la construcción de la nueva iglesia de Navalón, a mediados también de dicha centuria, hecho que responde, por otra parte, a la crítica situación en la que se encontraba el templo anterior, el cual se hallaba situado en un emplazamiento diferente al actual, extramuros del pueblo, en el paraje conocido como La Muela. Sin embargo, antes de adentrarnos en el proceso de construcción de ese nuevo templo parroquial, creo conveniente hacer una pequeña referencia a la figura de Felipe de Atienza y Acebrón, quien había nacido en Navalón en 1675, y que en los primeros años de la centuria siguiente ejerció su labor parroquial en las villas de Riopar y Yebra, en las provincias de Albacete y Guadalajara respectivamente. En aquella época, Juan Díaz Calvo, racionero de la archidiócesis de Toledo, le había hecho entrega de una reliquia del Lignum Crucis, que había heredado de su familia, y él donó a su vez a la iglesia de su pueblo natal, donde se mantuvo durante muchos años, al cuidado seguramente de la hermandad de la Vera Cruz que existía allí desde el siglo XVI. Fue administrador del Real Hospicio de Nuestra Señora de la Inclusa, de Madrid, para niños expósitos, lugar donde falleció en 1732.

Sobre la construcción de la nueva iglesia de Navalón, las visitas parroquiales que se fueron sucediendo durante la primera mitad del siglo XVIII insistían en la existencia de importantes defectos en la fábrica del edificio, defectos que estaban a punto de desembocar en la ruina de éste. La situación llegó a ser tan crítica que en 1758, a finales del obispado de Ramón Falcón y Salcedo, se decidió construir una nueva iglesia, aprovechando la situación para hacerlo en un lugar más céntrico. Así, el 3 de diciembre de ese año fue firmado el contrato entre Manuel de Castejón, cura párroco del pueblo, y el propietario de las tierras en las que se iba a asentar el nuevo templo, Antonio del Castillo y Prast, que era vecino de Cuenca, ciudad de la que era regidor, como también lo había sido su padre, Antonio del Castillo y Chirino. Se trataba por lo tanto de uno de los últimos descendientes de una de las familias más antiguas de la ciudad, los Chirino, cuyo origen en la misma había de remontarse a la figura de Alonso Pérez Chirino, uno de los caballeros que tomaron parte en su conquista, en 1177, a las órdenes de Alfonso VIII el Noble. Entre los descendientes conquenses de este Alonso Pérez Chirino destacan personajes importantes, como Alonso García Chirino, caballero mayor de los reyes Juan I y Enrique III, y miembro de la orden de la Banda, que defendió la ciudad cuando fue sitiada por las tropas del rey Juan II de Navarra; Alonso Pérez Chirino, médico del rey Juan II de Castilla; o, más recientemente, Fernando Chirino de Salazar, calificador del Santo Oficio y consejero de Felipe IV y del conde-duque de Olivares, que renunció a los obispados de Málaga y de Charcas, en el virreinato de Perú.

Pero el más conocido de los miembros de esta familia fue sin duda, al menos a nivel popular, Ginés Pérez Chirino, hijo de Alonso Pérez Chirino, el conquistador de la capital conquense, quien durante el primer tercio del siglo XIII era canónigo de la diócesis de Cuenca, en tiempos de su segundo obispo, san Julián. Deseoso de catequizar en tierras de moros pasó a Valencia y Murcia, territorios que en aquellos tiempos estaban regidor por Zeit-Abu-Zeit. Hecho prisionero por las tropas del rey almohade, y después de haber pasado varios meses prisionero de éste en la ciudad de Caravaca, el infiel quiso conocer de primera mano a qué se dedicaban sus prisioneros en su vida diaria. Y cuando Ginés le contestó que su oficio era decir misa, y que no podría hacerlo en ese momento por faltarle todos los elementos necesarios para el sacrificio, el moro ordenó que le fuera llevado desde Cuenca todo lo necesario para hacerlo. Sin embargo, dándose cuenta el sacerdote de que le faltaba lo más importante de todo, la Cruz, se aparecieron en ese momento dos ángeles que llevaban una cruz de doble brazo. Pérez Chirino pudo en ese momento decir misa, y ante el milagro que se había producido, el rey moro se convirtió en ese momento al cristianismo, con el nombre de Vicente Belvis, y con él toda su corte. A partir de ese momento se desarrolló en toda España, incluso fuera de ella, la devoción a la Cruz de Caravaca. Pero más allá de la leyenda, tanto Ginés Pérez Chirino como Zeit-Abu-Zeit son personajes históricos, como histórica es también la conversión de éste último al cristianismo y su estancia, de manera intermitente, en algunas posesiones que la orden de Santiago tenía en la diócesis conquense. Había sido el último gobernador almohade de Valencia.

Por otra parte, la relación de la familia Chirino con el pueblo de Navalón no se reducía sólo a la posesión de este solar. Hay que tener en cuenta que ya en 1704 consta como camarera de la Virgen de Tejeda, que entonces se veneraba en la ermita homónima, Melchora de Chirino, esposa de Mateo del Castillo y Peralta, quien también era regidor de Cuenca, como otros muchos miembros de su familia; ambos eran abuelos de Antonio del Castillo y Prast. En aquel año se incoó un pleito en el tribunal de Curia Diocesana, a instancias de Domingo López Blanco, mayordomo de la ermita, por la posesión y pérdida de algunas alhajas de la Virgen que estaban en poder de la camarera, hecho que obligó a que éste pasara por la casa que la familia tenía en Cuenca con el fin de hacer un inventario de las mismas. Después de la lectura de la documentación, no encontramos datos suficientes para saber cómo terminó el proceso, que se complicó por la actuación personal de la camarera, que otra vez en 1710 se llevó algunos efectos de la ermita sin que lo supieran ni el párroco de Navalón ni el mayordomo de ésta.

En 1759 está fechada la licencia definitiva del obispado para que dieran comienzo las obras, que fueron realizadas por Agustín López, arquitecto que había nacido en Iniesta (era padre del también arquitecto, urbanista e historiador Mateo López), por un valor de veinte mil reales de vellón. Cantidad a la que después habría que sumar doscientos reales más en concepto de algunas mejoras que el autor realizó durante el proceso de construcción. Finalmente, en el mes de noviembre del año siguiente, Bartolomé Ignacio Sánchez, maestro mayor de obras del obispado, aprobaba y recepcionaba la iglesia. A partir de este momento se iniciaba el proceso de acondicionar y amueblar el nuevo edificio para su uso religioso. En 1768 se encargó la construcción del altar mayor a Alonso Ruiz, vecino de Cuenca, arquitecto, escultor y trazador de retablos, que debía ser alumno del propio José Martín de Aldehuela por la relación existente entre este retablo y otros realizados por el maestro turolense, y tres años más tarde, en 1771, consta el pago de 780 reales por pintar y dorar la imagen de la Natividad de la Virgen, el sagrario y la mesa del altar, obras realizadas por Julián López, quien presumiblemente pintaría también los cuatro evangelistas que adornan las pechinas de la cúpula. Unos años antes, en 1766, había sido adquirido el órgano a Julián de la Orden, maestro organero de Cuenca, el mismo que realizó también los dos fantásticos órganos de la catedral conquense, por un total de cuatro mil reales de vellón.

Pero lo más destacable de todo este mobiliario, por su valor simbólico, quizá sea una de las dos campanas de bronce que adornan la espadaña, que lleva grabada, además del año de su fundición, 1759, una cruz de Caravaca, aunque en su versión sin ángeles a los pies. No cabe duda de que debe tratarse de un donativo o una imposición de la persona que había vendido el solar para la construcción de la iglesia, Antonio del Castillo y Prast; un donativo o una imposición en recuerdo de la familia de su abuela paterna. Por otra parte, ésta había impuesto para la venta de los terrenos la condición de reservarse una parte del espacio sagrado para construirse una capilla propia, condición que por otra parte, según parece, no llegó nunca a realizarse.

lunes, 19 de agosto de 2019

DE DELICIAS Y DESQUICIAS: UN CURIOSO LIBRO DE CUENTOS DE DOS AUTORES CUBANOS


El pasado mes de junio se celebró en la capital conquense un encuentro cultural hispano-cubano, sin precedentes en nuestra ciudad. El encuentro, bajo el título de “Arte cubano en Cuenca”, fue organizado por Juan Jorge Parera López, profesor durante mucho tiempo en Suecia, con ciertos vínculos familiares y personales en la capital conquense, que es autor por otra parte de un libro bastante original, “Arte, matemática y pensamiento virtual”, en el que pretendía, con gran acierto, relacionar el mundo de arte con esos otros mundos tan aparentemente diferentes entre sí, y diferentes con el propio arte, como son la psicología y las propias matemáticas. Ahora, en su papel de dinamizador cultural, ha decidido organizar una vía de encuentro entre Cuba y Cuenca, en la que ha destacado la celebración de una importante exposición de pintores y escultores cubanos, una exposición en la que se pudo contar con algunos de los mejores pintores y escultores del país americano, consagrados o en vías de consagración, residentes en la propia isla y residentes en esa “pequeña Cuba”, tal y como se la ha llamado, que es Miami, en el estado norteamericano de Florida. Y también, como no podía ser de otra forma, con alguno de los cuadros que el mejor pintor cubano de todos los tiempos, Wilfredo Lam, realizó en los años veinte del siglo pasado, durante su estancia en la ciudad del Júcar.
              Junto a esta exposición, también tuvo lugar la presentación de algunos libros, entre ellos, éste que he querido comentar en esta entrega del blog. Y es que, bajo el título de “El jardín de las delicias y de las desquicias”. escrito al alimón por dos autores cubanos, el propio Juan J. Parera y Blanca Caballero Pacheco, se rinde, otra vez, un tributo real, a través de una original selección de narraciones, a la pintura; y no sólo por el título del libro, una referencia clara a una de las obras cumbres del arte universal, el famoso cuadro de Jheronimus Bosch, “el Bosco” en España y ya en todo el mundo, que se puede admirar en el madrileño Museo del Prado; el titulado “El jardín de las delicias”. Por el contrario, cada una de esas narraciones, de los curiosos relatos que conforman el volumen, ha sido encabezado por una obra de Andrés Valerio, uno de los más afamados autores cubanos en la actualidad, o de Elisa Valerio, pintores ambos que también participaron en la exposición conquense. Cuadros que, de alguna manera, están todos relacionados con el texto al que acompañan, y que incluso, en alguna ocasión, han sido realizados ex profeso para el libro analizado.
              No se trata, en puridad, de un texto realizado a dos manos por ambos autores, al estilo de esa pareja de pianistas que se juntan para interpretar, en un mismo piano, una brillante composición clásica. Cada uno de los cuentos tiene su propio autor, que lo firma como tal, aunque para poder saber de quién es cada texto, tengamos que acudir únicamente al índice general de la obra. Sin embargo, de alguna manera, los dos autores participan del conjunto, desde la corrección de las obras ajenas correspondientes, y desde la existencia de una cierta ligazón conceptual, tal y como puede apreciarse en el último de ellos, en el que todos los personajes que aparecen en el libro, los de Juan y los de Blanca, se asoman al baúl silencioso del autor, como si no quisieran desaparecen para siempre, una vez que el lector cierra el libro después de su última lectura.             
              Ambos autores tienen una cosa en común, o varias: su acercamiento a la literatura desde el universo diferente, demasiadas veces opuesto a ella, de la ciencia. Juan, ya lo hemos dicho, es físico y matemático, y ha compartido sus conocimientos con sus alumnos desde la cátedra de la universidad sueca. Blanca, por su parte, es química. Ambos coinciden también en el hecho de haber tenido que abandonar su bella Cuba natal, emigrantes obligados a Europa o a la cercana Miami. Este hecho, la opresión política sufrida en la isla durante estos últimos sesenta años, es el tema de algunos de los cuentos del libro, los que conforman la tercera parte del volumen. Son historias claramente reconocibles, a pesar de que los autores han querido camuflarlos, tal y como se puede leer en la solapa, bajo una serie de “personajes caricaturescos que quizás lleguen a formar parte de la iconografía política latinoamericana.” En este sentido, quiero destacar aquí el titulado “La causa estaba en el fondo”, de Blanca, pero que podía haber escrito también Juan. En este cuento, el comunismo se nos presenta como un cubo de basura, un “latón de basura” en la terminología propia de la isla, capaz de transformar un verdadero paraíso en el infierno más horrible.
              El resto de los relatos, más asépticos políticamente, conforman un universo original, propio de los científicos que los han creado. Éste el es caso, por ejemplo, de “El amante 101”, de Juan Parera, cuyo verdadero protagonista es, más que el propio relator de la trama, más incluso que esa mujer de la que se nos habla, incapaz de recordar a cada uno de sus amantes por sí mismos, si no es a través de los números, las propias matemáticas, el principal campo de investigación del autor. Tal es el caso de “Tejiendo palabras”, de Blanca Caballero, en el que las palabras cobran vida también fuera del propio libro.
              No quiero terminar sin hacer antes una breve referencia a las ilustraciones de Andrés y de Elisa Valerio, unas ilustraciones plenas de color, como es propio de gran parte de la pintura cubana actual, en la que el simbolismo, el surrealismo y el expresionismo, se combinan de una manera muy personal y llamativa. Recogemos en este sentido las palabras del escritor alcarreño Alfredo Villaverde, autor del prólogo: “Los cuadros de Andrés y Elisa Valerio que ilustran las portada y los capítulos del libro, son de una belleza y sugerencia que se entroncan con lo mejor del realismo fantástico del arte cubano, presente siempre en sus grandes pintores contemporáneos, y los textos de Blanca Caballero y Juan Jorge Parera nos atrapan con su claridad de pensamiento, su latido emocional, su punzante ironía y la habilidad para construir unas narraciones en el mejor repertorio de la literatura fantástica, tan presente siempre en Cuba, que cuenta hoy con autores tan interesantes como José Miguel Sánchez Yoss y Daina Chaviano”.
              Un realismo fantástico y simbólico que, lo recordamos, caracterizó siempre a la obra de “El Bosco”, a quien el propio Andrés Valerio homenajea en el lienzo que sirve de portada al libro, y que los autores homenajean también, a su vez, en una especie de mínimo relato introductorio, en ese “Diálogo entre el artista y el Señor”, en el que se nos presenta el verdadero mensaje de la obra del genial pintor flamenco: “Sólo veo un jardín en su parte izquierda. En el resto veo pecado, pecadores y castigos. Lo cual es real, la vida tiene delicias, pero mucho de infortunio y desquicias, Por ello lo hubiese titulado El jardín de las delicias y las desquicias”.

jueves, 8 de agosto de 2019

UN LIBRO SOBRE EL MOTÍN DE TARANCÓN DE 1919


             


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Es sabido que los años finales del siglo XIX, y en las primeras décadas de la centuria siguiente, se caracterizaron en todo el mundo occidental, también en España, por una fuerte conflictividad social, que produjo enfrentamientos armados entre los trabajadores y las llamadas “clases favorecidas”. Así, motines anarquistas y socialistas tiñeron de sangre demasiadas veces, las calles de las grandes capitales españolas, mientras que en el mundo rural, fue el hambre, más que las ideologías, lo que provocó esos enfrentamientos armados, en forma de motines provocados por las diferentes crisis de subsistencias, o el aumento desmedido de los precios de éstas. En uno y otro caso, el ejército o su arma más civil, la llamada Guardia Civil, se convirtió en protagonista obligado de la represión de todos esos levantamientos que, en todo caso, normalmente eran ordenados por el poder político, con el fin de evitar por todos los medios que se rompiera el sistema creado por la Restauración.
              También en la provincia de Cuenca se produjeron este tipo de levantamientos de subsistencias, como el llamado “motín de la patata”, que se produjo el 25 de abril de 1919 en Tarancón, y que provocó la muerte de diez vecinos del pueblo, algún niño entre ellos, y heridas de diferente consideración en otros veinte. Es este motín de 1919, el que ha venido a recuperar Herminio Lebrero Izquierdo en su último libro, publicado por el propio ayuntamiento de la villa manchega en este mismo año, justo cuando se cumple el primer centenario de este sangriento suceso; un suceso, por otra parte, que junto a la explosión de un polvorín que se encontraba en las inmediaciones del pueblo, ya en los años de la posguerra, y que también causó un importante número de víctimas, forma parte ya de la memoria colectiva de todo un pueblo, Tarancón, el segundo de la provincia en número de habitantes, sólo superado por la propia capital conquense.
              Los sucesos se habían iniciado ya el día anterior, 24 de abril, aunque la tensión era palpable en el pueblo durante todo ese mes. Una tensión que se había iniciado por el agravamiento de la crisis de subsistencias, hasta el punto de que algunos días antes se le había remitido al ayuntamiento, desde el juzgado, un informe que recogiera la situación exacta en la que se encontraba la localidad. Así, ese 24 de abril, día por otra parte de mercado, un grupo cercano a las cien personas se había acercado hasta el edificio del ayuntamiento, con el fin de protestar al alcalde por la subida desmedida de los alimentos de primera necesidad, no sólo la patata, aunque sería finalmente este tubérculo el que daría el nombre definitivo al suceso. Aunque en un primer momento el alcalde la bajada de los precios, esa bajada no fue considerada suficiente por los manifestantes, que asaltaron algunos de los puestos de verdura que se extendían por la plaza. La tensión fue aumentando durante toda la jornada, por lo que se hizo necesaria la presencia de la Guardia Civil en el lugar, al mando del propio teniente coronel de la comandancia, Carmelo Rodríguez de la Torre, que ordenó una pequeña carga a caballo contra la multitud, un amago de carga en todo caso, ya que apenas provocó heridas de consideración entre los manifestantes. Como tampoco la provocó la descarga de fusilería, que, en todo caso, sí consiguió disolver a la multitud hasta el día siguiente.
              Más trágicos fueron los sucesos del día 25. Estos se iniciaron cuando un grupo de mujeres se acercó a una de las panaderías que se encontraba en la misma plaza, y se dieron cuenta de que el comerciante vendía el pan con falta de peso. Las protestas y la indignación fueron avanzando conforme avanzaba la mañana, lo que provocó que el propio gobernador civil de la provincia, Enrique Barranco, acudiera a la localidad con el fin de hacerse con la situación. Le acompañaban algunos refuerzos más de infantería y de caballería, unos cuarenta hombres en total. Entre otras medidas, se accedió a la rebaja del 25% de los precios de los alimentos, y del 40% de otros productos relacionados con el combustible y el vestido, lo que no fue ni siquiera respetado, sin embargo, por los propios comerciantes, lo que provocó un nuevo rebrote de la violencia. El motín definitivamente estalló, ya cerrada la noche, cuando numerosos grupos de personas se dirigieron hacia la plaza, allí donde se concentraban la mayor parte de los comercios, entre ellos la misma panadería que había originado ese mismo conflicto aquella mañana, con intención de asaltar dichos comercios. Desde la tahona, el dueño, acompañado de sus hijos y de sus cinco empleados, respondieron a la multitud con tiros, lo que provocó que las calles se tiñeras de sangre aún antes de la intervención de la Guardia Civil, cuando, en los minutos siguientes, intentó disolver la manifestación, tal y como había conseguido el día anterior. El resultado al final de la jornada fue el de ocho muertos entre los manifestantes, incluida una niña de once años, además del cabo de la guardia municipal, cuyo cadáver fue encontrada a los pies del ayuntamiento. A ese número de fallecidos se sumó en los días el siguientes la muerte de una mujer, que había sido herida gravemente durante los sucesos. Por otra parte, el número de heridos, de diferente consideración, llevó a la veintena.
              Poco es lo que se conoce de los participantes en el motín, más allá de lo que recogieron esos días los periódicos, con datos que en algunos casos eran contradictorios entre sí. Días después del levantamiento se abrió un proceso judicial, de carácter militar de acuerdo al enjuiciamiento criminal propio de la época, que fin llevado a cabo en primer lugar por el capitán Evelio Quintero. Éste, aunque en un primer momento abrió diligencias por delito de disparos contra el propietario de la panadería y sus hijos (los empleados habían sido liberados con anterioridad), estos fueron también puestos en libertad, bajo el argumento de que “se desconocen cuáles fueron las consecuencias de los disparos de arma de fuego que se imputan a los mencionados sumariados”. Algo sorprendente, cuando en ese momento se sabía que existían diez víctimas mortales del motín, algunas de las cuales habían perdido la vida delante del propio comercio de los acusados, y no durante el posterior enfrentamiento con la Guardia Civil.
            Tampoco se sabe con seguridad, ni siquiera de forma aproximada, el número de sublevados. A este respecto, ha escrito lo siguiente el propio Herminio Lebrero: “Es difícil determinar hasta qué punto esta muestra  de tres docenas de hombres, mujeres y niños es representativa del conjunto de los amotinados de 1919. El número de los que tomaron parte en el motín tampoco se conoce con exactitud. La mañana del 24 de abril las protestas fueron iniciadas por alrededor de un centenar de mujeres, y en las horas y el día siguiente se fueron sumando más y más personas. El que la Guardia Civil llegara a congregar a 40 efectivos, indica que la multitud concentrada en la Plaza de la Constitución debió ser considerable, pudiendo llegar a reunirse varios cientos de hombres, mujeres y niños. En todo caso, las víctimas del motín parecen ofrecer una imagen bastante ajustada del rostro de la multitud."

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