miércoles, 28 de octubre de 2020

“Inés del alma mía”, tres maneras diferentes de enfrentarse a una misma realidad histórica

 

En una entrevista mantenida hace algunos días con el periódico “La Voz de Galicia” a raíz de la publicación en España de su último libro, sobre la exploración romana de las fuentes del Nilo en tiempos de Nerón, el escritor italiano Valerio Massimo Manfredi hace una acertada revisión de lo que para él debe ser toda novela histórica. Así, el conocido autor de Módena dice lo siguiente a este respecto: “La historia tiene que comunicar hechos, por eso tiene la obligación de demostrar lo que dice, es lo que se llama en inglés the burden of truth, la carga de la verdad, como en los tribunales. Por eso un libro de historia tiene tantas notas a pie de página y una enorme bibliografía al final, tiene que probar todo lo que dice. Nosotros necesitamos saber lo que pasó. Si no sabemos lo que pasó no podemos saber lo que pasará. Al mismo tiempo necesitamos emociones, una vida sin emociones no es nada, es terrible, lo mismo cada día, un mar sin olas, un desastre. Todo lo que nos ha emocionado no lo olvidamos, puede ser un amor, el sonido de un violín en una noche de verano, las emociones dan sentido a nuestra vida”.


Sus palabras son bastante elocuentes y significativas, porque hay que tener en cuenta que Manfredi, además de ser un genial novelista, especializado precisamente en esa novela histórica que narra sucesos ocurridos en los tiempos clásicos, en las antiguas Grecia y Roma, es también un científico, un experto historiador y arqueólogo, que ha publicado importantes ensayos sobre historia antigua y ha dirigido excavaciones arqueológicas en diversos lugares de Europa y de Asia. Es así, pues, una voz autorizada en la materia, principalmente ahora, cuando la novela histórica está alcanzando nuevas cotas de popularidad; en efecto, son muchos los libros de este tipo que en los últimos años siguen saliendo a la luz, un auge que está en consonancia, también, con un auge paralelo del cine histórico. Dos lenguajes diferentes, uno, la novela, basado en la palabra, y el otro, el cine, basado en la imagen, que pueden ayudar a las nuevas generaciones, aquellas que consideran que la historia es aburrida, a tener un conocimiento más cercano de nuestro pasado, pero también, cuando no se hace bien, que corre el peligro de convertirse en uno de los principales enemigos de la historia.

Mi deseo en esta historia es acerarme, desde la novela y desde el cine, o mejor, desde la serie televisiva, a una mujer que vivió en el siglo XVI: Inés Suárez. Primero, desde la genial novela de la escritora chilena Isabel Allende, titulada precisamente de esta forma, “Inés del alma mía”; después, desde la serie homónima que, dirigida por Alejandro Bazzano y Nicolás Acuña, y protagonizada por un importante elenco de actores españoles, está programando en la actualidad Televisión Española en su primera cadena, y que ha puesto de nuevo en valor tanto a la propia protagonista de la historia como a la obra de la novelista chilena. Una figura, la de Inés Suárez, que demasiadas veces ha sido olvidada por la historiografía, como ha sucedido siempre con casi todas las mujeres, a pesar que de ella hablaron ya los primeros cronistas de la conquista, como el propio Alonso de Ercilla.

Nacida en Plasencia, en la provincia de Cáceres, en la primera década del siglo XVI, en el seno de una familia de artesanos, Inés Suárez fue criada por su abuelo, ebanista de profesión, debido a la grave enfermedad que padecía su madre. En 1526, deseosa por alejarse de ese ambiente rural que la oprimía demasiado, Inés contrajo matrimonio con Juan de Málaga, un soñador aventurero que primero la condujo a la ciudad andaluza en la que él había nacido, y que después la abandonó, cuando se embarcó para América en busca de un futuro y, sobre todo, de aventuras. Sin embargo, la mujer nunca se conformó con esa vida, similar a la de una viuda aunque su marido seguía vivo, y en 1537, cuando contaba unos treinta años, ella misma se embarcó también para el nuevo continente. Allí, en tierras americanas, primero en Panamá y después en Perú, siguió buscando a su marido, sin resignarse a esa soledad, hasta enterarse de que éste había fallecido en la batalla de Las Salinas, en la que se había decidido la guerra civil que había enfrentado a los dos antiguos socios en la conquista de las tierras de los incas, Francisco Pizarro y Diego de Almagro. Allí, en Cuzco, conoce a Pedro Valdivia, al que acompañó, como un conquistador más, y no como la simple acompañante de las tropas, en su expedición de conquista por las tierras chilenas, y de quien se convirtió en fiel amante hasta el año 1549, cuando el conquistador extremeño fue sometido a juicio por el nuevo virrey, el sacerdote Pedro de la Gasca, quien le había obligado a abandonarla, y a reclamar al Perú a su propia esposa, Marina Ortiz de Gaete, a quien había dejado abandonada en su Extremadura natal antes de cruzar el mar y partir a tierras americanas.

En su querida Santiago de la Nueva Extremadura, la actual Santiago de Chile, que la pareja había fundado en las nuevas tierras descubiertas, Inés tuvo que enfrentarse durante buena parte de su vida a los mapuches (que no a los araucanos, que éste es en realidad un término inventado por el poeta Alonso de Ercilla para facilitar de algún modo sus rimas), y también a la maledicencia y a las envidias de algunos de sus compañeros de expedición, que habían forzado del virrey el juicio de Valdivia. Entregada por éste a uno de sus capitanes más fieles, Rodrigo de Quiroga, con el fin de evitar que Inés pudiera ser exiliada fuera de Chile y recluida, pobre, en un convento de monjas, pasó junto a Quiroga el resto de su vida, compartiendo sus riquezas y su poder como “gobernadora” de Santiago, hasta la muerte de éste, acaecida en 1580. Pocos meses más tarde moriría la propia Inés, sin haber abandonado ya en ningún momento sus hermosas tierras chilenas, de las que se había enamorado desde el primer momento de su llegada a ellas, cuarenta años antes; y sin haber abandonado tampoco el amor que llegó a sentir por su forzado marido.

Pero, ¿qué hay de verdad histórica en esta Inés, y que hay de inventado en ella, primero por Isabel Allende y después en la serie televisiva? Para comprenderlo mejor, vamos primero a comparar el libro con la serie, buscar algunas diferencias entre uno y otra, diferencias como la que supone ese primer encuentro de la heroína extremeña con el Perú. En efecto, en la novela Inés llega a las nuevas tierras conquistadas a los incas algún tiempo después de que se hubiera producido la batalla de Las Salinas, en la que Pizarro pudo alcanzar, por fin, todo el poder ansiado en el nuevo reino. En la serie, sin embargo, lo hace cuando la batalla está a punto de producirse, de manera que puede conocer a Valdivia cuando éste, maestre de campo de Pizarro, se acaba de alzar con la victoria, y desde luego, cuando Almagro todavía no ha sido ejecutado. Sobre este hecho concreto volveremos seguidamente; de momento, es interesante decir que la diferencia permite mantener para el espectador la carga emotiva que le da el enfrentamiento de Almagro con los Pizarro, convertidos, especialmente Hernando Pizarro, en el malo que toda película de este tipo necesita.

Otro detalle diferenciador es la manera en la que se produce el primer encuentro entre Pedro Valdivia e Inés Suárez. En la serie cinematográfica, Inés conoce a Valdivia precisamente en el momento decisivo de la batalla, cuando las tropas de Valdivia se han alzado con la victoria y están recogiendo a los heridos y enterrando los cadáveres, cuando ella se erige desde el puerto de El Callao, donde había desembarcado en su viaje desde Panamá, hasta cuzco, donde espera encontrar alguna información de su marido. Ese primer encuentro se produce en la novela en una taberna de Cuzco, mientras el explorador extremeño se encuentra observando un mapa de Chile que había trazado durante su última visita a Almagro, todavía preso de los Pizarro. Se trata, en realidad, de un conocimiento indirecto, puesto que en la España del siglo XVI, también en la España americana de la época, no es de una mujer decente acudir sola, tampoco en compañía de algún hombre, a una taberna. Por ello, el conocimiento se produce en realidad pocas horas después, en la casa de Inés, a donde Valdivia había acudido con el fin de intentar defenderla, después de haber sorprendido accidentalmente la conversación de un embozado, un alférez que había viajado hasta Cuzco al mismo tiempo que Inés, que le estaba contando a sus malencarados interlocutores su intención a agredirle.

Como consecuencia de estos hechos, también existen algunas diferencias entre la novela y la película en todo lo relativo a los preparativos efectuados para la conquista de Chile. Así, se puede apreciar un menor protagonismo de Hernando Pizarro en la novela , y también, sobre todo en esta parte del doble relato, de Sancho de la Hoz, socio de Valdivia en un primer momento de la exploración, y también, como el pequeño de los Pizarro, uno de los malos de la serie. En efecto, si el tándem formado por Pizarro y Almagro había protagonizado desde un principio la carga emotiva y dramática, esa misma carga emotiva se repite también con la nueva pareja formada por Valdivia y de la Hoz, en la que el primero es el bueno y el segundo resulta ser el malo. Y de la misma forma, en la novela también hay un menor protagonismo de la princesa Cecilia, convertida en la serie en poco menos que una princesa europea, y uno de los principales apoyos de Inés en esos primeros años de Inés en tierras americanas. En la novela, la antigua princesa inca, heredera del linaje de Atahualpa, es, como en la historia real, amante del soldado Juan Gómez de Almagro, con el que marcha también a la conquista de Chile, a pesar de encontrarse embarazada en el momento de su partida. Por otra parte, no consta en la vida real que este Juan Gómez de Almagro fuera en realidad sobrino de Diego de Almagro, aunque sí había nacido también, como su padre, Alvar Gómez de Almagro, con quien había participado también en la epopeya americana, en el mismo pueblo de la provincia de Ciudad Real.

Otro aspecto a destacar en este sentido, es la perspectiva vital de los dos amantes conquistadores, Pedro e Inés, y la del resto de los protagonistas, en los días previos a iniciarse los preparativos de la conquista de Chile. En la novela, como también en la historia, los dos protagonistas viven su amor en la ciudad de Cuzco, la antigua capital del imperio inca, convertida en una de las más florecientes ciudades españolas en todo el continente, y que ambos viajan a la nueva capital fundada por los españoles, allí donde se había trasladado ya el verdadero foco de poder, Ciudad de los Reyes, la actual Lima, con el fin de solicitar de Pizarro el preceptivo permiso para poner en marcha la expedición. Mientras tanto, en la serie televisiva parece que ambas ciudades tienden a identificarse en una sola, como si de una única capital se tratara.

Se podrían añadir algunas diferencias más entre las dos manera de narrar el mismo relato histórico, entre los dos lenguajes artísticos, pero ello haría demasiado largo este texto. En general, se puede apreciar un mayor acercamiento de la novela a la realidad histórica de Inés Suárez. No es extraño que suceda de esta forma: las películas, y también cualquier otro arte que esté tan particularmente ligado a la imagen como el cine, y como las series de televisión, tiene la necesidad de mantener en el espectador la tensión del espectáculo, lo que hace que, en determinadas ocasiones, el argumento tienda a alejarse de la realidad histórica en la que se basa. En la novela, en cambio, sólo depende de la imaginación y el buen hacer del novelista, una imaginación, en todo caso, controlada, de manera que los hechos, si no se produjeron exactamente de la forma que narra el autor, bien pudieron haberse producido así. Y también en la imaginación del propio lector, que tiene que ir visualizando los hechos en su mente al mismo tiempo que va leyendo. En el cine y en la televisión, sin embargo, los acontecimientos se suceden más rápidamente, y hay menos espacio para la imaginación individual del espectador. En resumen, y enlazando otra vez con las palabras de Manfredi, a la hora de enfrentarnos como autor a una novela histórica, debemos tener un profundo conocimiento de la realidad histórica a la que nos enfrentamos, y ser lo más fiel posible a esa realidad. Pero eso no quiere decir que no podamos inventar algún hecho aislado, cuando éste no es bien conocido, o cuando no tenemos datos suficientes sobre alguno de los personajes. Pero todo ha de ser desde el supuesto de que esos hechos, si no sucedieron realmente de la forma que nos los imaginamos, bien pudieron haber sucedido de esta forma.

Por otra parte, puede parecernos extraño que una mujer española del siglo XVI, a la hora de relatar sus memorias a su hija, aunque en realidad se trate sólo de la hija de su esposo, lo haga tal y como se hace en la novela, de la que éstas, las memorias, son en realidad el hilo conductor; que no ahorre detalles tan explícitos sobre sus verdaderas relaciones amorosas con sus tres amantes sucesivos. Sin embargo, existe en la literatura española del Siglo de Oro testimonios suficientes que demuestran que todas las mujeres no se comportaban de la misma manera ante las mismas situaciones, a pesar de los convencionalismos de la época. Además, y la historia también lo corrobora, Inés Suárez es una mujer diferente, especial, que fue capaz de abandonarlo todo, su propia tranquilidad aburrida en un villorrio de España, y alistarse en una aventura que, si era enormemente trabajosa para un hombre, mucho más lo sería, eso sí, para una mujer de su época. Se trataba de una mujer apasionada, capaz de darlo todo en sus relaciones amorosas. Recogemos algunas frases entresacadas del relato novelesco: “Esas buenas razones me sirvieron durante años de forzada castidad, en los que mi corazón aprendió a vivir sofocado pero mi cuerpo nunca dejó de reclamar. En este Nuevo Mundo el aire es caliente, propicio a la sensualidad, todo es más intenso, el color, los aromas, los sabores; incluso las flores, con sus terribles fragancias, y las frutas, tibias y pegajosas, incitan a la lascivia. En Cartagena y luego en Panamá dudaba de los principios que me sostenían en España. Se me iba la juventud, se me gastaba la vida… ¿A quién le interesaba mi virtud? ¿Quién me juzgaba? Concluí que Dios debía de ser más complaciente en las Indias que en Extremadura. Si perdonaba los agravios cometidos en su nombre contra millares de indígenas, ciertamente perdonaría las debilidades de una pobre mujer.”

Y ese mismo amor lo sintió también, durante el resto de su vida, desde que las conoció en compañía de Valdivia, por esas ásperas tierras chilenas del desierto y las frondosas que se hallaban más allá de la cordillera andina, e incluso por los propios mapuches con los que tuvo que enfrentarse: “Mapu-ché, «gente de la tierra», así se llaman ellos mismos, aunque ahora los denominan araucanos, nombre más sonoro, dado por el poeta Alonso de Ercilla y Zúñiga, que no sé de dónde lo sacó, tal vez de Arauco, un lugar del sur. Yo pienso seguir llamándolos mapuche —la palabra no tiene plural en castellano— hasta que me muera, porque así se dicen ellos mismos. No me parece justo cambiarles el nombre para facilitar la rima: araucano, castellano, hermano, cristiano y así durante trescientas cuartillas. Alonso era un mocoso en Madrid cuando los primeros españoles luchábamos en este suelo; llegó a la conquista de Chile un poco atrasado, pero sus versos contarán la epopeya por los siglos de los siglos. Cuando de los esforzados fundadores de Chile no quede ni el polvo de sus huesos, nos recordarán por la obra de aquel joven, quien no siempre es fiel a los hechos, ya que en su deseo de rimar los versos suele sacrificar la verdad. Además, no nos deja bien parados, me temo que muchos de sus admiradores tendrán una idea algo errada de lo que es la guerra de la Araucanía. El poeta acusa a los españoles de crueldad y desmedida ambición de riqueza, mientras exalta a los mapuche, a quienes atribuye bravura, nobleza, caballerosidad, ánimo de justicia y hasta ternura con sus mujeres. Creo conocerlos mejor que Alonso, porque llevo cuarenta años defendiendo lo que fundamos en Chile, y él apenas estuvo aquí unos meses. Admiro a los mapuche por su coraje y su amor exaltado a la tierra, pero puedo afirmar que no son un dechado de compasión y dulzura. El amor romántico que tanto exalta Alonso es bastante raro entre ellos. Cada hombre tiene varias mujeres, a las que trata como bestias de trabajo y crianza; así les consta a las españolas que han sido raptadas. Son tales las humillaciones padecidas en cautiverio, que estas pobres mujeres, avergonzadas, a menudo prefieren no regresar al seno de sus familias. Admito, eso sí, que los españoles no tratan mejor a las indias destinadas a su holgura y servicio. Los mapuche nos aventajan en otros aspectos, por ejemplo, no conocen la codicia. Oro, tierras, títulos, honores, nada de eso les interesa; no poseen más techo que el cielo ni más lecho que el musgo, andan libres por el bosque, con el viento en la melena, galopando en los caballos que nos han robado. Otra virtud que les celebro es el cumplimiento de la palabra dada. No son ellos quienes faltan a los pactos establecidos, sino nosotros. En tiempos de guerra atacan por sorpresa, pero no a traición, y en tiempos de paz respetan los acuerdos. Antes de nuestra llegada no conocían la tortura y respetaban a los prisioneros de guerra. El peor castigo es el exilio, la expulsión de la familia y de la tribu, más temida que la muerte. Los crímenes graves se pagan con una ejecución rápida. El condenado cava su propia tumba, donde echa palitos y piedras mientras nombra a los seres que desea que lo acompañen al otro mundo, luego recibe un mazazo mortal en el cráneo. Me asombra el poder de esos versos de Alonso, que inventan la Historia, desafían y vencen al olvido. Las palabras sin rima, como las mías, no tienen la autoridad de la poesía, pero de todos modos debo relatar mi versión de lo acontecido para dejar memoria de los trabajos que las mujeres hemos pasado en Chile y que suelen escapar a los cronistas, por diestros que sean. Al menos tú, Isabel, debes conocer toda la verdad, porque eres mi hija del corazón, aunque no lo seas de sangre. Supongo que pondrán estatuas de mi persona en las plazas, y habrá calles y ciudades con mi nombre, como las habrá de Pedro de Valdivia y otros conquistadores, pero cientos de esforzadas mujeres que fundaron los pueblos, mientras sus hombres peleaban, serán olvidadas”.


 



martes, 20 de octubre de 2020

La plaza de toros de Alfonso Lledó, el primer coso taurino de la ciudad de Cuenca

  

               Entre los fondos del Archivo Histórico Provincial de Cuenca, hemos podido encontrar cierto convenio de colaboración entre Alfonso Lledó y Aurelio Cabañas, para construir la que iba a ser la primera plaza de toros de estructura fija en la capital conquense. Se trata de un documento que está fechado el 11 de mayo de 1848, cuando la plaza se hallaba aún en vías de construcción, que viene a poner luz sobre los orígenes de la tauromaquia conquense, en el sentido más moderno de la palabra. Algunas cosas ya se sabían sobre la construcción de esta plaza, a partir de ciertas informaciones proporcionadas principalmente por los cronistas José Vicente Ávila, “Chicuelito”, y Helidoro Cordente, “Dorito”. Por ello, antes de pasar a exponer el documento en sí, vamos a resumir un poco lo que ya conocíamos de la plaza de toros de Lledó.

               Así, consta en las actas del Archivo Municipal de Cuenca, de las que se hace eco el ya citado Heliodoro Cordente en su libro “Historia de la Tauromaquia Conquense, 1500 a 2000”, que publicó en 2002 la Diputación Provincial de Cuenca, que fue en 1846 cuando Alfonso Lledó solicitaba el oportuno permiso del Ayuntamiento de Cuenca para construir a sus expensas una plaza de toros “a espaldas de la Ventilla”, según se cita literalmente en el documento, es decir, un espacio que en ese momento se encontraba fuera de los límites de la ciudad, en el camino de entrada por la carretera de Valencia, en un terreno que entonces era propiedad de la Casa de la Beneficencia, y que había sido tasado en trescientos reales. El lugar era aproximadamente lo que más tarde sería el cine Xúcar, en la falda exterior del cerro de San Roque. El solicitante, Alfonso Lledó, era un comerciante que estaba afincado en la ciudad de Cuenca; consta, según los datos proporcionados por el historiador Félix González Marzo, que ha investigado los procesos desamortizadores que se llevaron a cabo en la provincia de Cuenca, tanto los de Mendizábal como de Madoz, entre 1855 y 1866, que Alfonso Lledó había adquirido un total de tres casas contiguas en la ciudad de Cuenca, además de una posada y una carnicería en el pueblo de Almodóvar del Pinar, para lo que había tenido que desembolsar una cantidad superior a los treinta mil reales de vellón. Otros dos miembros de su misma familia, Máximo y Cipriano Lledó, éste último fabricante de yeso, también hicieron algunas adquisiciones en el mismo proceso desamortizador de Madoz, tanto en la capital como en algunos pueblos de la provincia, especialmente el primero.


Plaza de toros Perdigana, de la familia Lledó. Interior del coso

               Autorizada la construcción de la plaza, a finales de ese año debieron empezar ya las obras de construcción del nuevo edificio. Así se desprende del hecho de que, con fecha 3 de octubre, Raimundo Noheda licitaba con el fin de hacerse cargo de la construcción de la nueva plaza, según los planos que habían sido realizados con anterioridad por el arquitecto Rafael Felipe Mateo. Sin embargo, y después de haberse celebrado la obligatoria subasta de adjudicación, la obra fue realizada finalmente por José Tórtola, según se desprende de una información que fue publicada en el diario “Ofensiva” en 1955: “El coso taurino se construyó entre 1847 y 1848 por los señores Don Alfonso Lledó y don Eustaquio Cabañas, en el terreno comprendido entre el actual cine Xúcar y el cerrillo de San Roque, llamado barrio del Argelillo. El coste de la plaza fue de más de cuarenta mil pesetas y su director de obra José Tórtola “Pepico”. Los materiales empleados en ella fueron zócalo de piedra y el resto de madera. Sus localidades, todas cubiertas en caso de lluvia, eran de tabloncillo, teniendo grada, y su capacidad en lleno de siete mil quinientas personas. Disponía para el servicio de tres puertas, ocho toriles y tres corredores”.

               El documento encontrado en el Archivo Histórico Provincial de Cuenca confirma que en mayo de 1848, la plaza, que era llamada popularmente la “Perdigana”, según parece, porque de esta manera llamaban los conquenses a la esposa del propio Alfonso Lledó, aún no había sido terminada, aunque no debía faltar ya mucho para hacerlo. Además, da alguna información auxiliar, como el hecho de que junto a la plaza, y probablemente como un servicio auxiliar de la misma, también se estaba construyendo una cafetería, algo novedoso sin duda en aquella época en la ciudad, y corrige un error en cuanto al nombre del otro comitente del edificio, que no se trataba en realidad de Eustaquio Cabañas, sino Eusebio Cabañas. Dice así el documento en cuestión: “En Cuenca, a once días de Mayo de mil ochocientos cuarenta y ocho, ante mí, el escriviente [sic] escribano, y testigos que al final se nominaran, parecieron Alfonso Lledó y Eusebio Cabañas, vecinos de esta ciudad, y dijeron: que con el objeto de emplear sus respectivos capitales, trataron y están construyendo por su cuenta una plaza de toros sita en esta población, entre Argelillo y la Ventilla, y que para que conste en lo sucesivo la parte y derechos que en ella tiene cada uno de los comparecientes, han deliberado en declarar comprometerse y obligarse a lo siguiente:

               La plaza de toros y solar de su circunferencia es propiedad de ambos en la parte que se dirá, como igualmente la casa café inmediata que se está haciendo, pero no el pajar que queda en las casas de Argelillo, que sólo y exclusivamente pertenece al Lledó.

Todos los gastos que se han hecho y hagan en adelante en dicha plaza y accesorio, que sean para su construcción o para comprar reses vacunas [sic] que se corran en ella, y para criar, como igualmente los pastos que para éstas se necesitan, será de cuenta de ambos, y vajo [sic] la vase [sic]  expresada de que Lledó lleva dos terceras partes, y una el Cabañas; entendiéndose lo mismo para poner el capital que se ha de emplear en el costo de todo, como también para las pérdidas o ganancias que hubiere, y se repartirán de la propia manera.

Hasta la primera función de toros, no reclamará cosa alguna por su trabajo e industria el Cabañas, ni tampoco podrá hacerlo el Lledó el empleado por sí, sus criados y caballerías.

Con cuyas cualidades y condiciones formalizarán este contrato que han convenido y están conformes, para llevar a efecto el pensamiento que tienen acordado, comprometiéndose a observarlas y cumplirlas exacta y estrictamente, vajo [sic]  la pena de no ser oídos judicial ni extrajudicialmente, si se opusieran o reclamaran lo aquí establecido, siendo nulo y de ningún valor otro trato que cualquiera de ellos hicieran relativo a éste, y sin la mutua y recíproca intervención, avenencia y consentimiento de los que hablan. Pues a ello se obligan con sus bienes de todas clases, sujetándose a los señores jueces competentes, y renuncia de leyes en forma. En cuyo testimonio así lo dijeron, otorgaron y firmaron, siendo testigos don José María de Arcos, Juan Gómez y Lorenzo Granero, de este domicilio, y a todos doy fe y conozco. Alfonso Lledó [rúbrica]. Eusebio Cabañas [rúbrica]. Ante mí, Isidoro de Escobar [rúbrica][1].


Así pues, el contrato, firmado, como hemos visto, ante el notario Isidoro de Escobar, marcaba claramente el porcentaje que cada uno de los socios mantenía en principio sobre la plaza de toros: dos terceras partes para Alfonso Lledó y una tercera para Eusebio Cabañas. Sin embargo, algo había cambiado ya en agosto de ese mismo año, cuando, después de haberse celebrado en el Ayuntamiento para celebrar un juicio de conciliación entre ambos, vuelven a acudir al mismo notario, Isidoro de Escobar, con el fin de hacer constar la desvinculación total del segundo en el negocio de la plaza de toros. Así se hace constar en el margen de la primera escritura:  “Que en el día de la fecha de esta nota, ante mí y testigos, han comparecido los señores otorgantes de esta escritura, y manifestado que en el juicio de conciliación celebrado hoy ante el teniente alcalde Don Lorenzo Martínez, han concertado y convenido de consuno, con todos los hombres buenos, en que toda la plaza de toros con sus accesorios quede como de la pertenencia exclusiva  del Lledó, y fuera de todo dominio y derecho el Cabañas, a quien ha satisfecho aquél en cuanto tenía suplido, y devengado por todos conceptos, en tres toros, en la deuda a favor de Perea, y en la madera sobrante, en virtud de lo cual queda candelada, nula y sin ningún valor total esta obligación, sin perjuicio de formalizar éste manifestación y carta de pago por otra escritura, a voluntad de Lledó. Y firmaron siendo testigos Don Enrique María de Yuste, Don José María de Arcas y Don Manuel Carrasco, de este domicilio. En Cuenca, a dos días de agosto de mil ochocientos cuarenta y ocho. Eusebio Cabañas [rúbrica]. Alfonso Lledó [rúbrica]. Escobar [rúbrica].

Esta plaza de toros, de Lledó o la Perdigana, se mantuvo en pie durante poco más de sesenta años, y estuvo regentada siempre por algún miembro de la familia Lledó. Y es que en los primeros años de la segunda década de la siguiente centuria, la situación en la que se encontraba la plaza era poco menos que ruinosa, a juzgar por algunas crónicas periodísticas y también por algún que otro documento de archivo. En efecto, en 1911 no pudo llegar a celebrarse aquí la novillada benéfica que había sido anunciada para el Domingo de Resurrección, debido al mal estado del coso taurino y al alto coste de su reparación, cercana a las dos mil pesetas de la época, según el presupuesto que para ello había realizado el arquitecto municipal. Así, y a pesar de que la dueña de la plaza, que en ese momento era doña Anselma Lledó, se había ofrecido cederla de manera gratuita debido al carácter benéfico del festejo, que debía ser organizado por el Ayuntamiento, éste decidió suspenderlo para evitar accidentes por el peligro que existía para los espectadores. Así lo exponen las actas municipales, y así lo recoge también Helidoro Cordente en su historia de la tauromaquia conquense.

Sin embargo, la plaza debió ser restaurada en los meses siguientes, al menos en lo que respecta a sus problemas más acuciantes, porque consta que en las fiestas de San Julián de ese año volvieron a celebrarse los tradicionales festejos taurinos. Sin embargo, la historia de la Perdigana ya estaba llegando a su fin, pues, aunque al año siguiente volvieron a celebrarse festejos taurinos en esta plaza, la situación en la que se encontraba seguía siendo lamentable. Así lo recogía el 4 de septiembre de 1912 el periódico conquense “El Liberal”: “Obra de romanos es la organización de una mediana fiesta de toros, teniendo como local único para celebrarla una cosa que fue plaza en los años de la revolución y que hoy solo sirve en conciencia para almacén de maderas ennegrecidas y semipulverizadas por los agentes atmosféricos”. Ese año se celebraron en la plaza de toros de la familia Lledó dos novilladas, el 5 y el 6 de septiembre; debemos recordar que hasta muy entrado el siglo XX, las fiestas de San Julián se celebraban durante la primera semana de septiembre. En ambos festejos participaron los mismos novilleros, quienes se encontraban en esos momentos ocupando algunos de los puestos más altos del escalafón de plata: el sevillano José Gárate “Limeño” y el mexicano Carlos Lombardini, quien sustituía al también sevillano José Gómez Ortega, quien en ese momento se hacía llamar aún “Gallito III” y que más tarde, una vez hubiera tomado la alternativa, se convertiría en el gran “Joselito”, que unos días antes había sufrido una peligrosa cogida en la plaza de Bilbao que le había impedido torear en Cuenca en la que sería la última corrida de toros celebrada en la plaza de los Lledó.

En efecto, fueron estos los dos últimos festejos celebrados en la Perdigana, que en ese momento estaba regentada por Constantino Lledó, según información ahora de José Vicente Ávila. Para entonces ya se había organizado una comisión, formada por el Ayuntamiento, la Diputación Provincial y la Cámara de Comercio, con el fin de construir una nueva plaza. Sin embargo, el nuevo coso taurino se debió otra vez, finalmente, a la iniciativa privada. Fue Manuel Caballer, otro empresario de origen valenciano que había venido a Cuenca algunos años antes, el mismo que mandó construir también en una extremo de Carretería, haciendo esquina con la calle Doctor Chirino y con la actual plaza de la Hispanidad, la casa que todavía lleva su nombre, quien, ya el 11 de diciembre de 1911, solicitaba ante el Ayuntamiento autorización para construir una nueva plaza de toros. A esa primera solicitud se añadió otras dos, del 7 de febrero de 1913, enviadas ahora a la Dirección Técnica de Ferrocarriles y a la Jefatura de Obras Públicas, debido al lugar que debía ocupar a nueva plaza: en unos terrenos que, aunque de propiedad del interesado, se encontraban colindantes con la carretera Cuenca-Alcázar de San Juan y con la línea férrea Aranjuez-Cuenca, es decir, entre la actual Avenida de Castilla-La Mancha y Escultor Martínez Bueno, muy cerca del lugar que ocupaba la antigua Resinera. Esta nueva plaza pudo ser ya inaugurada durante las fiestas de San Julián de 1913, con dos corridas de toros que se celebraron los días 5 y 6 de septiembre.

Catorce años más tarde, en 1927, sería finalmente inaugurada la plaza actual, la tercera de piedra en nuestra ciudad, situada, como es sabido, no demasiado lejos de la de Caballer. Mientras tanto, la vieja plaza Perdigana de los Lledó adolecía cerrada, ruinosa, en su antiguo emplazamiento a la entrada de la carretera de Valencia. En los años anteriores, en su ruedo no sólo se habían celebrado festejos taurinos, sino también espectáculos de diverso tipo, como una función de gala nocturna, una especie de circo en realidad, en honor de Su Alteza Real Serenísima, la infanta doña Isabel, a cargo de una compañía ecuestre, gimnástica y cómica, que estaba bajo la dirección de Casimiro Wolsi. Del espectáculo, que se celebró el 16 de julio de 1907, han llegado hasta nosotros algunos programas, que también fueron publicados en su historia por Heliodoro Cordente.

 



[1] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección Notarial. P-2168/1. Ff. 150

viernes, 16 de octubre de 2020

Teutoburgo, la mayor derrota en el naciente imperio romano

               Teutoburgo, un término de fuertes resonancias germánicas, un mito del nacionalismo alemán que a lo largo de la historia ha tenido, como otros muchos mitos históricos, periodos largos de exaltación y también otros de ostracismo, y un mito también, como otros muchos, en favor de la libertad y de la lucha de los pueblos por salir de la opresión a la que son sometidos por parte de algún imperio poderoso. ¿Qué es lo que sucedió realmente en el año 9 de nuestra era en el bosque de Teutoburgo, cerca de la moderna ciudad de Osnabruck, en la Baja Sajonia alemana, en ese enfrentamiento armado que narra en un penúltima obra (este mismo año, se ha publicado en España la que hasta ahora es la última novela del autor, “Antica madre”, sobre la mítica expedición a las fuentes del Nilo de Furio Voreno, en tiempos de Nerón) el novelista italiano Valerio Massimo Manfredi? Pues ni más ni menos que la mayor derrota del naciente imperio romano, una de las más dolorosas y sangrientas derrotas de toda la historia de Roma después de la de Cannas, a manos de los tribus germánicas. Una derrota que, definitivamente, alejaría de la zona de conflicto a las legiones de Roma para los cuatro siglos siguientes.


Pero antes de conocer qué es lo que pasó realmente en Teutoburgo, conviene conocer algunas cosas respecto a la personalidad y la obra del autor de las novela. Porque Valerio Massimo Manfredi no es, desde luego, un novelista al uso. Nacido en 1943 en la pequeña localidad de Castelfranco Emilia, en la provincia de Módena, en la región de Emilia-Romaña, antes que novelista Manfredi es historiador y arqueólogo, especialista además en la civilización clásica, Grecia y Roma, que ha sido profesor en diversas universidades italianas (la Universidad Católica del Sagrado Corazón y la Universidad Luigi Bocconi, ambas en Milán, y la Universidad de Venecia) y también en algunas extranjeras (la norteamericana Universidad Loyola Chicago, de jesuitas, y la Escuela Práctica de Altos Estudios, dependiente de la Universidad de la Sorbona). Ha dirigido también exploraciones científicas y excavaciones arqueológicas en Italia y en otros países, como en Siria, y ha publicado diferentes estudios y ensayos históricos sobre el pasado de la Grecia y la Roma antiguas.

Es una pena que prácticamente ninguno de esos ensayos haya sido traducido a nuestro idioma, pues de esta manera se nos priva a sus lectores españoles de unos textos en los que se combinan de manera acertada sus profundos conocimientos históricos con una narración ágil y una singular puesta en escena, como demuestra en cada una de sus novelas. Afortunadamente, todo lo contrario sucede con sus novelas, todas ellas traducidas al castellano, desde las más antiguas (“Paladión”, 1985; “Talos de Esparta”, 1988 y “El oráculo”, 1990), narraciones que están basadas en la antigua Grecia, hasta las más modernas, como ésta en la que se narra los prolegómenos y la batalla de Teutoburgo. En el conjunto de su bibliografía quizá podemos destacar, además de las ya citadas. Su trilogía “Alexandros”, sobre el sueño y la realidad imperial del genial general macedonio, y dos exitosas novelas: “El ejército perdido”, sobre la campaña de Ciro, hermano del emperador persa, contra los bárbaros, al mando de un ejército de diez mil mercenarios griegos, en el año 401 a.C., y “La última legión”, en la que se narra el rescate del último emperador de Roma, Rómulo Augústulo, un niño de apenas trece años, prisionero también de los germanos.

Volvamos al hilo del argumento. ¿Qué es lo que pasó realmente, lo repetimos una vez más, en el bosque de Teutoburgo? Pasó que un enorme ejército romano, tres legiones completas con sus respectivas tropas auxiliares, que estaban al mando de Publio Quintilio Varo, gobernador de la provincia romana de la Germania Magna, fueron conducidos a la muerte, traicionados por Arminio, un príncipe germano que había sido criado en Roma, quien mandaba una unidad de caballería de tropas auxiliares. Pero Arminio, ya lo hemos dicho, antes que romano era germano, hijo de Segimer, el líder de la tribu de los queruscos. Por ello, cuando se vio en la vicisitud de tener que enfrentarse a sus hermanos de Germania, decidió conducir a las legiones hasta los territorios impracticables de Teutoburgo, donde sabía que, entre la selva y los pantanos, los romanos no podrían desplegar su forma tradicional de combate, esas “tortugas” que en campos abiertos los habían hecho invencibles. Bajo una estratagema, Arminio logra convencer a Varo de que las tropas se adentren por un estrecho desfiladero; él, con sus hombres, se adelantaría hasta el otro lado del estrecho paso con el fin de asegurarse de que no existe peligro alguno. Pero cuando el grueso de las tropas se encuentra ya en la posición más difícil de defender, el caudillo germano se pone al frente de un gran ejército de guerreros queruscos, brúcteros y angrivarios, unos veinte o treinta mil hombres según las estimaciones más modernas, con los que, volviendo sobre sus pasos, manda atacar a los romanos, masacrando sin piedad a todo el ejército enemigo, imposibilitado de cualquier defensa. Cuando los romanos se dan cuenta de la situación ya es demasiado tarde: ni pueden avanzar hasta la parte opuesta del desfiladero, donde les esperan los germanos, ni retroceder, porque los carros con la impedimenta les cortan el paso. La matanza entre las tropas romanas es enorme. Muy pocos legionarios pueden sobrevivir a la batalla, y a pesar de las posteriores campañas de castigo que son dirigidas por el futuro emperador, Tiberio, y por Germánico, el limes se retira definitivamente otra vez hasta el Rhin. Varios son los autores latinos que narran la derrota romana: Velayo Patérculo, Tácito, Floro y Dión Casio.

Pero, ¿fue realmente Arminio un traidor, o fue en realidad un héroe, fiel a su verdadera patria, que, recordemos, no era Roma, sino Germania? Ya lo hemos dicho antes: Arminio, antes que un oficial de las tropas auxiliares romanas, fue un guerrero germano; y no un guerrero corriente, sino un auténtico caudillo, un príncipe querusco. Cuando todavía era un niño, Arminio había sido hecho prisionero por los romanos junto a su hermano, y conducido a Roma, la capital del imperio. Allí, los dos hermanos fueron educados como dos romanos más. A los romanos, y en particular a su primer emperador, Augusto, les gustaba adoptar como rehenes a los hijos de sus enemigos, y educarlos después en sus propios gustos y costumbres. De esta manera conseguían un doble objetivo: para el presente, se garantizaban la alianza de esos enemigos, por el temor de que esos rehenes pudieran sufrir las consecuencias de una posible rebelión; para el futuro, garantizaban también una paz más duradera, pues confiaban en que los propios rehenes, al adoptar la manera de vivir de los romanos, no desearan tampoco sublevarse una vez hubieran sido liberados y devueltos a su tierra. Sin embargo, Arminio, o Hermann, o Ermanamer, pues su verdadero nombre germano no ha llegado hasta nosotros (Arminio es en realidad el nombre con el que es conocido por las fuentes latinas), supo mantener siempre en su corazón un sentimiento profundamente germano, mientras iba obteniendo honores y grados en el ejército de Roma.


Arminio, al frente de sus tropas, regresa después de la batalla de Teutoburgo.
Grabado. Nachfolger de Ernst Keil. Leipzig (Alemania). 1884

Arminio debió nacer hacia el año 18 o 16 a.C., y algunos años antes del cambio de era, ya se ha dicho, cuanto todavía era un niño, se encontraba ya en Roma en compañía de su hermano Flavus (tampoco se conoce su verdadero nombre germano, pues éste es también el nombre que le pusieron los romanos debido al color rubio de su cabellera). Allí, los dos hermanos fueron instruidos en el arte de la guerra a manos del mismo centurión que había ordenado su captura, y ya en el año 4, cuando apenas tenía aproximadamente unos veinte años, Arminio ya era jefe de un destacamento de caballería de las fuerzas auxiliares. En efecto, su tribu se había aliado con Roma después de la captura de ambos hermanos, y él, al mando de un grupo de guerreros queruscos, luchó primero en los Balcanes, durante las guerras panonias, en las que las tropas romanas, al mando de Tiberio, habían logrado vencer sobre los rebeldes dálmatas e ilirios. Y poco tiempo después, en el año 9, cuando Quintilio Varo, que hasta entonces había sido procónsul y legado en la provincia de Siria, donde logró derrotar a los rebeldes judíos que se habían sublevado después de la muerte de Herodes el Grande, había sido enviado como gobernador a la Germania inferior, Arminio fue enviado también allí como lugarteniente suyo, porque conocía muy bien el territorio y la forma de combatir de los rebeldes germanos. Y aunque al principio el caudillo querusco había entablado una gran amistad con el propio Varo, no pasaría demasiado tiempo antes de que él, viendo a su pueblo oprimido y privado de libertad y de derechos, decidiera también revelarse contra Roma. De ahí a ponerse al frente de la sublevación y a tramar, en connivencia con los caudillos de otras tribus germánicas, un complot contra su antiguo amigo, sólo había un paso, un paso que se llevaría a sus últimas consecuencias en las inmediaciones del bosque de Teutoburgo.

Como no podía ser de otra forma en un autor de las características de Manfredi, que también es historiador, incluso antes que novelista, el libro es fiel a los hechos reales, o al menos, es fiel a la versión de los hechos que narran los historiadores latinos, que son las únicas fuentes que tenemos para conocerlos. Pero además de la historia general de Teutoburgo y de la historia personal de Arminio, ésta es también la historia de Roma en un momento importante de su devenir político, cuando se está ya dejando atrás el pasado republicano y el imperio se halla todavía en sus momentos iniciales. Y un tiempo, por otra parte, en el que todo está cambiando, en el que ya se están incorporando a sus élites de poder algunos privilegiados, oriundos de las colonias. Una época en la que ya existen algunos senadores que son de origen celta, y que no mucho después, porque el tiempo avanza inexorable, habrá ya emperadores procedentes de las provincias, de Hispania, de Iliria, e incluso de África.

Y es también la historia de algunos personajes de esa nueva Roma que se está creando; o al menos, una parte de su historia. Es un poco la historia de Druso Germánico, el gran héroe de los romanos, enemigo político de Segismer, el padre de Arminio, y su amigo personal al mismo tiempo; el hijo de Livia Drusila, una de las esposas del propio emperador Augusto, y el destinado a heredar éste al frente del imperio, un destino que se frustró en el año 9 a.C., poco después del nacimiento de Arminio, por un trágico accidente al caer de su caballo. Es, por supuesto, la historia de Quintilio Varo, el general traicionado por Arminio, miembro también de la familia imperial por su matrimonio con Vipsania, una de las sobrinas de Augusto. Y de alguna manera, es también la historia de Germánico, el hijo de Druso, quien heredó de éste el profundo sentimiento de cariño que por él sentían sus soldados, sentimiento que era compartido también por todo el pueblo de Roma, y también, incluso, el propio emperador Augusto, y de Tiberio, el hermano de Druso, quien pasaría a convertirse en el segundo emperador de Roma después de la muerte de Augusto, con cuya hija, Julia, se había desposado, bien a su pesar. Pero es, sobre todo, la historia de una familia poderosa en Roma, la gens Julia, la primera dinastía del imperio romano, una historia de poder y de intrigas palaciegas.

Por otra parte, en la novela subyace una contraposición entre dos maneras diferentes de ver la vida, dos formas distintas de vivir y de morir que están representadas por los dos hermanos. Una vez que, siendo todavía niños, ambos son hechos prisioneros, los dos son alejados de su patria y conducidos hasta Roma, la principal urbe de todo el mundo conocido, la más grande y la más avanzada culturalmente. Allí, los dos serán educados como dos romanos más, y los dos llegan a ocupar en el ejército posiciones de importancia. Los dos, además, obtienen la ciudadanía romana, Arminio antes que su hermano menor, algo que todavía está reservado a muy pocos extranjeros. El pequeño, Wulf-Flavus, se integrará para siempre en ese ejército y en esa civilización romana. Mientras tanto, el mayor, Ermanamer-Arminio, bajo su coraza de soldado romano, no dejará nunca de sentirse un guerrero germánico, y por ello, y a pesar de la amistad que durante un tiempo le une con Varo, no dudara en ponerse al frente de la rebelión cuando vea como su verdadero pueblo es oprimido por Roma. Ese enfrentamiento entre las dos formas diferentes de ver la vida llegará a su clímax después de que los dos ejércitos se hayan enfrentado, cuando los dos hermanos se encuentren frente a frente en el campo de batalla.

En la batalla del bosque de Teutoburgo perdieron la vida cerca de treinta mil soldados romanos, tres legiones completas con sus correspondientes tropas auxiliares, y un número indeterminado de civiles, que solían acompañar a las tropas en sus desplazamientos. Muy pocos lograron sobrevivir, y aunque en los años siguientes se llevaron a cabo expediciones de castigo, que fueron dirigidas por Tiberio y después por Germánico, la frontera con los bárbaros, que había intentado llevarse hasta el río Elba, tuvo que retroceder definitivamente otra vez hasta el Rhin, dividiendo de esta forma, y ya para siempre, el continente europeo en dos culturas contrapuestas.

El lugar exacto de la batalla ha permanecido desconocido durante mucho tiempo, hasta que en 1987, Anthony Clunn, un arquelogo aficionado británico, pudo encontrar al norte de Kalkriese, una colina situada entre los pueblos de Engter y de Vienne, en la Baja Sajonia, ciento sesenta y dos denarios romanos de plata y tres bolas de plomo, del tipo que era usado por los honderos del ejército romano. Posteriores investigaciones arqueológicas que fueron dirigidas por Wolfrang Schlüter, demostraron que aquellos restos, y otros que después fueron saliendo a la luz, se correspondían con el lugar en el que se había desarrollado la batalla del bosque de Teutoburgo. El lugar es ahora un museo, en el que se exhiben al público una parte de los hallazgos encontrados en las excavaciones, y un centro de interpretación de la batalla que enfrentó allí a romanos y a germanos. Las excavaciones, por su parte, siguen proporcionando a la comunidad científica numerosos objetos de interés, como una lorica segmentata, una armadura romana, que ha aparecido en la última campaña de excavaciones, que es la más antigua de cuantas se conservan en la actualidad. Del hallazgo se han hecho eco las publicaciones científicas, y también, algunos periódicos de toda Europa: https://www.abc.es/cultura/abci-descubren-armadura-romana-mas-antigua-historia-campo-batalla-teutoburgo-202009281357_noticia.html.


Una parte de los restos de la lorica segmentata encontrada en Teutoburgo



viernes, 9 de octubre de 2020

Casa Winter, entre la historia y la leyenda, al sur de Fuerteventura

 

               En el sur de la isla de Fuerteventura, al otro lado de la península de Jandía, se halla una de las playas más desconocidas y despobladas de todo el archipiélago canario, un espacio desolado, enormemente ventoso, rodeado por una cadena de montañas que la aíslan del resto de la comarca. Si en la actualidad, a pesar de todos los avances que se han venido realizando en los últimos años en cuanto a los sistemas de comunicación se refiere, principalmente una carretera estrecha, pero asfaltada, que se asoma continuamente al abismo, resulta todavía muy complicado llegar hasta Cofete, mucho más difícil debía  resultar entonces, hace ya unos ochenta años, cuando el país entero, y también las islas, acababan de salir de una guerra civil que había dejado asolados todos los rincones de España, y mucho más una zona como esta, a la que sólo se podía acceder por un camino de cabras, que reptaba sinuosamente entre barrancos y desfiladeros cortados a pico. Allí, en aquel rincón tan remoto de Cofete, a pesar de que apenas se encuentra a unos pocos kilómetros de la propia Jandía, se encuentra todavía en pie la Casa Winter, una extraña construcción de los años cuarenta del siglo pasado, construida durante la Segunda Guerra Mundial. Un edificio que todavía es foco de polémica, una polémica que afecta a su futuro y también a su pasado; una polémica que va mucho más allá del pretendido uso hotelero que se le pretende dar, y que afecta también al uso que el edificio tuvo en el pasado, precisamente durante aquella guerra que afectó también a España, a pesar de su posición oficial como país neutral, o no beligerante. Y es que la casa, y sobre todo la leyenda que rodea a la casa, tiene que ver con el verdadero papel jugado por el gobierno de Franco en apoyo, más o menos oculto, en favor de los alemanes, durante gran parte de la misma.



               Antes de hablar sobre la leyenda de la casa, conviene hacer primero un breve acercamiento hacia la historia del edificio, y de su constructor, el ingeniero alemán Gustav Otto Winter. Éste había nacido en Zastler, una pequeña ciudad de la región de la Selva Negra, al sur de Alemania, en 1893, pero pasó gran parte de su vida en España, país al que llegó ya durante la Primera Guerra Mundial. Después de haber pasado los primeros años que vivió en nuestro país en Madrid, ciudad en la que terminó, en 1921, la carrera de Ingeniería Industrial, recorrió durante los años siguientes varias ciudades, con el fin de participar en diversos proyectos de electrificación, que en aquellas fechas tanto se estaban desarrollando: Tomelloso (Ciudad Real), Murcia, Zaragoza y Valencia, además de la propia capital madrileña. Y poco tiempo después, en 1924, viajó por primera vez a las islas Canarias, con el fin de impulsar allí la creación de una nueva planta energética, que estaba pagada con capital británico y norteamericano. Fue entonces cuando hoyó hablar por primera vez de Fuerteventura, que en aquella época era apenas un islote de tierra casi despoblado, más allá de un grupo de casas en su capital, Puerto del Rosario, llamado entonces Puerto Cabras, y unas pocas aldeas diseminadas por todo el territorio, y con escasas comunicaciones entre ellas. Y allí, en la parte más inhóspita de la isla, en la parte norte de la península de Jandía, en la de barlovento, que a su vez ocupa todo el extremo sur de la isla, a los pies del llamado Pico de la Zarza, que con sus 817 metros de altitud es el punto más elevado, a unos tres kilómetros de la playa de Cofete, en una zona en la que suele azotar con fuerza los vientos alisios. Y en unos terrenos que hasta entonces eran propiedad del conde de Santa Coloma, Gustav Winter decidió construirse una residencia en la que vivir, y desde donde dirigir todo ese imperio industrial y económico que ya entonces se estaba desarrollando en su mente, y que consistía precisamente en la electrificación de toda la isla Para entonces, la electricidad todavía no había llegado aún a ningún lugar de la isla, y Winter se dio cuenta de las posibilidades que la nueva industria tenía para el desarrollo del ocio y la construcción en el conjunto de la isla. Gustav Winter falleció en Las Palmas en 1971, y muchos años después, sus herederos vendieron la casa a una importante empresa canaria, con intereses en el negocio hotelero e inmobiliario, con vistas a poder transformarla en un hotel de lujo. Sin embargo, el proyecto se encuentra paralizado judicialmente por las presiones de la familia Fumero, descendiente de los últimos moradores de la casa (Pedro Fumero, quien está realizando a fondo una investigación sobre la historia de la mansión, se sobrino de los antiguos administradores de la finca), que desean convertirla en una especie de museo en el que pueda mostrarse al público la leyenda y la historia del edificio[1].

               Y mientras tanto, la leyenda sobre Gustav Winter y sobre la casa que mandó construir en Fuerteventura sigue viva, entrelazado sus raíces con la propia historia del edificio, de manera que hoy es difícil saber dónde acaba una y dónde empieza la otra; quizá la publicación del libro “Winter, el mito”, prometido desde hace algunos años en sus tres versiones, alemán, inglés y español, del que es autor el escritor austro alemán Alexander Peer, retrasada en repetidas ocasiones, y sobre todo por la aparición en diversos archivos de Alemania, Inglaterra y Estados Unidos, de diferentes documentos secretos que han sido desclasificados recientemente, pueda dar nuevas luces sobre este curioso personaje. Y es que, según parece, Winter estaba incluido en una lista negra que, formada por un total de ciento cuatro espías alemanes que residían en España, fue elaborada por los aliados, quienes reclamaron su repatriación al gobierno del general Francisco Franco. Este hecho, unido a que su nombre también aparecía mencionado en otros documentos de los servicios de inteligencia estadounidense como militar y operador de radio, ha alimentado la leyenda de que la casa sirvió en aquellos momentos, durante la Segunda Guerra Mundial, como base de aprovisionamiento y descanso para la tripulación de los submarinos alemanes que operaban en el océano Atlántico, incluso desde algún tiempo antes de que Estados Unidos entrara en la guerra, y que la torre que se levanta en uno de los costados del edificio servía, a su vez, como una especie de faro para este tipo de naves, pues en ella se había instalado una potente emisora de radio para facilitar las comunicaciones. Lo cierto es que aún se conserva, convenientemente expuestos para el visitante, diferentes objetos que podrían estar relacionados con ese periodo oscuro de la casa.



               La teoría de una posible base de aprovisionamiento para submarinos alemanes en la casa Winter viene avalada por algunos hechos históricos. No es ningún secreto que durante toda la Segunda Guerra Mundial, una flota de submarinos alemanes operaba en todo el Atlántico norte, patrullando con el fin de intentar bloquear los posibles envíos de armamento o de provisiones hacia Gran Bretaña por parte sobre todo de Estados Unidos, y logrando el hundimiento de varios barcos mercantes y de pasajeros. En aquella época, los submarinos tenían un radio de acción bastante limitado, estando obligados a subir a la superficie cada poco tiempo para recargar las baterías que permitían la inmersión, y en aquellas circunstancias, los archipiélagos portugueses de Madeira y Azores, y también el de Canarias, se convertían en un punto de apoyo importante para aquellos U-Boot alemanes. Así, no es tampoco ningún secreto que durante la guerra se habían establecido varias estaciones de submarinos alemanes en el puerto de Las Palmas de Gran Canaria, a pesar de la pretendida neutralidad de España en el conflicto, e incluso en una ocasión, el 6 de agosto de 1943, un bombardero inglés consiguió hundir un submarino , el llamado U-167, en aguas del archipiélago de Canarias[2]. Por otra parte, algunos habitantes de las islas fueron testigos de la presencia de militares nazis en el extremo sur de la isla, y también de la emersión de este tipo de buques, que en la imaginación popular les parecían una especie de “barcas al revés”.

               La leyenda fue utilizada, además, por el novelista Alberto Vázquez Figueroa para escribir, en 1991, una de sus exitosas novelas, “Fuerteventura”. En ella, el escritor canario se basa en la teoría de la casa como base de aprovisionamiento para submarinos para inventar una trama de espionaje, tan característica de algunas de sus obras, en la que la mansión Winter era, además, una especie de prostíbulo de lujo creado por la Kriegsmarine, la marina alemana, para que los oficiales de sus tripulaciones pudieran descansar mientras los buques se aprovisionaban y se reparaban, olvidándose por unos días de la vida bajo el mar, e incluso, también, de sus propias familias, que habían dejado durante la guerra en algún rincón de Alemania. Esta interpretación está relacionada también con otra de las leyendas de la casa, según la cual en el edificio se celebraban cotidianamente algunas fiestas de sociedad, que muchas veces contaban con algunos invitados que formaban parte importante del organigrama del Reich. La trama de espionaje puede parecer exagerada, pero hay que recordar que el libro de Vázquez Figueroa es solamente eso, una novela. Sin embargo, también hay muchos elementos reales en el entorno de la casa.

               Así, existen algunos elementos reales que también deben ser tenidos en cuenta: la existencia en la casa de una emisora de radio, que todavía se conserva; la valla que rodeaba al edificio, que lo mantenía alejado de miradas indiscretas; la existencia en el extremo sur de la isla, en un lugar tan inhóspito como la propia casa, de una pista de aterrizaje; la vagoneta Krupp, que también existe aún frente a la casa, y los raíles que aparentan huir hacia la montaña cercana, en la que, según los defensores de la teoría, los nazis pretendieron aprovechar las cavidades volcánicas de la isla para ocultar los submarinos, y también para unir de alguna manera Cofete con Morro Jable, al sur de la isla, facilitando de esta manera la navegación por la zona; las frecuentes explosiones, que algunos testigos creyeron oír en aquella época, producto quizá de las extracciones de roca; y el propio emplazamiento de la casa, como se ha dicho en la zona más inhóspita de toda la isla.

También aboga por esa posibilidad el supuesto viaje que, según parece, el propio Gustav Winter realizó a Berlín en 1937, apenas dos años antes de que se iniciara la guerra, con el fin de recoger y traer a España una importante cantidad de dinero para invertir en la isla. La existencia de ese viaje no ha podido ser demostrada, pero según la revista alemana Stern, que en 1971 publicó una de las escasas entrevistas al dueño de la casa, Winter regresó de Alemania con una maleta llena de dinero que, según las versiones, se lo había proporcionado el propio Hermann Göring, vicecanciller del Reich, comandante supremo de la Luftwaffe, las fuerzas aéreas alemanas, y lugarteniente del propio Adolf Hitler. La existencia de ese viaje, por supuesto, fue negada por el protagonista, pero eso tampoco quiere decir que no existiera en realidad. Por otra parte, ya desde algún tiempo antes del estallido de la guerra, los nazis se estaban preparando para ella, y en aras de esa preparación, tampoco es un secreto que el gobierno alemán había ido estableciendo relaciones empresariales y familiares en algunos lugares estratégicos de toda Europa, relaciones que luego les pudieran ayudar de alguna manera durante el desarrollo del conflicto bélico. Y las islas Canarias, y en concreto Fuerteventura, por su situación en el extremo sur de Europa, y muy cerca del continente africano, era uno de esos puntos estratégicos de vital importancia.



A pesar de todo ello, muchos estudiosos no se muestran de acuerdo en la teoría de los submarinos, y aducen que las aguas que rodean a la playa de Cofete no tienen una profundidad suficiente para que este tipo de buques puedan operar en ellas. Por otra parte, la torre de la casa, que según la leyenda, ya lo hemos dicho, habría sido utilizado como torre de control para las comunicaciones entre la casa y las naves, no fue construida hasta 1947, dos años después de terminada la guerra, e incluso el conjunto principal del edificio no se había iniciado, según parece, hasta unos pocos años antes. Sin embargo, todo ello no es óbice para poder mantener, más allá de las leyendas, una relación real de la casa con el mundo nazi, y en concreto con otra de las leyendas, o no tanto, que rodean la casa: la interpretación del edificio como escondite y escala, en los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, como vía de escape para los criminales de guerra nazis, hacia los países de América del Sur.

En este sentido parece abogar la inclusión de Winter en la mencionada lista de espías alemanes que residían entonces en España, y que fueron reclamados infructuosamente por las autoridades alemanas, con el fin de que pudieran ser enjuiciados como crímenes de guerra. Y en ese sentido abogan también algunas de las estructuras que aún se conservan en el interior de la casa, y que el ya citado Pedro Fumero enseña a los curiosos que todavía se acercan por la mansión: túneles secretos, puertas diminutas que se abren hacia estancias de grandes dimensiones, pasillos que fueron tapiados en algún momento sin ninguna razón aparente; una especie de búnker en el sótano de la casa; extraños recovecos en las esquinas, que parecen construidos a propósito para convertirlos en nidos de ametralladoras, o una instalación eléctrica muy potente, demasiado potente para ser la de una casa común, y más en la época en la que fue construida; es cierto que Winter se había ganado la vida, precisamente, modernizando la electrificación de la isla, pero eso no justifica una instalación tan compleja en una casa aparentemente normal. Y entre esos espacios tan extraños, destaca por encima de todo una inusual cocina en la que, en lugar de los fogones normales de cualquier cocina, albergaba en su interior otros elementos que parecen extrapolados de un campo de concentración, y que recuerdan a un lúgubre laboratorio. ¿Se utilizaba acaso esa cocina para hacer extraños experimentos con los prisioneros? ¿Era, por el contrario, un no menos extraño quirófano, y eso es más probable, en el que se llevaban a cabo operaciones secretas de cirugía estética, con el fin de modificar el aspecto exterior de los espías que debían viajar a Hispanoamérica?



¿Qué hay de realidad en esta trama de espionaje, y que es sólo un cúmulo de leyendas? La existencia de espías nazis en las islas Canarias durante la Segunda Guerra Mundial, y también durante los años siguientes, ya lo hemos dicho, es un hecho constatado por diferentes historiadores, y así lo demuestran también algunos documentos del Federal Bureau of Invetigation (FBI; Oficina Federal de Investigación), que fueron desclasificados en enero de 2019. Algunos de esos documentos confirman que la colonia alemana que vivía en Canarias en los años cuarenta no había pasado desapercibida para la CIA estadounidense Uno de ellos, en concreto, es un informe que fue remitida a ésta por el FBI; fechado en 1974, en él se da cuenta de la investigación que unos años antes había realizado uno de sus agentes, que en ese momento se encontraba detrás de la pista de Martin Bormann, jefe de la cancillería del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán desde mayo de 1941, presidente del partido durante los últimos días de la guerra, y secretario personal del Führer desde abril de 1943. Durante la búsqueda de Bormann, el agente había conseguido contactar con un confidente anónimo. En el documento original puede leerse lo siguiente: “The man also advised  NY T-1 that a  number of former Nazis live on the Island of Fuerteventura in the Canary Islands. Large land holdings in the Jandia section of the island are either owned by ex-Nazis who recibe the income from ther, or are sites of their residences. A man name Winter reportedly acts on behald of the Nazis in their real estate dealings.”[3]

Es cierto que la información proporcionada por el confidente era falsa. Éste le había informado al agente de que Bormann, junto a otros jerarcas nazis, se encontraban viviendo en ese momento en Zurich (Suiza) bajo sendas identidades falsas. Sin embargo, para entonces el líder del partidoi, que había sido juzgado en Núremberg in absentia, llevaba ya muchos años muerto. En efecto, después de que Hitler se hubiera suicidado en su propio búnker de Berlín, él y otros miembros de su círculo intentaron escapar de la capital alemana con el fin de evitar ser capturados por las tropas soviéticas. No se sabía nada de él hasta que en 1972, unos trabajadores de la construcción encontraron los restos de varios hombres, que habían sido enterrados en las cercanías de la estación Lehrter, en el Berlín Oeste. Uno de esos restos fueron identificados como los del propio Bormann por los registros dentales, así como por algunos daños que el cadáver presentaba en la clavícula, que se correspondían con un accidente de equitación que éste había sufrido en 1939. Sin embargo, aquello no fue suficiente para acallar las especulaciones sobre su paradero hasta 1998, cuando se llevaron a cabo exámenes genéticos de los huesos que certificaron que los restos eran del dirigente nazi. Se supone que éste debía haberse suicidado para evitar su apresamiento, pues en la boca del cadáver fueron encontrados también algunos trozos de cristal, que sugirieron a los forenses que había mordido las tradicionales cápsulas de cianuro que eran utilizadas por los nazis para no ser hechos prisioneros. Algún tiempo después de su muerte, su cadáver, y el de algunos nazis que también intentaban huir, fueron enterrados en una zanja, donde serían encontrados algunos años más tarde.

Sin embargo, la historia de Bormann no debe hacernos olvidar lo que el confidente del agente le había dicho sobre el propio Winter. Y sobre todo, no debe hacernos olvidar lo que en realidad nos interesa: la historia de esta casa, real y legendaria, una mansión singular, hermosa a pesar de las condiciones de abandono en las que actualmente se encuentra. Una casa que se levanta frente a la playa de Cofete, en un espacio casi fantasmal, deshabitado, como un vigía atento a todo lo que sucede en esas playas de barlovento que se extienden por el extremo sur de la isla de Fuerteventura. Y como un elemento más de la leyenda, muy cerca de la casa se puede visitar también un extraño cementerio alemán, cerrado solamente por una empalizada de madera, de baja altura, incapaz de evitar que la arena que el viento trae desde la playa pueda cubrir gran parte de las tumbas. Tumbas sin nombre, muchas de ellas, y otras con extraños nombres de profunda raíz germánica, que nos recuerdan todo ese pasado alemán que tiene la casa, esa casa singular que se alza a medio camino entre la playa y la pelada cordillera que la separa del resto de la isla.

 


 

 



[1] https://casawinter.com/la-casa-winter.  Blog sobre la casa Winter, en español, inglés y alemán.

[2] http://www.u-historia.com/uhistoria/historia/articulos/u167/u167.htm. César O’Donnell. “Hundimiento del sumergible alemán U167 en aguas de la Isla de Gran Canaria durante la Segunda Guerra Mundial”. Revista Española de Historia Militar. Nº. 3. Mayo-Junio, 2000.

[3] “El hombre también informó a NY T-1 que varios ex nazis viven en la isla de Fuerteventura en las Islas Canarias. Las grandes propiedades de tierra en la sección de Jandía de la isla son propiedad de ex nazis que reciben los ingresos de la frontera, o son sitios de sus residencias. Según los informes, un hombre llamado Winter actúa siguiendo el comportamiento de los nazis en sus gestiones inmobiliarias.” http://espiral21.com/1973-fbi-tras-la-pista-la-colonia-nazi-fuerteventura-2/. José S. Mújica. “1973: el FBI tras la pista de la colonia nazi en Fuerteventura”. Espiral 21. Publicado el 23 de enero de 2017.

lunes, 5 de octubre de 2020

“La estética de los nadadores”, una nueva novela de la escritora conquense Ana Belén Rodríguez Patiño

 

               En esta ocasión quiero hacer un pequeño paréntesis en el blog para comentar un libro que no es estrictamente sobre historia, aunque sí está escrito por una historiadora conquense suficientemente conocida por los lectores, a pesar de su juventud. Ella es Ana Belén Rodríguez Patiño, doctora en Historia Contemporánea, especialista en temas relacionados con la Guerra Civil, y especialmente con la Guerra Civil en Cuenca, a la que ya ha dedicado su tesis doctoral, varios ensayos, uno de ellos realizado con la colaboración, especialmente fotográfica, del tristemente desaparecido Rafael de la Rosa, y algún que otro documental, que ha sido publicado en formato DVD. Pero, junto a esa faceta como historiadora, en los últimos siete años, ella también ha venido desarrollando una labor importante desde el punto de vista de la creación literaria, con un total de seis novelas publicadas (“Donde acaban los mapas”, 2013; “Todo mortal”, 2015; “Las aventuras del joven Bécquer”, 2016; “El mensajero sin nombre”, 2018; “Yo soy Greta Garbo”, 2020; y “La estética de los nadadores”, 2020), un libro de poemas (“La ciudad que hay en mí”, 2015) y un volumen de relatos (“La lógica del algoritmo”, 2018), además de haber participado como directora en otros proyectos literarios, teatrales y artísticos.

               Algunos de esos libros que acabo de mencionar, como no podía ser de otra forma en una autora de sus características, que también es historiadora al mismo tiempo, están encuadrados en el género de la novela histórica, que tanto interés está reclamando en los últimos años por parte de los lectores; aunque en ocasiones, Rodríguez Patiño enmarca esa novela histórica con ciertas dosis de misterio, un misterio de sombras que es más propio de ese otro subgénero que se ha venido a llamar la novela gótica, tan del gusto de los autores románticos, como Gustavo Adolfo Bécquer, sin duda uno de sus principales personajes históricos preferidos. Sin embargo, en esta que venimos a comentar, “La estética de los nadadores”, la autora se aleja de ese género de la novela histórica para proporcionarnos una trama policiaca y de novela negra, pero lo hace utilizando un paisaje de fondo luminoso, la propia ciudad de Cuenca, fácilmente reconocible por cualquier lector conquense que pueda acceder a la novela.

Y es que, como dice la propia autora en el epílogo -un epílogo, por cierto, a cuya lectura no se debe en ningún caso acceder antes de haber terminado con la propia novela-, “igualmente juzgué que era hora de encuadrar una novela en mi ciudad, después de haber situado las anteriores en Madrid, Sevilla, París, Cádiz, Londres, Viena o Pekín. Ya era hora de rendir un pequeño homenaje a mi ciudad natal, cuya belleza es lo único no inventado del libro. Mi víctima aparecería ahora igualmente desnudo, pero ya no en las playas de Miami, sino colgado del puente más famoso de Cuenca”. Confieso que me he tomado la libertad de citar un párrafo de ese epílogo, aún a sabiendas de que el lector, como he dicho, no debe acudir a él hasta el final de la lectura, pero creo que lo hecho sin traicionar los deseos de la autora, sin llegar a hacer ese spoiler, término feo a mi modo de ver, pero más descriptivo que cualquier otro de los que existen en nuestro idioma.

Efectivamente, se trata de un paisaje, el de Cuenca, la ciudad natal de Ana Belén, que está muy presente por primera vez en el conjunto de su obra narrativa. Y una narración que comienza en enero de 2019: “Como una postal de viaje que mandar a la familia en Navidad, la imagen presentaba una ligera capa de nieve, de un blando nuclear que cubría de hielo y frío, entre piedras relamidas por el tiempo, los tejados y boscajes del precipicio. Sobre un abismo de altura considerable, cruzando de parte a parte la hoz del pequeño río Huécar, un audaz puente llamado de San Pablo une la parte antigua de la ciudad de Cuenca con una ladera que asciende la montaña. De él colgaba aquel día un hombre completamente desnudo, sujeto únicamente por uno de sus pies, abierto en canal y suspendido como un cerdo tras la matanza.” Comienza así una aventura que no va a dejar indiferente al lector, un misterio que debe desentrañar su protagonista, Erik Brandon, un resolvedor de casos más que un investigador privado al uso, venido de Madrid, al  estilo de la mejor novela negra norteamericana, la de Dashiell Hammett o la de Raymond Chandler, la de las películas en blanco y negro de Humphrey Bogart o de Alfred Hitchock, “experto en desbrozar casos sucios con métodos no siempre legales, para que resuelvan una investigación que parece definitivamente estancada.” Un Philip Marlowe o un Sam Spade español, procedente de Lavapiés o de Usera, reuniendo de esta forma las dos ciudades que enmarcan la perspectiva vital de Ana Belén Rodríguez Patiño, la ciudad en la que nació, Cuenca, y en la que vive actualmente, Madrid.

Pero antes de terminar esta breve reseña, quisiera dejar antes una cosa clara. He mencionado con anterioridad que no se trata ésta de una novela histórica, y eso es cierto. Sin embargo, sí está presente en la narración un hecho histórico, un proceso singular que ha marcado el devenir de nuestro país en sus últimos cincuenta años. No puedo decir de qué hecho se trata, pues cometería ese mismo spoiler (otra vez la palabrita) que tanto teme la autora, pero será fácilmente reconocible por cualquier persona que llegue al final de la lectura.



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