lunes, 30 de diciembre de 2019

Alejandro Magno, el primer gran imperio de la historia

Alejandro creó, hace ya más de dos mil quinientos años, el primer gran imperio de la historia universal. Nacido en Pela, una humilde ciudad griega que era la capital del reino de Macedonia, un oscuro reino que se hallaba en los confines de la civilización helénica, cercano ya a la frontera septentrional con los bárbaros de la región de los Balcanes, el príncipe Alejandro, el hijo de Filipo y de la reina Olimpia, el nieto del monarca Neoptolemo I de Epiro, otro de los reinos cercanos a Tracia. Pero Alejandro, a pesar de haberse criado en una corte tan alejada del epicentro griego, no era en absoluto un bárbaro, pues su padre, cuando él todavía era un niño, había hecho llamar a la corte al propio Aristóteles, el gran maestro de la filosofía griega, el alumno aventajado de Platón, para que educara al joven príncipe en todos los conocimientos griegos que se conocían ya desde Atenas a la Magna Grecia, la patria de nacimiento de sabios tan afamados como Arquímedes de Siracusa.

           Cuando Alejandro fue convertido en rey, a la muerte del gran Filipo, no le bastó su pequeño reino en los confines de Grecia, y se decidió a aumentar, tanto por el sur como por el norte, las fronteras de su reino, logrando ocupar primero  toda la península balcánica, desde los propios Balcanes hasta el cabo Sounion, y después, también, la Grecia insular y la que ocupaba entonces la costa jónica de la península anatólica. Y después, no contento tampoco con haber ocupado lo que hasta entonces era el mundo griego, se decidió a crear un gran imperio que abarcara, si fuera posible, todo el mundo conocido en aquel momento. Así, en el año 334 a.C., se lanzó a la conquista de Persia, la que había sido la gran enemiga de los griegos durante varios siglos, y después de haber derrotado al ejército de Darío III, el rey de los persas, atacó también Babilonia, logrando así mismo, en muy poco tiempo, la derrota de estos. Tampoco se detuvo en la frontera natural de los ríos Tigris y Éufrates. En muy pocos años, su imperio se extendía desde los Balcanes hasta Egipto, y desde Egipto hasta el valle del Indo, en el extremo sur del continente asiático. Era el momento álgido de este rey conquistador, que llegó a creer que era la reencarnación del dios Heracles, y así, vestido como Heracles, ordenó acuñar monedas de plata que lo representaban a él en el anverso. De esta manera se convirtió en uno de los primeros reyes en ser inmortalizado en estos pequeños discos de metal.

            Sin embargo, el imperio de Alejandro era en realidad un gigante con los pies de barro. Fue un imperio que creció demasiado rápido y su ejército, aunque inmenso y poderoso, no lo era tanto, no podía serlo, como para poner bajo su yugo una extensión de terreno tan inabarcable. Obligado por el ejército a abandonar su intención de continuar sus conquistas hacia oriente, falleció durante una nueva campaña en Babilonia, sin haber podido completar sus planes de conquistar la península arábiga. Fallecido sin hijos que pudieran heredar su gran imperio, éste fue troceado y repartido entre sus más importantes generales, quienes mantuvieron  en cada uno de los territorios que les habían correspondido las llamas de la civilización helénica. De esta forma, tendrían que pasar alrededor de mil años más para que un nuevo imperio, que había nacido también en esa misma península desértica que Alejandro nunca llegó a dominar del todo, el imperio musulmán, ese otro imperio que también llegó a extenderse desde los confines occidentales del Mediterráneo, desde la península ibérica hasta los extremos de Asia, pudiera sustituir a la antigua cultura griega en gran parte de esos territorios que habían sido suyos; que habían sido del único rey, Alejandro, que había logrado desatar, si bien de manera un tanto peculiar, el mítico nudo gordiano, que anunciaba, en las puertas de Frigia, en el centro de Anatolia, a aquél que habría de conquistar las tierras de oriente.

    

















domingo, 22 de diciembre de 2019

“Yo, Julia”, de Santiago Posteguillo, o cómo acercarnos a la historia a través de la novela


A nadie se nos escapa que la novela histórica está teniendo  en los últimos años un éxito arrollador; cada año, saltan a los escaparates de las librerías nuevas novelas del género, historias noveladas en las que se da una visión diferente del pasado que, en todo caso, se nos hace más atractiva, más divertida, que cuando nos acercamos a ese mismo pasado a través de “pesadas” monografías y ensayos que resultan difíciles de comprender para las personas que no están iniciadas en el estudio de la historia. Sería interesante, en otras entradas de este blog, hacer una reflexión sobre el escaso éxito, entre los jóvenes, que tiene el estudio académico de la historia, en comparación con este éxito de la novela o del cine históricos en el conjunto de la población. Eso sí, ambas cosas, la novela y el cine, requieren sin embargo de ciertos conocimientos históricos previos, de cierta experiencia historiográfica, para saber diferenciar la historia real, la de los estudiosos en la materia, con aquellos detalles inventados por el autor con el fin de poder mantener la obligatoria tensión dramática que siempre necesita una película o una novela, sean éstas del género que sean.
             
       El motivo de esta nueva entrada del blog no es otro que acercar al lector una de esas novelas históricas: “Yo, Julia”, el flamante premio Planeta del pasado año 2018, de la que es autor Santiago Posteguillo. Se trata éste, por otra parte, junto al arqueólogo italiano Valerio Massimo Manfredi (algún día hablaremos aquí también de este genial escritor de Módena, director en diversas excavaciones, profesor además en diversas universidades europeas, entre ellas la de La Sorbona, y autor no sólo de novelas históricas, sino también de importantes ensayos y artículos científicos), uno de los máximos exponentes de ese subgénero al que podemos llamar peplum, por transliteración de ese otro subgénero cinematográfico hollywoodiense, entre cuyas principales muestras destacan películas como “Ben-Hur” o “Quo vadis”, por más que ambas, en mayor o en menor medida, participan también del género que ha venido a llamarse cine religioso, o, más recientemente, el “Gladiator” de Ridley Scott, que comparte con la obra de Posteguillo a uno de sus personajes secundarios más marcados, el sanguinario emperador Cómodo. Por otra parte, y antes de adentrarnos en la obra en sí misma, hay que hacer una pequeña referencia al título de la obra, un título que nos recuerda demasiado a una de las obras clásicas de este género, el “Yo, Claudio”, la novela más conocida del escritor inglés Robert Graves. Tanto una como la otra, la de Graves y la de Posteguillo, nos hablan de la ambición, de un imperio importante que sin embargo, no logra esconder entre la púrpura y la punta de las espadas de los legionarios, los fantasmas del miedo y de la crisis de poder.
              De la Julia Domna histórica, la protagonista de la novela de Santiago Posteguillo, se conocen realmente pocas cosas, y algunas de ellas fueron narradas por otro de los personajes que aparecen en la novela, el político (fue uno de los miembros del Senado romano) e historiador Dion Casio, autor de una “Historia romana” que abarca desde la fundación de la ciudad, en el año 753 a.C, hasta el año 229 d. C., año en el que él mismo fue honrado con un segundo consulado, y momento también en el que la propia Julia Domna hacía ya doce años que había fallecido. Es, por lo tanto, además de historiador, cronista, por cuanto él mismo vivió los acontecimientos que narra a lo largo de su obra.
              Julian Domna fue, desde luego, una mujer diferente a todas esas matronas romanas, esposas de emperadores que se limitaban a ver pasar la historia delante de ellas, sin hacer nada para modificarla, y que por ello nunca hubieran pasado por sí mismas a formar parte de esa historia de Roma. Por el contrario Julia, hija de Julio Basiano, descendiente de reyes y miembro de una familia de sacerdotes dedicados al culto del dios solar El-Gabal, la esposa de Septimio Severo, destinado a fundar una nueva dinastía imperial, ya antes de su matrimonio con el futuro emperador, estaba destinada desde su nacimiento a formar parte de esa nueva historia que se abría a sus pies. Nacida en Emesa, la actual ciudad siria de Homs (de moda otra vez en la actualidad por una guerra que, desde hace ya algunos años, está destruyendo todo el país), el matrimonio entre Septimio Severo, el primer emperador procedente de África, y Julia, convirtió a la ciudad en una de las más importantes de la región, una prosperidad que se había iniciado, sin embargo, ya en tiempos del emperador Antonino Pío, y que después llegaría a alcanzar cotas más altas, durante los reinados de Caracalla (en realidad Marco Aurelio Basiano, el hijo primogénito de Septimio y de Julia) y de Heliogábalo (éste, que debe su nombre al dios local, se llamaba en realidad Mario Avito Basiano; nacido en la propia Emesa, era nieto de Julia Mesa, la hermana de nuestra protagonista, Julia Domna).
              No quiero insistir más en la figura histórica de Julia Domna, para no provocar un spoiler (esa palabra moderna, tan de moda en los últimos años) en aquellos posibles lectores que todavía no hayan leído la novela; aquél que pueda estar interesado en profundizar más en su figura puede hacer su propia investigación en internet. Tampoco quiero profundizar demasiado en el resto de los personajes históricos, muchos de ellos, como el propio Septimio, suficientemente conocidos por el historiador y también, incluso, por el simple aficionado a la historia de Roma. Sí creo conveniente, sin embargo, hablar un poco más de esa realidad histórica que transciende a los personajes, una realidad que se remonta al año 193 d.C., el llamado año de los cinco emperadores, y que marca uno de los periodos culminantes de la crisis del imperio romano, una época de transición entre dos dinastías diferentes. Una época que estuvo marcada por una cruenta guerra civil, y que sucedió a un no menos cruento gobierno de un emperador sanguinario: Lucio Aurelio Cómodo.
              En efecto, la muerte del emperador Cómodo, el último de los emperadores Antoninos, el hijo del gran Marco Aurelio, tan diferente de éste sobre todo en los últimos años de su reinado, cuando la locura le llevó a creerse un nuevo Hércules renacido y a combatir en el anfiteatro, como si de un vulgar gladiador se tratara, con viejos legionarios, tullidos a consecuencia de su participación en numerosas batallas en defensa del imperio (“así se las ponían a Fernando VII”, que empezó a decirse en España a partir del siglo XIX, cuando los aristócratas españoles que jugaban al billar con el monarca se dejaban ganar por éste), provocó la sucesión de cuatro emperadores diferentes, proclamados por la guardia pretoriana y por los legionarios, y asesinados después por ellos. Dos de esos senadores habían pertenecido al Senado, Pertinax y Didio Juliano, y éste último pudo convertirse en emperador después de haber sido el mejor postor, literalmente, en la subasta en la que los pretorianos habían convertido el imperio, la persona que más dinero había ofrecido para poder vestir la toga imperial. Los otros eran militares, buenos estrategas, gobernadores de Siria y de Britania, Pescenio Niger y Clodio Albino respectivamente, que se habían rebelado contra el propio Juliano, haciéndose proclamar emperadores por sus propios soldados (también Septimio Severo, gobernador de Panonia, en el limes Danubio, se había adelantado a todos ellos, a instancias de la propia Julia). Contaban a su favor con una parte del ejército, pues cada uno de ellos disponía por sí mismo de tres legiones completas, más las que pudieran entregarles los gobernadores de otros territorios, miembros de sus mismos clanes de poder. Ninguno de los cuatro pudo sin embargo sobrevivir demasiado tiempo a ese conflicto de intereses (sólo Níger pudo mantenerse en el cargo hasta mayo del año 194), y sólo la victoria definitiva de Septimio permitiría un nuevo periodo de paz para el conjunto del imperio, una paz que se extendería hasta el año 235, cuando la muerte del último emperador de la dinastía, Alejandro Severo, daría paso a ese periodo de la historia que se ha venido a llamar, por algo será, el de la anarquía militar.
              Una novela, en resumen, que resulta fácil de leer, y una manera divertida, como ya se ha dicho, de acercarnos a una etapa crucial de la historia de Roma, y de la historia de la humanidad, sea cual sea el nivel de conocimientos históricos que cada uno de nosotros podamos tener. 

viernes, 13 de diciembre de 2019

El Sacro Imperio Romano Germánico

Aunque la Edad Media, con la invasión de las tribus bárbaras, significó en gran medida el final del imperio romano, éste logró sobrevivir a través de múltiples instituciones culturales y políticas. El latín pervivió a través de diferentes lenguas vernáculas, de entre las cuales el castellano es, sin duda, la más importantes de todas, gracias a la posterior extensión del idioma por todos los continentes del mundo, y además se convirtió en la lengua internacional y diplomática, algo equiparable a lo que hoy es el inglés moderno, gracias a su conversión en la lengua oficial de toda la Iglesia. Por su parte, la extensión del Cristianismo, primero por toda Europa y después también por el resto de los continentes, posibilitó la extensión de innumerables costumbres romanas, que había sido adoptadas por la nueva religión desde los primeros tiempos. Y también el derecho romano permaneció en casi toda Europa, teñido también, eso sí, con algunos usos propios de las tribus germánicas, en el derecho medieval.

         Pero la más importante de esas instituciones, por su simbolismo  también por lo que llegó a suponer en el mundo medieval, fue el llamado Sacro Imperio Romano Germánico. En un mundo como el medieval, en el que el conjunto del territorio estaba partido en multitud de reinos, condados, ducados, e incluso también ciudades independientes, que estaban gobernadas por un señor o un obispo particular, el Sacro Imperio se constituyó como un deseo de los gobernantes de constituir un poder centralizador, casi absoluto, que estuviera por encima de ese conjunto de reyes, condes y señores, un poder que estuviera en consonancia con el de los antiguos emperadores romanos. De esta forma, el nuevo emperador, aunque en ocasiones permaneció en conflicto con los reyes locales, pudo convertirse, al mismo tiempos, en un foco de poder que permitió a los diferentes estados una cierta estabilidad, si no política, sí al menos cultural.

















sábado, 7 de diciembre de 2019

La crisis económica de 1929. El crack de la bolsa y sus lecciones en la contemoraneidad


El hombre que no conoce su historia está condenado a repetirla
JORGE SANTAYANA



El fin principal de la historia es, más que conocer el pasado, llegar a conocer mejor el presente a través de su pasado. El conocimiento del pasado nos ayuda a comprender mejor nuestro presente, e incluso también nuestro futuro, de manera que podamos evitar caer en los mismos errores en los que cayeron nuestros antepasados, aprender de esos errores para mejorar como individuo y también como sociedad.

La situación actual de crisis en la que vivimos, crisis económica y también crisis social, recuerda mucho a la situación que se vivió en el mundo al final de los años veinte. La gran crisis de 1929 significó una nueva forma de vida, que si bien en Estados Unidos provocó lo que se llamó el New Deal de Theodor Roosevelt, en Europa significó la gran eclosión de los fascismos y, como consecuencia de ello, el estallido de la Segunda Guerra Mundial, y de una posguerra, la llamada Guerra Fría, que separó al mundo en dos polos opuestos y enfrentados entre sí. 

También en los momentos actuales se puede observar en muchos países, sobre todo en Europa, un crecimiento importante de la extrema derecha. Y junto a ello, también de una extrema izquierda, tan terrible como lo fue el fascismo para la historia del continente europeo. Ambas ideologías se retroalimentan entre sí, tal y como se demostró a lo largo del siglo XX.

¿Qué se puede hacer para evitar caer otra vez en ese mismo problema que vivió Europa en los años veinte del siglo pasado? ¿Cómo se puede evitar que una nueva guerra, provocada por una crisis feroz, pueda volver a repetirse.







jueves, 28 de noviembre de 2019

El palacio de los Condes de Toreno, en la calle de San Pedro de Cuenca


En la calle de San Pedro, al final de la misma y ya frente a la iglesia homónima, se encuentra un hermoso palacio, de estructura renacentista, aunque muy transformado por diversas restauraciones, sobre todo desde los años intermedios del siglo pasado. Tiene frontones triangulares en algunas de sus ventanas, y balcones hacia la propia calle de San Pedro y a la adyacente plaza del Trabuco, además de a la hoz del Júcar, que corre por su parte trasera, y recibe indistintamente los nombres de palacio de Toreno y palacio de Mayorga. No se trata de un error histórico, pues a estos dos linajes nobiliarios, miembros ambos de la grandeza de España, perteneció el palacio a lo largo del siglo XIX, tal y como vamos a demostrar en las líneas que siguen. Más legendaria parece su vinculación, en los años medievales, al rey Enrique II, el de las Mercedes, que según la tradición habitó el edificio en el siglo XIV, cuando permaneció en la ciudad, en el marco de la guerra civil que enfrentó a este monarca con su hermanastro, Pedro II. Y aquí, según esa misma leyenda, dio a luz un hijo bastardo, fruto de sus amores con una joven conquense, Catalina, a la que después encerraría en una de las Casas Colgadas, dando fruto así a una bella historia de amor filial.

              Pero vayamos con la historia real, una historia que nos habla de María Dominga Ruiz de Saravia Espinosa. Esta dama había nacido en Cuenca el 4 de abril de 1765, siendo la única hija del matrimonio formado por Domingo Ruiz de Saravia y Neyra Montenegro, descendiente de la nobleza santanderina, oriundo del pueblo cántabro de Ramales de la Victoria, que a pesar de ello había nacido en Madrid el 5 de agosto de 1722, y de María Joaquina Dávila Espinosa. Ella, la madre, era a su vez hija de Gaspar Pablo Dávila Enríquez, regidor de la ciudad de Cuenca, en donde había nacido 1698, quien se había casado en 1794 con Elvira Espinosa de Valdés, que era descendiente de una familia oriunda de Iniesta, pero que se había asentado en el pueblo cercano de Pozoamargo, de donde era alcalde el padre de ella, Pedro Espinosa Zapata. Allí, en Pozoamargo, había nacido la propia María Joaquina Dávila el 20 de mayo de 1726. Domingo Ruiz de Saravia y ella, por otra parte, habían contraído matrimonio en Cuenca, probablemente en la iglesia de San Pedro, vecina, como hemos dicho, a la casa familiar, el 20 de abril de 1726.
              Pero, ¿cómo llegó la casa a ser propiedad de la familia de Toreno? Por el matrimonio que el 21 de mayo de 1778 celebró la propia María Dominga Ruiz de Saravia en la colegiata de Santa María Magdalena de Cangas (Asturias), con José Marcelino Queipo de Llano y Bernaldo de Quirós, sexto conde de Toreno y vizconde de Matarrosa. Éste era, además, señor de la Casa de los Queipo y de todos los estados, lugares y mayorazgos de sus antepasados, Alférez Mayor del Principado de Asturias, regidor perpetuo de Cangas, maestrante de Granada, vocal de la Junta Soberana de 1808 y promovido por ella a Mariscal de Campo de los Ejércitos, y político e historiador español que, después de haber estudiado en sus años juveniles en Cuenca, Salamanca y Madrid, regresó a su tierra natal en Asturias, donde formó parte de la junta revolucionaria durante la Guerra de la Independencia, a la que más tarde representaría, como uno de los diputados más activos, en las Cortes que aprobaron en Cádiz la primera Constitución de la historia de España, en 1812.
académico honorario de la Real Academia de Historia. Fruto de este matrimonio, nacerían varios hijos, siendo el más conocido de ellos, y el que heredaría los títulos de su padre, José María Queipo de Llano y Ruiz de Saravia. Séptimo conde de Toreno, fue un conocido
              Esta primera dedicación de Toreno a la política le obligaría a emigrar por primera vez a Londres, después del regreso al trono del rey Fernando VII, y más tarde, sucesivamente, también a París, Lisboa y Berlín. Cuñado de Rafael de Riego, cuando éste se sublevó en Cabezas de San Juan (Sevilla), dando inicio al Trienio Liberal, pudo regresar a España, recuperando así tanto sus bienes, que le habían sido tomadas por el gobierno absolutista, como su puesto de diputado. Y después de un nuevo periodo de ostracismo, durante la llamada Década Ominosa, fue ministro de Hacienda, entre el 18 de junio y el 13 de julio de 1835, y de Estado, entre el 7 de junio y el 14 de septiembre de ese mismo año, y Presidente del Consejo de Ministros (cargo equiparado con el actual de Presidente del Gobierno), en esa misma etapa, durante la regencia de María Cristina de Borbón. Sin embargo, miembro como era del partido moderado, se vio obligado de nuevo a exiliarse después de la toma del poder por parte de Baldomero Espartero, primero en Florencia, y más tarde otra vez en París, donde falleció el 16 de septiembre de 1843. Durante su exilio escribió una historia de la Guerra de la Independencia, que tuvo en su época un gran éxito.
              Conocida ya la vinculación del inmueble con los condes de Toreno, queda por desentrañar su vinculación con el otro título nobiliario que hemos citado, el de los condes de Mayorga. Esta vinculación viene dada por uno de los hijos de José María Quiepo de Llano, Álvaro Queipo de Llano y Gayoso de los Cobos. Hay que decir en este sentido que José María Queipo de Llano se había casado el 10 de junio de 1835 con María del Pilar Gayoso de los Cobos y Téllez Girón, quien también pertenecía a la más rancia nobleza castellana: marquesa de Camarasa, dama de la reina gobernadora, María Cristina de Borbón, y viuda de Luis Sánchez-Pleités, marqués de Villamagna, y descendía por línea materna de los duques de Osuna, y de los conde-duques de Benavente. Porque si el título de Toreno fue heredado por el hijo primogénito del matrimonio, Francisco de Borja Queipo de Llano y Gayoso de los Cobos, fue el ya citado Álvaro quien heredó, por parte materna, el condado de Mayorga, título que era usado usualmente por los primogénitos de los conde-duques de Benavente. El anterior titular de éste había sido su tío abuelo, Mariano Téllez Girón, XII duque de Osuna y XV duque del Infantado.
              Álvaro Queipo de Llano fue también un militar destacado, que pasó gran parte de su carrera como ayudante de campo de algunos de los espadones decimonónicos del ejército español, brillantes generales que, mediante votaciones o mediante diferentes golpes de estado, llegaron a liderar los gobiernos de España. Leopoldo O’Donnell y Francisco Serrano fueron dos de esos espadones decimonónicos, y a su vez fueron también los más destacados jefes militares que Álvaro Queipo de Llano tuvo a lo largo de su carrera militar; al lado de ambos permaneció durante muchos años, lo que permitió que nuestro protagonista pudiera convertirse en protagonista o testigo de algunos de los hechos históricos más representativos del siglo XIX español. Ascendido a general de división en 1893, en 1895 se le nombró comandante general de la primera división del cuarto cuerpo del ejército, y como consecuencia de este nuevo destino fue nombrado también gobernador general de la provincia de Gerona. Retirado del ejército en 1905, falleció en Cuenca el 16 de agosto de 1912. Caballero de la orden de Santiago, poseía desde 1871 la encomienda de la orden tunecina de Nizhan el-Iftikhar, y así mismo, en virtud de sus años de servicio en el ejército, era poseedor de la Cruz de la orden de San Hermenegildo, con antigüedad de diciembre de 1879.

jueves, 21 de noviembre de 2019

Fuentes para la investigación histórica

Como complemento a la entrada de la semana anterior, sobre es uso de las nuevas tecnologías para el estudio, la docencia y la difusión de la investigación histórica, en esta vamos a intentar explicar cuáles son los diferentes tipos de fuentes más clásicos a los que el historiador se puede remitir cualquier tipo de investigación en el pasado histórico. Y es que, a menudo, pensamos que los únicos tipos de fuentes válidos son los que nos proporcionan los archivos, esto es, las fuentes documentales propiamente dichas. Sin embargo, cualquier dato puede resultar interesante, a la hora de intentar acercarnos a cualquier tema relacionado con el pasado, y sólo el propio tema elegido, será lo que haga que el historiador pueda elegir entre un tipo de fuentes u otro. Porque, además de las propias fuentes documentales (prensa y libros, además de los propios documentos de archivo), hay también otros tipos de fuentes: fuentes orales (conversaciones y entrevistas mantenidas con los protagonistas del hecho estudiado, o con personas que lo han vivido), fuentes sonoras (grabaciones en diferentes sistemas de reproducción), fuentes gráficas (mapas y planos, dibujos y grabados, fotografías, películas,...) fuentes materiales (construcciones y obras de arte), e incluso fuentes humanas (los restos humanos que pueden ser estudiados en cualquier excavación arqueológica).
           Es cierto que algunos de estos tipos de fuentes, si no todos ellos, pueden resultar un tanto problemáticos, a la hora de proceder a su interpretación por parte del historiador. En efecto, aunque esto es algo que normalmente se le suele achacar sobre todo a determinados tipos de fuentes, como las fuentes orales, por la facilidad que puede existir para la tergiversación o la falta de objetividad, necesaria en cualquier estudio científico (y la historia, hay que tenerlo en cuenta, sigue siendo una ciencia, aunque humana), el problema afecta también al resto de fuentes historiográficas. ¿No es cierto que detrás de un documento de archivo, casi siempre, existen ciertos intereses de la persona o de la institución que lo ha creado?
             Lo importante, a la hora de iniciar cualquier investigación histórica, es intentar elegir bien las fuentes que vamos a utilizar y, sobre todo, utilizar el mayor número de éstas, de manera que se puedan minimizar así este tipo de problemas. Es decir, todas y cada una de las fuentes empleadas en nuestra investigación deberán ser corroboradas a su vez por otro tipo de fuentes. Sólo de esta forma estaremos seguros de que nos estamos acercando a la verdad.

















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