miércoles, 23 de mayo de 2018

El primer liberalismo en Cuenca


El siglo XIX se inicia en España con una coyuntura histórica importante: la Guerra de la Independencia. Sin embargo, esa guerra contra el francés no se hubiera producido de no haber existido antes todo un proceso social de cambio que estaba haciéndose tambalear en toda Europa, y también en parte del continente americano, todo el sistema del Antiguo Régimen. Y es que tanto la revolución americana y su declaración de independencia (1776) como también la revolución francesa (1789), crearon una nueva estructura social y política, el liberalismo, que se extendería rápidamente a partir de ese momento, y sobre todo en las primeras décadas de la centuria siguiente por el resto de Europa y de América. Todo ello supondría un fuerte enfrentamiento entre dos mundos opuestos, dos maneras diferentes de enfrentarse con la realidad, dos eras históricas enfrentadas entre sí como dos grandes placas tectónicas. Y el terremoto provocado por ese choque brutal traería como consecuencia el resquebrajamiento definitivo de una de esas dos grandes placas, la más débil de las dos porque para entonces ya estaba desgastada por tres largos siglos de enfrentamientos sociales.

No se puede entender la Guerra de la Independencia si se no se tiene en cuenta este hecho, como no se puede entender tampoco la guerra de la independencia en Cuenca si no se tiene en cuenta el espacio geográfico que ocupa nuestra provincia, como nudo estratégico de vital importancia a caballo entre dos de las ciudades más importantes del país: Madrid, la capital del reino y lugar donde se asienta la corte de José I, y Valencia, uno de los puertos con más posibilidades.  Por eso, la provincia fue en varias ocasiones escenario para algunas de las más importantes batallas, y en ese sentido la batalla de Uclés (1809), en la que perdieron la vida alrededor de mil patriotas y más de seis mil fueron capturados por los franceses, fue paradigmática, asegurando a los franceses su posición de dominio en Castilla La Nueva al tiempo que permitía al rey usurpador su asentamiento en la corte madrileña. Por eso, también la ciudad fue en repetidas ocasiones tomada por las tropas francesas y las españolas, y sufrió de unas y de otras sangrientas represalias. José Luis Muñoz ha estudiado ese momento doloroso de la ciudad del Júcar en uno de sus libros, Crónica de la guerra de la independencia, a partir de los datos proporcionados por los libros de actas del Ayuntamiento conquense.

Sin embargo, aún falta por hacer un estudio más pormenorizado de lo que supuso la tragedia de la guerra en el conjunto de la provincia, como también en los que respecta al punto de vista del nuevo hecho social representado por el liberalismo. Desde el punto de vista de la historia económica, no cabe duda de que la guerra produjo en toda la provincia una grave crisis de subsistencia, que provocó también un declive humano y demográfico, como ha demostrado David Sven Reher en su trabajo Familia, población y sociedad en la provincia de Cuenca, 1700-1970, que fue publicado por el Centro de Investigaciones Sociológicas. Por otra parte, tanto la guerra como el incipiente liberalismo que en aquel momento estaba empezando a nacer también en una pequeña ciudad de provincias como Cuenca, provocó un cambio sustancial en las élites de poder, fácilmente rastreable a través de las personas que formaron parte de la junta provincial de Cuenca y también de aquellos que representaron a nuestra provincia en las Cortes de Cádiz. También, y por lo que a las élites intelectuales se refiere, por las personas que firmaron toda esa cantidad de oraciones, cartas, manifiestas, que fueron impresos en nuestra ciudad durante todo el primer tercio del siglo XIX, a los cuales ya hemos aludido más arriba. Y al contrario de lo que muchas veces se ha escrito, dando demasiadas cosas por supuestas sin haber realizado antes un ejercicio básico de reflexión, crítica y análisis. Tampoco la Iglesia conquense fue en absoluto ajena a esa nueva realidad social que estaba naciendo, al menos por lo que a este primer período se refiere.

Los miembros de la junta provincial que se había creado en Cuenca en los años iniciales de la guerra representaban todavía en una parte a las grandes instituciones heredadas del Antiguo Régimen: la Iglesia, con un prelado a la cabeza, Ramón Falcón y Salcedo, y el canónigo ilustrado Juan Antonio Rodrigálvarez, que había llegado a la ciudad a finales del siglo XVIII de la mano del anterior obispo Antonio Palafox, antes de que éste hubiera llegado a acceder a la cátedra episcopal; el Ayuntamiento, representado por el corregidor, Ramón Gundín de Figueroa, y por uno de sus regidores, Ignacio Rodríguez de Fonseca,  y el intendente Baltasar Fernández, figura característica de la administración borbónica. Junto a ellos, y representando ya a las nuevas élites burguesas e intelectuales, Santiago Antelo y Coronel, que era notario del tribunal eclesiástico de la diócesis, los propietarios Bernabé Grande y Pascual de López, y dos funcionarios de la administración ciudadana, Francisco Escobar y Tomás de Vela.

También en el grupo de los representantes a Cortes se puede apreciar aún esa dicotomía entre Antiguo y Nuevo Régimen. Durante las primeras legislaturas representaron a nuestra provincia algunos miembros del estado noble, como el conde de Buenavista Cerro, Diego Ventura de Mena, y Alfonso Núñez de Haro y también algún miembro del sector eclesiástico, en esta ocasión el canónigo Felipe Miralles, junto a un consejero de estado, Manuel de Rojas, y un catedrático de la universidad de Alcalá, Diego Parada, que a su vez era descendiente de uno de los linajes nobiliarios más arraigados en la ciudad de Huete. Y el propio Ayuntamiento de Cuenca, que también tenía derecho a un representante en Cortes, estaba representado por otro de sus regidores, Policarpo Zorraquín. Por su parte, Manuel de Rojas tuvo que ser sustituido tras su muerte, acaecida al poco tiempo del inicio de la legislatura, por el militar de Zafra de Záncara, Fernando Casado Torres, ingeniero naval que había llegado a ser, en representación del gobierno de Carlos III, asesor de la propia zarina Catalina de Rusia. Y por lo que respecta a las últimas legislaturas, es en este momento cuando se observa un mayor peso del liberalismo, al confluir los cuatro representantes dentro de este sector ideológico a pesar de que entre ellos había también algunos sacerdotes. Estos cuatro representantes fueron Antonio Cuartero, Juan Antonio Domínguez, Andrés Navarro y Nicolás García Page. Sobre éste último hablaremos más detenidamente más tarde, al haber extendido su representación, y también su influencia al conjunto de la sociedad conquense, también al trienio liberal.

El regreso de Fernando VII al trono madrileño supuso temporalmente la victoria del viejo conservadurismo. Un Fernando VII que visitó en varias ocasiones la provincia de Cuenca; un Fernando VII que viajó en 1826 en compañía de su tercera esposa, María Amalia de Sajonia a los ya famosos baños del Real Sitio del Solán de Cabras con el fin de obtener la ansiada paternidad que hubiera contribuido a dar una cierta tranquilidad política al país. Sin embargo, esa victoria del Antiguo Régimen sería sólo un espejismo. En 1820 vuelven a hacerse con el poder los liberales, y aunque esta victoria de los liberales sería en principio muy breve, apenas tres años a los que sucedieron otros diez años aún de reacción, la década ominosa, la suerte estaría echada a favor del liberalismo. La muerte de Fernando VII en 1833 llevaría consigo la derrota del antiguo sistema político y social, y la victoria, ahora sí definitiva, del liberalismo español.

Pero aún faltarían trece años para eso. En 1820 las tensiones, en España y en Cuenca, están todavía en plena ebullición. El trienio liberal en Cuenca ha sido estudiado, principalmente en lo que a los aspectos religiosos se refiere en mi tesis doctoral, que dediqué al tribunal de curia diocesana de Cuenca durante el reinado de Fernando VII, publicada posteriormente en formato de libro bajo el título La actuación del tribunal diocesano de Cuenca en la crisis del Antiguo Régimen (1808-1833), así como en algunos artículos monográficos. Al igual que en todas las ciudades del país, también el Ayuntamiento de Cuenca juró en 1820 la constitución, y a partir de ese momento se hacía con el poder tanto en la capital como en los pueblos más importantes de la provincia los miembros del partido liberal, que estaban formados ya en ese momento por los miembros más destacados de la burguesía, el comercio, y las llamadas profesiones liberales. Surgen en ese momento algunos apellidos importantes, como los Aguirre, que son los mismos que inmediatamente después, durante las primeras desamortizaciones, van a poder enriquecerse con la adquisición de bienes y tierras procedentes de la Iglesia, la nobleza, y el común de algunos pueblos de la provincia.

Y surgen también, en Cuenca como en el resto de España, las llamadas sociedades patrióticas y las sociedades secretas. En la capital de la provincia se había instalado muy pronto una merindad de la sociedad secreta de los comuneros, que había sido incluso fundada por Manuel López Ballesteros, secretario del gobierno constitucional y hermano del propio ministro de la Gobernación, y diversas torres comuneras a lo ancho de toda la provincia: Horcajo de Santiago, Villarrobledo, Tarazona de la Mancha, La Roda, San Clemente, Belmonte, Mota del Cuervo, Almendros, Palomares del Campo, Torrejoncillo del Rey, Saelices, Sisante y Villarejo de Fuentes. A todos estos pueblos hay que añadir también algunos otros que todavía estaban en período de formación en 1823, como Alcocer, Valdeolivas y Valera de Abajo. De todo ello se desprende que el peso del liberalismo en el conjunto de la provincia es muy importante.

Como ya he dicho anteriormente, el peso de la Iglesia en este primer liberalismo conquense es importante. Cuando al aventurero francés Jorge Bessieres, líder de una partida absolutista muy activa por las tierras de Guadalajara y Cuenca, pudo entrar por fin en la ciudad, iniciando una fortísima represión contra los partidarios del liberalismo, pudo descubrir dentro de la catedral, y en concreto escondidos dentro de un armario en la sacristía de la capilla de caballeros, la documentación y los sellos de la merindad conquense de la sociedad secreta de los comuneros. Y estaban allí escondidos precisamente porque a la sociedad pertenecían algunos eclesiásticos destacados de la diócesis: Manuel Molina, capellán de coro de la catedral; Isidro Calonge, religioso mercedario exclaustrado; y Juan José Aguirre, racionero del cabildo diocesano. Estos tres religiosos serían represaliados a partir de 1823 por el tribunal diocesano de Cuenca, como lo serían también algunos otros eclesiásticos que, si bien no hay constancia de que pertenecieran a la sociedad secreta, sí defendieron durante el trienio posturas liberales: Segundo Cayetano García y Juan Nepomuceno Fuero, canónigos de la catedral; Francisco González y Francisco Ayllón, prebendados de ésta; Gabriel José Gil, dignidad de tesorero; José Frías, capellán de coro, y los sacerdotes Prudencio del Olmo, Valentín Collado Recuenco, Nicolás Escolar y Noriega, Manuel Lorenzo de Cañas, Francisco Anguix y Jerónimo Monterde.

Mención especial en este sentido merece, por su irradiación hacia el conjunto del país, la figura del anteriormente mencionado Nicolás García Page, figura que merecería por sí mismo un estudio monográfico, y al que en alguna ocasión nos hemos acercado algunos, tanto en mi tesis doctoral como Manuel Amores, si bien éste lo hizo principalmente sobre su proceso y exilio, sufridos a partir de 1814. Nacido en 1771 en Ribagorda, en la comarca del Campichuelo conquense, párroco de la iglesia de San Andrés de la capital conquense, catedrático a partir de 1799 en el seminario conciliar de San Julián, fue elegido para representar a Cuenca los dos últimos años de las Cortes de Cádiz, donde destacó como uno de los más combativos liberales. Por ello fue uno de los detenidos por Eguía en 1814 y alojado en la madrileña Cárcel de Corte, de donde salió sin juicio previo para su destierro en el convento franciscano de La Salceda (Guadalajara). En 1820, de nuevo en el poder los liberales, fue premiado con una de las canonjías del cabildo conquense y seguidamente elegido nuevamente como representante de la provincia en las cortes del trienio. En 1823 fue capturado por una partida absolutista que estuvo a punto de ajusticiarle, logrando salvar la vida gracias a la actuación de un regimiento del ejército liberal, que había conseguido rescatarle, con la cual, convertido en el capellán de la unidad, huyó a Cádiz durante el repliegue de estos. Exiliado en Inglaterra y sustituido como canónigo de la diócesis por otro sacerdote menos afecto al sistema liberal, regresó a Madrid en 1834, ciudad en la que fallecería apenas dos años más tarde.

Prácticamente desconocida es la figura del militar liberal José Ruiz de Albornoz (Villar de Cañas, 1780 – Requena, Valencia, 1836). Ya en la guerra contra los franceses se había destacado en algunas de las batallas más importantes, como en las de Bailén, Uclés y Ocaña. Subteniente del batallón provincial de Cuenca, combatió en 1823 contra las partidas absolutistas, principalmente la del propio Bessieres. Después, ya en la guerra carlista, y ascendido a coronel, acometió la defensa de Requena, cercada por las tropas de Ramón Cabrera, hecho por el cual fue condecorado con la Cruz Laureada de San Fernando, la más importante que existe en el ejército español.

Un período éste en el que se transformaron todas las instituciones, y se crearon también algunas instituciones nuevas. Entre estas nuevas instituciones tendría una importancia superlativa la Diputación Provincial, que quedó constituida el 13 de abril de 1813 bajo la presidencia de Ignacio Rodríguez de Fonseca, si bien esa creación no se haría estable hasta algunas décadas más tarde, tras la victoria definitiva del liberalismo. Aunque los orígenes de la Diputación han sido estudiados ya por José Luis Muñoz, también la personalidad de su primer presidente sería merecedora de un estudio monográfico. Oriundo de Villar de Cañas, regidor perpetuo de Cuenca y miembro, como ya se ha visto, de su junta provincial en los años de la usurpación napoleónica, fue tomado como rehén junto a otros ciudadanos conquenses por el mariscal Víctor, el mismo que había ganado la batalla de Uclés, y conducido a pie durante muchos kilómetros. Su fuerte personalidad, puesta de manifiesto tanto en el Ayuntamiento como en la Diputación, le llevaría de nuevo a la cárcel el 27 de agosto de 1814, ahora por una decisión absoluta y despótica del gobierno del monarca absolutista y déspota Fernando VII.

sábado, 19 de mayo de 2018

La diócesis visigoda de Valeria



Cuando el rey Alfonso VIII conquistó Cuenca, según la tradición el 21 de septiembre de 1177, una de las primeras cosas que hizo fue dotar a la nueva ciudad cristiana de una sede episcopal. Según Antonio Chacón, la fundación del nuevo obispado debió llevarse a cabo el día 1 de junio de 1182. Lo que sí está suficientemente demostrado es que fue a propuesta del rey Alfonso VIII, y mediante una bula del papa Lucio III, por la que se le daba a la nueva diócesis los territorios comprendidos en los antiguos obispados visigodos de Valeria y Ercávica. Este hecho se enmarcaba en un proceso ampliamente afianzado por el que se constituían las nuevas diócesis en los territorios que se iban conquistando. Cuando un nuevo territorio era conquistado a los musulmanes, se procedía a asentar en él la nueva población, hecho que podía realizarse de varias formas: entregando la ciudad a las diferentes órdenes de caballería que tenían la doble función de defender militarmente a los habitantes del nuevo territorio conquistado y atenderlo en sus necesidades espirituales; o constituir una nueva sede episcopal. En el caso de Cuenca se eligió esta segunda opción.

            Una vez decidida la instauración de la nueva diócesis, era necesario establecer sus límites territoriales, lo cual se hizo, como era habitual en la Edad Media, haciéndolos coincidir con los de las antiguas diócesis de la Iglesia visigoda. A Cuenca se le dotó en ese momento de las antiguas diócesis de Valeria y Ercávica. En reconocimiento a este hecho histórico, en el año 1410 el obispo de Cuenca, Diego de Anaya, creó una nueva dignidad en el seno del cabildo catedralicio de la diócesis, la de Abad de la Sey.

El territorio de la tercera de las grandes ciudades hispanorromanas que estaban asentadas en lo que hoy es la provincia de Cuenca, Segóbriga,  por un error etimológico, muy lógico en el siglo XII, se le dio en teoría a la ciudad valenciana de Segorbe. Cuando en el siglo XIX se supriman definitivamente los territorios de las órdenes militares, la historiografía tendría ya claro el hecho de que la vieja diócesis paleocristiana se hallaba en el cerro denominado Cabeza de Griego, muy cerca del pueblo de Saelices, en la provincia de Cuenca, y no en Segorbe, y por este motivo su territorio sería foco de tensiones entre el obispado de Cuenca y la nueva sede episcopal de las Órdenes Militares, con sede en Ciudad Real, pues ambos estaban interesados en ocupar su territorio.

Como en casi todos los casos, los colaboradores del monarca castellano se basaron a la hora de establecer los límites jurisdiccionales del nuevo obispado conquense, en la llamada Hitación o División de Wamba. Se trata este documento de una relación de los diversos episcopados de la España visigoda, y la fijación territorial de los mismos, realizada durante el reinado del rey Wamba, a finales del siglo VII (672-680). Según la Hitación de Wamba, que tiene como base la división política del emperador Constantino, cuatro siglos anterior, correspondían a la silla metropolitana de Toledo, además de los tres obispados conquenses de Valeria, Segóbriga y Ercávica, las diócesis de Oretum (Granátula de Calarava, Ciudad Real), Beatia, Mentesa, Acci (Guadix, Granada), Basti (Baeza, Jaén), Urci (en los límites entre entre las provincias de Almería y Murcia), Bigastro (en la provincia de Alicante), Ilice (Elche, Alicante), Setabis (Játiva, Valencia), Denia (en la localidad actual del mismo nombre, en la provincia de Alicante), Valentia (Valencia), Cumplutum (Alcalá de Henares, Madrid), Seguntia (Sigüenza, Guadalajara), Oxoma, Segovia (Segovia) y Palantia (Palencia).

Según la tradición, la redacción efectiva del documento no se debe directamente al propio rey visigodo, sino a Quirico, quien fue sucesor de San Ildefonso en la catedral primada de Toledo, sede que presidió entre los años 667 y 680; fue éste el prelado que  también consagró en Toledo a éste rey godo. No obstante, muchos de los estudiosos actuales del documento convienen en afirmar que se trata de una burda falsificación medieval, pero allá por los siglos XII y XIII era tenida por la una auténtica descripción de todas las diócesis visigodas.

Según este documento, la diócesis visigoda de Valeria se extendía por una parte desde Alpont, que estaría aproximadamente en lo que hoy en día es Alpuente, en la provincia de Valencia, y Tarabella, en la actual Tarazona de la Mancha según Enrique Gozalbes Cravoto, al norte de la provincia de Albacete, o quizá Teruel según otros autores; por la otra, se correspondería, según siempre la División de Wamba, con Figuerola, aproximadamente lo que hoy es Zarzuela, en las estribaciones de la serranía conquense, e Innar, la actual Requena, la capital de la comarca que siempre se ha llamado la Valencia castellana. Como se puede ver, este territorio se corresponde también con la parte sur de lo que después, en la Edad Media, sería la mitad sur del nuevo obispado de Cuenca: “Valeria teneat de Alpont usque in Taravellam, de Figuerola usque Innar”.

Estos límites, hay que tenerlo en cuenta, son siempre aproximados; además, para una mejor comprensión de los mismos es conveniente saber que, como en todos los casos, dos de ellos son interiores de la propia demarcación, mientras que los otros dos hacen referencia en realidad a la propia demarcación geográfica del obispado en sí misma.

Para entender mejor el origen del cristianismo en la submeseta sur, hay que tener en cuenta, más allá de las tradiciones que sitúan a los primeros apóstoles, como Santiago, evangelizando la península, que la cristianización está ligada a la romanización de los territorios. En efecto, dice al respecto Manuel Sotomayor, jesuita, doctor en Historia Eclesiástica por la Universidad Gregoriana de Roma, lo siguiente: “Cuando el cristianismo sale de las fronteras de Palestina y se extiende por el imperio romano, su extensión en él está ligada también a la romanización. Hispania está recibiendo colonos, soldados y mercaderes de Roma y de todas las partes del imperio. Entre todas estas personas que van y vienen hay cristianos, y estos cristianos van propagando a su alrededor la nueva fe. Van surgiendo así pequeñas comunidades en los puntos más dispersos de Hispania, sobre todo en la Bética, la más romanizada. En la organización de cada una de estas comunidades habrá intervenido también alguno o algunos enviados de otras iglesias. La cuestión está en saber de dónde venían esos primeros propagadores. Y es seguro que no vinieron todos de una misma región. La mayoría tuvo que venir de donde venía la mayoría romanizadora: de Italia. Los demás, de todas las partes del imperio, especialmente de aquellas con las que más contacto tenía Hispania y que al mismo tiempo estuviesen lo suficientemente cristianizadas. Porque no hay que olvidar que Hispania y toda la Bética se romanizó muy pronto y su contacto directo con Roma fue siempre muy intenso.”

De esta forma, el autor critica la tesis, durante largo tiempo muy difundida entre algunos de los historiadores de la Iglesia, según la cual la cristianización de la península se llevó a cabo fundamentalmente desde el norte de África. Aunque están atestiguad0s ciertos contactos entre algunas zonas de Hispania con la región de Cartago entre los siglos V y VII, también está claro que para entonces el cristianismo ya había penetrado, como si de una cuña se tratara, entre la población hispanorromana; también en la submeseta sur, como lo atestiguan algunos sarcófagos paleocristianos hallados por la arqueología en diversos puntos de la provincia de Toledo, y que pueden datarse en los cuarenta primeros años del siglo IV.

Este tipo de objetos no eran sólo productos de factura local, pues el mismo autor citado anteriormente ha constatado la exportación de sarcófagos desde Roma a Italia en este periodo: “La importación de sarcófagos cristianos desde Roma es, pues, un fenómeno que se extiende por todo el siglo IV, aunque con mayor intensidad en su primera mitad, y por todas las provincias de la península, a excepción de la Lusitania, en cuanto nos es dado a conocer hasta el momento, correspondiendo, además, la máxima extensión a las provincias Tarraconense y Bética, las más romanizadas.” También, aunque en menor medida, como puede apreciarse en los yacimientos arqueológicos, en la Cartaginense, a la cual petenecían los territorios de la submeseta sur.

No son demasiados los datos que se tienen sobre la antigua diócesis visigoda de Valeria. Un importante foco de información lo proporcionan las actas de algunos de los concilios metropolitanos de Toledo. Entre el año 589 y el 711, se celebraron en España al menos un total de veintiséis concilios, encuentros que los titulares de las diversas diócesis mantenían de forma temporal con el fin de aprobar, de forma colegiada, las medidas y los cánones con los que se debía regular la Iglesia visigoda. Teodoro González, que ha estudiado la importancia de los concilios para el gobierno de la Iglesia visigoda, dice al respecto lo siguiente: “Hemos hablado ya de la convicción que tenían los obispos españoles de formar un colegio. Están persuadidos de que todos eran responsables de la vida espiritual y de la observancia de la disciplina eclesiástica en toda la nación. Todos debían cooperar para solucionar los problemas que se presentasen. Y la mejor forma de resolver los problemas era discutirlos reuniéndose en concilio. De la amplitud e importancia de esos problemas dependía que se convocara un concilio general o provincial”.

De estos encuentros se convocaron en Toledo un total de diecisiete concilios, los dos primeros ya antes del año 589 y el último en el año 694. Gracias a las actas de dichos concilios, que aún se conservan, se conocen los nombres de algunos de los obispos de Valeria en el arco temporal correspondiente al periodo comprendido entre los años 589 y 693. Así, Juan era el obispo que gobernaba la diócesis en el año 589, cuando se convocó el cuarto concilio toledano, cuyas actas firmó de la forma siguiente: “Joanes, Velensis eclessiae episcopus”; Magnencio, que en el año 610 había estado presente n el sínodo de Gundemaro, representó a Valeria en el cuarto concilio de Toledo, celebrado en el año 633, y en el quinto, tres años más tarde; al sexto concilio, del año 646, y al octavo, fechado en 635, asistió como obispo de Valeria Tagoncio; Esteban estuvo en el noveno, del año 655, y en el décimo, celebrado el año siguiente.

De todos ellos, el que más experiencia conciliar llegó a alcanzar, por lo menos en cuanto al número de participaciones se refiere, fue el obispo Esteban, que acudió personalmente al undécimo y al duodécimo concilios. Celebrados respectivamente en los años 675 y 681. Después de haber sido representado por el abad de su diócesis, Vicente en el siguiente encuentro de estas características que se celebró en la ciudad del Tajo, en el año 683, volvió a acudir personalmente a otros tres concilios más, en los años 684, 688 y 693. En el último de estos concilios, el Concilio XVI de Toledo, firmó las actas en primer lugar, por ser el prelado más antiguo de todos los presentes.

Para terminar esta comunicación sobre la diócesis de Valeria, creo conveniente desmentir una antigua leyenda, que hace del papa Bonifacio IV, miembro del séquito de su antecesor San Gregorio, y como él posteriormente elevado a los altares, oriundo de esta ciudad hispanorromana de la provincia de Cuenca. En realidad este pontífice, que ocupó el solio pontificio entre los años 608 y 615, periodo difícil en el que Italia estaba asolada por la guerra, el hambre y la peste, nació en una pequeña localidad del mismo nombre situada en la región de los Abruzzos, una región de la Italia central cuya capital es la ciudad de L’Aquila. En la historiografía no debe confundirse nunca la verdad histórica con la tradición, por muy bella que ésta sea, y afirmar que San Bonifacio IV pudiera ser de alguna forma conquense, más que dar esplendor a la antigua sede episcopal valeriense, lo que hace es sumirla en la bruma del desconcierto.



viernes, 11 de mayo de 2018

Presentación del libro "El león de Melilla. Un general a caballo entre el liberalismo y el africanismo"


El próximo día 17 de mayo, a las 19,30 horas, será presentado en el salón de actos de la Diputación Provincial de Cuenca, el libro "El león de Melilla.  Federico Santa Coloma, un general a caballo entre el africanismo y el liberalismo", de Julián Recuenco Pérez. Se trata de la primera biografía de este general conquense, que nació en Manila (Filipinas), lugar donde estaba destinado su padre, también militar, que intervino en la Guerra de África, y fue gobernador militar de Málaga y de Gerona. 


Un conquense, guardián y custodio de Tierra Santa en 1501


Muchos son los conquenses que han pasado a la historia por muy diferentes motivos. En realidad, no hay nada extraño en este hecho: todos los lugares del mundo, al menos aquellos que ya tienen una historia consolidada, tienen un número elevado de sus hijos que ya han conseguido elevarse por encima de esa historia, dando lustre a su ciudad o a su nación. Estos se asoman a las enciclopedias, a los estudios especializados, de manera que sus otros hijos, los de ahora, se sienten identificados con ellos, se sienten orgullosos de haber nacido en el mismo lugar en los que ellos han nacido. Otras veces, sólo son conocidos por los estudiosos, por los especialistas. Y en ocasiones, también, han sido olvidados incluso por ellos, de manera que se ven obligados a permanecer a la espera de que alguien les descubra y los lleven de nuevo al olimpo de las páginas escritas.

Uno de esos personajes olvidados por todos, por los conquenses y por los que no han nacido en Cuenca, por los especialistas y por los que no lo son, es este personaje que voy a recuperar en este blog: Se trata de fray Mauro Hispano, miembro de la orden de frailes menores franciscanos. Personaje completamente desconocido, Sólo he podido encontrar algunas escasas aportaciones realizadas por autores como Raúl Álvarez-Moreno[1], Víctor de Lama[2] y José García Oro[3], de las que después se hizo eco también José Palomares, en una biografía sobre el cardenal Francisco Jiménez de Cisneros[4]. Y es que este desconocido conquense realizó para el regente una primordial labor diplomática, en compañía de Pedro Mártir de Anglería.

En efecto, y con el fin de justificar la toma del reino de Granada, y en la posterior actuación llevada a cabo por estos en la ciudad nazarí, los Reyes Católicos enviaron una embajada a Kansu el-Ghuri, penúltimo de los sultanes mamelucos en Egipto (1501-1516). La embajada se envío en los primeros años del reinado de éste, entre 1501 y 1502, y estaba a cargo de humanista italiano Pedro Mártir de Anglería, y en ella también figuraba nuestro conquense, Mauro Hispano, quien desde el mes de junio de 1501 era custodio de Tierra Santa y guardián del Monte Sión. Los resultados y memorias de esta legación en oriente las recopiló el cortesano, que llevaba ya algunos años al servicio de los propios Reyes Católicos, en su obra Legatio Babilonica, que fue escrita en 1511.

Para contextualizar mejor la figura de este conquense completamente desconocido, hay que tener en cuenta que en aquellos años iniciales de la Edad Moderna, y ya por poco tiempo, los Santos Lugares se hallaban bajo el poder del sultán mameluco de Egipto, quien era conocido en occidente como el “soldán de Babilonia (para muchos de los que vivían en este otro extremo del Mediterráneo, era usual identificar El Cairo con la antigua Babilonia, que en realidad era el nombre que recibía ya en tiempos de los romanos la ciudad egipcia). Y aunque es cierto que se trataba de un país musulmán, y por lo tanto teóricamente enemigo de los países cristianos, también lo es que, para los egipcios, el poderío de sus vecinos otomanos era mucho más peligroso. No en vano en 1517, al año siguiente de la muerte de Kansu el-Ghuri, las tropas otomanas del sultán Selim I derrotarían definitivamente a su último sucesor, Tuman Bay II, poniendo fin a doscientos cincuenta años de califato abasí en Egipto, y convirtiendo el país en una parte del imperio turco, donde permanecería durante los tres siglos siguientes.  

Por otra parte, los franciscanos se habían asentado en Tierra Santa ya desde la segunda mitad del siglo XIII, y sobre todo desde que los reyes Roberto I de Nápoles y su esposa, Sancha de Mallorca, había obtenido de los musulmanes, a principios de la centuria siguiente, el Cenáculo, lugar en el que, según la tradición, Cristo celebró con los apóstoles la última cena, lugar que estaba situado en el Monte Sión, así como el derecho a poder oficiar en la basílica del Santo Sepulcro, formado así la custodia o provincia franciscana de Tierra Santa. Desde entonces, la presencia de la orden en Jerusalén se mantuvo prácticamente inalterada a través de los siglos, bajo la protección de los sultanes mamelucos hasta que, en 1552, el sultán otomano Solimán el Magnífico obligó a estos a abandonar los Santos Lugares.

En este sentido, la orden franciscana delimitó desde un primer momento las áreas de evangelización, distribuyéndolas en provincias, entre las cuales una fue la de Tierra Santa, que se extendía por el este de Europa hasta Egipto y el próximo oriente, incluyendo los territorios de Constantinopla, Asia Menor, Siria y Palestina, además de las islas de Rodas y Chipre. Después, tras el capítulo general que se reunió en la ciudad italiana de Pisa, la provincia se dividió en territorios de menor extensión, que recibían al nombre de custodias, a cuyo frente se encontraba el padre custodio. Entre las custodias de la provincia se encontraba, en lugar preminente, la custodia de Tierra Santa, que comprendía los conventos situados en Jerusalén, y una estrecha franja de tierra que comprendía las ciudades costeras de Acre, Antioquía, Jafa, Sidón, Tiro y Trípoli. Sólo en la ciudad santa de Jerusalén, la orden tenía lugares tan emblemáticos como los del Santo Sepulcro, y el ya citado de Monte Sión. A partir de 1347 se sumaría la basílica de la Natividad, en Belén, edificada sobre el lugar en el que se supone que nación Jesús, y durante la segunda mitad de la misma centuria, un nuevo templo sobre la supuesta tumba de la Virgen María, en el valle de Josafat.

La importancia que tenía el padre guardián del convento de Monte Sión era tal, que incluso el Papa Alejandro VI, poco antes de la fecha en la que nuestro paisano ocupó el cargo le dio el privilegio de poder armar caballeros a los peregrinos que llegaban a Tierra Santo, algo que estaba vedados sólo a los reyes: “En 1496 el pontífice Alejandro VI concedió al Guardián del Monte Sión el privilegio de armar Caballeros del Santísimo Sepulcro a los peregrinos que visitaban el lugar donde la tradición fijaba la sepultura de Cristo. Este honor tan especial era privativo sólo de reyes y príncipes soberanos. También tuvo este derecho el Maestre de Rodas, por concesión de Inocencio VIII, pero Alejandro VI se lo retiró para otorgárselo al Guardián del Monte Sión. Dicha concesión fue luego confirmada por los sucesivos pontífices (León X, Clemente VII y Urbano VIII) y proporcionó a los Frailes Menores un especial timbre de gloria.”[5]

Volviendo a la figura del conquense, no acabó con esta misión la actividad diplomática del franciscano conquense, pues en 1503 sería el propio Kansu el-Ghuri quien le enviaría en una misión de este tipo por España y Portugal. Por aquellas fechas, el soldán mameluco, que amenazaba con destruir los Santos Lugares por la actuación de los Reyes Católicos contra los mudéjares, pretendía, por una parte, hacer saber a los soberanos españoles sus propias quejas en este sentido, además de las que tenía sobre el rey de Portugal, Manuel I, en relación con sus intereses comerciales en el Océano Índico. Antes de partir, fray Mauro pidió que se le autorizara visitar de nuevo en Jerusalén el Santo Sepulcro, y autorizado por éste, se le permitió abrir el arca que contenía los restos de Jesucristo, en cuyo interior se encontraba una piedra de mármol que fue convertida en seis aras, que fue repartiendo a lo largo del viaje, como santa reliquia, entre el Papa, el cardenal Carvajal, la reina Isabel, Cisneros, y el rey Manuel de Portugal. A principios de marzo de 1504 desembarcaba en Venecia, y desde allí se dirigió a Roma, donde se entrevistó con el Papa Julio II.  Y desde allí marchó a la península ibérica, logrando entrevistarse con los Reyes Católicos en Medina del Campo, entre septiembre u octubre de ese mismo año. Sin embargo, el fallecimiento de la reina Isabel retrasó la última etapa de su viaje, no pudiendo entrevistarse con el rey portugués hasta la primavera de 1505.

Al respecto de la misión del conquense, dice José Palomares: “Aunque en la baladronada del soldán había poca sustancia, fray Mauro regresó con la justificación (en realidad, mistificación) del rey Fernando y su compromiso de una concesión anual de mil ducados de oro para Tierra Santa. Por su parte, Manuel I el Afortunado -con fray Enrique de Coímbra, su inteligente confesor, a la sombra- no se arredró, y expresó la intención de incrementar su presencia en la India (pensemos, por ejemplo, en el descubrimiento posterior de las Molucas o islas de las especias. Ambos, sin embargo, coincidían en la idea de cruzada contra el infiel, o, con palabras del rey portugués, a extinçao de seita de Maoma.”

Manuel Fortea Luna, en su monografía sobre la iglesia de la Magdalena, de Olivenza, da algunas claves más de cómo fue su labor diplomática ante el rey portugués: “Éste [se refiere al propio fray Mauro] llega a Venecia con las cartas del Sultán en Marzo 1504, se las presenta al Papa a mediados de año en Roma, iniciando su viaje para Portugal el 26 de Agosto, pero entretenido en la corte de Castilla (el 26 de Noviembre de 1504 moría la Reina Dª Isabel la Católica) no llegó a Lisboa hasta junio de 1505. D. Manuel responde al entonces Papa Julio II, a través de este intermediario fray Mauro, ofreciéndole 2.500 cruzados para el convento del Monte Sinaí. Desde ese momento el rey tiene un plan en la cabeza: una nueva Cruzada para liberar los Santos Lugares con la concurrencia de todos los estados cristianos de Europa. Ello significaría no sólo la defensa de los Santos Lugares sino la garantía de poder continuar la política comercial en la India. Bastaría que los cristianos se uniesen, salvando sus discrepancias, con un ideal común de cristiandad. La liberación de Tierra Santa sería un símbolo dinamizador para el resto de los objetivos.”

Es decir, no sólo la misión diplomática tuvo escaso éxito ante el rey portugués, sino que éste intentó aprovecharla para poner a todos los reyes cristianos en contra del sultán egipcio, como un firme paso para intentar obtener lo que él en realidad deseaba: vía libre para el comercio en el Índico. Fray Mauro regresó a El Cairo después de pasar nuevamente por Roma, y sus explicaciones convencieron relativamente al sultán. Éste, para disimular un poco con sus aliados indias, el sultán mameluco envío una pequeña armada al mar Rojo, pero en nada iba a perjudicar el hecho a la progresiva actividad de los portugueses en la zona.
Basílica del Santo Sepulcro. Jerusalén.

Por lo que respecta al fraile conquense, poco más es lo que he podido encontrar sobre su figura. Ni siquiera sabemos realmente si éste era su apellido, apellido que, por otra parte, no he podido encontrar en documentos propios de la ciudad correspondientes a esa época en la que vivió nuestro protagonista. El apelativo con el que es conocido, Mauro Hispano, podía muy bien hacer referencia a su origen, en el reino de Castilla, con el que quizá sería conocido entre sus compañeros de Tierra Santa. Y por otra parte, Mártir de Anglería no le llama nunca por su nombre en la relación, sino como fray Mauro de San Bernardino, porque dice de él que era natural de esta provincia, refiriéndose quizá a la división franciscana, y en concreto a la figura de San Bernardino de Siena, franciscano conventual que había sido canonizado en 1450, apenas seis años después de su haberse producido su fallecimiento en la ciudad italiana de Aquila. Y en cuanto respecta a su aspecto físico, aunque no existen descripciones más claras, el humanista italiano sí habla de “aquellos dos barbudos frailes franciscanos”, uno de los cuales es el conquense. También lo refiere ofreciendo la misa en la visita que la expedición realizó a Matarea, el lugar en el que, según la tradición, vivió la Sagrada Familia durante el tiempo que permanecieron en Egipto.

Sobre sus últimos días, Víctor de Lama afirma que debió regresar a España una vez acabada su misión en la corte portuguesa, pues para entonces ya tenía sucesor como custodio de Tierra Santa, suponiendo que acabaría muriendo finalmente en Castilla. Quizá sea oportuno pensar que regresó a la ciudad que le había visto nacer, teniendo en cuenta que, según el propio Lama, en el mes de mayo de 1507, Anglería le había escrito una carta, celebrando su regreso a España, y emplazándole para “un próximo encuentro en la ciudad de Cuenca para recordar aquellos intensos días vividos en El Cairo”. ¿Se produjo realmente ese encuentro en la ciudad del Júcar? Sería interesante investigar el tema, pues en ese caso significaría una estancia más o menos larga en nuestra ciudad del famoso humanista italiano.

Zacarías González Velázquez. 
"San Francisco ante el sultán de Egipto". Hacia 1787.
Museo Lázaro Galdiano. Madrid.


[1] ÁLVAREZ MORENO, RAÚL, Una embajada española al Egipto de principios del siglo XVI: la Legatio Babilonica de Pedro Mártir de Anglería. Estudio y edición bilingüe anotada en español. Madrid, Instituto de Estudios Islámicos, 2013.
[2] LAMA DE LA CRUZ, VÍCTOR DE, Relatos de viajes por Egipto en la época de los Reyes Católicos. Madrid, Miraguano, 2013.
[3] GARCÍA ORO, JOSÉ, Fray Mauro Hispano, O.F.M. (1504-1506); un portavoz del Soldán de Babilonia en Europa”, en el libro conjunto Homenaje al profesor Darío Cabaneles Rodríguez, O.F.M., con motivo de su LXX aniversario. Granada, Universidad, 1987.
[4] PALOMARES, JOSÉ, El cardenal Cisneros. Iglesia, Estado y cultura. San Pablo, Madrid, 2017.
[5] LAMA DE LA CRUZ, VÍCTOR DE, Relatos de viajes por Egipto en la época de los Reyes Católicos. Madrid, Miraguano, 2013. Pp. 128-129.

viernes, 4 de mayo de 2018

Los Muñoz, un linaje castellano-aragonés ligado a la ganadería


A lo largo del siglo XV, los diferentes reyes de la dinastía Trastámara realizaron diversas disposiciones, en el sentido de que el oficio de la ganadería no era uno de los trabajos que imposibilitaban el acceso de las familias a las clases privilegiadas de la sociedad, es decir, a la nobleza. Este hecho, unido a la existencia del Fuero de Cuenca, que había sido concedido a la ciudad por el monarca Alfonso VIII cuando la tomó a los árabes, en 1177, otorgándole para siempre una jurisdicción de carácter real, e imposibilitando con ello que pudiera establecerse en la ciudad la nobleza de tipo feudal, arraigada a la propiedad de la tierra, llevó consigo que aparecieran en ella otro tipo de nobleza diferente, la caballería villana, asentada principalmente en la ganadería y no en la agricultura. Los Albornoz y su afán por acumular señoríos en lugares estratégicos de la alcarria y la serranía, rodeando de esta forma todo el espacio que conformaba la llamada “tierra de Cuenca”, donación real también del propio Alfonso VIII, y ocupando las poblaciones del importante entramado de cañadas y veredas usados por la ganadería trashumante, es un ejemplo de ello. Pero otros linajes nobiliarios se fueron asentando también en la comarca, y fueron ganado, gracias también a la ganadería, nobleza y dineros.

Uno de esos linajes es el de los Muñoz, familiares de los barones de Escriche, que era oriundo de la provincia vecina de Teruel. Su origen se remonta al año 1171, durante la conquista de Teruel, la Tirwal musulmana, por las tropas del rey de Aragón, Alfonso II el Casto. En aquella acción de guerra participaron también algunos caballeros castellanos, y entre ellos Munio Sancho, señor La Finojosa, en la sierra soriana, a quien el monarca aragonés recompensó con la antigua villa de Escriche, dándole además este título de barón, que en Castilla sería comparable con el señorío. Cuenta la leyenda que este Munio Sancho mató con sus propias manos a los cinco toros bravos que los árabes, acosados por los cristianos, habían soltado con el fin de sembrar el caos en el campamento cristiano, siendo premiado por esta gesta con un nuevo cuartel, el tercero, para su escudo de armas: cinco toros negros sobre campo sinople.

Al menos dos de sus hijos, Pascual y Martín Sánchez Muñoz, volverían de nuevo a Castilla, incorporados a las tropas enviadas por los sucesivos reyes aragoneses, Alfonso II y Pedro II, para luchar al lado de su primo Rodrigo Ximénez de Rada, arzobispo de Toledo y consejero del rey Alfonso VIII, teniendo un peso importante en la batalla de Las Navas de Tolosa, en 1212. El tercer barón de Escriche fue Gil Sánchez Muñoz, hijo de Martín Sánchez Muñoz, uno de los dos hermanos que habían luchado en Las Navas al lado de los reyes de Castilla y de Aragón, esposo de Catalina Martínez de Marcilla, quien pertenecía a Juan Diego Martínez de Marcilla, el famoso enamorado que, más allá de la leyenda, había regresado a Teruel después de la batalla de Las Navas para desposarse con Isabel de Segura. Entre los caballeros castellanos que habían participado en la conquista de Teruel figuraban varios de este apellido, Segura, además de cierto Blasco Garcés de Marcilla, quien sin duda era el más remoto antepasado de Catalina en la ciudad aragonesa.

Fue precisamente en esta época cuando los miembros de la familia Sánchez Muñoz se fueron extendiendo por toda la provincia de Teruel, pasando también a las provincias limítrofes de Valencia y Cuenca. En concreto, fue en la segunda mitad del siglo XIII cuando dos hermanos de éste, llamados igual que sus dos tíos, Martín y Pascual Sánchez Muñoz, abandonaron la provincia de Teruel para asentarse definitivamente en la cercana serranía de Cuenca. El primero, Martín, se afincó en el pueblo conquense de Valdemeca. Casado con una hermana del primer señor de Cañete, Juan Hurtado de Mendoza, sus descendientes, los Muñoz y los Muñoz Cejudo, se fueron extendiendo por otros pueblos cercanos (Tragacete, Uña, Buenache de la Sierra, …), gracias a las posibilidades que la sierra ofrecía al desarrollo de la ganadería, de modo que con el tiempo llegarían a convertirse también en uno de los linajes conquenses más importantes. Algunos de sus descendientes se asentaron también en la capital.

Uno de los miembros más destacados de la familia fue Eustaquio Muñoz, fundador de la capilla homónima de la catedral de Cueca. Había nacido en 1469 en el pueblo de Buenache de la Sierra, y en los años iniciales del siglo XVI era uno de los miembros más destacados del cabildo diocesano conquense. En este sentido, y aunque Anselmo Sanz Serrano, basándose en otros cronistas anteriores, afirma que había sido deán del cabildo, Jesús Bermejo, basándose en las actas capitulares, niega este hecho. Sí fue, sin embargo, inquisidor ordinario del tribunal conquense. Hombre de letras, tal y como se desprende de su testamento, conservado en el Archivo Diocesano de Cuenca, parece ser que escribió una historia de la ciudad y una biografía de San Julián, obras ambas que actualmente se consideran desaparecidas. En 1521, durante el conflicto de las Comunidades, su casa fue quemada por los revolucionarios. Falleció en 1546, y a su muerte donó toda su biblioteca, compuesta por numerosos libros que se hallaban profusamente anotados, con múltiples referencias remarcando los márgenes, al colegio mayor de San Bartolomé de la universidad de Salamanca. De sus títulos se desprende que también era aficionado a temáticas de carácter científico, como la astronomía o la cosmografía. Jesús Bermejo, en su monografía sobre la catedral de Cuenca, destaca su fuerte personalidad, en el seno de un cabildo diocesano que en aquella época estaba formado por hombres realmente doctos e influyentes.

Tal y como se ha dicho, la capilla del doctor Eustaquio Muñoz comparte espacio en el plano de la catedral con la capilla de Caballeros, conformando entre las dos un ángulo privilegiado al comienzo de la girola, en la nave del evangelio. Aunque las obras comenzaron algunos años más tarde que las de la capilla familiar de los Carrillo de Albornoz, su portada es todavía claramente goticista en sus elementos centrales, con un arco polilobulado de factura isabelina, rematado en un espacio adintelado, que sirve de marco a su vez a un universo plateresco de entalladuras, en el que cobran vida multitud de elementos vegetales y animales fabulosos. No sería extraño pensar pues, tal y como afirma Jesús Bermejo, que esta parte de la capilla hubiera comenzado a trazarse en los primeros años del siglo XVI.


Pero no toda la portada se resume a estos elementos de clara tradición gótica, pues se enmarcan a su vez en otro tipo de elementos mucho más renovadores, propios ya del renacimiento. Junto a esta fachada principal, hay también una segunda fachada, o un segundo cuerpo, que se corresponde con la reja del comulgatorio, que se presenta a modo de gigantesco retablo en piedra. En el centro del retablo aparece un nicho con una elegante imagen de la Virgen con el Niño en brazos, y coronando el entablamiento, dos ángeles.  Rodean el propio comulgatorio, enmarcados en cariátides, otros dos nichos, en los que figuran San Jerónimo y San Juan Bautista, Todo ello se enmarca, en un cuerpo superior que abarca toda la fachada, con un friso de crestería que ocupa la totalidad de la cornisa. Si la primera parte de la fachada se relaciona todavía, como hemos visto, con el arte goticista y plateresco, esta segunda parte es ya puramente renacentista Por su parte, el interior es ya claramente clasicista, aunque algunos de sus elementos nos siguen recordando también el plateresco de la fachada. Este dominio renacentista se puede apreciar sobre todo en la profusa ornamentación de las ménsulas que soportan las bóvedas, formada por más de cincuenta casetones, y en las cuatro figuras que, talladas de cuerpo entero, aparecen grabadas en las enjutas del arco central.

Toda la decoración de la capilla se debe al escultor Diego de Tiedra, que por aquellas fechas acababa de llegar a Cuenca, para renovar la aletargada escuela conquense de escultura, dominada en ese momento por Antonio Flórez y su hijo, Diego. Es muy probable que fuera llamado por el propio Muñoz para ello, pues se trata ésta de la primera obra conocida que este tallista realizó en la ciudad del Júcar. Fue además entallador y arquitecto, e incluso tallador de la Casa de la Moneda, y es también el autor del altar mayor de la capilla, también de estilo plateresco. En el nicho principal figura una representación en bulto redondo de la Virgen con el Niño en brazos, rodeadas ambas figuras por los dos santos juanes, también niños. En el coronamiento figura el Padre Eterno, en altorrelieve, y en el banco, en bajorrelieve, Cristo Yacente. Y rodeando a la figura central hay también sendas calles laterales, separadas de aquélla y remarcadas por columnas abalaustradas, en las que destacan sobre los diferentes adornos de mascarones y cabezas de cabra, diversos altorrelieves en los que se representan figuras relacionadas con la vida de la Virgen (Santa Ana, San Joaquín, Santa Isabel y Zacarías), tres de los apóstoles (San Pedro, San Pablo y Santiago), y San Cristóbal, como elemento discordante, pues no pertenece a ninguna de las dos tradiciones iconográficas.

Y también son renacentistas las dos rejas, la de la entrada y la del comulgatorio, que también han sido atribuidas por Jesús Bermejo, como las de la contigua capilla de Caballeros, al rejero francés Esteban Lemosín.


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