lunes, 20 de febrero de 2023

Matar por Alá. Terrorismo islamista y fundamentalismo religioso

 Durante los últimos días del pasado mes de enero, en diferentes puntos del planeta se produjeron diferentes atentados de carácter religioso. El 25 de enero, en nuestro país, en la ciudad gaditana de Algeciras, Yasin Kanza, un inmigrante de origen marroquí, oriundo del pueblo de Castillejos, vestido con una chilaba y armado con un machete de grandes dimensiones, al grito de Alá es grande, atacó varias iglesias católicas, provocando la muerte de un sacristán y heridas de cierta consideración a uno de los sacerdotes. Ese mismo día, un refugiado palestino que había entrado en Alemania cuando todavía era menor de edad, atacó, con un cuchillo en mano, el tren que hacía el servicio entre las ciudades de Hamburgo y Kiel, causando la muerte a dos personas y un total de siete heridos. Por otra parte, el último fin de semana del mes, Israel se tiñó otra vez de sangre en varios atentados que provocaron, también, varios fallecidos entre la población judía. El viernes, día 27, un palestino mató a siete colonos israelíes cuando salían del rezo del shabat en una sinagoga del asentamiento colono de Neve Yaakov, en el Jerusalén este, y al día siguiente se produjeron otros dos atentados, el primero de ellos también en la zona de Jerusalén este, donde un niño palestino de trece años, armado con pistola, hirió a dos palestinos más, un padre y su hijo. Ese mismo día, en un restaurante situado en Almog, en el territorio de Cisjordania, otro hombre abrió fuego contra los comensales que se encontraban en el local, aunque esta vez el atentado no provocó víctimas. El atentado más grave de todos, sin embargo, tuvo lugar en Peshawar, en Pakistán, donde un terrorista suicida talibán, miembro del grupo terrorista Tehrik-e Taliban Pakistan (TTP), provocó una explosión en la mezquita del cuartel general de la policía de esa ciudad. Como consecuencia de la explosión, una parte del edificio se derrumbó, y aunque en un primer momento se cifraron las muertes en cuarenta y cuatro personas, en los primeros días del mes siguiente el número de fallecidos había superado ya la centena.

A pesar de las lógicas diferencias existentes entre todos estos atentados -unos, como el de Pakistán, son obra de peligrosos grupos terroristas, bien armados y mejor preparados para ello, mientras otros, como los de Alemania o Algeciras, pueden ser obra de lo que ha venido a llamarse lobos solitarios-, todos ellos, y otros similares que, con demasiada asiduidad, se vienen repitiendo en cualquier punto del mundo, tienen algo en común: todos ellos han sido realizados en el nombre de Alá, y son manifestaciones del creciente terrorismo yihadista y salafista de carácter fundamentalista, que hoy en día es uno de los mayores peligros para la paz en los cinco continentes. También los atentados provocados por los palestinos, aunque en este caso, existen también otros factores diferentes al propio extremismo de tipo religioso, factores de tipo político o nacionalista. Porque en realidad, y dejando quizá aparte los ataques provocados por los lobos solitarios, ¿qué organización terrorista de carácter islamista, talibanes, Al Qaeda, el ISIS -o Estado Islámico o Daesh, que de las tres formas podemos encontrarlo-, Boko Haram,…-, no actúa movido también por determinados factores políticos, ajenos a los puramente religiosos?

No se trata aquí de hacer una relación de los atentados fundamentalistas más graves, de aquellos que llegaron a provocar un número mayor de fallecidos, algunos de los cuales todos retenemos aún en nuestra memoria. Sí creo conveniente recordar que todos esos atentados tuvieron consecuencias sociales y económicas. El atentado de 1997 en el complejo arqueológico de Deir el-Bahari, en Luxor, que causó la muerte de sesenta y dos personas, en su mayoría turistas, provocó el derrumbe de la industria turística de Egipto, la más importante del país, que tardó muchos años en recuperarse. Lo mismo sucedió con Túnez a partir de los sucesivos atentados que tuvieron lugar entre los meses de marzo y junio de 2015 en el país norteafricano, y todos recordamos las dantescas imágenes que se pudieron ver en televisión, con los turistas intentando escapar de las balas entre los jardines del Museo del Bardo, o en los aledaños de dos hoteles, alguno de ellos de la cadena española Riu, que poco tiempo después anunciaba que abandonaría su división hotelera en el país. ¿Y qué podemos decir del triple atentado de Al Qaeda, en septiembre de 2001, efectuado con aviones bomba que habían sido secuestrados y lanzados contra las Torres Gemelas de Nueva York y el Pentágono estadounidense, incluso contra la propia Casa Blanca, aunque el avión que iba dirigido a la residencia presidencial fue abatido antes de llegar a su destino? El atentado, que provocó la muerte de una cantidad incontable de personas, en todo caso superior a las tres mil, y más de veinticinco mil heridos, no podrá ser olvidado fácilmente por nadie. Pero se nos olvida fácilmente que ocho años antes, en febrero de 1993, otro atentado llevado a cabo también contra el World Trade Center, el mismo centro financiero de Nueva York, y aunque en parte resultó fallido -los terroristas tenían la intención de hacer explotar más de seiscientas libras de gas, lo que provocaría el colapso de la torre norte y haría que ésta, en su caída, impactara en la torre sur, haciendo que ésta cayera a su vez-, provocó la muerte de seis víctimas, además del colapso financiero durante muchos días.

Todos tenemos muy presente también los atentados terroristas de Madrid, el 11 de marzo de 2004, y la espectacular respuesta ofrecida por el pueblo madrileño, y español en general, a pesar de los graves errores que se cometieron tanto en la investigación de su autoría como en la propia instrucción judicial, errores que salieron a la luz en el transcurso del juicio, y que provocaron en una parte de la sociedad, bastante numerosa, la sensación de que éste había generado más preguntas que respuestas. Quizá, aquella respuesta popular fuera consecuencia del enorme entrenamiento contra el terrorismo que, lamentablemente, nuestro país se ha visto obligado a sufrir durante más de medio siglo, porque, si bien las motivaciones de los asesinos de los diferentes grupos terroristas que durante tanto tiempo han venido actuando en nuestro país -ETA, GRAPO, FRAP, Terra Lliure, Movimiento por la Autodeterminación e Independencia del Archipiélago Canario, el mismo GAL,…-, el sangriento resultado de su actividad sigue siendo el mismo.

Es cierto que, en Europa, desde hace algún tiempo, no se han vuelto a producir este tipo de atentados masivos, aunque son muchas las ciudades que se han visto salpicadas por ese otro tipo de atentados, producto de la acción de lobos solitarios, o por facciones formadas por varios terroristas: Barcelona, Londres, París, Bruselas, Estrasburgo, Berlín,… Sí las ha habido, sin embargo, en otros puntos del globo terráqueo, como el de Casablancas (Marruecos) en 2003, o el que en el año 2015 provocó veinte muertos y más de cien heridos en el santuario de Erawan, en Bangkok (Tailandia). Y sobre todo, son muy abundantes en el tercer mundo, principalmente en África, contra las minorías cristianas o contra otros musulmanes, pertenecientes a tendencias opuestas del Islam, hasta el punto de que casi se puede hablar de una guerra civil en el islamismo más radical, que opone a extremistas chiíes con extremistas suníes, provocada en ambos casos por una lectura errónea del Corán, el libro sagrado de los musulmanes, que, al contrario de lo que muchos creen, nada dice en esencia de llevar la guerra santa, la yidah, a los no creyentes. 

Un islamismo radical, por cierto, que parece ser ajeno al mundo occidental, que sólo parece acordarse de su existencia cuando puede afectarle directamente, como en el caso del frustrado ataque de febrero de 2019 con dos coches bomba contra la misión que las fuerzas armadas españolas de la OTAN tienen en la escuela militar de Kulikoró, en Mali, donde los soldados españoles de la brigada Galicia VII repelieron el ataque de los terroristas, abatiendo al conductor del primer vehículo e impidiendo que estos pudieran hacer detonar el cargamento de muerte que llevaba en su interior. Inutilizado de este modo el primer vehículo, el segundo no pudo acercarse tampoco a la puerta, por lo que los terroristas se vieron obligados a detonarlo lejos del campamento militar, provocando con su acción sólo daños materiales. La repercusión alcanzada por este atentado en nuestro país fue, desde luego, importante, mucho mayor que la que alcanzaron los terribles atentados perpetrados por la organización salafista Frente de Liberación de Macina, que el año pasado provocaron la muerte de ciento treinta y dos civiles en diferentes ciudades de mismo país.

Por otra parte, desde algunos sectores de la izquierda se suele acusar a Estados Unidos de llevar a cabo una política exterior tendente siempre a inmiscuirse demasiado en la política interior de otros países soberanos, sin importarle demasiado las consecuencias internas que sus acciones pueden tener en los ciudadanos de esos países, o incluso en el desarrollo de las relaciones internacionales o en la paz universal. No podemos negar este hecho, y en algunas ocasiones, este tipo de política le ha llevado a cometer errores de gran calado, como se ha demostrado muchas veces a lo largo de la historia. Vietnam, en los años setenta del siglo pasado, donde murieron miles de jóvenes norteamericanos defendiendo una guerra que no iba con ellos, es un claro ejemplo. También es prueba de ello, más recientemente, Afganistán, un país en donde los servicios secretos norteamericanos participaron muy activamente, en la década de los años ochenta, colaborando con los muyahidines locales, los talibanes y otros señores de la guerra, incluso pertrechándoles de armas y argumentos, para que estos pudieran expulsar a los rusos de su país. Como es bien sabido, este hecho, después se volvió en su contra, y los propios talibanes, antes aliados, terminaron por convertirse en enemigos, utilizando contra los militares y los civiles norteamericanos el mismo armamento que ellos les habían proporcionado. El nivel de paroxismo llegó a su punto más álgido, como es bien sabido, en septiembre de 2001, cuando aquellos antiguos colaboradores estrellaron los aviones secuestrados contra el corazón financiero de Nueva York, lo que es igual que decir contra el corazón financiero de todo el mundo occidental, e incluso contra la sede del Departamento de Defensa de los Estados Unidos.

Esta forma de actuar de los Estados Unidos, sin embargo, no puede ser entendida fuera de ese entramado de intereses militares y defensivos que fue la Guerra Fría, y en este sentido, la misma crítica que se le hace al país americano puede hacerse de la Unión Soviética, aunque el propio secretismo que caracterizó aquel periodo de la historia rusa, también en la actualidad, nos induce a olvidarlo. Fueron los rusos los primeros que invadieron Afganistán, como también lo habían hecho antes con otros países de su alrededor, incluidos los de la misma Europa. Y, por otra parte, la salida de las tropas norteamericanas de Afganistán, mal gestionada por la administración norteamericana en los primeros meses de gobierno de su actual presidente, Joe Biden, y tildada de cobarde por buena parte de sus aliados, dejando el país en manos de los talibanes, ha dejado a las claras todas las contradicciones que en este sentido existen en la sociedad occidental. En efecto, criticamos abiertamente la política norteamericana en el país asiático, uno de los más deprimidos y empobrecidos de todo el mundo, al mismo tiempo que nos confunde la situación de las mujeres en el país, gobernado ahora por los propios extremistas. Nos duele ver a las mujeres afganas en esa situación, obligadas otra vez a cubrir su rostro, y el cuerpo entero, con el opresor burka, y alejadas de la universidad y de cualquier tipo de educación, algo que incluso se opone a la propia sharía o ley musulmana, e incluso defendemos, eso sí, con la boca pequeña, la etapa en la que los soldados norteamericanos defendían sobre el terreno los derechos de esas mujeres, pero seguimos viendo a los Estados Unidos como una especie de policía universal que se sobrepasa en sus atribuciones.

Por todo ello, es necesario, en España como en el resto de Europa, mantener el nivel de alerta para prevenir este tipo de atentados. Se viene repitiendo como un mantra que nuestro país, y otros países del entorno, se encuentran en el nivel 4 de alerta antiterrorista, pero en realidad casi nadie nos paramos a pensar qué significa esto en realidad. ¿Qué es realmente el Plan de Prevención y Protección Antiterrorista? ¿Cuántos niveles de alerta diferentes existen en el plan, y en qué se diferencian cada uno de esos niveles? ¿Es realmente motivo de alarma social el hecho de que nuestro país se encuentre en el nivel 4 de alerta terrorista? Las directrices del Ministerio del Interior, tal y como se recoge en la página del propio ministerio, establecen lo siguiente: “El Nivel de Alerta Antiterrorista consiste en una escala compuesta por varios niveles complementarios, cada uno de los cuales se encuentra asociado a un grado de riesgo, en función de la valoración de la amenaza terrorista que se aprecie en cada momento. La clasificación prevista en el Plan de Prevención y Protección Antiterrorista cuenta con cinco niveles de activación asociados a un determinado nivel de riesgo: el Nivel 1 corresponde a riesgo bajo, el Nivel 2 a riesgo moderado, el Nivel 3 a riesgo medio, el Nivel 4 a riesgo alto y el Nivel 5 a riesgo muy alto.” De esta forma, se establece un reforzamiento en la vigilancia de las fronteras, aeropuertos o zonas turísticas. No se trata de que los ciudadanos tengamos que estar especialmente preocupados por esta situación, pero sí prevenidos ante cualquier situación que pueda hacer aumentar el riesgo de que nuestro país pueda sufrir nuevos atentados. En el terrorismo fundamentalista, como en otros aspectos de nuestra vida, la prevención a priori es mucho más importante que cualquier acción que se pueda acometer a posteriori, una vez producido el atentado terrorista, y este es el aspecto más importante del plan antiterrorista.



lunes, 6 de febrero de 2023

Un año de guerra en Ucrania

 

Cuando escribo estas líneas está a punto de cumplirse el primer año de guerra en Ucrania. En efecto, era el 24 de febrero del año pasado cuando, sin declaración previa de guerra, y en contra de lo que pensaba buena parte de la opinión pública y algunas de las inteligencias de los estados occidentales -probablemente de todas excepto la de Estados Unidos-, y a pesar también de las múltiples negativas de Vladimir Putin y de otros políticos rusos de que aquello iba a suceder, un ejército de invasión ruso cruzó la frontera y desplegó una importante ofensiva artillera contra el país vecino. Lo que para Rusia nunca ha sido una guerra, sino un simple ejercicio de maniobras militares, tal y como ha sido definido por el propio Putin, lo que él pensaba que iba a ser una campaña victoriosa, y que en pocos días tendría a Ucrania a sus pies, se ha convertido en una guerra total, en la que nunca se ha respetado a la población civil, con una indiferencia absoluta por los derechos humanos y por la Convención de Ginebra, que, de momento, no tiene visos de terminar. Una guerra que hasta el momento, y según los datos más conservadores, ofrecidos por la agencia de noticias Reuters, ha causado en Ucrania la muerte de cerca de cuarenta y cinco mil personas, más de esa cantidad de ucranianos heridos, más de quince mil desaparecidos, catorce millones de desplazados, al menos ciento cuarenta mil edificios destruidos y más de cincuenta mil millones de euros en pérdidas económicas; dato, este último, proporcionado por el Banco Mundial.

A partir del año 1995, la guerra de Chechenia nos descubrió un ejército ruso mucho menos potente del que nos suponíamos, sobre todo para un país que había sido considerado la segunda potencia militar del mundo, formado en su gran mayoría por simples reclutas de dieciocho años, mal preparados, e incluso, en algunos casos, mal nutridos, y con armas en muchos casos obsoletas. En estos casi treinta años que han transcurrido desde entonces, la realidad no parece haber cambiado demasiado, y los estrategas y los especialistas de diferentes países nos han hablado de las deficiencias del ejército de invasión, muchos de cuyos vehículos han tenido que ser abandonados en los campos de Ucrania por falta de las revisiones adecuadas o, incluso, por falta de combustible. Sólo así se entiende que lo que, en principio, debería haber sido una operación relámpago, haya resultado un fracaso, al menos en las pretensiones iniciales de Putin, y que después de un año entero de guerra, los avances del ejército ruso en el teatro de operaciones hayan sido prácticamente nulos.

Por supuesto, la guerra de Ucrania ha sido politizada por parte de los partidos occidentales. Los de derechas dicen que la guerra es sólo el resultado de una resovietización de Rusia, que quiere volver a ser lo que fue antes de 1990. Los de izquierdas dicen que Putin es un ideólogo de la derecha, y quizá tengan razón en un sentido: Putin llegó al poder amparado en el partido Rusia Unida, que se fundó en el año 2001 amparado a su vez por los partidos Unidad, Patria y Toda Rusia, un partido que se presenta como conservador, centrista y nacionalista, y que se sitúa en la derecha del espectro político internacional. Pero en realidad, ¿qué significa ser de derechas actualmente en Rusia? ¿Es Putin, verdaderamente, un político de derechas, tal y como se entiende normalmente el término en los países occidentales, o es en realidad un líder neososoviético, tal y como afirmar algunos, a pesar de la ideología del partido que preside? Es, sobre todo, un nacionalista ruso, lo que ya es decir bastante, si se mira con la perspectiva de toda la historia rusa, desde los tiempos de los zares.

Por otra parte, también se ha dicho que Rusia es Ucrania de la misma manera que Ucrania es Rusia, y que, en este sentido, lo único que Rusia pretende con la invasión es una vuelta a sus orígenes, a la antigua Rus que, es cierto, de alguna manera nació en Kiev. Pero ello es, sólo, ver el problema con una perspectiva ciertamente sesgada. Es verdad que ambos países tienen una historia común muy marcada, como también lo es que esa Panrusia no deja de ser un ente político, muchas veces ficticio, provocado por un nacionalismo exacerbado. En la antigua Unión Soviética, extensión de la Rusia de los zares, habitaban multitud de etnias diferentes, que mantenían diferentes religiones, y la realidad no ha cambiado demasiado, a pesar de los múltiples genocidios y los progromos que se han llevado a cabo en el país a lo largo del último siglo.

Si algo ha caracterizado a la política rusa ya desde la época de los zares ha sido, ya lo hemos dicho, su exacerbado nacionalismo, un nacionalismo excluyente respecto al resto de los nacionalismos que pudieron existir dentro del territorio. Un nacionalismo panruso, imperialista, tal y como lo presenta uno de sus mayores especialistas, el historiador francés, naturalizado mexicano, Jean Meyer, en uno de sus libros: “Rusia y sus imperios (1894-2005)”. El subtítulo del libro, en su edición española, es bastante revelador en este sentido: “La Rusia de los zares: de los últimos Romanov a Vladimir Putin.” Y es que, si queremos comprender la historia de Rusia, el papel que la invasión de Ucrania juega en el conjunto de esa historia, no podemos hacerlo de otra forma que, bajo el prisma de ese imperialismo tenaz, que acompañó a la Rusia de los zares, pero que tuvo sus consecuencias más álgidas en la etapa soviética.

En efecto, ya desde el siglo XVIII, si no antes, en los tiempos de Pedro I, de la zarina Catalina y de Pedro II, se observa un fuerte imperialismo, hasta el punto de que el primero cambió el tradicional título de zar por el de emperador de todas las Rusias. Durante el siglo XIX, el imperio ruso, un gigante de barro según fue definido por algunos políticos occidentales, se fue aislando en sí mismo, y ese aislamiento internacional tuvo como consecuencia una creciente opresión sobre las etnias minoritarias del imperio. Esta política se mantuvo hasta el último de los Romanov, Nicolás II, hasta el punto de que su ministro de Gobernación, Viacheslav von Pleve, fue el ideario de una gran represión, principalmente en Ucrania y en Moldavia, pero también en otros territorios del imperio. Provocó la rusificación forzada de los finlandeses, que en ese momento se encontraban todavía bajo el yugo de Rusia. Sin embargo, ese tipo de política, en el contexto de la política mundial, no era tan diferente a la de los países occidentales. Estamos todavía en la época de los grandes imperios, que sería finiquitada poco tiempo después, como una consecuencia lógica de la Primera Guerra Mundial.

En la historia ha habido pueblos que defienden sus libertades y pueblos que, por tradición, han tenido tendencia a ser sometidos, a la opresión, sea ésta provocada por otros pueblos externos, o por sus propios gobernantes. El pueblo ruso es, por tradición, un pueblo sometido. Sólo así se entiende que todavía en la segunda mitad del siglo XIX, cuando en el resto de Europa se habían producido ya las primeras revoluciones liberales, Rusia ocupara todavía un espacio político propio de la Edad Media, sometidos la mayor parte de sus habitantes a la esclavitud. Sólo así se entiende que después, durante la etapa soviética, a lo largo de todo el siglo XX, no hubiera sido capaz de levantarse contra la opresión bolchevique, ni siquiera en su última etapa. Sólo así se explica que, en la actualidad, en pleno siglo XXI, la oposición, que desde luego la hay, no sea capaz de rebelarse contra ese nuevo dictador que es Putin. Puede ser, como algunos afirman, que la secular opresión nacionalista contra el resto de las etnias establecidas en el país, no sea más que una válvula de escape contra esa opresión interior que el conjunto de los rusos mantienen en su ADN.

Sí. Rusia y Ucrania no son lo mismo, aunque nacieron como dos hermanos gemelos. Después de los propios rusos, los ucranianos han sido la segunda mayoría en el conjunto de la población del imperio. Quizá por ello, la represión contra los ucranianos haya sido siempre mayor que la realizada contra el resto de etnias. Ya en los últimos años del imperio, en 1907, la lengua ucraniana fue prohibida en las escuelas, y la Iglesia ortodoxa uniata, la propia del país, también fue perseguida. A partir de la revolución bolchevique, las cosas fueron a peor. Aunque al principio los bolcheviques reconocieron el derecho de las naciones a su independencia, no tardaron en empezar a someterlas, y para ello utilizaron medios tan drásticos como el genocidio y el terrorismo de estado. Hay quien opina que el periodo de Stalin no tiene nada que ver con el verdadero comunismo, que la represión del estalinismo, con sus millones de muertos, es, “sólo”, la cara mala de la revolución. Sin embargo, en los escritos del propio Lenin, y sobre todo en sus actos, se demuestra que ese terrorismo de estado estaba ya presente desde el primer momento de la revolución soviética.

Desde luego, las cosas empeoraron, y mucho, a raíz de la toma del poder por el propio Stalin. A raíz de la “deskulakización” obligatoria del campo ruso, la hambruna que el hecho llevó consigo provocó la muerte a muchos miles de personas. Se diría que fue una hambruna, que no fue una decisión programada por las autoridades soviéticas, pero no es cierto. Los datos son concluyentes, y no creo necesario aquí repetirlos. Sólo resaltar que, mientras en el campo los hombres y las mujeres se morían de hambre, las autoridades exportaban toneladas de trigo y de otros cereales, anteriormente robadas a los propios campesinos, a cambio de los bienes de equipo que al gobierno les era necesario para la industrialización que, según ellos, le llevaría a convertirse en una potencia económica. Es cierto que el proceso no afectó sólo a los ucranianos, pero ellos fueron los que más lo sufrieron -también, desde luego, los propios campesinos rusos, los bielorrusos, los moldavos, y el resto de las etnias-. Según cálculos realizados por observadores alemanes, más de tres millones de ucranianos murieron de hambre sólo en los primeros meses de 1933,  un número que se iría ampliando en los meses siguientes. Y quien se oponía al proceso era asesinado o enviado a Siberia, donde se hicieron famosos los gulags, campos de concentración, de la famosa novela de Alexandr Solzhenitsyn. En 1932, sólo en la corte de Járkov fueron ordenadas mil quinientas ejecuciones en apenas un mes.

Aquello no fue un hecho aislado. En 1939, inmediatamente después del reparto Dde Polonia entre Rusia y Alemania, consecuencia del acuerdo entre Ribbentrop y Molotov, se produjo una deportación masiva de polacos y de ucranianos hacia otros territorios de la Unión Soviética. Nuevas deportaciones de nacionalistas ucranianos se llevaron a cabo al final de la Segunda Guerra Mundial. Por todo ello, la visión que de Ucrania se tiene por gran parte de la población rusa, como de un país fascista, colaborador con los invasores alemanes durante la guerra mundial, no deja de ser un efecto de la política represiva que desde hacía mucho tiempo ellos mismos habían mantenido contra el nacionalismo ucraniano. No es extraño, desde luego, que gran parte de los ucranianos vieran al “enemigo” alemán como un libertador, por más que después, la realidad de la nueva situación se mostrara en toda su crudeza: la represión alemana sobre el país no sería inferior a la que antes habían realizado los rusos; sólo en la ciudad de Odesa, los alemanes habían ejecutado en tres años y medio a unas noventa mil personas, casi una sexta parte de su población.

No, decididamente Rusia no es Ucrania, ni tampoco, en términos de política y derecho internacional, ésta es una parte de aquélla. Afirmar esto sería como decir que Ucrania es una parte de Polonia, sólo por el hecho que durante más de dos siglos, entre 1569 y 1791, la Unión de Lublin entre Polonia y Lituania, había puesto gran parte de Ucrania en manos de la República de las Dos Naciones. Otro aspecto a tener en cuenta cuando se habla del multiculturalismo ucraniano, razón que esgrime el gobierno ruso para iniciar el conflicto de Ucrania -la protección de la población rusa del país-, es la secular rusificación de ésta y otras antiguas repúblicas soviéticas: al tiempo que se deportaba a los campos de trabajo del archipiélago Gulag a los ucranianos, se entregaban a los rusos, como nuevos pobladores del territorio, importantes propiedades en él. Esta política, que se había iniciado con Lenin y con Stalin, no se interrumpiría con los siguientes presidentes, Nikita Jruschov y Leonid Brézhnev, éste último ucraniano de nacimiento. Durante el mandato de este último, la población rusa en Ucrania pasó del 17 al 21 por ciento.

Y volviendo a la pregunta que nos hacíamos inicialmente sobre si Putin es un político de izquierdas o de derechas, merece la pena recoger las palabras del ya citado Jean Meyer: “El movimiento nacional ruso empezó a manifestarse desde los últimos años de Jruschov. Al principio del siglo XX, los rusos habían quedado muy por detrás de los polacos, finlandeses y ucranianos en cuanto al nacionalismo. Su élite se identificaba con el imperio multinacional, de tal manera que su sentir era más rossislii (rusiano) que ruski (ruso). En cuanto al pueblo, , aún rural en su gran mayoría, sus referencias eran sociales, religiosas y nacionales, en absoluto nacionalistas.” Sin embargo, “en los años setenta muchos rusos empezaron a pensar que los intereses de su nación habían sido sacrificados a la causa del internacionalismo o del Tercer Mundo, cuando no tenían por qué invertir en Asia Central o en el Cáucaso, ni mucho menos en Cuba o en Angola… Para todos resultaba muy difícil distinguir lo que era ruso de lo que era imperial, en sus sentimientos hacia la URSS y las otras repúblicas. La confusión facilitó el desarrollo de las emociones, perfectamente negativas.”

Y el historiador franco-mexicano termina concluyendo: “Ese nacionalismo cultural llevó a un nuevo interés por la filosofía religiosa… Pasó lo mismo con la literatura eslavófila del siglo XIX, la cual inspiró una corriente que no dudó en considerarse como eslavófila. Por aquel entonces, tales tendencias no podían catalogarse en términos de derechas y de izquierdas, como lo prueba la obra de Alexandr Solzhenistyn. En la misma época empezó a forjarse una alianza nada santa entre la KGB y ciertos nacionalismos, entre la extrema derecha y la extrema izquierda”. Vladimir Putin, antiguo agente del KGB que además estaba destinado en Alemania Oriental precisamente en los años de la caída del muro de Berlín, y nacionalista confeso, es un claro ejemplo de esta nueva política rusa.

Recientemente, un espía danés dice haber dado con la clave de la invasión de Ucrania por parte de Putin: serían los medicamentos que el dirigente ruso toma para combatir el cáncer que le afecta lo que provoca los delirios de grandeza del dictador. Poco importa si ello es cierto o no, más allá de reflexionar un poco en qué manos estamos los habitantes de todo el planeta, de pensar que la locura de cualquier mandatario, sea una locura consustancial con esa persona o una locura coyuntural, provocada por el alcohol, las drogas o un medicamento más o menos fuerte, puede en cualquier momento hacer que éste apriete finalmente el botón rojo de la destrucción. Por ello, y principalmente por todo lo que he querido relatar en las páginas anteriores, otro especialista como el historiador británico Orlando Figes, ha dicho recientemente que el putinismo, el régimen de Putin, no va a acabar necesariamente con la muerte del propio Putin, que “si Putin muriese mañana, lo sustituiría alguien de su mismo entorno, con visiones tal vez más extremas que las del mismo Putin… No empecemos a desear la muerte de Putin hasta que sepamos quien va a entrar en su lugar”. En ese sentido, dice Figes, la propia Rusia es víctima de esta guerra contra Ucrania, una Rusia que debería ser, dice él, “desputinizada”, o lo que es lo mismo, pasada por el tamiz de una verdadera democracia. Frases demoledoras para los que queremos que la paz vuelva a este rincón de Europa, pero que son necesarias para comprender la verdadera dimensión del conflicto.

 

Post Scriptum

Como en otras ocasiones anteriores,  esta entrada reproduce al pie de la letra el artículo publicado en el semanario La Opinión de Cuenca, en este caso en el número correspondiente al día 5 de febrero. Por razones de espacio, no consideré en este momento hablar de otros aspectos de la historia de Rusia, o de la Unión soviética, que, siendo interesantes en sí mismo, se alejaban un poco del asunto principal que se trataba en el texto: la guerra de Ucrania. Y es que la historia de Rusia es demasiado compleja para ser comprendida en todas sus aristas basándonos sólo en un punto de vista occidental, y más en un breve artículo de prensa. La antigua Unión Soviética, y también la actual Rusia, desde luego, siempre ha sido un estado cerrado, con una fuerte censura tanto sobren los medios de comunicación como sobre la intelectualidad del país. Por ello, resulta muy complicado llegar a conocer los entresijos de una realidad que sigue siendo ocultada por parte del gobierno. Vaya por delante, además, que yo no puedo considerarme como un especialista en el tema, que etas líneas son, sólo, breves reflexiones realizadas a partir de la lectura de la obra de otros historiadores y periodistas, estos sí, verdaderos especialistas en la historia del país euroasiático.

Varios son los ejemplos que podrían aducirse sobre esa complejidad subyacente en determinados procesos históricos en el pasado de la antigua Unión Soviética, procesos que, tratados muchas veces de manera demasiado superficial, no han sido bien conocidos por la opinión pública en los países occidentales. Uno de ellos, sin duda, está relacionado con la utilización adecuada de la diferente terminología que debe aplicarse cuando hablamos del país, la clara diferencia existente entre la propia Rusia, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, o la llamada Comunidad de Estados Independientes, ese ente intermedio que surgió, de manera temporal, con la caída de la Unión Soviética. Tampoco ha sido bien comprendido, más allá de la lectura realizada de ello por los especialistas, el llamado putsch, el fracasado golpe de estado de agosto de 1991, que durante tres días puso en vilo al conjunto de la población rusa. ¿Quién estaba realmente detrás de ese golpe de estado? ¡Qué era lo que se pretendía por parte de los golpistas? Otro tanto habría que decir respecto al diálogo mantenido entre el estado, sea éste la URSS, el CEI o la propia Rusia, con las diferentes minorías existentes dentro de la propia Federación Rusa o en el Cáucaso, minorías que nunca han llegado a ser reconocidas políticamente: Osetia del norte y del sur, Abjasia, Chechenia, Ingusetia, Cherkesia, Transnitria, Nagorni Karabaj, …

Otro aspecto a tener en cuenta es los relativo al diagolo entre dos aspectos tan supuestamente opuestos como son el comunismo y el fascismo, y en este sentido ha escrito el propio Jean Meyer lo siguiente: Nos es difícil admitir la unión del fascismo y el comunismo, porque la mitología progresista en la cual nos criamos nos enseñó, de manera errónea, que representan dos extremos opuestos, a partir del ejemplo de la batalla de Stalingrado, olvidando todos los ejemplos contrarios, como el pacto Germano-Soviético.” Y también el diálogo, las múltiples alianzas de intereses, entre los oligarcas, la élite que surgió a partir del neocapitalismo agresivo que caracterizó al periodo postsoviético, e incluso de la propia mafia rusa, con la nueva clase política, surgida en su mayor parte de la vieja Nomenklatura, renovada en una supuesta democracia.

La dificultad de entender la realidad rusa afecta también a la propia economía del país. La caída del imperio soviético en la última década del siglo pasado puso de relieve para la opinión pública occidental la verdadera situación en la que se encontraba el país en los últimos años del imperio soviético. La que se creía segunda economía del mundo, después de Estados Unidos, resulta que en realidad era un gigante con los pies de barro -la expresión, que ha sido utilizada hasta la saciedad, se utilizaba ya también hacia 1900, durante el reinado del zar Nicolás II, para definir a un país gigantesco en extensión, pero enormemente atrasada en cuanto al bienestar de sus habitantes-. La situación, tanto a principios del siglo XX como a finales de la centuria, lejos de ser coyuntural, estaba ya en la estructura de una economía basada más en la propaganda que en la realidad, hasta el punto de estar en la base de varias crisis humanitarias y ecológicas. Entre 1965 y 1985, la muerte del mar de Aral, entre Kazajistán y Uzbekistán, provocada por los descontrolados trasvases de agua con el fin de regar los cultivos de algodón, provocó un enorme aumento de la mortalidad infantil en la región. La catástrofe de la central nuclear de Chernóbil, en el norte de Ucrania, que afectó a varios miles de habitantes de esta república y de la vecina Bielorrusia y cuya nube tóxica llegó incluso hasta Centroeuropa, más que un accidente en sí mismo, como se ha dicho, fue realmente ”un desastre predecible, el resultado de factores sistémicos”, en palabras del propio Jean Meyer.

La propia Peretroika, la reforma política y económica llevada a cabo por Mijail Gorbachov a partir de 1985, es también otro ejemplo del escaso conocimiento que en occidente se tiene de la historia de Rusia. En efecto, alabada por la prensa y la opinión pública occidental como una auténtica revolución del pueblo ruso en busca de su libertad, en su origen no fue realmente una revolución, sino una involución, que sólo trataba de salvar el sistema comunista a partir, eso sí, de una pequeña liberalización de los modos: cambiarlo todo para que nada cambie, como se suele decir en estas situaciones. Fue precisamente en su aparente fracaso, en donde reside su victoria final. Jean Meyer en su aludido libro “Rusia y sus imperios”, lo ha dicho de manera más clarificadora: “Cuando Gorbachov y su grupo intentaron salvar al enfermo de muerte, descubrieron que el régimen descansaba sobre la nada, que la sociedad estaba totalmente desestructurada y vivía en estado de anomia. Ahí está la causa fundamental de su fracaso. ¿Cuántos se movilizaron en agosto de 1991 a fin de parar la intentona golpista de los últimos comunistas? Unas decenas de mjles en Moscú y Piter… Nada que ver con las movilizaciones masivas, de cientos de miles, de millones, en 1905 y en marzo de 1917. El régimen cayó sólo, no fue derribado por un inmenso movimiento popular contra la tiranía. La revolución de agosto de 1991 fue una victoria de Boris Yeltsin, pero ocurrió al final de una larga serie de luchas palaciegas en la mejor tradición de las intrigas y de los misterios del Kremlin.”

Y volviendo al asunto principal que he querido tratar en el texto, el papel jugado por  Putin no sólo en la invasión de Ucrania, sino en toda la política interior y exterior de la actual Rusia, recojo otra vez las palabras del historiador franco-mexicano: “Como Bonaparte, Putin ofrece tanto la síntesis entre el pasado y el presente -habla de la necesidad de reconstruir la vertical del poder- y desde el centro- Seduce por igual a comunistas y ultranacionalistas nostálgicos del pasado, pero también a los nuevos rusos y a la juventud. Así como Bonaparte sintetizaba la antigua monarquía y la revolución, Putin integra la grandeza soviética y la Segunda República rusa: da a Rusia, como himno nacional, la música del tiempo de Stalin con una nueva letra. Eso corresponde a sus convicciones personales y satisface a la mayoría de los rusos, viejos y jóvenes. Cruza el orgullo soviético con el patriotismo ruso y un cristianismo ortodoxo ostentoso; su éxito desemboca en un verdadero culto a la personalidad.”

Hay que tener en cuenta que el ensayo de Jean Meyer fue publicado en 2007, cuando Putin aún no había mostrado su cara más terrible, la que, desde los últimos años ha venido mostrando tanto en Ucrania como en algunas otras antiguas repúblicas soviética. Por ello, continúa afirmando lo siguiente: “Europa y Estados Unidos no saben que pensar de Putin, “el mejor amigo de Occidente”, después de los atentados del 11 de septiembre de 2001.  ¿Será un reformador enérgico pero democrático? ¿O un déspota disfrazado de demócrata? Los suspicaces dicen que el FSB (antiguo KGB) es una excelente escuela de disfraces” Por desgracia, la realidad de la guerra de Ucrania se ha encargado de dar una respuesta al interrogante planteado.

Contrastan estas reflexiones con las de un supuesto experto en Europa oriental, el lingüista y polítólogo estadounidense Noam Chomsky, quien, en una entrevista publicada el 4 de febrero de 2022, apenas unos días antes de que se llevara a cabo la invasión, e incorporada más tarde a un libro bajo el título “¿Por qué Ucrania?, dudaba todavía de la inminencia de ésta. Y en otra entrevista posterior, incorporada también al mismo texto, reafirmaba la neutralidad de Ucrania en el teatro de la política actual, como única salida pacífica al conflicto, culpando además de éste a Estados Unidos y a la OTAN, por haber invitado al antiguo país soviético a incorporarse a la organización, una incorporación que, según él mismo reconoce, era casi imposible de llevarse a cabo antes del mes de febrero del año pasado. Dejando a un lado la fase anterior al conflicto, entre 2014 y 2015, iniciado también por Rusia con el fin de que terminó con la anexión de facto de las regiones de Donestk y Lugansk, la región conocida como el Dombás, y la declaración de independencia de Crimea y Sabastopol, sólo reconocida internacionalmente por Rusia y su incondicional alidada, Bielorrusia, cabe preguntarse si no ha sido precisamente la invasión rusa lo que ha provocado nuevos acercamientos a la organización atlántica de Ucrania, y también de otros países  vecinos, hasta ahora neutrales, como Finlandia, o la propia Suecia.



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