viernes, 28 de septiembre de 2018

Entre la verdad histórica y la leyenda



Estos últimos día, durante la celebración de las vaquillas de San Mateo, he escuchado repetidas veces la leyenda de la conquista de Cuenca, y ello me ha llevado a reflexionar detenidamente en la verdad que anida detrás de los mitos y de las leyendas, por más absurdas que éstas puedan parecernos. Parece que esta afirmación puede resultar incongruente cuando la pronuncia un historiador; nada mejor para confirmar lo que acabo de decir que repasar esta leyenda, o conjunto de leyendas, que nos hablan de la toma de la ciudad para los reinos cristianos:

Es el 6 de enero de 1177, y las tropas castellanas de Alfonso VIII, apoyadas por las de los otros reinos cristianos y por las órdenes de caballería, ha llegado a la Kunka musulmana y ha cercado la ciudad, dispuestas a hacerla caer bajo el peso del hambre o de las armas. Sin embargo, el cerca dura ya demasiado tiempo, estamos ya al borde del otoño, y la ciudad no se ha rendido. Una noche, en la ribera del río Júcar, un pequeño grupo de soldados cristianos ha visto una luz que brilla de la tierra, y desde el fondo de la luz se les aparece la Virgen María, que les pide que perseveren en la conquista de la ciudad, que está se halla a punto de caer rendida a las tropas de Cristo. Pocos días más tarde, el 20 de septiembre, otro grupo de guerreros se encuentra con un pastor, y éste les asegura que es cristiano, aunque tiene que esconder su fe de cara a sus paisanos conquenses; que se llama Martín Alhaja, y que sabe como los cristianos pueden tomar la ciudad. Les dice que el guardián de la puerta de San Juan es ciego, y que todas las noches, cuando él regresa a la ciudad con su rebaño, dejando la puerta entreabierta para que no se cuele nadie, cuenta con el tacto las ovejas para asegurarse de que todo está en orden. El rey Alfonso idea entonces un plan: matará algunas de las ovejas del pastor y con sus pieles se vestirán sus mejores guerreros. Entrarán así en la ciudad, aprovechándose de la ceguera del vigilante, y una ven dentro ellos, abrirán todas las puertas al resto de sus compañeros. Así se hace, y al amanecer del día siguiente, todo está concluido. La victoria cae del lado cristiano, y el caíd moro se halla ahora en el campamento e las tropas cristianas, que se encuentra en el mismo lugar que posteriormente se llamará el Campo de San Francisco, arrodillado, humillado ante el rey Alfonso para hacerle entrega de las llaves de la nueva Cuenca; en recuerdo de ese hecho, el lugar pasará a llamarse la Cruz del Humilladero. Y el rey Alfonso VIII, después de haberla conquistado, le dará a Cuenca un obispado, un enorme territorio y un fuero. Y también, un escudo: una estrella de plata sobre un cáliz de oro, brillando todo ello sobre un campo de gules. La estrella, esa estrella de los Reyes Magos, en recuerdo del día en que fue iniciado el cerco a la ciudad, el día de la Epifanía; el cáliz, como símbolo del evangelista, en recuerdo del día en que se terminó la conquista, el día de San Mateo; el campo de gules, en recuerdo de toda la sangre cristiana derramada durante la conquista.

Pero, ¿qué hay de verdad en toda esa historia? Evidentemente, desde el punto de vista del historiador, todo esto es una mentira, urdida por muchas generaciones de conquenses al calor de la lumbre. Desgranemos toda la historia real para contar la verdad histórica que se esconde detrás de la leyenda de la conquista de Cuenca.

·       La Virgen de la Luz, cuya advocación se esconde sin duda detrás de la leyenda de su aparición a un grupo de guerreros cristianos, no ha sido siempre la Virgen de la Luz. En efecto, los documentos anteriores al siglo XVIII hablan siempre de la Virgen del Puente, una advocación que hace referencia a la situación geográfica en la que se hallaba el templo en el cual siempre ha recibido culto, junto al puente más importante de los que daban acceso a la ciudad.  Sólo a partir de esta centuria irá cambiando poco a poco su advocación por la de la Luz, y ello fue debido a un regalo que le hizo uno de sus fieles, un candil de plata que porta todavía en su mano derecha.

·       Se sabe fehacientemente que los primeros guerreros cristianos no entraron en la ciudad por la estrecha puerta de San Juan, sino por la más importante de todas, la Puerta del Castillo. Desde allí, los hombres del rey Alfonso fueron tomando a sangre y fuego las calles de Cuenca, hasta que los musulmanes no tuvieron más remedio que rendirse, agotados por una noche de combate contra un ejército superior a él en número.

·       La Cruz del Humilladero, el llamada Campo de San Francisco, no podía ser, tal y como se ha dicho, el campamento principal de las tropas cristianas; como mucho, un pequeño campamento de avanzadilla, ocupado por unos pocos soldados de guardia mientras vigilaban que nadie pudiera entrar o salir de la ciudad, como otros muchos campamentos que se establecerían alrededor de ésta. El lugar estaba demasiado cerca de las murallas, y de la albufera que en esta zona dificultaba todavía más la ya de por sí difícil conquista. Demasiado cerca, en fin, del armamento defensivo de los musulmanes. El lugar pasó a llamarse de esta forma algunos siglos después, cuando se levantó aquí un pequeño humilladero, coronado con una cruz, a instancias sin duda del cercano convento de religiosos franciscanos.

·       La interpretación del escudo de Cuenca tiene más que ver con su etimología que con su leyenda. Durante la Edad Media, los emblemas heráldicos estaban muchas veces relacionados con las palabras, y con los sonidos de esas palabras. En efecto, el cáliz del escudo de Cuenca sólo fue un cáliz a partir de los Reyes Católicos. Hasta entonces, había sido un cuenco, que en un primer momento incorporó un pequeño pie en su base, y después, durante la segunda mitad del siglo XV, terminó por convertirse en el cáliz actual. Las monedas acuñadas en la ciudad y los sellos diplomáticos lo confirman. ¿Y la estrella? Si el castillo representaba al viejo reino de Castilla, es decir, aquél que empezó a desarrollarse, en los primeros siglos de la Reconquista, al norte del río Duero, por esta misma razón etimológica, la estrella pasó a representar a la nueva Castilla, aquélla que se empezó a consolidar a partir de la conquista de Toledo, en 1085.

Es ésta, la verdad histórica, la que nos interesa a los historiadores, como defensores del conocimiento de los hechos del pasado tal y como sucedieron, y no como nos los imaginamos. Se podría introducir aquí un debate sobre la historia como realidad científica, más allá de las consabidas veleidades ideológicas o psicológicas, que a menudo difuminan el conocimiento científico, pero no es ésta mi intención en este momento. Sólo quiero poner el acento en que detrás de toda leyenda hay también una verdad, una realidad ahistórica si se quiere, pero que también debe ser conocida por todos. Una verdad a la que podríamos denominar etnográfica o antropológica, que forma parte también de la realidad de una ciudad o un pueblo, como lo forman también los juegos populares, como los bailes, o como sus tradiciones. Una verdad que se sitúa en un plano diferente a la verdad histórica, pero que no por ello debe olvidarse. Hay que conocer nuestra historia, sí, pero también hay que conocer nuestras leyendas, porque las leyendas, igual que la historia, también conforman nuestro presente y pueden llegar a condicionar nuestro futuro. 
Pero la leyenda, y ahí es donde los historiadores debemos tomar parte en el debate, tampoco puede enmascarar a la historia real, por más que ésta, a menudo, sea más prosaica, mucho menos bella, que nuestras viejas leyendas.
El sitio de Cuenca por Alfonso VIII. Grabado del siglo XIX.



sábado, 22 de septiembre de 2018

Una nueva exposición de Belén Peytaví en Cuenca


Llega ahora hasta nosotros una nueva colección pictórica de Belén Peytaví, y en este caso se trata de una muestra de sus últimas creaciones, en las que ha sustituido el óleo y el lienzo por el papel y la tinta china. Se trata, una vez más, no obstante, de una muestra de paisajes, del rocoso paisaje conquense de las hoces del kárstico paisaje serrano. En efecto, en la nueva obra de Peytaví, la artista ha sustituido el color, siempre presente en nuestro paisaje, por el negro de la tinta china, y sin embargo sigue siendo su mismo paisaje, sigue ella plasmando, con su particular estilo, esas mismas obras que el Escultor invisible, el tiempo o Dios, ha ido fabricando a través de muchos, muchísimos, milenios, en el espacio natural de nuestra serranía. Porque a Belén, cuando se pone a pintar, lo que en realidad le interesa es el paisaje en su estado natural, según ella misma reconoció en una entrevista que le hicieron hace ahora tres años. Le interesaba entonces el paisaje, y le sigue interesando, aunque ahora investiga una nueva forma de reflejarlo en la práctica.

            Sin embargo, hay algo de oriental y mágico también en esta última obra de la pintora conquense. Y es que sus trazos de tinta sobre el papel nos recuerdan un poco a la pintura clásica de tradición china y japonesa, esa pintura que nos es tan desconocida en esta tradición occidental, y lo hace sobre todo a la hora de representar a esos árboles que parecen nacer, como en muchos paisajes conquenses, desde la misma roca. Poco importa que esta pintura de Belén carezca de los delicados colores que Ogata Korin (1657-1716) refleja en algunas de sus obras (Ciruelos blancos en primavera), porque el trazo de la conquense, cuando traslada con la tinta los pinos de las hoces, nos recuerda también a esos ciruelos que el japonés dibujó sobre témpera seca. Sin embargo, a quien más me recuerda Belén, dentro de esa tradición oriental, es a Sesshu Toyo (1420-1506), y a esos paisajes otoñales, tan influidos, también, por la pintura china. No es de extrañar, pues el pintor japonés, que compartía su afición a la pintura con su dedicación a la religión como monje budista zen, también empleó la tinta como medio principal de expresión de su arte.

            Dos paisajes tan diferentes entre sí, el paisaje de Cuenca y el paisaje de las islas del sol naciente. Y sin embargo, dos paisajes tan parecidos, sobre todo en la primavera, cuando los almendros conquenses y los cerezos japoneses se visten con esas capas blancas, rosadas, violáceas, … Pero también en invierno, cuando el kin, o “árbol de la emperatriz”, pierde sus hojas, y entonces tanto nos recuerda a esos árboles de Belén, que parecen querer fundirse con la misma piedra, y nos hacen soñar con nuevas primaveras.

jueves, 13 de septiembre de 2018

Apuntes para la historia económica de Cuenca. La fábrica de jabón de la plaza de las Escuelas


En el Archivo Histórico Provincial de Cuenca, y en concreto en su sección de Protocolos Notariales, duermen miles de documentos que por sí mismos sólo tienen una importancia relativa, pero que, estudiados en conjunto, pueden ayudar al historiador a confeccionar la historia económica de nuestra ciudad en aquella época a la que podríamos llamar del precapitalismo industrial Y es que durante los siglos XVIII y XIX, se fue creando en todas las ciudades, también en Cuenca, una nueva sociedad burguesa, que estaba formada por agentes de negocios, comerciantes e industriales, que fueran creando en la ciudad, y en toda la provincia, una red clientelar, un tejido económico e industrial que, si bien nunca llegó a alcanzar cotas importantes en comparación con las de otros lugares del país, contribuyó a una trasformación social de Cuenca y de toda su zona de influencia. Un tejido industrial que, por otra parte, puede incluso parecer importante si la comparamos con el tejido industrial y comercial que presenta la ciudad en esta segunda década del siglo XXI.

Una industria precapitalista, la conquense de los siglos XVIII y XIX, que abarca sectores de actividad diferentes entre sí, algunos de ellos ya desaparecidos hace mucho tiempo del tejido industrial de nuestra ciudad. Éste es el caso de la fabricación de jabón, de la que tenemos algunas noticias correspondientes a la centuria decimonónica. Así, el 1 de marzo de 1850 está fechado cierto contrato de compraventa entre dos burgueses, nacidos ambos en la ciudad del Júcar, Amalio Ayllón y Ambrosio Yáñiz, de la fábrica de jabón del que el primero era propietario desde tres años antes. El documento, rubricado por uno de los notarios de más actividad en la ciudad en aquella época, Isidoro Escobar, estipula, como no podía ser de otra forma, tanto el lugar en el que se encontraba situada la fábrica en cuestión, como las condiciones económicas del acuerdo entre ambos industriales[1].

Resultado de imagen de plaza cardenal payas de cuencaEn cuanto a la situación geográfica en la que se encontraba la fábrica, se dice en el documento lo siguiente: “Sito en la población, calle de la Plazuela, bajo las escuelas gratuitas, que con ella linda al saliente y mediodía, el corral del expresado edificio y jardines de la casa de los herederos de don Félix Real y doña Juliana Soria, poniente el río Huécar y norte el Real Pósito, inclusa la parte de corral que hay desde la fuente a la fábrica, y cierra una pared parte del jardín, la cual le pertenece en propiedad.” Así pues, el lugar es fácil de encontrar todavía en el entramado urbano de la ciudad, a pesar de las modificaciones sufridas por ese espacio en los últimos ciento cincuenta años: la llamada todavía Plazuela de las Escuelas, o Plaza del Cardenal Payá, allí donde el obispo Palafox había fundado en los últimos años de la centuria anterior una escuela pública, en el lugar donde había estado en tiempos pretéritos la parroquia de San Vicente.
La fábrica había sido creada, o adquirida tres años antes, el 6 de mayo de 1847, sobre las posesiones de los ya citados Félix Real y Juliana Soria, propietarios todavía, o realmente sus herederos, de los jardines adyacentes al edificio. Así lo hace saber el propio vendedor al estipular las condiciones económicas del traspaso. En efecto, el propio Amalio Ayllón lo había adquirido a las hijas y a los nietos del matrimonio (Julián, Florencia, Elvira y María Rey; Petra, Antonia y Casimiro Real), y se hallaba libre de hipotecas, aunque con un censo redimible de ocho mil reales, más doscientos cuarenta reales de censos, sobre sus antiguos propietarios. Obligación a la que, como no podía ser de otra forma, debería corresponder a partir de ese momento su nuevo propietario, Ambrosio Yáñiz, y que se sumaba al pago de los doce mil reales que correspondían a la propia adquisición de la industria.

El contrato de compraventa, en sí mismo, por lo que respecta a las citadas condiciones económicas, no es demasiado minucioso; así, declara el vendedor lo siguiente: “Y así mismo declara que el justo precio y verdadero de los del edificio, fábrica, jabón deslindado, con todos sus útiles y efectos en él contenidos, son los doce mil reales líquidos, con más el capital del censo del que se hace inscrito, que son ocho mil reales…” Y a continuación prosigue el propio Amalio Ayllón: “Y desde hoy para siempre se aparta del servicio y posesión que tiene sobre dicha finca, útiles y efectos, y los cede y renuncia en favor del citado don Ambrosio Yáñiz, sus hijos, herederos y subcesores, dándoles amplia facultar para que judicial y extrajudicialmente se apoderen de todo sin necesidad de ningún otro derecho más que el otorgamiento de esta escritura, para lo que pide a mí, el escribano de copia autorizada (de esta escritura), además de hacerlo en este acto de la espresada, de imposición y venta a censo… Es condición que además del año dado por el Ayllón a los censatarios, con cuya inteligencia ha procedido a este contrato, lo ponga también el Yáñiz  en conocimiento de los mismos a los efectos consiguientes, entendiéndose que desde hoy es responsable el primero al pago de los réditos vencidos de dicho censo, y el segundo para lo sucesivo, cuya obligación y reconocimiento realizará en el mismo.”

Firmaban como testigos de la compraventa Antonio Luque, Juan Lozano y Julián López, todos ellos vecinos de Cuenca. Y por lo que respecta al futuro del edificio en cuestión, debió permanecer ésta durante algún tiempo más en su función de fabricar jabón para los conquenses de la segunda mitad del siglo XIX, aunque el tiempo, que todo lo destruye, terminaría por hacerla desaparecer del tejido industrial de la ciudad. El jardín del matrimonio formado por Félix Real y Juliana Soria, y quizá también el propio edificio, al menos en parte, terminarían por convertirse, en virtud de un nuevo planeamiento urbanístico, en una plaza más amplia, cerrada por las calles de San Vicente y de la Moneda. La fuente de la que se habla en el documento, sin embargo, permaneció algún tiempo más que el jardín y el edificio, aunque también terminó por correr la misma suerte que estos.



[1] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Protocolos Notariales. P-2168/3.

viernes, 7 de septiembre de 2018

Muerte y privilegio en Cuenca: el testamento del conde de La Ventosa


Ya he comentado en alguna otra ocasión la importancia que los testamentos pueden tener para conocer mejor diferentes aspectos de la historia, como la economía. También, en algunas ocasiones, para el estudio de las sociedades en un momento concreto de la historia. En este sentido, puede resultar interesante el testamento que redactó el 2 de febrero de 1799 don Joaquín de Sandoval Blasco de Orozco, sexto conde de La Ventosa, hijo de su anterior poseedor, Alonso Jacinto de Sandoval y Rojas de Portocarrero, y de Mariana Blasco de Orozco y Carreño, ante el notario conquense Juan Bernardo Martínez[1]. El título había sido concedido en  1618 por Felipe III a Pedro Coello de Rivera  y Zapata de Cisneros, caballero de la orden de Calatrava, octavo señor de Villarejo de la Peñuela y Cabrejas, y esposo de Constanza de Sandoval y Coello, su sobrina segunda, y señora de La Ventosa. Los condes tenían casa abierta en el propio pueblo de La Ventosa, en Cuenca y en Madrid, y representaban a esa nueva nobleza conquense que había venido a sustituir en el siglo XVII a la alta nobleza cortesana de la época de los Austrias mayores, a cuyo frente se situaban los marqueses de Moya y de Cañete.
La diferencias de este testamento con otros  documentos similares, como el ya estudiado testamento del empresario Melchor José de Ortineri, estudiado en la entrada anterior, como no podía ser de otra forma, se establece ya a partir de la primera de las cláusulas. Así, el sexto conde de La Ventosa, después de encomendar su alma a Dios, encomendaba que en el momento de su muerte fuera enterrado con toda la pompa adecuada a su condición nobiliaria: “Sy mi fallezimiento fuera en esta villa, y es mi voluntad que luego que se berifique, se de aviso al pueblo, con soltar la campana del relox solamente, por ser prenda y dádiva de mis antezesores, sin entenderse esta circunstancia con las campanas de la iglesia, pues éstas restañarán según la costumbre.” A continuación, señala el testatario cuidadosamente la manera en la que deberá arreglarse el cadáver, desde el arreglo del cabello y la barba, hasta las vestiduras con las que habría de ser cubierto: “Camisa guarnecida y corbatín, y se le calzará con calzeras y medias blancas de seda, zapatos decentes y evillas de plata, y se le vestirá con calzones, chupa y casaca del uniforme de Reales Guardias Españolas, donde e servido, la espada de plata, el sombrero de uniforme, con galón y divisa encarnada, bastón y peluquín.”
También se estipula en la misma cláusula el lugar en el que debía colocarse el cuerpo hasta el momento en que fuera conducido para su entierro: la habitación grande del piso superior de la casa señorial que la familia tenía en el propio pueblo de La Ventosa, que había servido a sus antepasados para jugar a la pelota. También, por supuesto, la manera en la que debía ser colocado allí el cadáver, ni colchones ni colgaduras que adornaran la estancia, sólo con unos almohadones en la cabeza y unas cubiertas de color debajo del cuerpo, y seis hachas de cera alrededor del féretro, que llevarían los mayordomos de la hermandad de la Vera Cruz a cambio de la limosna acostumbrada. Velarían el cuerpo, durante todo el tiempo que estuviera presente en la estancia, los cuatro regidores y los dos alguaciles de la localidad, alternándose por mitades. Así permanecería éste durante las siguientes veinticuatro horas después de su fallecimiento, permitiendo la presencia allí de todos los vecinos de La Ventosa que desearan acudir. 
Iglesia de La Ventosa.

Y al día siguiente se procedería al entierro, al que acudirían todas las cofradías de La Ventosa, con sus insignias. Éstas, con las autoridades, acompañarían el féretro que, con caja descubierta, sería llevado a hombros por los regidores y los alcaldes del pueblo. Se estipula también el camino que llevaría desde la casa señorial a la iglesia la procesión mortuoria, e incluso las tres paradas que se debían hacer, una de ellas ante el edificio del ayuntamiento. Y por fin en la iglesia, se procedería al funeral, “donde se cantará la noturno con tres lecciones, misa de cuerpo presente si fuese ora, y si no al día siguiente, y todo se ará con diáconos y acólitos, y concluida la misa se le dará sepoltura al cuerpo que asta este acto estará descubierto.” En este momento, se cubrirá el cadáver con el hábito de los franciscanos descalzos, y se enterraría en la sepultura familiar, en el presbiterio de la iglesia, en el lado del Evangelio.   
El asunto referido a la sepultura familiar, sin embargo, se encontraba sometido a un proceso de litigio en la Real Chancillería de Granada, por lo que el conde estipulaba al mismo tiempo que, en el caso de que fuera ganado el pleito, fuera trasladado también a ese mismo lugar el cuerpo de su hija, María Antonia Marcelina de Sandoval y Muñiz, que desde su fallecimiento se encontraba enterrada en la iglesia parroquial de San Juan, en la capital conquense. Pero en el caso de que en el momento de su fallecimiento no hubiera concluido este pleito, ordenaba también que a la llegada de la media noche del día de su fallecimiento, su cuerpo fuera despojado del uniforme de los Guardias Reales y, vestido ya con el hábito de los franciscanos descalzos, fuera conducido en carruaje a la capital conquense, acompañado por las autoridades de La Ventosa hasta salir de su término municipal. Y una vez en Cuenca, su cuerpo sería velado, hasta el momento de su entierro, en el cuarto bajo de su casa solariega, en la calle de San Juan. Acabado el velatorio, sería enterrado también en la misma iglesia de San Juan, en la sepultura en la que su hija estaba enterrada.
Tanto en un caso como en otro, tanto si el entierro se celebraba en la capital conquense, como si era en La Ventosa, el conde ordenaba la celebración de cien misas rezadas en beneficio de su alma, veinticinco de ellas por el párroco de La Ventosa, otras veinticinco por el resto de eclesiásticos de la villa (o por el párroco de San Juan, en el caso de que el entierro se realizada en la capital de la diócesis), y las cincuenta restantes, en los diferentes conventos de la ciudad.  Del mismo modo, y como era también usual en todos los testamentos, legaba lo acostumbrados a los Santos Lugares de Jerusalén, y a la obra de redención de cautivos.
Después de todas estas cláusulas, relacionadas sólo, como hemos visto, con la manera de proceder al entierro, la cláusula octava da la información preceptiva de sus vínculos familiares. Así, el conde declaraba estar casado con Francisca Muñiz Soto y Luna, hija de Francisco Muñiz, natural de Ceuta, gobernador del fuerte de San Carlos, en Nicaragua, y de Francisca Soto y Luna, natural a su vez de la localidad extremeña de Bienvenida. Aquélla, la esposa del conde, era a su vez viuda del coronel Domingo de Molina, que en el momento de su fallecimiento era gobernador de la villa de Motril (Granada), con el que había tenido dos hijos, Fernando y Carlos de Molina, de once y nueve años respectivamente, y que en aquel momento se encontraban aún con ellos en la casa familiar. También se menciona la existencia de otro hijo del citado Domingo de Molina, habido con otro matrimonio anterior de éste, Agustín de Molina, que en ese momento se encontraba sirviendo en el regimiento Inmemorial del Rey, con el grado de teniente. Por su parte, el conde había tenido de su matrimonio con Francisca Muñoz, dos hijas, la citada Marcelina, que había fallecido a la edad de tres años, y María Cayetana de Sandoval y Muñiz, que apenas contaba en aquel momento con un año de edad, que, como heredera “ lexítima y única, le corresponden todos los maiorazgos, vínculos y sus productos que oy poseo, y los que puedan en adelante pertenecer por las casas, maiorazgos y grandezas a que tengo derecho, como son el señorío y  rentas de Villarejo de la Peñuela, y mediato a él después del fallecimiento de la señora que oy lo posé, y otra hermana suya, si muriesen sin subcesión.”
En el mismo documento se mencionan también los derechos que su hija pudiera tener sobre otros títulos y señoríos, como el señorío de Montalbo, al haber estado casada la hija del fundador de este señorío con uno de sus abuelos, y el condado de Priego, por Elvira de Quiñones, hija del segundo conde de Priego y esposa también de uno de sus antepasados, Gutierre Sandoval, sexto señor de la Ventosa. También declara sus derechos legítimos, en razón a su pertenencia a la casa Sandoval, aunque lejanos, sobre el ducado de Lerma (con sus adyacentes marquesados de Cea, Denia y Ampudia), así como a los ducados del Infantado y de Medinaceli, por su cuarto abuelo, Melchor de Sandoval. Todo ello lo hacía apoyado  en el árbol genealógico que tenía hecho, “lo dexo prevenido en orden a los derechos, para que, si Dios conserva la vida de mi hija, y tomase estado de matrimonio con persona correspondiente a sus circunstancias, tenga esta noticia tan importante, por si le acomodase usar della.”
En cuanto a las estipulaciones meramente económicas, y una vez asegurada la totalidad de la herencia para su hija Cayetana, reconoce en primer lugar que su esposa había aportado al matrimonio la cantidad de 25.725 reales, las que ordena el conde devolverle en razón del testamento, además de otros mil ducados “por razón del exceso que le llevó en mi edad de sesenta años, a treinta y quatro que ella tenía”, además de los cien doblones que correspondían a la herencia de su tío, Bernardo Blasco de Orozco, que había fallecido en la casa familiar de Madrid. Por otra parte, encomendaba también a su administrador en la ciudad de Cuenca, Juan Antonio López Malo, notario de número de la ciudad, para que continuara al servicio de la casa familiar, y en concreto de su viuda y de su hija, tan bien como lo había hecho hasta entonces, agradeciéndole además “de aberme salvado de la dejación que estuve padeciendo mucho tiempo por el sequestro de mis rentas por la Real Hacienda, para el pago a ésta de más de ciento y cinquenta mil reales que se le debía, y también de otra deuda a particulares, y expezialmente la de su suegro, don Juan Antonio Honrubia, de que se hizo cargo dicho mi apoderado, de cuya cantidad le falta que le reintegrase diez y ocho mil reales, y hasta tanto que estos se le pagasen, no se le pueda remover de dicha administración.” Como se puede ver, el hecho de pertenecer al sector nobiliario no es garantía siempre de un poder económico por encima del resto de la sociedad. Y es que la pertenencia a este grupo social llevaba consigo también ciertas obligaciones que, en ocasiones, suponen gastos importantes de dinero que, en ocasiones, no son fáciles de cumplir.
Finalmente, el conde nombraba como albaceas suyos a su propia esposa, Francisca Muñiz, a su suegro, Francisco Muñiz, “a mi hermano el marqués de Pontejos” (en realidad se trataba de su cuñado, Antonio Bruno de Pontejos y Sesma), a la persona que en el futuro pudiera contraer matrimonio con la hija de éste, Mariana de Pontejos y Sandoval, a sus dos apoderados y administradores, tanto en Madrid como en Cuenca, José Paz y Tejada, agente de negocios, y el citado Juan Antonio López Malo, respectivamente, Cayetana, era todavía menor de edad, nombraba administradora y curadora de todos sus bienes y persona también a la madre de ésta, Francisca Muñiz.


Con Cayetana de Sandoval, hija de nuestro protagonista, se iniciaba un periodo en el que el condado de La Ventosa estaría en manos de diversas mujeres de la familia, cambiando de esta forma los linajes que estaban al frente de éste en virtud a la sucesiva falta de descendencia masculina, manteniéndose de esta forma hasta principios del siglo XX, cuando caería en manos del linaje actual, los Álvarez de Toledo. En efecto, Cayetana de Sandoval fallecería apenas dos años después de que su padre realizara testamento, en 1801, siendo sustituida en el título por su prima, la ya citada Mariana de Pontejos y Sandoval, cuarta marquesa de Pontejos. 
Ésta, nacida en 1762, se había casado en 1786 con el hermano del conde de Floridablanca, Francisco Antonio Moñino y Redondo, fecha en la que fue retratada por Francisco de Goya, en un cuadro que se conserva en la National Gallery de Washington, y después de enviudar de él, volvería a casarse dos veces más, la última de las cuales, en 1817, con el famoso filántropo Joaquín Vizcaíno y Martínez Malla, marqués viudo de Pontejos, dieciocho años más joven que ella, héroe de la Guerra de la Independencia, liberal, con el que tuvo que exiliarse en Francia y en Inglaterra, donde fallecería en 1834. Vuelto su esposo a España, fue corregidor de Madrid entre ese año y 1836, capital en la que emprendió importantes obras de alcantarillado, iluminación y saneamiento; fue también uno de los fundadores del Ateneo de Madrid y de la Caja de Ahorros y Monte de Piedad de la ciudad de la villa y corte. Entretanto, fue sucedida en su título de condesa de la Ventosa por María Vicenta de Moñino y Pontejos (1848-1867) y Genoveva de Samaniego y Pando (1867-1912). A ésta, finalmente, le sucedería en 1912 su hijo, José María Álvarez de Toledo y Samaniego.





La marquesa de Pontejos   
Francisco de Goya. Ca. 1786
The National Gallery of Art 
Wasinsgton. Estados Unidos


[1] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección Notarial. P- 1875/04.

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