martes, 21 de diciembre de 2021

Dos documentos sobre el impuesto del subsidio extraordinario en la diócesis de Cuenca

 

En algunas ocasiones, aparecen en nuestros archivos ciertos documentos cuya lectura e interpretación se hacen difíciles para cualquier persona que no esté acostumbrada al uso de este tipo de textos, debido, muchas veces, a que han sido extraídos de un expediente más amplio, el cual, estudiado en su conjunto, puede facilitar al investigador esa interpretación de conjunto. Algunas veces, también, esos documentos aparecen en mercadillos, ropavejeros, anticuarios o librerías de usado, y entonces, la información que podrían habernos proporcionado suele ser parcial e incompleta. Ya lo veíamos la pasada semana, al tratar en la entrada correspondiente de los actos que, organizados por la Junta Suprema de Cuenca, se celebraron en nuestra ciudad para celebrar en 1810 la instalación en la isla de León de las primeras Cortes españolas. Esta semana, vamos a ejemplarizar todo esto que estamos diciendo con sendos documentos, diferentes pero complementarios, porque ambos están referidos a un mismo hecho: los subsidios extraordinarios que fueron aprobados respectivamente en 1817 y en 1835, para atender a los gastos a los que el Estado debía acudir en estos graves momentos del primer tercio del siglo XIX, debido a las circunstancias bélicas en las que, en aquellos instantes, vivía o había vivido el país.

            Para entender mejor la importancia de estos subsidios extraordinarios, hay que decir, primero, que el subsidio, dicho así, con carácter general, es el impuesto sobre los alquileres y sobre los terrenos que eran propiedad de la Iglesia, y por los que la Iglesia, su propietario legal, estaba obligado a contribuir al Estado con carácter general y anual. Es, con la Bula de Cruzada y el excusado eclesiástico, una de las llamadas en la época “tres gracias”, tres impuestos, con los que la Iglesia también contribuía al gasto general, y era fuente de graves conflictos, muchas veces, entre éste y la Santa Sede. Pero junto a este subsidio de carácter general, había situaciones excepcionales, la guerra sobre todo, en las que el aumento excesivo del gasto público obligaba a una contribución de carácter extraordinario de todos los habitantes del país, incluida también la Iglesia. En estas ocasiones, esa contribución extraordinaria de la Iglesia se negociaba directamente entre el Gobierno y la Santa Sede, y del resultado de la negociación se aprobaba cuál debía ser la cantidad total de ese subsidio, así como sus características temporales, es decir, si se hacía sólo para un año o para un número definido de años. Se creaba entonces una comisión apostólica, que distribuía el total del importe entre las diferentes diócesis, de acuerdo con la importancia económica de éstas. Finalmente, en cada obispado se creaba también una nueva comisión, que distribuía el total correspondiente a esa diócesis entre las diferentes parroquias que formaban el obispado. Esa distribución, usualmente, era muy complicada de realizar, por lo que el pago, en muchas ocasiones, se retrasaba en el tiempo.

            El primer documento se refiere al subsidio extraordinario que fue aprobado en 1817, algunos años después de haber terminado la Guerra de la Independencia, que había dejado al país en una situación de extraordinaria necesidad. Un subsidio que fue aprobado por el papa Pío VI mediante una bula publicada el 16 de abril de ese año, la misma que es mencionada en el documento publicado. En aquella ocasión, el subsidio aprobado ascendió a una cantidad total de treinta millones de reales de vellón, para un tiempo de seis anualidades, la de ese año y las cinco siguientes; del total del subsidio, y una vez hecho el correspondiente reparto, le había correspondido a la diócesis de Cuenca una cantidad superior al millón de reales, concretamente, 1.145.791 reales, y ocho maravedíes.

 






            El otro documento, que no tiene nada que ver con el anterior por más que hay podido encontrarlos juntos, como si se estuvieran refiriendo a un mismo hecho, se refiere al subsidio extraordinario que fue aprobado algunos años después, en 1835, por el papa Gregorio XVI, con el fin de hacer frente a la guerra fratricida que dos años antes se había iniciado contra los carlistas. En esta ocasión, el importe total del subsidio era algo inferior, vente millones de reales. A partir de la lectura del documento, no podemos constatar el importe total que, de esa cantidad, le había correspondido a la diócesis de Cuenca, aunque en seguro que entre los fondos del Archivo Diocesano podremos encontrar, en alguno de los documentos que custodia, no todos bien ordenados, cuál fue ese importe exacto.













martes, 14 de diciembre de 2021

Actos para celebrar en Cuenca, en noviembre de 1810, las Cortes extraordinarias de la isla de León

 Tal y como vengo repitiendo muchas veces en ocasiones anteriores, uno de los motivos que me movieron a crear este blog fue la recuperación de antiguos documentos de archivo, que nos ayudaran a conocer mejor una parte de nuestra historia como conquenses. Por ello, ya desde algunas de sus primeras entradas vengo trasladando aquí algunos de esos documentos, procedentes principalmente del Archivo Histórico Provincial de Cuenca, pero también de otros archivos de la ciudad, que intento comentar e interpretar bajo el prisma de un marco general, histórico y espacial, que a menudo escapa de la letra particular del propio documento. En este caso, sin embargo, el documento no procede de un archivo concreto, sino que se trata de un impreso que he podido adquirir, de manera facsimilar, en uno de esos portales de internet que últimamente tanto abundan. Se tratade un pequeño folleto de dieciséis páginas, que fue impreso en Cuenca a finales del año 1810, aunque no cuenta con ningún dato a pie de página que pueda certificar ni el lugar, ni la fecha de impresión, ni siquiera el nombre del impresor que se hizo cargo del trabajo -la datación de este la he podido hacer a partir de la propia lectura del documento-. Su título, por otra parte, no puede ser más clarificador: “Sentimientos y demostraciones patrióticas de la Junta Superior de la provincia de Cuenca en favor de las Cortes Generales y Extraordinarias del Reyno.” El documento, en lo que respecta a su autoría real, es anónimo, lo que hace pensar que se trata de una autoría conjunta de todos los miembros de la Junta Suprema Provincial de Cuenca, los cuales firman, por otra parte, en la última página del folleto.

            Se trata de un texto de carácter político, uno de los muchos documentos similares que, tanto en Cuenca como en el resto de España, se fueron imprimiendo en aquellos meses, y durante aquellas circunstancias, trágicas para nuestro país. Es un documento, también, de carácter laudatorio, para las propias Cortes, que acababan de ser instaladas en la isla de León, junto a la ciudad de Cádiz, el 24 de septiembre de 1810, y de carácter laudatorio, sobre todo, para el propio monarca Fernando VII -a quien sitúa en un plano de oposición a sus padres, los antiguos monarcas, a los que critica-, considerado todavía como un rehén de Napoleón y de los franceses, y verdadera cabeza de la soberanía nacional, de la cual, por otra parte, las Cortes y las propias juntas eran una mera representación, válida sólo para aquellas circunstancias -el cambio de impresión que los españoles tenían del joven rey no llegaría hasta 1814, cuando, una vez de regreso en España, éste se había hecho cargo ya de todo el poder político-. La segunda parte del texto, más descriptiva que la primera, es un resumen de los actos que, presididos por el corregidor de la ciudad, Ramón Maciá de Lleopart, quien a su vez ejercía, como tal, la vicepresidencia de la junta, se llevaron a cabo en la capital conquense para conmemorar dicha instalación de las Cortes. No voy a hablar más de ello, porque el lector interesado puede acudir al propio folleto, que reproduzco en la entrada.

            En el momento de celebrarse estos actos, la situación bélica de la provincia de Cuenca había empezado a estabilizarse, después de dos años en los que se fueron reproduciendo continuas invasiones de las tropas enemigas, que habían provocado, a su vez, contraofensivas patrióticas, no menos cruentas para la ciudad que las invasiones francesas. El 17 de junio del año anterior, el general francés Amado Lucotte, subordinado del mariscal Victor, el ganador de la importante batalla de Uclés, había entrado den Cuenca una vez más, obligando a su todavía jefe militar, Luis Alejandro de Bassecour, a abandonar la plaza con todos los habitantes que pudieron hacerlo, y otra vez las tropas francesas volvieron a saquear la ciudad, esta vez al mando del general Lahouise, en abril de 1810.  Sin embargo, a finales de ese año, cuando en Cuenca se reciben las noticias de que las Cortes habían sido instituidas en el mes de septiembre, la ciudad de Cuenca se encontraba ya bajo la administración de los patriotas, y la junta suprema de Cuenca, representante en la provincia del poder constituido, pudo celebrar, con todos los fastos que eran preceptivos y que habían ordenado las propias Cortes, la instalación del poder legislativo en la isla de León.

            Para finalizar, quiero realizar varias observaciones sobre algunos de los miembros que en ese momento componían esta Junta Suprema de la provincia. El presidente en aquellos momentos era Juan Antonio Rodrigálvarez, miembro del cabildo diocesano como arcediano de Cuenca, cargo para el que había sido nombrado a principios de la centuria para sustituir a su amigo, miembro como él de la corriente ilustrada, Antonio Palafox, cuando éste había sido nombrado obispo de la diócesis; a pesar de pertenecer al estado eclesiástico, fue uno de los personajes más activos, desde el punto de vista político, de aquellas primeras décadas del siglo XIX. Por su parte, el vicepresidente, como ya se ha dicho, era Ramón Maciá de Lleopart, quien había sido nombrado ese mismo año, liberada la ciudad, corregidor de la misma, y quien era, además, alcalde del crimen honorario de la Real Chancillería de Granada. Y por lo que respecta al resto de los miembros de la junta, destaca, por encima de los demás, la figura de Andrés Núñez de Haro, miembro de una de los linajes más destacados de la provincia, procedente del pueblo de Villagarcía del Llano -era sobrino de Alonso Núñez de Haro y Peralta, quien había sido, entre 1772 y el año de su fallecimiento, 1800, arzobispo de México, y desde 1787, también, virrey de Nueva España-; era familia también, quizá hermano, de otro Alonso Núñez de Haro, quien había sido elegido como uno de los diputados conquenses para aquellas mismas Cortes que se habían establecido en la isla de León. Por su parte, Ramón Grande, uno de los propietarios más acaudalados de la ciudad, era, como el propio Juan Antonio Rodrigálvarez, y como uno de sus secretarios, el abogado Tomás Manuel de Vela, futuro comprador de algunos bienes desamortizados en la provincia conquense, miembro de la propia junta desde el mismo momento de su creación, dos años antes.

            Y con respecto a los otros dos personajes que son citados en el texto, Luis de Bassecour y José Martínez de San Martín, el primero había sido, desde los primeros años de la guerra, jefe militar de la provincia, siendo sustituido en el cargo por el segundo, Martínez de San Martín, cuando aquél había sido nombrado comandante general de la región de Valencia. No resulta extraño que los conquenses mantuvieran aún un recuerdo activo de su antiguo jefe militar, que había pasado en la ciudad los años más difíciles del conflicto bélico.


















martes, 7 de diciembre de 2021

“Castellano”, de Lorenzo Silva: una historia de sentimientos, pero no de nacionalismo trasnochado


 “Nunca me jacté de mi déficit de identidad y el poder de arrastre que advierto en la de otros. Por eso tampoco afronto con vergüenza ni orgullo el relato que abren estas páginas y que no sé muy bien como denomine, para que nadie se llame a engaño ni me acuse, con razón, de defraudar con mi libro sus expectativas. Voy a hablar en él de mi vida y de mis cosas, parque no sé eludirlas para abordar el asunto que lo motiva; pero no pretendo entregar un texto autobiográfico, porque mi vivencia no me mueve hasta el punto de hacer de ella el eje de una narración y porque creo en el poder de la invención para destilar las verdades esenciales, lo que me autoriza y aún me incita a incurrir en la ficción, incluso -o sobre todo- si es mi propia sustancia vital lo que echo en el alambique. Voy a hablar de la vida y de las cosas de otros, que existieron, obraron y pagaron por ello el más algo precio concebible para un ser humano; pero no busco escribir una novela histórica sobre ellos, porque prefiero entresacar de sus peripecias lo que más me conmueve, dejando que sean quienes deben, los historiadores, y con los medios que procede emplear, la documentación y su crítica científica y fundada, los que perfilen el atestado que de ellos debe guardarse, sin que las frívolas ocurrencias de un armador de ficciones traten de suplantarlo. Voy a poner en limpio ideas que me acompañan desde hace años, y que empezaron a acuciarme de manera imprevista cuando, siendo yo forastero en tierra ajena, aunque no del todo, empecé a percibir en mí mismo esa identidad que nunca había tenido presente; pero tampoco es un ensayo lo que me propongo. Digamos, para simplificar, que esto es el relato de un vieje; de cómo, contra todo pronóstico, alguien que nunca tuvo noción de ser nada, en términos de adscripción colectiva, y que podría no ser quien lo narra, acaba siendo y sintiéndose algo.”

            Las palabras que anteceden, que pertenecen al prólogo del último libro de Lorenzo Silva, adecuadamente titulado “Identidad” -el prólogo, desde luego, que el libro es sabido que se titula “Castellano”-, responden con acierto a los que realmente es este libro, que efectivamente, no es una novela; o al menos, no es una novela al uso: Y aunque la historia está muy presente en él texto, no es tampoco una novela histórica. Podrían parecerse a una novela sus capítulos pares, en los que el autor va narrando, en un tiempo verbal que no suele ser tampoco el habitual ni en las novelas ni en los textos históricos, el presente, los hechos que, a finales del primer cuarto del siglo XVI, llevaron a las ciudades de Castilla, y a los procuradores de aquellas ciudades, a sentirse ninguneados por un rey que, sobre todo en aquel primer momento de su reinado, era todavía un extranjero en el trono, y que sólo deseaba convertirse, como emperador, en el hombre más poderoso de Europa. Esa historia de las Comunidades castellanas, empezó en Toledo, que siguió después en Salamanca, en Segovia, en Toro, en Cuenca, …, y que terminó en Villalar, con el crimen, porque crimen fue en efecto el ajusticiamiento de los líderes castellanos, que puso un triste final al levantamiento de todo -o de casi todo, porque también había traidores entre los castellanos- el pueblo de Castilla.

            Hemos hablado ya de los capítulos pares, pero no de los impares. Y es que el autor nos presenta en su nuevo libro una original distribución de su estructura, en la que, junto a esos capítulos pares en las que narra la epopeya de las Comunidades, en los capítulos impares nos presenta una historia distinta, pero complementaria: la suya propia, aunque, como él mismo dice, tampoco es una autobiografía. Es la historia de una conversión, como la de San Pablo cuando cayó del caballo al escuchar en su interior la voz de Cristo preguntándole por qué le perseguía. Su conversión a un sentimiento castellano -regionalista quizá, aunque sería mejor definirlo como identitario-, un sentimiento que, probablemente, estaba muy presente en él, sin que él mismo lo supiera, desde su mismo nacimiento en el seno de una familia que al menos en parte era castellana -y no sólo en parte, porque Andalucía, justo es recordarlo, también formó parte de esa Castilla; también, incluso, esa parte de Andalucía que se incorporó más tarde al viejo reino, después de haber formado parte del emirato nazarí de Granada-. Un sentimiento al que él mismo se creía ajeno: el de formar parte de una identidad de clan, de tribu, que forma parte de la identidad propia de todo ser humano, incluso de aquél que, como el propio Silva, sólo había pretendido sentirse ciudadano del mundo, del que sólo se siente hijo del actual mundo de la globalización.

            Porque Lorenzo Silva se sirve de esa historia de las Comunidades castellanas para explicar su propia historia personal, la que le ha llevado en los últimos años a descubrir su castellanía. Se trata, en efecto, de una historia de sentimientos, pero no de ese regionalismo extremo, trasnochado, lindante con el puro nacionalismo, que acostumbramos últimamente a ver en otros supuestos “intelectuales” de la política y de los medios de comunicación. Porque hay una diferencia abismal entre este regionalismo nostálgico y sentimental de Silva, y el irracional nacionalismo que lleva a algunas personas, bajo la creencia en un supuesto Rh diferente, a creer que son superiores, o incluso solamente diferentes, al resto de los seres humanos. Él mismo lo afirma, con unas palabras que enlazan directamente, también en el texto, con su explicación de lo que pretende ser este libro, tan diferente al resto de los que ha escrito, y tan diferente también al resto de los libros: “Éstas y algunas otras razones -no quiero explicar aquí cuáles son esas razones, porque prefiero que el lector las descubra por sí mismo, para que pueda entender mejor buena parte del resto de su bibliografía- explican por qué mi relación con la identidad, y con quienes ponderan y blasonan la suya en exceso, nunca ha sido demasiado entusiasta. Todos somos el resultado de las circunstancias que nos depara la existencia, y seguramente no cabe alegar nada de lo que ellas nos impiden o nos llevan a ser como mérito o demérito de alguna clase. Simplemente establecen los raíles por los que cada uno transita por el mundo, y no es inexorable que sea ese viaje un ejemplo de excelencia o de infamia; son las decisiones de cada individuo las que, interpretadas por otros, lo conducen a merecer y en su caso obtener alguna forma de reconocimiento o rechazo.”

            En resumen, este texto es, en realdad, un reconocimiento de la identidad, la suya, la nuestra, recuperada en su caso a través de una serie de casualidades, si es que en realidad se puede hablar de casualidades, concatenadas en muy poco tiempo, casualidades que el autor va a ir descubriéndonos a lo largo de esos capítulos impares, junto a sus propios conocimientos de una realidad histórica de Castilla y de los castellanos -el Cid, el conde Fernán González, Cervantes y su Don Quijote, …-. Y la identidad de un territorio, Castilla, que de alguna manera, como todos los territorios, conforman la personalidad común de sus habitantes. Porque sí, existe también una identidad entre el territorio y sus habitantes, a pesar de eso que se ha venido a llamar la globalización, y junto a la personalidad individual, habría que hablar también de una personalidad colectiva del individuo, la que queda marcada por las circunstancias geográficas, climáticas, históricas, del territorio en el que vive.

            Después de leer este texto, el último de Lorenzo Silva, es muy posible que al lector castellano -digo castellano, no digo castellanomanchego, ni castellano leonés, ni madrileño; quizá la última traición a Castilla fue la que se hizo en la Transición, partiéndola en pedazos y repartiéndola entre diferentes regiones, algunas de ellas incluso uniprovinciales-, quiera profundizar más en la historia real de la Guerra de las Comunidades. En ese caso, le recomiendo la lectura de “Los Comuneros”, el genial libro del hispanista francés Josef Pérez. Sin la historia de las Comunidades no se entienden bien las pretensiones levantiscas que se produjeron en toda España a lo largo del siglo XIX, a imagen, es cierto, de lo que estaba pasando también en el resto de Europa, pero que en España tuvieron unas características y una forma de actual diferente, más acorde con nuestra forma de ser como castellanos y como españoles. No por casualidad, fue precisamente el movimiento de los comuneros el que dio nombre a una de las sociedades secretas más importantes y más activas de las que, durante el Trienio Liberal, conspiraron para hacer desaparecer de España el absolutismo que las propias comunidades habían intentado paralizar también en 1521,

            Cuenca también formó parte de esa historia de las Comunidades de Castilla. Y también de su leyenda, porque precisamente eso, pura leyenda, es el cuento de la traición de su principal jefe comunero, Luis Carrillo de Albornoz, del enquistamiento de ese sentimiento de abandono, de haber sido traicionados, por parte del resto de los capitanes conquenses, y de la cruel venganza de su esposa, Inés de Barrientos, contra esos capitanes, que no dejaban de burlarse de su jefe natural por su traición, ordenando a unos sicarios que los asesinaran, en el curso de una cena pacificadora en su palacio, y colgando después sus cabezas de los balcones del propio palacio, para oprobio y vergüenza de todos los conquenses. La historia, la verdadera historia de las Comunidades en lo que a Cuenca se refiere, fue publicada hace ya algunos años por Miguel Jiménez Monteserín en la revista “Cuenca”, y por lo que respecta a algunas cartas, hasta ahora inéditas, procedentes del Archivo General de Simancas, por Manuel Amores ahora, en la revista semanal digital “La Opinión de Cuenca”.


En la imagen anterior y en ésta, fachadas delantera y trasera del antiguo palacio de Luis Carrillo de Albornoz, 
en cuyo solar, situado en la subida a la Plaza Mayor, se edificó en los años setenta del siglo pasado 
el entonces nuevo edificio de la Audiencia.

            Un libro, en definitiva, muy importante para todos los que nos sentimos castellanos, para poder comprender mejor lo que somos y cómo hemos llegado a serlo, pero también para todos aquellos que, no siendo castellanos, quien entender mejor un territorio que, siempre, ha sabido entregar al resto de España lo mejor de sí mismo, y lo mejor de sus hijos, hasta el punto de ir desangrándose poco a poco, a través de la emigración y de su propia agonía, todavía en estos tiempos de imparable desarrollo. No en vano, las provincias castellanas, casi todas, son las más afectadas por esa España vaciada que ahora se quiere paliar desde las instituciones -curiosa forma de paliarla, por otra parte, haciendo que las oficinas bancarias, o incluso las máquinas de tren, abandonen también nuestros pueblos casi vacíos-. Un libro que refleja una derrota, la derrota de Castilla en Villalar de los Comuneros, pero también una victoria, a través de sus lejanas secuelas decimonónicas, secuelas que al final protagonizaron una forma de ver el mundo, haciendo desaparecer para siempre el Antiguo Régimen. De esta manera lo expresa el autor en las últimas páginas del libro:

            “Puede afirmarse, en fin, que el sentimiento castellano de libertad y dignidad de sus gentes, tal y como lo expresó el movimiento de las Comunidades, sirvió para algo y encontró, a través de aquellos que lo reconocieron y apreciaron, su plasmación histórica en la manera en que se acabó estipulando la convivencia de los españoles. No fue el único material del que se alimentó, pero sin él costaría entender la forma presente del Estado democrático de derecho en España. Es esta forma de gobierno imperfecta, como todas -en especial, para quienes no podemos dejar de sentirnos republicanos-, pero no es la peor de las que existen ni de las que hemos sufrido, y tampoco parece inferior a algunas de las que se han postulado como alternativa para el futuro y que existen adhesiones y abdicaciones de las que por ahora vivimos felizmente exentos. Contemplados a esa luz, el sacrificio y la derrota de Castilla, la revuelta aplastada de Padilla y compañía, la suma de los afanes de tantos, desde que el conde Fernán González se empeñara en sostenerse con los suyos en la frontera inhóspita de los tres reinos más poderosos, no se antojan del todo estériles. Si Castilla al final no logró sobrevivir a la defensa de su carácter y su historia frente a un imperio que la sobrepasaba, y si quienes heredaron ese imperio y lo arruinaron nunca consideraron necesario devolverle la estima perdida, sobrevivió al menos su espíritu, y su influjo llegó a quienes pudiera aprovecharles. Incluso aprovecha, hoy, a quienes se complacen en desdeñarla.”

            Republicanos o monárquicos, el adjetivo en realidad no es importante, pues en realidad sería un anacronismo hablar de república en un movimiento propio del siglo XVI como el de las Comunidades. Quizá tendríamos que hablar de demócratas, término que, aunque sigue siendo un anacronismo, resulta mucho más entendible para el lector contemporáneo.


"La ejecución de los comunros de Castilla", de Antonio Gisbert. 1860. Palacio de las Cortes, Madrid.


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