miércoles, 26 de febrero de 2020

Una historia de la Guardia Civil frente a ETA


No se puede entender la historia de España en estos últimos cincuenta años si obviamos el terror de una organización criminal como fue Euzkadi ta Askatasuna (ETA), por más que durante estos últimos años, desde el supuesto rendimiento de los criminales, es un tema que parece estar ya olvidado por parte de las nuevas generaciones. Y es que, si bien es cierto que la lacra del terrorismo fue un hecho común en muchos países de Europa (el IRA en el Reino Unido, las Brigadas Rojas en Italia, Acción Directa en Francia, la Fracción del Ejército Rojo en Alemania,…) e incluso fuera del continente (Weather Men en Estados Unidos, el Ejército Rojo en Japón, el Frente Polisario en Marruecos, la OLP en Israel, los Jemeres Rojos en el sudeste asiático,…) a partir de los años setenta, dos son los aspectos en los que éste tiene en nuestro país unas características especiales: por una parte, la gran cantidad de agrupaciones y grupúsculos terroristas que tiñeron de sangre y miedo al conjunto de la población, tanto desde el punto de vista ideológico (desde los movimientos de ultraderecha como el PENS o los Guerrilleros de Cristo Rey. hasta los de ultraizquierda, como el FRAP, el GRAPO, pasando por los movimientos simplemente antiterroristas que en realidad supusieron un terrorismo de Estado: el GAL) como desde el nacionalista (ETA en el País Vasco, Terra Lliure en Cataluña, El Exército Guerrilheiro do Povo Galego Ceive en Galicia, o El Movimiento por la Autodeterminación e Independencia del Archipiélago Canario); por otra parte, la duración en el tiempo de esta lacra, monopolizada en este sentido por la propia ETA, algo que sólo encuentra paralelismos, en todo caso, con el IRA irlandés o con la OLP palestina.

            Es precisamente este hecho, la sangrienta realidad que significó en la España del último franquismo, de la transición, incluso de buena parte de nuestra democracia ya plenamente consolidada, la que ha venido a poner de manifiesto el libro que voy a comentar: “Historia de un desafío”, del coronel Manuel Sánchez Corbi y la cabo Manuela Simón. Un libro que, desde luego, no es uno más, no puede serlo, en esa larga relación de textos que hacen referencia a esa larga guerra sangrienta, interna, que el grupo terrorista mantuvo con el Estado durante medio siglo. No, porque es un libro que está escrito por dos guardias civiles, dos de esas personas que se han pasado media vida, si no más tiempo, luchando contra el terror y el miedo, viendo caer día sí y día también a centenares de sus compañeros, cuyo único delito había sido el de trabajar incesantemente para que el conjunto de los españoles pudiera vivir mejor.

            Es éste un libro duro, difícil de leer, y no por su complejidad, que no la tiene, sino por la forma en la que está escrito, como un extenso informe en el que salen a la luz infinidad de datos, infinidad de nombres de asesinos y de víctimas, y una parte importante de esas víctimas son los propios guardias civiles. Por otra parte, no trata los asuntos con equidistancia, porque no es un libro de un historiador. Por eso, y porque uno no puede ser equidistante, porque el hecho mismo de serlo conllevaría el tener que caer en el mismo error en el que durante todo este tiempo ha estado cayendo tanto el nacionalismo vasco supuestamente demócrata, como la extrema izquierda más radical; en este sentido, sólo el secuestro de Ortega Lara, y sobre todo la muerte de Miguel Ángel Blanco, hicieron que durante un breve tiempo, después olvidado, prácticamente toda la sociedad, incluso también una parte de los propios nacionalistas, comprendieran en realidad cuál era el verdadero sentido de ETA. No; no se trata de un libro de medias tintas, porque nadie puede permanecer tampoco a medio camino cuando habla, por ejemplo, del holocausto nazi: no se puede ser equidistante entre los etarras y sus víctimas, de la manera que tampoco se puede ser equidistante entre el nazismo, o el estalinismo, y sus víctimas. Es, desde luego, un libro partidista, hermosamente partidista diría yo, porque en la lucha entre el Estado democrático y el terror de las bombas y de los disparos a quemarropa, todos, absolutamente todos, debemos estar de parte del primero. Lo contrario sería contribuir a la derrota de nuestra propia sociedad.

            Y hablando de derrota, quiero hacer también una última apreciación respecto a quiénes fueron realmente los que lograron vencer a los terroristas; ésta, la teoría de una ETA derrotada, es la que prima en la actualidad, a pesar de que los terroristas nunca han pedido perdón a sus víctimas, y a pesar, de que algunos de ellos se asoman hoy a las instituciones, e incluso se atreven a dar lecciones de democracia. ¿Qué derrota es esa, cuándo ni siquiera somos capaces de conseguir que los terroristas terminen de cumplir las penas a las que han sido condenados? Pero si en realidad ha habido una derrota de ETA, ésta no se ha producido por los políticos, desde luego, ni por los de uno ni por los de otro lado. Quien de verdad consiguió derrotar a los pistoleros, a esos cobardes que ponían las bombas y huían del lugar antes de que éstas explotaran, fue el conjunto de la sociedad española. Pero, sobre todo, los derrotó la Guardia Civil, su principal víctima como grupo en los años del terror. Cada guardia que caía en una emboscada era un paso más hacia la victoria definitiva, como también lo era cada terrorista que era detenido por los agentes de la Benemérita.

            Sólo de esta forma, dando su vida por España y por la democracia, pudo la Guardia Civil pasar de ser una policía más, sin apenas experiencia en este tipo de delitos, para convertirse en uno de los cuerpos mejor preparados de todo el mundo para luchar contra el terrorismo. La experiencia conseguida a base de sangre y de muchas lágrimas, es la que ha permitido que la Guardia Civil sea en la actualidad un cuerpo modélico, uno de los mejor preparados actualmente para combatir ese otro terrorismo de nuevo cuño, el terrorismo islamista, que desde hace algún tiempo vuelve a regar de sangre las ciudades de los cinco continentes. Y en realidad, no sólo contra el terrorismo, sino también en otros aspectos diferentes: los delitos cibernéticos y los relacionados con las nuevas tecnologías, la vigilancia de las mafias internacionales y de todo tipo de asociaciones delictivas, las formas de actuar en combinación con las policías de otros países para hacer frente a delincuentes internacionales, son aspectos que la Guardia Civil ha podido desarrollar a partir de un severo aprendizaje en su lucha contra el terror.

            Para terminar, quiero hacer también una breve referencia a los autores del libro. El coronel Manuel Sánchez Corbi fue uno de esos oficiales de la Guardia Civil que combatió a la ETA desde el honor de vestir el verde uniforme de los guardias, como todos los protagonistas de su libro, y llegó a tener un papel importante en la liberación del funcionario de prisiones José Ortega Lara. Después, con la “derrota” del terrorismo etarra, dirigió la UCO (Unidad Central Operativa), en la que siguió desempeñando un papel importante para la sociedad, participando en operaciones de búsqueda como las de Diana Quer o Gabriel Cruz. Junto al periodista Gonzalo Araluce y al mediático Lorenzo Silva, autor de hermosas novelas protagonizadas por dos agentes de la UCO, el sargento Vila y la cabo Chamorro, ha escrito también otro libro sobre el tema: “Sangre, sudor y paz: la Guardia Civil contra ETA”, Por su parte, la cabo Manuela Simón también conoce desde dentro la historia que se relata en el libro. Perteneciente a la primera promoción de mujeres dentro de la Guardia Civil, en la que ingresó en 1988, fue seleccionada ya desde su permanencia en la academia de Baeza para incorporarse a la USE, la Unidad de Servicios Especiales, desde la que pasó poco tiempo después al Grupo de Apoyo Operativo, la vanguardia de la inteligencia antiterrorista en el seno de la Guardia Civil, habiendo participado en la desarticulación de varios comandos de ETA, tanto en España como en Francia.

            Dos agentes, a la par que autores, que saben de lo que hablan en el libro, porque vivieron de primera mano el horror que supuso ETA durante tantos años. Y por nuestra parte, agradecer siempre a esos hombres y mujeres de verde todos sus sufrimientos, conocer cómo fue su lucha, puede ser la mejor forma de conseguir que la lacra del terrorismo sea sólo eso, un recuerdo terrible, de que la sociedad en la que vivimos pueda por fin afirmar rotundamente, no sólo a media voz, como ahora, que por fin hemos conseguido derrotarlo.

viernes, 21 de febrero de 2020

Dos libros históricos sobre el concepto de Europa


¿Qué es Europa, más allá de ese conjunto de países, ese extenso pedazo de tierra rodeado por el mar por casi todo su perímetro, una de esas cinco partes en las que se ha dividido el conjunto de la esfera terrestre que no se halla cubierta por una masa de agua salada, y que recibe la denominación de continente? Me estoy refiriendo a Europa como concepto histórico y político, como un conjunto de naciones que comparten entre sí un pasado común, más allá también de las singularidades propias de cada uno de ellos. Porque no cabe duda de que la historia de los países europeos ha condicionado el presente, y no cabe duda de que seguirá condicionando su futuro, de todo el continente, mucho más que ese proyecto político común que en los últimos tiempos se encuentra en una fuerte crisis, por culpa de un brexit que sus impulsores no han sabido adivinar en todas sus consecuencias.

A esta pregunta que nos hacemos, y a algunas otras relacionadas con ella, es a lo que ha intentado responder en uno de sus libros el historiador británico John Stoye, profesor y tutor de Historia Moderna en el Magdalen College de la Universidad de Oxford durante buena parte de la segunda mitad del siglo XX.  El libro, “El despliegue de Europa, 1648-1688”,  que se ha convertido en un clásico y cuenta con diversas ediciones, tanto en inglés como en español, incide en un hecho que para el autor es clave: Europa, tal y como hoy la conocemos, es fruto de la segunda mitad del siglo XVII, periodo histórico en el que nació como una realidad política a partir de una serie de guerras y tratados de paz, que fueron conformando las generalidades y las particularidades de cada uno de los países que la forman. Algunos de esos países han sido foco usual de estudio de los investigadores europeos: Inglaterra, Italia, Alemania, Francia, incluso España, propietaria todavía de un imperio moribundo, pero en el que aún no se ponía el sol; Francia sobre todo, esa Francia borbónica que ya se había convertido en la mayor potencia del mundo, y a la que el autor dedica una parte importante del texto, como no podía ser de otra forma. Otros han sido normalmente olvidados por la mayor parte de los historiadores, excepto por los historiadores y escritores locales, originarios de esos mismos países. Y no me estoy refiriendo sólo a los grandes imperios ruso o austro-húngaro, sino también a esos pequeños países y naciones que han sido poco favorecidos por la historia, y cuyas fronteras han sido repetidamente modificadas, cambiadas de sitio una y otra vez en virtud de pactos a los que, usualmente, sus propios habitantes siempre fueron ajenos: polacos, ucranianos, serbios, croatas, rumanos,… Toldos, absolutamente todos ellos, forman parte también de esa Europa como realidad histórica y política.

La Europa del siglo XVII, la que presenta Stoye en su libro, es una Europa demasiado convulsa, pero es que son normalmente los periodos más convulsos de la historia los que ayudan más a comprendernos a nosotros mismos. En todos los países se produjeron en este periodo de tiempo movimientos revolucionarios, internos y externos, que en muchos ocasiones fueron los antecedentes de esos movimientos nacionalistas que van a caracterizar también a otro periodo convulso de la historia de Europa: el siglo XIX. Por otra parte, tampoco se pueden soslayar los numerosos avances científicos que tuvieron lugar a lo largo de toda la centuria, y que también ayudaron a conformar esa Europa moderna, la Europa de las nacionalidades, una Europa que a finales de siglo, cuando se cierra el libro de Stoyes, ya estaba plenamente consolidada, a pesar de los grandes interrogantes que en ese momento se abrían ante cualquier europeo que tuviera el más mínimo sentido histórico. Ahí, en la plena consolidación de la realidad europea, es en donde se deben juzgar las palabras con las que el historiador inglés pone punto final al libro aludido:

“En 1685 nadie dudaba de la clara ascendencia del gobierno de Luis XIV en Occidente. Sus recientes victorias eran causa y consecuencia de ella, y el equilibrio de poder estaba inclinado, evidentemente, en favor suyo. Pero la complejidad de las condiciones políticas eran de tal género, que la restauración de un equilibrio más equitativo, tenida por los franceses y deseada por sus adversarios, dependía de cuatro cuestiones. Cada una de ellas era un asunto regional. Y cada una de ellas tenía amplias y lejanas implicaciones. La primera consistía en la nueva dominación francesa, asegurada en 1678 y mejorada en 1684, sobre la zona comprendida entre la antigua Francia y el Rin: ¿podía considerarse permanente? La segunda era la guerra turca: ¿cuánto duraría? La tercera consistía en la nueva monarquía católica, pero sin un heredero católico, en Inglaterra, Escocia e Irlanda: ¿cuánto viviría Jacobo II, y destruiría la tradición anglicana antes de morir? La cuarta era una intensa lucha de poder en la Alemania septentrional: ¿compensarían los daneses sus recientes pérdidas mediante un avance en Alemania, y cómo actuaría su impaciencia sobre Brandemburgo, sobre Suecia y sobre los príncipes de Brunswick?”

 Estas cuatro cuestiones, como afirma Stoyes, eran cuestiones locales, pero su resolución final afectaría, sin duda alguna, a todo el continente europeo.



Y si la segunda mitad del siglo XVII fue trascendental para el concepto de Europa, no lo sería menos el periodo de tiempo comprendido entre los años intermedios del siglo XIX y el final de la Primera Guerra Mundial, los años que se corresponden efectivamente con el auge y la caída de los grandes imperios centrales, especialmente el imperio austrohúngaro. Es precisamente esta época, los años de entre siglos, y este espacio geográfico concreto, el moribundo imperio de los Habsburgo, el que abarca este otro libro que también vamos a analizar, como si se trataran de dos textos complementarios; y de alguna manera lo son: “Réquiem por un imperio difunto. Historia de la destrucción de Austria-Hungría” Su autor, François Fetjö, es un periodista y politólogo francés, de origen húngaro y judío, que vivió de manera cercana, a través de su familia esos años, también convulsos, que terminaron de conformar la realidad europea del siglo XX, una realidad un tanto artificial, es cierto, que se desarrollaría como tal a partir del tratado de Versalles.

Y digo una realidad artificial, fallida, porque esa realidad política que se creó en Versalles después de la Primera Guerra Mundial, era del todo ajena a la realidad nacional y nacionalista de varios millones de europeos, al crearse diferentes países nuevos, tan artificiales como la realidad política, y al dividirse naciones a un lado y otro de las nuevas fronteras. Todo ello daría origen a nuevos enfrentamientos, nuevos conflictos bélicos dolorosos, incluida, al menos en parte, la propia Segunda Guerra Mundial. De esta manera nacería una nueva Europa, la de todo el siglo XX, la Europa dividida entre dos mundos por la guerra fría y el llamado telón de acero. En efecto, serían los nacionalismos los que, al menos en parte, determinaron el final del imperio, y fueron también los nacionalismos los que determinaron, en los años siguientes, el final del comunismo.

Si en 1688, el año en el que finaliza el relato de Stoye, se abrían diferentes interrogantes a los que la historia posterior, como no podía ser de otra forma, se encargaría de responder, esta nueva Europa de entre siglos (entre siglos también, como en el caso anterior, pero ahora camino de ese siglo XXI que empieza a alcanzar su madurez), la Europa posterior a la caída del muro de Berlín y el nuevo tratado de Maastricht, la Europa del brexit y del resurgir de los nacionalismos, abre también nuevas perspectivas históricas y políticas. A nosotros, como europeos que somos, nos corresponde decidir cuál es la Europa que queremos: la Europa del brexit o la de Maastricht, la Europa como casa común, o la de las múltiples nacionalidades enfrentadas entre sí. La historia, como siempre sucede, será el denominador común de los que suceda en los próximo años, y de unos hechos de los que nosotros seremos los únicos protagonistas y actores.

viernes, 14 de febrero de 2020

Nazismo y comunismo: dos caras de una misma moneda


No cabe ninguna duda de que los últimos gobiernos socialistas, la teoría de la ley de la memoria histórica ha ido dando continuas vueltas de tuerca en la política del enfrentamiento, de manera que volvemos a reproducir, después de cuarenta años de reconciliación democrática, esa España bifacial, el eterno mantra de las dos Espalas. Se trata, por supuesto, de una ley bastante polémica, y ahora, pocos días después de que el nuevo gobierno haya sido nombrado por fin, con el apoyo del comunismo y del independentismo, todo parece indicar que esto vaya a seguir siendo cada vez más acuciante. En realidad, la ley de la memoria histórica no debería ser tan polémica como lo es; al menos, no lo sería si se hubiera quedado sólo en sus aspectos menos controvertidos. Nada debería oponerse a la obligación que todos tenemos de conocer nuestro pasado, siempre y cuando la aproximación a ese pasado sea real, y primen más los aspectos puramente historiográficos que los criterios políticos e ideológicos. Nada debería oponerse a que los familiares de las personas desaparecidas por alguno de los totalitarismos y de los enfrentamientos ideológicos puedan recuperar a esos familiares, siempre y cuando las comisiones de la verdad histórica y las asociaciones que promueven la búsqueda de esos desaparecidos tengan el mismo trato a todos ellos. Aunque pueda parecer mentira, todavía existen desaparecidos del bando nacional, cuyos cuerpos nunca han sido encontrados, y en alguna ocasión se ha echado tierra encima sobre algunos hallazgos cuyos cuerpos no eran del bando deseado.

            La portavoz del grupo socialista en el Congreso, Adriana Lastra, ha afirmado que el Gobierno va a tipificar como delito la apología del franquismo, “porque en democracia no se homenajea ni a dictadores ni a tiranos”. Eso está bien pero, ¿qué sucede cuando los dictadores y los tiranos son de tu misma cuerda ideológica? En ese caso, ¿sí es posible homenajearles, porque tus tiranos y tus dictadores son menos tiranos y dictadores que los otros? El pasado 19 de septiembre, el Parlamento europeo, en base a los principios universales de los derechos humanos, y a diferentes resoluciones del Consejo de Europa y de la Declaración de Praga sobre la Conciencia Europea y el Comunismo, adoptada el 3 de junio de 2008, ya ha colocado, por fin, al mismo nivel criminal y sanguina al nazismo y al comunismo (Resolución 2019/2819 RSP). No se trata, desde luego, de blanquear al primero, cuyo holocausto no sólo contra los judíos, sino también contra otras minorías étnicas y nacionales, nadie pone en duda. Desde luego, se trata de la más terrible de cuantas ideologías han existido en el mundo. O al menos una de las más terribles, porque las más recientes investigaciones realizadas por los historiadores independientes, alejados ya de las tesis promarxistas de los años sesenta y setenta, ha acercado a los amantes de la historia, de esa historia sin ideologías que es la que debe primar, la cifras reales de la tragedia provocada por el comunismo, cifras que en realidad no son tan diferentes, si acaso no las superan, de las del propio nazismo.

Sin embargo, todavía en los tiempos actuales existe una diferencia bastante clara entre ambas ideologías: mientras que a nadie en su sano juicio se le ocurre (o a casi nadie) defender al nazismo, por más que la extrema derecha esté en los últimos años avanzando de nuevo (quizá la propia izquierda debería hacerse mirar por qué ocurre esto, qué parte de culpa tiene ella en el proceso), y ningún gobierno actual se declare fascista, el comunismo cuanta todavía con un número importante de adeptos, que incluso consideran un insulto cuando alguien les hace ver la realidad de su propia tragedia, y algunos gobiernos actuales se declaran y son profundamente comunistas: China, Corea del Norte, Venezuela, Cuba, Nicaragua, Bolivia hasta hace muy poco tiempo,…) Incluso la propia Rusia, de la que no se puede decir que completara su perestroika, ese gran avance de la humanidad que no ha sido aún valorado como se merece, lleva un tiempo retrocediendo a posiciones anteriores a la época de Mijail Gorbachov.

Richard Pipes, historiador polaco-nortemaricano que fue director del Russian Research Center de la Universidad de Harvard, es seguramente quien mejor conoce la realidad de la revolución rusa de 1917, no sólo como historiador, sino también por haberla vivido en primera persona: había nacido en 12923 en Cieszyn, en el voivodato de Silesia, una región que había pertenecido al dominio austriaco de los Habsburgo hasta algunos años antes, y después de la destrucción del imperio, fue dividida en 1920 entre los estados de Checoeslovaquia y la nueva república polaca. Bien es verdad que otro historiador estadounidense, de origen inglés, Alexander Rabinowitch, le acusó de partidista, y de organizar en su obra una cruzada contra Lenin y contra el comunismo, pero lo cierto es que la ingente documentación manejada por él es abrumadora, y que las cifras están ahí: los primeros años de la revolución socialista en la Unión Soviética provocaron más muertes que toda la represión zarista en toda la última centuria. Sólo a modo de ejemplo, si hacemos caso de Donald Rayfield, georgiano de nacimiento, profesor emérito de Universidad de Londres, Bela Kun, un comunista húngaro al servicio soviético, y con la aprobación del propio Lenin, habría hecho ejecutar, a manos de los anarquistas del Ejército Negro de Ucrania, a un total de cincuenta mil prisioneros de guerra rusoblancos.

Y el comunismo no se quedó sólo en esos primeros años de revolución; ni siquiera, se quedó en la frontera de la nueva Unión Soviética. La represión soviética se hizo todavía más patente en tiempos de Stalin. Entre los años 1937 y 1938, el dirigente soviético llevó a cabo una purga entre las minorías étnicas que habitaban la Unión Soviética, y entre multitud de personas que ni siquiera tenían una filiación política clara, e incluso entre los propios miembros del Partido Comunista de la Unión Soviética, cuyo numero oscila, entre las distintas fuentes, entre los entra de setecientas mil personas y alrededor de los dos millones de represaliados. Algo parecido ocurrió también en otros países del círculo soviético, antes y después de la Segunda Guerra Mundial. Incluso en la lejana España, durante la Guerra Civil, la mano de Stalin estuvo siempre presente en el bando republicano, hasta el punto de que una de las causas de que el gobierno republicano hubiera perdido la guerra, fue precisamente esa guerra civil interna que se llevó a cabo en el seno del propio bando durante los últimos años del conflicto.

La Resolución 2019/2819 del Parlamento europeo cita como una de las causas definitivas de la Segunda Guerra Mundial, la más terrorífica de cuantas asolaron Europa, y no sólo Europa durante el trágico siglo XX, el tratado de no agresión mutua entre la Alemania nazi y la Unión Soviética comunista, el famoso pacto Molotov-Ribbentrop, denominado así por los nombres de las personas que firmaron dicho pacto en representación de sus gobiernos respectivos, el 23 de agosto de 1939. El pacto tenía un fin concreto: el reparto de toda Europa entre estos dos países totalitarios. Es cierto que poco tiempo después, ambos países se enfrentaron entre sí, precisamente por las desavenencias en el reparto de Polonia, pero ya no había marcha atrás en un enfrentamiento que iba a causar varios millones de muertes, tanto entre los ejércitos combatientes en el conflicto como en la población civil.

La resolución, de momento, no es vinculante, es cierto, pero un país democrático como España debería tenerla en cuenta; al menos, si de verdad queremos seguir avanzando en la democracia y en el espíritu conciliador que debería tener cualquier país civilizado. Para comprender mejor el verdadero sentido de la misma, se adjunta a continuación el enlace con el acceso al texto completo de la resolución.

lunes, 10 de febrero de 2020

Vidas paralelas: Luis Ortega Celada y Jacinto Dolz del Castellar Lozano, dos militares conquenses de Estado Mayor


Plutarco Fue un historiador y filósofo griego que vivió durante la segunda mitad del siglo primero y el primer tercio de la centuria siguiente. Nacido en la ciudad de Queronea, en la Beocia, realizó durante su vida numerosos viajes, entre ellos a la propia ciudad de Roma, la capital del imperio, de la que consiguió la ciudadanía, bajo el nombre de Lucio Mestrio Plutarco, llegando incluso en tiempo del emperador hispano Trajano a ocupar el cargo de procurador de la provincia de Acaya. Además de diferentes escritos morales, su obra más conocida en de carácter biográfico: la titulada “Vidas paralelas”, en la que realizó una serie de biografías, distribuidas por parejas, en las que comparaba en sus virtudes y defectos morales a diferentes personajes griegos y romanos.

Salvando las distancias, es también esto lo que he intentado yo hacer en esta nueva entrada del blog, realizar una especie de “vidas paralelas”, esta vez entre dos militares conquenses, muy poco conocidos los dos, que vivieron y desarrollaron su profesión en los años turbulentos del final del reinado de Alfonso XIII y de la Segunda República; pero ahora, no comparando sus virtudes y defectos morales, sino su capacidad profesional. Los dos pertenecieron a la misma generación (apenas se llevaban seis años de diferencia), y los dos tienen también en común el hecho de que la sublevación militar de 1936, que desencadenó la Guerra Civil y el final de la república, por muy diferentes motivos, cortó de raíz una carrera militar que, en ambos casos, era bastante prometedora. Por ello, ninguno de los dos pudo llegar al generalato, pero en ambos casos, su pertenencia al Estado Mayor del ejército posibilitó a entrada de los dos en eso que se ha venido a llamar las “élites militares”. Porque, además, los dos pudieron ser testigos directos de diferentes hechos que llegaron a ser cruciales para la historia de España durante el primer tercio del siglo XX. Sus nombres fueron Luis Ortega Celada, que había nacido el 13 de octubre de 1886 en Fuentes (o de Fuentes, por lo menos, era la mayor parte de la familia, y allí, en ese pequeño pueblo conquense, fallecería, muchos años después de haberse retirado del ejército), y Jacinto Dolz del Castellar Lozano, natural, éste sí de manera segura, de Ledaña, donde había nacido el 19 de junio de 1881.

La entrada de ambos militares en el ejército fue de manera diferente. Dolz del Castellar ingresó en la institución como mozo voluntario, en el regimiento de Tetuán, en el que se incorporó como educando de la banda de este en 1899, y sólo después de haber obtenido sus primeros ascensos, a cabo primero, en el mismo año de su ingreso, y a sargento, en ambos casos por elección de sus superiores, ingresaría en 1907 en la Academia de Infantería de Toledo, con el fin de seguir avanzando en esa carrera militar. Ortega Celada, por s parte, ya había ingresado directamente en ese mismo centro docente en 1904, de tal manera que en 1907, cuando el otro comenzaba sus estudios en la academia, éste acababa de recibir su primer despacho de teniente, con destino en el regimiento de Wad Ras. Y en 1910, terminados sus estudios en el propio centro, Dolz del Castellar sería también destinado como nuevo teniente en el regimiento de León.

A partir de este momento, las carreras de estos dos militares conquenses son bastante confluyentes, pues los dos, con una breve diferencia de tiempo, van a ingresar también en la Escuela Superior de Guerra, el centro en el que los oficiales del ejército español podían realizar estudios superiores y diplomarse en Estado Mayor, hecho que por sí mismo ya les colocaba en una situación de cierta superioridad respecto a otros compañeros que no habían realizado dichos estudios. Ortega ingresó en la Escuela Superior de Guerra en 1909, logrando la diplomatura en Estado Mayor, y con el grado de capitán, como era preceptivo, en 1915. Dolz del Castellar, por su parte, ingresó en 1913, habiendo terminado sus estudios cinco años más tarde, en 1918, alcanzando con ello, y por el mismo motivo, la misma graduación que el otro.

Los siguientes años, y mientras que ninguno de los dos era enviado al norte de África, las carreras militares de ambos marcharon de manera bastante pareja, como una especie de vidas paralelas, en diferentes destinos en la península y la participación de los dos en algunas comisiones militares, de acuerdo con su competencia respectiva en Estado Mayor. Pedro un hecho concreto sí que les diferenciaría: el ingreso de Luis Ortega en la Ecole Militaire, la escuela superior de guerra de París, uno de los principales centros de este tipo que existían en todo el mundo, en el que permaneció entre 1925 y 1927. Para entonces, el de Fuentes ya había ascendido a comandante, y a su regreso a España, y mientras le daban un nuevo destino, el militar conquense aprovechó para trasladar a sus compañeros algunos de los conocimiento que había adquirido en el país vecino, mediante conferencias y algunas publicaciones especializadas.

Pero en una cosa sí se adelantó Dolz de Castellar al propio Ortega Celada, y fue en la participación directa en acciones de guerra contra el enemigo, que en ambos casos fue siempre el mismo: las insurgentes cabilas de la zona del protectorado, que paulatinamente seguían acechando a los militares y civiles asentados en el norte de África. Hay que tener en cuenta, en este sentido, que si en el caso del de Fuentes este acercamiento al frente no se realizó hasta 1929, como ayudante de campo del general de brigada José Millán-Astray, el mismo que había fundado nueve años antes, cuando aún era coronel, el llamado Tercio de Extranjeros, que sería popularizado poco tiempo después como la Legión, el de Ledaña se había incorporado ya algún tiempo antes, a finales de 1918, a la comandancia de Melilla, como uno de los oficiales de Estado Mayor del propio comandante general. En este destino se encontraba todavía en 1921, cuando se produjeron los hechos del Desastre de Annual, en el que perdieron la vida más de trece mil soldados españoles, incluido el propio comandante general de la plaza, Manuel Fernández Silvestre.  


Los años que siguieron a su presencia en África fueron para nuestros dos protagonistas años de paz. Dolz del Castellar ascendió a comandante en noviembre de 1921, poco tiempo después de que hubiera sido terminado de instruir el expediente Picasso. Mientras tanto, Ortega Celada, que en el momento de su nombramiento como ayudante de campo del general Millán-Astray era ya teniente coronel, fue nombrado e1l 1 de junio de 1931 profesor de Escuela Superior de Estudios Militares, donde él ya había estudiado algunos años antes, cuyo nombre había cambiado en 1927. En el centro le sorprendería, cinco años más tarde, el estallido de la Guerra Civil, y al tener que ser cerrado el centro docente, por su situación cercana al propio frente y porque sus alumnos eran necesarios en la situación de guerra en la que ya se encontraba el país, nuestro paisano fue incorporado temporalmente al Estado Mayor Central del ejército republicano, que entonces estaba al mando del teniente coronel Federico de la Iglesia, quien en ese momento era uno de los principales colaboradores del general Vicente Rojo en la defensa de Madrid, aunque durante la mayor parte del conflicto bélico se mantuvo ajeno a la lucha directa, oficialmente por encontrarse enfermo. Quizá por este motivo salió indemne en el expediente que se le incoaría como a todos los militares que habían formado parte del ejército republicano, una vez acabada la guerra. Por ello, fue reincorporado al ejército en el mes de agosto de 1939, siéndole además reconocido el ascenso a coronel, tal y como le había correspondido, de acuerdo con el escalafón, en el mes de febrero de ese mismo año. Si embargo, dos años más tarde, en julio de 1941, se declararía su retiro forzoso del ejército, pero sin perder los derechos que le pudieran corresponder en el seno de la Real y Militar Orden de San Hermenegildo. Luis Ortega falleció en Fuentes, el 27 de agosto de 1978.

Por su parte, Dolz del Castellar, que de alguna manera se había visto implicado en 1930 en la sublevación republicana de Jaca y Cuatro Vientos, y en concreto en sus derivaciones levantinas de Valencia y Alicante, donde nuestro paisano estaba entonces destinado (su hoja de servicios no especifica de qué manera se vio implicado en estos hechos, que le supondrían un traslado forzoso a la plaza de Mahón), corrió peor suerte que el otro. Allí, en Mahón, se encontraba el 17 de julio de 1936, cuando se sublevó contra la república el ejército africano, como jefe del Estado Mayor del comandante general de la isla, el general José Bosch Atienza. Y allí, una vez iniciado el levantamiento, y siguiendo la actuación del comandante general de todo el archipiélago, Manuel Goded, ambos militares, con la mayor parte de toda la oficialidad que estaba destinada en la isla, se declaró partidario de lo que entonces se suponía aún que iba a ser un sencillo golpe de estado. No obstante, los militares sublevados no habían considerado bien la situación, pues la mayor parte de la tropa, junto a algunos de los suboficiales, que se habían mantenido fieles a la república, consiguieron, junto a un grupo de civiles izquierdistas, parar la sublevación y hacer prisioneros a los oficiales levantados en armas. Estos fueron conducidos a castillo de La Mola, o de Isabel II, que también era conocida de esta forma la fortaleza que cierra por uno de sus lados el puerto de Mahón. De allí fueron sacados un grupo de esos oficiales, entre ellos el propio general Bosch Atienza y el jefe de su Estado Mayor, Jacinto Dolz del Castellar, para ser ejecutados el 2 de agosto de 1936.



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