lunes, 27 de noviembre de 2023

Un viaje al románico en el Campichuelo conquense

 

¿Qué es el arte románico? ¿Cómo podemos distinguir una iglesia románica dee una iglesia gótica, o de un templo realizado en cualquiera de los muchos estilos “regionales” que se desarrollaron, antes que él, en cualquier rincón de Europa? En una enciclopedia abierta como la Wikipedia, podemos leer lo siguiente: “El arte románico fue un estilo artístico predominante en Europa Occidental durante los siglos XI, XII y parte del XIII. El arte románico fue el primer gran estilo claramente cristiano y europeo que agrupó a las diferentes opciones que se habían utilizado en la temprana Edad Media (romana, prerrománica, bizantina, germánica y árabe) y consiguió formular un lenguaje específico y coherente aplicado a todas las manifestaciones artísticas.​ No fue producto de una sola nacionalidad o región, sino que surgió de manera paulatina y casi simultánea en España, Francia, Italia, Alemania y en cada uno de esos países surgió con características propias, aunque con suficiente unidad como para ser considerado el primer estilo internacional, con un ámbito europeo.”  Y más adelante, establece tres condicionantes que permitieron su desarrollo, al mismo tiempo, en todo el continente: la expansión de las órdenes religiosas, Cluny y Císter principalmente, como fuente de riqueza, no sólo económica, sino también social y urbana; el desarrollo de las peregrinaciones, y en concreto, para España, de la peregrinación a Santiago; y el aumento y predominio de la Iglesia en el conjunto de la sociedad.

            Si queremos adentrar os en lo que significa, para la Historia y la Historia del Arte, el movimiento románico, nos debemos preguntar hasta qué punto es correcta esta definición. En primer lugar, hacia el siglo XI, centuria en la que los investigadores suelen localizar el inicio del románico, hacía ya mucho tiempo que la Iglesia había acumulado un gran poder, tal y como se demuestra en multitud de documentos de todo tipo: epigráficos, diplomas, incluso monumentales. Por otra parte, muchas iglesias románicas se encuentran en espacios aislados, lejos no ya de las ciudades -que verán, más tarde, el desarrollo del arte gótico-, sino incluso de los propios conventos cluniancenses o cistercienses -hay que pensar, en este sentido, en ese otro estilo intermedio, a caballo entre el románico y el gótico- llamado precisamente como propio de las órdenes-. Y finalmente, y desarrollaremos este aspecto con más profundidad, no todo el arte románico español está relacionado directamente con el camino de Santiago, sino que en otros espacios más meridionales, como es el caso de las provincias de Guadalajara y Cuenca, el desarrollo del románico debe ser vinculado con otros aspectos, tan importantes como la repoblación.

            Finalmente, a la hora de acercarnos a la Historia del Arte, debemos pensar que la compartimentación temporal que normalmente se hace al definir cada uno de los estilos es una compartimentación puramente convencional, con el fin de ayudar tanto a los estudiosos como a los no iniciados a situar cada uno de los estilos en el marco histórico. A este respecto, recogemos las palabras de uno de esos estudiosos, Miguel Cortés Arrese: Hoy en día, se considera que las divisiones cronológicas en la historia del Arte son en parte convencionales, al estar guiadas por la necesidad de establecer límites precisos y articulaciones rígidas en un desarrollo, en realidad, continuo y discontinuo; a ello cabe añadir la diacronía existente en la producción artística de distintas regiones y países. Así, por ejemplo, mientras que el arte románico pleno se extendería por el sur de Francia, la Península Ibérica o Italia, desde 1140 se vislumbraba el gótico en Francia. Es a partir de 1140 cuando urge un movimiento encabezado en la Francia capeta, que se va a oponer al románico de las iglesias de peregrinación; la cristalización del nuevo estilo va a ir a la par de la formalización, centralización y expansión del dominio real.”

            Esta diacronía histórica se puede apreciar claramente en el románico conquense. Las iglesias, todas ellas, fueron iniciadas ya en el siglo XIII, es decir, en las etapas finales del estilo, y son, por lo tanto, como mínimo coetáneas a la construcción de la propia catedral. En otros lugares, también en este mismo blog (ver  “La catedral de Cuenca, cuna del gótico castellano. Alfonso VIII y Leonor Plantagenet, impulsores de un templo cristiano”, 6 de septiembre de 2019) ya he hablado de la importancia que tiene la catedral de Cuenca, como primer templo gótico de la península ibérica. Y ahora quiero resaltar como, mientras en la capital, de la diócesis, por el patrocinio de los reyes y gracias al trabajo de algunos maestros llegados de fuera, de Aquitania o de la misma Inglaterra, se está empezando a vislumbrar un nuevo estilo, que muy pronto se va a extender por los diferentes reinos peninsulares, a muy pocas leguas de distancia, en estas tierras del Campichuelo, los artistas locales siguen trabajando de la misma forma que ellos llevaban haciendo desde hacía muchas décadas, en ese estilo románico que todavía pervivirá algunas décadas más.


Portada de la iglesia de Ribatajada

            Sería demasiado largo traer aquí a colación las múltiples características que definen al arte románico, y sus diferentes variaciones tanto geográficas como temporales, pero sí podemos acercarnos, al menos, a las más definidoras de la arquitectura románica: el arco de medio punto en las portadas, adornadas muchas veces con arquivoltas o elementos vegetales o geométricos; fachadas de mampostería o de piedra escuadrada, pero raras veces pulimentada; cabeceras de línea circular, en forma de semitambor, algunas veces adornadas con ventanas estrechas, saeteras; bóvedas de cañón en las cubiertas; naves más amplias y elevadas que los de los templos anteriores, pero bastante menos que en las posteriores iglesias góticas; profusión de pilares como elemento de sustentación de las bóvedas; gran sencillez decorativa, más allá de las portadas monumentales de algunas iglesias del Camino de Santiago, o la profusión de pinturas murales en otros templos,…

            Por lo que a la provincia de Cuenca se refiere, y también, en líneas generales, a la provincia vecina de Guadalajara, cuando hablamos del románico tenemos que tener en cuenta la relación que el estilo tiene con la repoblación. En efecto, si en el norte de España tenemos que hablar de un románico de peregrinación, vinculado al Camino de Santiago, en el centro peninsular debemos hablar de un románico de repoblación, vinculado al propio desarrollo de la reconquista de Cuenca. Huete fue tomado a los musulmanes en torno al año 1150, por Alfonso VII, y fue incorporado inmediatamente, y anteriormente a su vinculación definitiva al obispado de Cuenca a raíz de la creación de su obispado, como un arcedianato del arzobispado de Toledo. Cuenca, por su parte, y como todos sabemos, fue conquistada por Alfonso VIII en 1177. A partir de este momento, las tierras de Cuenca se convierten en un espacio de frontera entre cristianos y musulmanes, hasta el punto de que una de sus aldeas llegara a tomar, y hasta el día de hoy, ese nombre oficial -La Frontera-, y sólo a partir del año 1212, con la victoria de las tropas cristianas en Las Navas de Tolosa, esa frontera pudo trasladarse muchos kilómetros hacia el sur, hasta más allá de Despeñaperros. De esta manera, la repoblación de esta parte de la meseta, realizada con personas procedentes de la Extremadura castellana, hasta entonces sometida a las múltiples y sangrientas razias en territorio enemigo que protagonizaban ambos bandos, pudo estabilizarse definitivamente.

            Otro aspecto a tener en cuenta, a la hora de hablar del románico conquense, es la medida utilizada por los arquitectos a la hora de trazar cada templo; unas medidas que, en principio están basadas en el pie romano, equivalente aproximadamente a los treinta centímetros actuales. Y a partir del pie, en los años medievales se desarrolló la vara como unidad práctica de medida, una unidad que, sin embargo, no era la misma en todos los lugares; en este sentido, hay que diferenciar entre la vara vieja de Toledo, equivalente a tres pies, que la vara castellana, un poco más corta que la otra, y que era utilizada en territorios más septentrionales, como en Burgos.

            En líneas generales, el románico conquense se caracteriza por edificios muy sencillos y austeros, y muchas veces sus características son difíciles de apreciar, debido a la gran cantidad de modificaciones y restauraciones que se fueron haciendo en ellos a lo largo del tiempo, y que enmascaran, muchas veces, su arquitectura original. Son edificios con una escasa decoración, salvo escasas excepciones, y cierta unidad constructiva. Casi siempre son iglesias de una sola nave, con cabecera cuadrada o semicircular -en el primer caso, no es difícil pensar que se trata de modificaciones realizadas posteriormente-, espadaña de escasa altura en los pies, y portada de ingreso, con arco de medio punto o ligeramente apuntada, mostrando ya una cierta transición al gótico, y en el interior, existencia de arco triunfal separando el presbiterio del resto del templo. La construcción suele estar realizada en mampostería, aunque en ocasiones también se aprecia el uso de sillares, muchas veces sólo en las esquinas o rodeando a la portada.

            Por lo que se refiere a la distribución geográfica, y dejando aparte algunos restos, escasos, que se mantienen todavía en algunos templos de la capital diocesana _San Pantaleón, San Miguel, San Martín,…- el románico conquense se distribuye, en líneas generales, en dos ejes opuestos: un eje hacia el sur, Cuenca-Alarcón, en el que se encuentran algunas iglesias importantes como las de Arcas, Villar del Saz de Arcas, Mohorte, Valeria, Valera de Abajo o Buenache de Alarcón; y otro eje hacia el noroeste, en dirección hacia el monasterio de Monsalud, situado actualmente al sur de la provincia de Guadalajara, pero que siempre ha pertenecido a la diócesis conquense, en el que se pueden encontrar algunas diferencias de importancia entre las iglesias de su zona norte -Valdeolivas, Albalate de las Nogueras-, y las iglesias más meridionales, establecidas principalmente en la comarca del Campichuelo. Es principalmente a estas últimas, a los templos del Campichuelo, a los que me voy a dedicar en esta entrada.

            Pero antes de hacerlo, no puedo dejar de recomendar al visitante que se quiera adentrar en este románico conquense, un acercamiento a las artes suntuarias, a través de la colección que atesora y conserva el Museo Diocesano de Cuenca. Es destacable, en este sentido , elementos como el llamado báculo de San Julián, de caña cilíndrica, y con el mango adornado con hojas y flores sobre esmaltes azules, o el llamado de Juan Yáñez, primer obispo de la diócesis, y que muy probablemente hay que fechar, en ambos casos, en una etapa ligeramente posterior a la que vivieron ambos prelados. También, el Calvario de Alfonso VIII, hasta un tiempo revestido de plata, y al que acompañaban tres escudos, o la cruz de Arrancacepas.

 

VILLALBA DE LA SIERRA

            Levantada, como casi todas las iglesias románicas conquenses, hacia el siglo XIII, es una iglesia de transición del románico al gótico, aunque las múltiples transformaciones realizadas en su fábrica en periodos posteriores hacen difícil la contemplación de los elementos propios de esta época. Son características su única nave -la segunda nave, en la que actualmente se encuentra la puerta de entrada, es de fabricación posterior-, y el presbiterio, cerrado por ábside semicircular, con resaltes en las esquinas. También, la espadaña, de sillería de piedra de toba, con dos contrafuertes laterales. El ábside tiene una ventana saetera en el centro. Hay que diferenciar la cúpula central, de media naranja y sobre pechinas que en la actualidad cubre la zona del presbiterio, un elemento claramente posterior, fechable probablemente en la misma época en la que se realizó la segunda nave y la sobreelevación de la iglesia, de los elementos propios del ábside primitivo, aunque en la actualidad muy retocados, como son la falsa bóveda y, sobre todo, la ventana saetera, de sillería. También es característica una pequeña portada, actualmente cerrada, que daría acceso al antiguo cementerio. También se puede apreciar la posterior sobreelevación de la fábrica, que modifica las proporciones del templo.

Como en el resto de las iglesias de la zona, conserva todavía una hermosa pila bautismal, en forma de copa, sobre pedestal circular. Su decoración está realizada con punta de diamante y friso a modo de arquería formada por arcos rebajados, apoyados sobre columnas.

 

ZARZUELA

            También es del siglo XIII, pero está realizada en mampostería, aunque reforzada en las esquinas con mampostería. Tiene una sola nave, con presbiterio recto y ábside poligonal. De las dos portadas con las que cuenta la iglesia, hay que destacar la que se abre en el muro del hastial, a los pies del templo, ligeramente apuntada y  con arquivoltas adornadas pon puntas de diamante, donde arranca la espadaña -la otra es mucho más moderna-. En el ábside se abren dos ventadas abocinadas y adinteladas. También destaca de su fábrica original  un fragmento de la cornisa de piedra, con dos canecillos. Por lo que se refiere a la pila bautismal, labrada en piedra caliza, está decorada con arcos, que en este caso, y al contrario de lo que sucede en Villalba de la Sierra, no ocupan el friso superior, sino prácticamente todo el espacio. Por el contrario, la cenefa está ocupado con una decoración a base de ochos entrelazados.

 

RIBATAJADILLA

            Como el resto de las iglesias románicas conquenses, la fábrica primitiva data del siglo XIII, en mampostería, rematada en las esquinas con sillares, y como en el caso anterior, de una sola nave, presbiterio recto, y ábside semicircular, con una ventana saetera abierta en el centro del tambor. Es también interesante la espadaña, con doble hueco y frontón triangular. La portada es de doble arco apuntado, adovelado con jambas lisas. La pila bautismal, de piedra caliza, está formada por copa y pedestal, sin más decoración que una simple moldura que separa el borde superior del resto de la copa.

            Junto a la iglesia, dedicada a Nuestra Señora de la Asunción, también hay que destacar la ermita de San Pantaleón, construida sobre la iglesia de un antiguo con vento franciscano. De esta ermita hay que destacar su interior, con bóveda rebajada de cañón.

 

RIBATAJADA

            En su origen, se trata claramente de una de esas iglesias de repoblación, propias del románico conquense, aunque, como el resto, muy modificada en los siglos posteriores. De nave única y ábside semicircular. También está realizada en mampostería, con remates de sillería en las esquinas y en la zona de la portada. Tiene dos portadas, aunque una de ellas, con arco apuntado, está en la actualidad cegada. Es muy importante la portada principal, realizada con sillares de tonos rojizos, y arco adovelado, apoyado sobre jambas, con arquivoltas de recercado moldurado. Las arquivoltas se apoyan sobre una cornisa corrida y capiteles con decoración vegetal, que separan las arquivoltas de las seis columnas, tres a cada lado, que conforman el conjunto de la portada.  También es interesante la inscripción que aparece entre la puerta de entrada al templo y la primera columna interior, en el segundo sillar, que fecha la obra en el año 1263 de la era, es decir, el año 1225 del año actual.

            También es interesante el ábside, tanto en lo que respecta a su aspecto exterior como al interior. En el exterior, conserva su altura original, incluida, en el alero, la cornisa de piedra, con moldura cóncava, apoyada sobre canecillos decorados con rollos, y motivos vegetales. Por lo que respecta a su interior, es apreciable la separación en dos cuerpos, el bajo de piedra, adornado con nueve arcos de medio punto, a modo de pequeños altares, y el superior, actualmente enlucido, a modo de falsa cúpula. Ocupa el presbiterio, y se separa del resto de la nave por un arco triunfal. En el centro del tambor se abre una pequeña ventana, con arco de medio punto, recercado por sillares.

La cubierta es a dos aguas, y la cornisa original sólo se conserva en una parte del presbiterio, y en el propio ábside. La espadaña, realizada también son sillares, está estructurada en tres cuerpos, separados entre sí con una simple moldura. Tiene doble hueco para las campanas, y está rematada con una estructura triangular. Por lo que respecta a la pila bautismal original, actualmente sin uso, se encuentra a los pies de la puerta principal, a modo de simple jardinera. Realizada de forma muy tosca, sin decoración, se apoyaba sobre un pedestal troncocónico invertido que en la actualidad se conserva también separado de la copa.

 

RIBATAJADILLA

            Al igual que todas las demás, ha perdido buena parte de su fábrica original, fechada a lo largo del siglo XIII. Construida en mampostería, con remates de sillar en las esquinas, de una sola nave, con presbiterio recto y ábside semicircular. Está rematada, también, por una espadaña de doble hueco y frontón triangular, prácticamente el único elemento original de su fachada. También se puede destacar la portada, de doble arco apuntado, adovelado con jambas lisas, y dos ventanas saeteras abiertas en el muro. El ábside, muy sencillo también, tiene una ventana saetera abierta en el centro del tambor. La pila bautismal, de piedra caliza, está formada por copa y pedestal, sin más decoración que una pequeña moldura que, a modo de friso, separa el borde de la copa del cuerpo de la pila. 

 

 

 

PAJARES

            Como todas las demás iglesias de la zona, ha sufrido importantes modificaciones en su fábrica. De nave única rectangular, con presbiterio recto, ábside semicircular, está construida también con mampostería y sillares en las esquinas. En el exterior, prácticamente sólo se conserva de su etapa primitiva la portada, apuntada, con dovelas sin decoración, y el ábside semicircular, en este caso ciego, que concluye en dos roscas de teja vuelta. En el interior, es interesante el artesonado, de madera, con armadura a dos aguas, que presenta todavía el diseño original del siglo XIII. Y, sobre todo, la pila bautismal, de transición al gótico, que está situada a los pies de la iglesia, bajo el coro. Consta ésta de vaso y pie cilíndrico, de grandes dimensiones, tallada con en piedra caliza con una decoración en forma de arquería, con arcos ligeramente apuntados, apoyados sobre capiteles con decoración vegetal que se apoyan sobre columnas, y en el interior de los arcos, una decoración a base de tréboles góticos. Y en el borde superior de la pila, a modo de cenefa, se completa la decoración  con arcos de cuádruple cinta entrelazados.

 

PORTILLA

            Si el resto de las iglesias de la comarca han sido muy modificadas en su fábrica en los siglos siguientes, ésta lo es mucho más, pues a lo largo del siglo XX ha sufrido dos importantes incendios que han obligado a su renovación, lo que ha dejado que muy poco sea lo que persista aún de su etapa primitiva. La entrada, moderna, no es tal, sino que da a una especie de pasillo que comunicaba la iglesia con el cementerio. Tampoco pervive como tal la espadaña, pues en épocas posteriores se convirtió en campanario.

 

ARCOS DE LA SIERRA

            Construida originariamente en el siglo XIII, poco queda de la fábrica primitiva, pues fue muy retocada en el siglo XVIII, a instancias del marqués de Ariza, en estilo barroco. Es interesante la bóveda, de medio cañón. Está construida prácticamente toda de mampostería, hasta los contrafuertes. En el interior todavía pueden apreciarse algunos arcos fajones y formeros, apoyados sobre pilastras. La espadaña, al contrario que en otras iglesias, se encuentra en la cabecera, y no en los pies, en concreto, sobre la sacristía.  

Pila de la iglesia de Pajares


viernes, 10 de noviembre de 2023

Una trilogía entre la historia y la fantasía

Hace ya algunos meses llevábamos a este blog una novela que, si bien en ese momento ya calificaba como algo diferente a una novela histórica estrictamente hablando, porque en el texto primaba más la fantasía que la propia historia, contaba también con ese componente histórico que justificaba su presencia aquí (ver “Svaniti, una original novela de Ignacio Márquez”, 5 de enero de 2002). Y en esta ocasión vamos a triplicar la apuesta, porque no se trata de una nueva novela de este autor ciudadrealeño, pero amigo de Cuenca, sino de tres; una auténtica trilogía, en la que, al igual que la novela citada anteriormente, mezcla diferentes dosis de fantasía y de historia, aderezados convenientemente con sus abundantes conocimientos de la ciencia y de la cábala -porque, de alguna manera, ambas cosas no son tan diferentes entre sí-, con el único fin de entretener al lector. Se trata de esa trilogía que está compuesta por sus novelas “El Virus Lunar”, “El Tetrasoma” y “El Tercer Ángel”.

            En su momento, el autor ya definía su obra, en unas declaraciones realizadas en agosto de 2012 a la Tribuna de Ciudad Real, en el marco de la presentación conjunta de las dos últimas novelas de la colección, como de una obra difícil de clasificar: No me parece que esta historia, finalmente presentada en tres volúmenes a través de casi mil seiscientas páginas, se ajuste perfectamente al perfil de literatura fantástica. Alberga diferentes líneas argumentales, variados momentos históricos, distintos estilos narrativos, aunque seguramente sea cierto que son preponderantes en ella las características de la novela fantástica. En la fantasía uno siente la libertad de crear e imaginar más allá de lo racional, de lo tangible, de la lógica y la ciencia, el mundo se vuelve menos inmutable, más dócil al cambio y al progreso. La imaginación, cuando está dotada de libertad sin límites, se convierte en un matraz en el que uno puede mezclar hechos y personajes para construir una historia apasionante.” Y después de citar algunos de los hechos históricos que sí aparecen en el texto, como la Guerra de los Cien Años, la guerra civil navarra entre el príncipe de Viana y su padre, o el cerca de Belgrado por parte de los turcos, continúa: “El virus lunar era una novela que quedaba muy redonda, con apariencia de conclusión, aunque dejando sin resolver algunas líneas argumentales; es decir, podía presentarse como una obra concluida en sí misma. Sin embargo, El Tetrasoma finaliza la historia de cuatro personajes que quedan abocados a cumplir una misión, la que se relata en El Tercer Ángel; queda por lo tanto fracturada, y nos pareció más apropiado entregar al lector la trilogía completa.”

En efecto, no se puede hablar, en puridad, de tres novelas históricas, o una historia completa narrada a lo largo de tres relatos complementarios; pero sí de una historia que está enmarcada en un hecho, o en varios, de un pasado real, el propio de los años intermedios del siglo XV; una etapa, por otra parte, marcada por el cambio, un periodo en el que una manera de vivir se está muriendo, y otra nueva está empezado a nacer. Una época en la que la Edad Media, con su pensamiento teocéntrico y guerrero, propio de los libros de caballerías, está empezado a dar paso al Renacimiento, en la que el hombre                 a ser la medida de todas las cosas.

Y una historia en la que también, y no podía ser de otra forma, también está presente esa España del siglo, la España de la emigración y del éxodo rural. Por eso, no está fuera de lugar las palabras de Juan Sisinio Pérez Garzón, profesor de historia contemporánea en la Universidad de Castilla-La Mancha, y autor del prólogo a la primera de las partes en las que se divide la trilogía: “En todo caso, los registros de esta novela son variados, y se encuentran trabados por una argumentación muy vinculada a la historia de nuestra sociedad española. El autor aborda estadios distintos de la historia, y en todos ellos se advierte la escritura como explicación del tiempo. Se enraíza en una larga tradición de mundos paralelos. No quiero descubrirlos al lector. No es una tarea de quien prologa para incitar a la lectura de esta novela. Sólo me cabe, pienso, sugerir o esbozar las cualidades sin desvelar los contenidos.  Por eso, de los diversos elementos que se encuentran en los sucesivos capítulos, del ambiente que se respira, ya sea la España de la emigración, a través del padre ya la sociedad medieval, o las relaciones familiares, o más aún, la historia de amor con la prima Águeda, el esfuerzo narrativo y simbólico logra asentar la idea de lo permanente y lo discontinuo, esa esencia de lo humano que sobrevive a los individuos, a las dinastías, a los modos económicos y a las culturas. La cadena que se entreteje entre la edad media y el presente, recordado como inmediato pasado de un anciano actual, es una inteligente historia personal en las que se cruzan el campo y la ciudad, la edad media y la edad del pop, el castillo medieval y el videoclip, con sesgos autobiográficos casi seguros.”

Desde el primer momento de su lectura, el lector le acomete una pregunta crucial: ¿Qué es ese virus lunar del que se habla desde el título de la primera entrega de la trilogía? La respuesta del autor aparece ya en las primeras páginas de la novela:  “Una sustancia pura, que no existe en la tierra Su contacto tiene la capacidad de deshacer las obras humanas, buenas o malas. Guarda dentro de sí la naturaleza del tiempo, juega con miles de años en un segundo. Nadie sabe muy bien, cómo puede actuar. Podría cambiar un a catedral de lugar desvanecerla o llenarla de oro. Según quien sea quien invoque su poder, es sumiso y obedece, o díscolo y castiga haciendo todo lo contrario de lo que se pide. Puede modificar todo lo que ha ocurrido en el tiempo, el espacio, los hechos, los sentimientos, los recuerdos,… Pero es muy sensible a la vida, en cualquiera de sus formas. Siempre es complaciente para levantar un árbol talado, para revivir a un animal muerto por la crueldad de los hombres, incluso se dice que es el responsable del amor.”

Sin embargo, la solución a la intriga no resta ni un ápice a la curiosidad del lector, a la necesidad de conocer más sobre ese virus lunar y la relación que éste tiene con la historia, con la alquimia, con ese conocimiento esotérico que, de un tiempo a esta parte, tanto se ha puesto de moda en la literatura nacional e internacional. Se trata de un registro que el autor maneja bastante bien, como lo demuestra en cada uno de los títulos de la trilogía, y también de los demás relatos que han salido de su pluma en los últimos años.

Pero junto a ese registro fantástico y misterioso, ya lo hemos dicho, también se encuentra la propia historia real, la que aparece en los libros especializados. Por eso, en “El Virus Lunar” tiene tanta importancia la Historia. Por eso tiene tanta importancia la Navarra medieval, los grandes escenarios del reino, como el castillo de Olite o el monasterio de Leyre, las relaciones familiares entre los miembros de la dinastía real de Navarra y otras dinastías europeas, o la guerra civil entre el príncipe Carlos de Viana y su padre, el rey Juan II de Aragón, usurpador de una corona que no le correspondía más que como consorte de la verdadera reina, Blanca I de Navarra.

Y si es al principio de la primera novela dónde el lector se da cuenta de qué es ese extraño objeto que da título a la novela, en la segunda éste tiene que leer prácticamente todo el libro para conocer cuál es realmente el significado del nuevo misterio, ese conjunto de cuatro cuerpos diferentes. En esta segunda parte, la alquimia cobra todo su sentido, en la búsqueda de esa piedra filosofal, capaz de otorgar el don de la inmortalidad. Porque, ¿qué es realmente el Tetrasoma? Para entenderlo, hay que comprender con exactitud las cuatro partes que estructuran la novela, y que reflejan el transcurso vital de cuatro de los protagonistas secundarios de “El Virus Lunar”. Crestes, Silvestre Gofredo y Auriol, los cuatro amigos de Lucas, son ese Tetrasoma del que habla la alquimia, porque ellos son los encargados de guardar, a través de los tiempos, hasta que llegue el día definitivo en el que ha de venir el tercer ángel, el verdadero Tetrasoma capaz de convertir la materia en algo divino, convertir lo mortal en inmortal. Son ellos, en realidad, los encargados de conservar, hasta que llegue ese día, los cuatro metales que conforman ese Tetrasoma: el plomo, el estaño, el cobre y el hierro.

Sí, en la segunda entrega de la trilogía hay fantasía, pero también hay historia. Y es que esa historia interna, que afecta sólo al reino de Navarra, se transforma en un interesante acercamiento a la historia de Europa y de todo el mundo conocido en aquel lejano siglo XIV: la Guerra de los Cien Años, entre Inglaterra y Francia; la llamada Guerra de los Trece Años, que enfrentó al doble reino de Polonia y Lituania con los caballeros teutónicos; el cerco de Belgrado por parte de los turcos; las Cruzadas, que asolaron Jerusalén,…  Una historia, eso sí, trasmutada con la magia, representada en esa fantasmagórica batalla que los caballeros e los dos ejércitos enfrentados, los soldados de Polonia y los llegados desde los diferentes territorios germanos, sostienen contra los golos, esa especie de vampiros que aparecen en la noche nevada.  Y siempre, como fondo, la Iglesia, la Iglesia romana, capaz al mismo tiempo de trasladar a los hombres el mensaje de amor de Jesús y de mantener la Inquisición, ese brutal tribunal que envía a los hombres a la hoguera.

Porque también hay espacio en la trilogía para ofrecernos una reinterpretación e la verdad de Jesús, transmutado, como se verá posteriormente, en el Primer Ángel enviado por Dios; y, sobre todo, sobre el verdadero sentido que el autor da al destino de Judas Iscariote. A través de su diario, hallado tras un oscuro altar en una ermita de una pequeña aldea holandesa, se nos muestra a un Judas diferente, huraño en un principio, ajeno al mensaje del Maestro, pero que poco a poco se va dando cuenta de que va a ser un personaje importante en la historia de la salvación. Que su destino, en efecto, está junto al de Jesús, y se somete a él, aunque para ello tenga que pagar con la vida o, lo que es peor, con la clara conciencia de su traición.

    La segunda parte de la novela da respuestas a muchas de las preguntas que el lector se va haciendo a lo largo de todo el libro, pero también se deja algunas otras sin responder. ¿Cuáles son, en realidad, las últimas palabras que el apóstol escribe en su diario, y que después arranca y esconde dentro del buril metálico que el había dado el hijo del carpintero? Otras, sin embargo, empiezan a vislumbrarse nada más empezar la lectura de la tercera entrega. ¿Quién es ese Tercer Ángel que da título a esa tercera entrega? ¿Será, quizá, aquél extraño primer protagonista que aparece en las primeras páginas de “El Virus Lunar”, contemporáneo al lector, y que, sorprendentemente, desaparece por completo para dar voz a esa historia, real y fantástica, de Navarra, de Europa y del Próximo Oriente? Parece claro que ello es así, y el título que enmarca la primera parte de esa tercera entrega de la trilogía así parece indicárnoslo. Sin embargo, en la alquimia, como en la vida misma, no es posible desentrañar todos todos los enigmas, todas las preguntas, de una sola vez; para disfrutar del verdadero conocimiento que ésta nos proporciona debemos dejar que el misterio se vaya desvaneciendo por sí mismo, envolviéndonos poco a poco en la luz pura que, como la de un ángel, siempre aparece detrás de sus sombras aparentes.

Y en la literatura, en la le tura de unas novelas tan originales como éstas, también sucede lo mismo. Baste decir, de momento, que es fácil encontrar en la obra de Ignacio Márquez Cañizares algunos elementos que son propios también de la buena literatura; especialmente, de los cuentos de Jorge Luis Borges, especialmente de aquellos cuentos que conforman uno de sus libros más característicos, “El Aleph”. 


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