jueves, 27 de junio de 2019

DOS NUEVAS APORTACIONES HISTORIOGRÁFICAS DEL CRONISTA MIGUEL ROMERO


El cronista oficial de Cuenca, Miguel Romero Saiz, acaba de entregar a las librerías sus dos últimas aportaciones historiográficas -dejando aparte su texto para el libro de fotografías que sobre la principal vía comercial conquense, ahora venida a menos, la Carretería, han realizado los fotógrafos Jesús Cañas y Diego Castillejo, también interesante en sí mismo-. Son ambos, dos libros necesarios sobre el pasado de estas tierras, por motivos diferentes, que fueron presentados hace pocas semanas en la pasada feria del libro, “Cuenca lee”, y que ya pueden encontrarse en los escaparates de las librerías de Cuenca.

              En el primero de ellos, bajo el título de “Páginas de una breve historia de Cuenca”, el autor realiza una síntesis de la historia de Cuenca, desde su fundación como ciudad, hacia el año 1000, cuando gran parte de la península se encontraba aún bajo del yugo musulmán, hasta el siglo XVII, y promete una segunda parte que abarque las tres últimas centurias de nuestra historia. Una síntesis necesaria, por inexistente, sobre todo si tenemos en cuenta que los últimos libros de este tipo son los de Mateo López y Trifón Muñoz y Soliva, escritos ambos en el siglo XIX. Libros estos dos que, además de ser difíciles de encontrar para el lector interesado, cuentan además non numerosos errores e inexactitudes históricas, propias de la época en la que fueron escritos.
              Se trata, sin embargo, de una síntesis muy diferente a las que son usuales. No se trata de una síntesis total y correlativa de nuestro pasado. Se trata, más bien, de una serie de apuntes históricos, como una especie de flashes, colocadas bajo una casi exacta secuencia cronológica, que da cuerpo al libro. El motivo de ello es claro: el origen de estos textos, que no es otro que las diferentes series de conferencias que el autor ha ido realizando en el seno de dos talleres impartidos por él sobre historia de Cuenca. Manteniendo este punto de referencia, la disposición de los textos, en realidad, no es casual, y ha sido premeditada por el autor para facilitar su lectura a aquellas personas que puedan no haber sido iniciadas en la literatura histórica. Y bajo esta perspectiva, hay que tener en cuenta también cuál ha sido la intención que el autor ha tenido a la hora de entregar a la imprenta estos resúmenes de sus conferencias, que no es otro que el que siempre ha tenido en cada uno de sus libros, el que tuvo también a la hora de dirigir dichos talleres: la divulgación de nuestro pasado entre el mayor número de conquenses. Sobre ello, ha escrito el propio Romero en el prólogo del libro:
              “La historia de Cuenca está muy necesitada de revisión, de actualización y de nuevos enfoques editoriales; no hay duda que todo proceso histórico de una ciudad, región, país o simple comarca, necesita consante revisión por proceso imperativo, es decir, por constantes investigaciones que van sacando a la luz novedades o modificando determinadas premisas, hipótesis o creencias, ya obsoletas algunas o equivocadas otras. Yo aquí, no quiero ni debo ser ambicioso, porque cometería un nuevo error, sino que mi humilde pretensión es ofrecer a los lectores o amantes de nuestra Historia vivida, aspectos singulares -tal vez “triviales” en algunos casos-, que han dado vida a un momento de nuestro rico pasado conquense, de una manera sencilla, con narración novelada y con pretensión divulgativa y de entretenimieto.”
              Pero el autor cuenta también con otros colaboradores a la hora de realizar esta renovadora historia de Cuenca. Empezando por el escritor Enrique Domínguez Millán, autor del prólogo, periodista y miembro de la Real Academia Conquense de Artes y Letras, y terminando por dos importantes especialistas de relevancia nacional, que han realizado sendos epílogos al libro; se trata de Enrique Cantera Montenegro, catedrático de Historia Medieval en la Universidad Nacional de Educación a Distancia, y del especialista en Historia Moderna, Carlos Martínez Shaw, miembro de la Real Academia de la Historia. Y entre ellos, también la de diferentes historiadores conquenses, cuyos textos sobre algún momento concreto de nuestro pasado ha querido respetar íntegramente Miguel Romero, con el fin de contribuir a la divulgación de ese conocimiento que se tiene de la historia de Cuenca; nombrar aquí a algunos de esos historiadores sería exponernos a algún olvido involuntario, pero siempre tendencioso.
              En resumen, un libro fácil de leer para todos, también para los que no están acostumbrados a trabajar con la historia, una historia sencilla, pero que intenta alejarse de leyendas, aunque no siempre lo consigue porque las leyendas forman parte también, querámoslo o no, de nuestra historia.

              El segundo de los libros de los que hemos hablado es la “Guía de la judería de Cuenca”, en el que el autor aborda, esta vez de manera monográfica, una de las páginas más olvidadas de a historia de Cuenca, la de nuestro pasado judío, tan importante durante la Edad Media como el pasado musulmán, o incluso como ese pasado cristiano que salta más a menudo a nuestras crónicas. No en vano, el judaísmo hispano seguiría dando muestras de su visibilidad después incluso de los progrom de 1391, e incluso después de la esxpulsión decretada por los Reyes Católicos en 1492, en esa patria común que abarcó gran parte del mundo conocido, y que recibe el nombre de Sefarad. Esa patria común que dio a la historia “conquense” nombres tan universales como los de Elías Canneti, premio Nóbel de literatura en 1981, o el bioquímico e historiador -las letras y la ciencia no tienen por qué estar enfrentadas, a pesar de lo que nos dicen los planes de estudios actuales- Jacobo Cohenca Mizrahi.
              Se necesitaba también este libro sobre la Cuenca judía, tan olvidada por los historiadores y por los conuenses en general, porque Cuenca se conformó como ciudad a partir del año 1177, después de que fuera conquistada por Alfonso VIII, y en esa Cuenca medieval dominada por su catedral, pero también por su fuero, los judiós también tenían su propio espacio, y no como meros invitados. El propio fuero así nos lo indica, como nos lo indica también la arqueología, tal y como se ha demostrado recientemente en las excavaciones del complejo de Mangana. Por todo ello, resulta necesario recuperar todo ese pasado judío, que nunca debió haber sido olvidado, para beneficio de los conquenses del presente.
              Además, el libro cuenta también con dos pequeñas aportaciones, que han sido realizados también por el propio Miguel Romero, en algún caso con la colaboración de Roberto Gómez: sendos atlas desplegables, uno sobre la España judía y otro sobre la Cuenca judía, que de forma esquemática y visual resumen en imágenes fácilmente transportables gran parte de lo reseñado en este libro del cronista conquense.


               

martes, 11 de junio de 2019

UN MENSAJE ESCRITO EN UN LIBRO DIFERENTE


“Este libro esconde la obra de un asesino. Y es probable que un día venga a buscarlo”. Sin duda, éste es un mensaje inquietante en cualquier libro que se abra con el único fin que tiene todo libro: el de su lectura. Pero, ¿dónde, en que parte del libro, puede el lector encontrar las pruebas del asesinato al que se hace referencia con ese mensaje, que alguien ha escrito en la última página de ese ejemplar enigmático y único, un ejemplar que pasa de mano en mano de anticuarios y coleccionistas por distintas ciudades de Europa? ¿En las imágenes que, a modo de ilustraciones inocentes, o no tan inocentes, de un tarot oculto, adornan el mensaje del libro en cuestión? ¿En el propio mensaje, a modo de un texto cifrado a través de sus páginas?
              “El mensajero sin nombre” es la última novela de la escritora conquense, afincada en Madrid, Ana Belén Rodríguez Patiño, quien, además de novelista, es también historiadora, guionista de importantes documentales históricos, poetisa, y tantas otras cosas más, relacionadas siempre con el mundo de la cultura. Una nueva novela, que está ambientada en los años intermedios del siglo XIX, y en la que recupera algunos de los protagonistas de su relato anterior, “Todo mortal”, alrededor de un personaje real, inmortal a la vez a pesar de todo: el célebre escritor del romanticismo Gustavo Adolfo Bécquer; y también, su más desconocida madrina, pero también histórica, Manuela Monnehay.
              Se trata ésta, como en realidad todas sus obras, de una novela inclasificable, porque en ella se tratan muchos géneros literarios, pero sin acomodarse nunca a uno de esos géneros en concreto. En efecto, la novela tiene elementos del género policiaco, tan de moda en la actualidad, y hasta tiene como uno de sus protagonistas a un policía diferente, a uno de esos extraños policías que son propios del siglo XIX, al estilo de Sherlock Holmes o Víctor Ríos, pero sin embargo, no se puede clasificar como una novela policiaca al uso. De la misma forma, el relato se acerca a la novela gótica, desde su ambientación en ese mágico siglo XIX goticista y romántico. Un ambiente muy cercano al de las propias leyendas becquerianas, inolvidables, en el que ni siquiera falta un cementerio. Sin embargo, tampoco se puede decir que se trate ésta de una novela gótica como las demás.
              Pero si tenemos que clasificarla dentro de uno de esos géneros literarios, que a veces tanto dificultan, más que facilitan, la comprensión de una obra literaria, quizá sea a la novela histórica a lo que más puede acercarse esta nueva obra de la autora conquense. No en vano, se trata, como ya se ha dicho, de una novela ambientada, y muy bien ambientada, en el siglo XIX. Y no en vano, como también se ha dicho, la autora es, además de novelista, doctora en Historia Contemporánea, con una tesis sobre la Guerra Civil en Cuenca, que ha sido publicada en diferentes entregas, de las cuales se han realizado ya, además,  varias reimpresiones. Por ello, esa ambientación histórica ha sido muy cuidada, reflejando una época de nuestro pasado más cercano, en parte desconocido, sobre todo por los no expertos, pero importante por lo que supone de cambio político y social en una España que se estaba alejando ya de los presupuestos propios del Antiguo Régimen. Y aunque no es éste, el de la política, el asunto que más le preocupa a la autora, la política se encuentra también presente, latente, a través de sus páginas, dando muestras de eso que más caracterizó a la España decimonónica: la inestabilidad de unos gobiernos dominados demasiadas veces por los militares.
              Y si la política del siglo XIX español está latente en “El mensajero sin nombre”, la sociedad de la época aparece también, pero en este caso de manera bastante explícita. Porque la novela de Ana Belén es como una ventana abierta por la que se asoman las diferentes clases sociales de una Sevilla diferente, moderna. La Sevilla de la burguesía, que puede permitirse el lujo de viajar a París con el fin, sólo, de poder adquirir nuevas piezas para sus colecciones artísticas, pero también la Sevilla del hampa, la que malvive al otro lado del sucio Guadalquivir, más allá de Triana y de los bajos fondos. Y también, las que comparten espacio en una capital, Madrid, todavía sucia, tal y como la vio uel propio Gustavo Adolfo, cuando, joven aún, se instaló en ella con el fin de hacerse una carrera literaria.
              Y también están presentes en la novela los nuevos pasatiempos de esa sociedad burguesa, a la que pertenecía Bécquer; como el coleccionismo privado de antigüedades y de obras de arte, que hasta entonces había sido coto vedado para los reyes y para la alta nobleza, pero al cual en ese momento empiezan a tener acceso también los burgueses. Y también todo ese mundo de novedades, de avances técnicos y científicos, como la fotografía, y sus diferentes técnicas de capturar las imágenes en placas de cristal, y de imprimirlas después en papel; atrapar para siempre la realidad, como por arte de magia, en una mágica combinación de haluro de plata, celulosa y tinta. Esa fotografía que empezaba en aquel momento a rivalizar con la pintura, con ese mundo inmortal en el que el poeta había crecido -su padre y su hermano fueron pintores reconocidos, e incluso él mismo también se dedicó durante un tiempo a pintar- , echándole un pulso eterno del que las dos artes salieron muy beneficiadas. Y es que la segunda mitad del siglo XIX, ya lo sabemos, fue muy productiva en numerosos inventos, inventos y descubrimientos que cambiarían definitivamente la vida y la sociedad en gran parte de Europa, y también, del resto del mundo.    

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