miércoles, 28 de febrero de 2024

El rey Alfonso XIII, en clave patriota

Como una “radiografía inédita de Alfonso XIII, el rey que quiso modernizar España (devolviéndola al pasado)”. Así ha definido David Barreira, en una entrevista realizada para el periódico digital El Español, el último libro del historiador Javier Moreno Luzón, catedrático de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales en la Universidad Complutense de Madrid; un texto cuya primera edición fue publicada en enero de 2023, y que supone una nueva mirada histórica a una figura controvertida, la de Alfonso XIII, desde el punto de vista de su patriotismo y de su amor a España. Un amor muy particular, es cierto, pero que le marcó durante gran parte de su actuación política, desde el primer momento de su reinado hasta incluso los años de su exilio, en diferentes ciudades europeas, y que culminó por fin después de su fallecimiento, en Roma, al ordenar que su féretro fuera cubierto con la bandera de España y con el manto de la Virgen del Pilar.

La figura del rey Alfonso XIII, en la mirada del catedrático Javier Moreno Luzón, se realiza desde diversos puntos de vista, todos ellos interesantes, y todos ellos desde el punto de vista de su relación con España: las fiestas reales; sus viajes por España, y también fuera del país, su relación con el Patrimonio Nacional o con el ejército, en un rey al que le gustaba vestirse de militar, y sentirse como uno más de aquellos oficiales a los que siempre trató como verdaderos camaradas; su religiosidad, que le llevó a extender por todo el país la devoción al Sagrado Corazón de Jesús o a la Virgen del Pilar, a la que convirtió en patrona de la Guardia Civil y cuya fiesta fue santificada como el Día de la Raza; su relación con la propia historia gloriosa de España, adoptando los grandes mitos nacionales, como el Cid Campeador o los Tercios. De entre todos ellos, quizá sea destacable todo lo referente a sus relaciones con el estamento militar.

En este sentido, el estallido de la Primera Guerra Mundial situó al rey ante sus contradicciones, las mismas contradicciones a las que tenía que enfrentarse buena parte de la sociedad española, dividida entre aliadófilos y germanófilos. Hay que recordar que, si bien por las venas del monarca circulaba una parte de sangre alemana, por parte de su madre, María Cristina de Habsburgo, su propia esposa, la reina Victoria Eugenia de Battemberg, era inglesa, nieta además de la emperatriz Victoria -hija de la princesa Beatriz y de Enrique de Battemberg- y sobrina del rey Eduardo VII; e incluso uno de sus hermanos, el príncipe Mauricio de Battemberg, teniente del Real Cuerpo de Fusileros del Rey, falleció en la guerra, en 1914, a consecuencia de las heridas sufridas durante la batalla de Ypres, que no pudieron ser curadas debido a la hemofilia que padecía, como algunos otros miembros de la familia real.

Por otra parte, como buen militar que era -al menos, él así lo sentía-, no pudo dejar de sentir en sus propias carnes las derrotas que el ejército español sufrió en Marruecos, principalmente la de la batalla de Annual. En este sentido, es de destacar la enorme ola de solidaridad, y también de patriotismo, que la crisis de 1921 provocó en toda España, a la que se sumó también, no sólo con palabras sino también con actos, el conjunto de la familia real. Por ello, no es de extrañar, como consecuencia de aquel sentimiento, la alegría que le supuso la creación del llamado Tercio de Extranjeros -la famosa Legión, que con el tiempo habría de convertirse en una de las principales unidades de élite del ejército español-, y la familiaridad, que, desde un primer momento, el monarca mantuvo con su fundador, el teniente coronel Millán Astray, al que nombró gentilhombre de cámara, uno de los honores más importantes dentro de la casa del rey.

Otro asunto importante a tener en cuenta es el referente a su relación con los nacionalismos periféricos, especialmente el catalán, que en los primeros años del siglo XX estaba aún en fase naciente, pero que muy poco tiempo más tarde, durante la Segunda República, terminaría por convertirse en uno de los principales focos de desestabilización del Estado. Fueron varios los viajes que el monarca realizó a Cataluña, en un intento por atraerse a la Lliga Regionalista y al conjunto del conservadurismo catalán, en una de las regiones en las que más implantación había conseguido toda la izquierda, incluso la republicana y la anarquista. No es casualidad, por ejemplo, que fuera en Barcelona donde se desarrolló, en 1909, la Semana Trágica, en la que la movilización del ejército de reserva prendió la espita para el estallido revolucionario, a consecuencia del cual perdieron la vida un número indeterminado de personas -en todo caso, entre cien y ciento cincuenta, según las fuentes-, y fueron quemados decenas de edificios, muchos de ellos de carácter religioso.

En todo caso, el crecimiento del catalanismo estaba en relación con el desarrollo generalizado de los movimientos nacionalistas en toda Europa, y también en América, que fueron consecuencia directa de la finalización de la Primera Guerra Mundial, al hilo de los postulados del presidente norteamericano, Woodrow Wilson. Recogemos lo que Javier Moreno ha escrito respecto a ello: “La victoria aliada en la guerra conllevaba asimismo la aplicación de los principios enunciados por el presidente norteamericano Woodrow Wilson, jefe moral de los vencedores, entre los cuales sobresalía el de autogobierno de los pueblos. Aunque el concepto se refería de modo preferente al establecimiento de regímenes democráticos, los nacionalistas de todas partes lo interpretaron como el refrendo a una autodeterminación nacional que implicase el derribo de imperios multinacionales y la coincidencia de estados y naciones. Algo que, con regular fortuna, condujo a desbaratar Austria-Hungría y a redibujar el mapa de Europa central. En España, la perspectiva wilsoniana dio nuevas energías a catalanistas y nacionalistas vascos, y extendió las demandas territoriales a otras zonas. Una fiebre que entre 1918 y 1919 puso sobre la mesa, en términos que parecían factibles, la aprobación de sendas recetas autonómicas para Cataluña y el País Vasco y Navarra, pero que produjo como respuesta una crecida del españolismo que, mezclada con el auge de las protestas sindicalistas, acabó por hundir un posible arreglo. Alfonso XIII adquirió una doble relevancia en el proceso. Por una parte, como uno de los negociadores clave con el catalanismo y como sostén de los gobiernos, sin mayoría en las Cortes tras el fracaso de las concentraciones multipartidistas. Por otra, como emblema y valladar para los defensores de la unidad de España, que veían en las reivindicaciones catalanas una inminente ruptura de la soberanía nacional. Enfrentado a semejante dilema, se decantó por estos últimos.” Leyendo esta última frase, ¿cómo olvidar el discurso, claro y respetuoso con lo que debe representar la corona como institución en este siglo XXI, que su bisnieto, Felipe VI, pronunció ante la televisión a raíz de los altercados nacionalistas de 1 de octubre?

Desde el punto de vista de la política interior, es cierto que Alfonso XIII, desde un primer momento, realizó injerencias tanto en el gobierno como en el parlamento, participando más en la política de lo que aconseja cualquier monarquía parlamentaria actual, pero también lo es que ese intervencionismo no se alejaba demasiado de lo que entonces sucedía en el resto de las monarquías europeas, todas también constitucionalistas excepto las de Rusia y Turquía. En todas ellas, desde Alemania a Inglaterra, desde Bélgica a Italia, la corona se había constituido en una especie de cuarto poder, una especie de árbitro entre los otros tres poderes del Estado. Así lo reconoce el autor del libro: “De acuerdo con estas premisas, la Constitución atribuía al monarca múltiples funciones. Algunas de las más importantes se referían al Gobierno y al Parlamento. El poder ejecutivo le correspondía por entero, así que podía nombrar y despedir con total libertad a sus ministros, cuyo refrendo precisaba -como se ha señalado más arriba- para que se ejecutaran sus órdenes. Es decir, la firma del ministro responsable tenía que acompañar siempre a la del rey. En cuanto al legislativo, lo compartía con las Cortes bicamerales -compuesta por el Congreso de Diputados y el Senado, con atribuciones equivalentes-, lo que le daba derecho a vetar la legislación; nombraba a buena parte de los senadores y disolvía ambas cámaras sin más requisito que volverlas a convocar y reunir en el plazo de tres meses. Como se verá más adelante, tanto el baile ministerial como la disolución de las Cortes compondrían las piezas más codiciadas del juego político. Respecto a la justicia, su principal competencia se circunscribía a los indultos. Más allá, el rey constitucional ostentaba el mando supremo del ejército y la marina, y concedía los grados militares, otro de los caballos de batalla política en el reinado de Alfonso XIII, y dirigía la política exterior.”

Por otra parte, también es cierto que esas mismas prerrogativas afectaron también a la época de su padre, Alfonso XII, aunque éste nunca se mostró tan proclive a entrar en política como lo haría su sucesor, y como ya se había empezado a ver durante la regencia de María Cristina de Habsburgo. Sin embargo, los tiempos no eran iguales, y en un momento como la Restauración, con gobiernos fuertes que vinieron a poner fin a una etapa en la que se sucedieron los pronunciamientos militares, e incluso las guerras civiles, nunca se hizo necesaria la intervención del monarca. Por otra parte, y recogemos de nuevo las palabras de Moreno Luzón, que valen tanto para Alfonso XII como para su hijo, “la transmutación del monarca en rey-soldado, mando supremo con capacidad para mantener las tentaciones golpistas, contribuía asimismo a apartar a los militares de los vaivenes gubernamentales.”

En definitiva, si el rey intervino en política fue precisamente por la crisis de gobierno en la que, de manera crónica, se había convertido la política española durante el primer tercio del siglo XX; una crisis en la que estaban sumidos los dos partidos de gobierno que habían protagonizado, junto al propio rey Alfonso XII, la etapa de la Restauración, la misma que, con todos sus problemas y sus errores, había provocado durante los dos decenios anteriores, por primera vez en mucho tiempo, un periodo de paz y de estabilidad. Durante el reinado de su hijo, Alfonso XIII, volverían otra vez los gobiernos cortos, que apenas duraban en ocasiones unos pocos meses, incluso algunas semanas. Es cierto que, conforme avanzaba el siglo XX, esa participación real en la política interior se fue haciendo cada vez más acuciante, pero aquello era una consecuencia lógica del deterioro de la clase política. Para 1923, el sistema de la Restauración había decaído enormemente: los sucesivos gobiernos vivían ahora en una continua desestabilización, y en ese sentido, izar en el gobierno, como dictador, a Miguel Primo de Rivera no estaba del todo fuera de la lógica y del contexto histórico de la Europa de entreguerras; como tampoco lo estaba la caída del dictador unos años más tarde, en la que también intervino el monarca, toda vez que el propio dictador tampoco había logrado resolver los problemas en los que el país estaba sumido.

Por otra parte, si bien es cierto que, en algunas ocasiones, Alfonso XIII se manifestó en favor del fascismo italiano, y así lo demostró en diversas ocasiones, sobre todo durante la visita real que realizó a Italia en 1923, el hecho no deja de ser reflejo de las contradicciones en las que usualmente suelen caer todos los políticos en sus relaciones internacionales, como son buenos ejemplos, en la actualidad, las relaciones que muchos países, España también, mantienen con países como Arabia Saudí o Marruecos, al mismo tiempo que critican la falta de protección de los derechos humanos que caracterizan a aquellos gobiernos.

A modo de resumen, citamos de nuevo las palabras del propio Moreno Luzón en este sentido: “Alfonso XIII salió de aquellos embates como protagonista absoluto de la política española. Pasada la calma del Gobierno largo de Maura, se había implicado más y más en el hervidero partidista, al cambiar a Maurda por Moret, a Moret por Canalejas, a García Prieto por Romanones, y a Romanones por ato; al sostener primero a Canalejas y luego a Romanones, el rey se alejaba más aún de un rol meramente representativo para convertirse en el actor que daba la cara en cada crisis. Los notables de los partidos gubernamentales, también los republicanos, acudían a él para que les diera la razón y el poder, para que despidiese o vetara a sus contrarios, en un juego sin fin que ponía a la corona en mitad de las discusiones públicas, en la prensa y en el Parlamento. Nada más ajeno a la máxima ya citada de Walter Bagehot -según la cual el monarca perfecto parece mandar, pero jamás parece luchar-, que su publicitado duelo teatral con Maura. Y es que sus polémicas injerencias se multiplicaban no sólo a causa de las divisiones internas en las formaciones caciquiles, ya conocidas, aunque más profundas que nunca, sino también por el choque violento entre las estrategias de ambos partidos gubernamentales. En España aún faltaba un elemento clave en los regímenes constitucionales más avanzados: unas elecciones fiables, donde dirimir las diferencias ante el tribunal de la ciudadanía, que dieran a las cámaras parlamentarias la legitimidad necesaria para recortar las intervenciones regias.”

En definitiva, probablemente, el escritor republicano Vicente Blasco Ibáñez tenía muchas razones cuando olvidó su buena literatura para publicar, primero en francés y más tarde en castellano, su famoso libelo contra el monarca. Desde 1931, proclamada la Segunda República, y recogemos de nuevo las palabras de Moreno Luzón, “tanto Madrid como otras localidades se vieron invadidas por una especie de damnatio memoriae, como las que se cernieron sobre la memoria de algunos emperadores romanos, que de alguna forma influyeron, y siguen influyendo, sobre su imagen pública”. Alfonso XIII, desde luego, no fue un santo, ningún personaje histórico lo es, más allá de aquellos -y no en todos los casos- que han sido ascendidos a los altares por los pontífices romanos. Alfonso XIII, como tantos otros personajes históricos, fue un hombre de su época, que se vio obligado, como todos, a vivir entre las tensiones y las contradicciones propias de aquellos años, en sí mismo ya contradictorios: los años de la desesperanza provocada por la crisis de final de siglo, y al mismo tiempo esperanzadores para superar los fantasmas de la derrota del 98; los años de la Primera Guerra Mundial y el desarrollo de los fascismos, que intentaron, a su modo, dar salida a las propias tensiones provocadas por una paz de Versalles, mal diseñada por los políticos; los años felices de la belle epoque y los años de la gran depresión y el crack del 29.

Se le ha achacado, y probablemente fue así, que su posición al frente del Estado le permitió realizar algunos negocios no del todo legales, pero en aquella época fueron muchos los políticos que también los hicieron. Se le ha achacado, también, haberse metido demasiado en política, haber hecho caer gobiernos, y así fue, sobre todo en sus últimos años de reinado. En este sentido, debemos recogen, por última vez, las palabras del autor de esta monografía, referentes a la obligada abdicación del monarca: “Cuando un año antes se discutía el remplazo de Primo de Rivera, Romanones había escrito al general Berenguer que Alfonso XIII tenía que elegir entre ser Jorge V del Reino Unido o Fernando I de Bulgaria. Es decir, un respetado monarca parlamentario o un zar forzado a abdicar y exiliarse. Aunque no hubo un abandono formal, había acabado como el segundo. En su mensaje de adiós, el rey patriota confesaba que había perdido del favor de su pueblo y lanzó una justificación dramática: se iba, hasta que los españoles decidiesen otra cosa, para no provocar una guerra civil. Tal vez había errado, reconocía, pero nadie podía discutirle su pasión por España.” 


Alfonso XIII vestido de húsar

Román Navarro García de Vinuesa, 1912

Museo del Prado

viernes, 16 de febrero de 2024

El canónigo Constantino del Castillo, maestre de la orden de la rama española de los caballeros teutónicos, y sus dos capillas en Cuenca y en Roma

 

En el centro de la girola que rodea el Altar Mayor de la catedral de Cuenca, entre la Capilla Honda y la entrada a la Sala Capitular, se encuentra una pequeña capilla que está bajo la advocación de Santa Elena, la que fuera madre del emperador romano Constantino, y que fue protagonista consciente del hallazgo de la Vera Cruz, la Cruz verdadera en la que, según la tradición, fue crucificado Jesucristo. Su portada, de estilo plateresco, está realizada a modo de un hermoso retablo de piedra, enmarcado en dos columnas de estilo corintio, y en el que resaltan, en las dovelas del arco, las representaciones de la Fe y la Esperanza, bajo la figura de sendos ángeles. Corona la portada un friso corrido, en el que destaca el escudo heráldico del fundador de la capilla, el canónigo Constantino del Castillo, y por encima de todo, tres hornacinas, en las que figuran la santa titular de la capilla, Santa Elena, y su hijo, el emperador, que remarcan otro altorrelieve en el que está representada la escena de la Asunción de la Virgen y, en un plano todavía superior, San Pedro y San Pablo, con sus atributos más comunes. Cierra todo el conjunto una hermosa reja de Hernando de Arenas, que fue concluida el año 1572, en la que aparece, otra vez, el escudo familiar del linaje del fundador, y en la se mezclan figuras de animales, casi mitológicas, con adornos vegetales.

      En su interior, también es de enorme interés el retablo, de madera de nogal sin policromar, que fue realizado a mediados del siglo XVI, por el escultor francés Esteban Jamete, el mismo del famoso arco catedralicio que da acceso al claustro, al que da nombre,. Horizontalmente, está compuesto de dos cuerpos más predela, en la que se representa en su parte central, otra vez, el escudo de los Castillo, y una escena histórica: la victoria del emperador Constantino sobre Majencio en el puente Milvio, que significó la casi definitiva aceptación del Cristianismo por parte del gobierno romano. Verticalmente, consta de una calle central y dos calles laterales, separadas entre sí por columnas pareadas abalaustradas, de orden jónico en el primer cuerpo y corintio en el segundo, coronado todo ello por un ático en el que se representa, en su parte central, la Asunción de la Virgen, apoyada sobre cuatro angelillos, rodeada la escena por sendas hornacinas que dan cobijo a las imágenes de Santa Ana y la Sagrada Familia. Por su parte, en el cuerpo superior aparece, en su calle central, la propia Santa Elena, abrazada a la Cruz que ella misma pudo encontrar en unas excavaciones realizadas en el mismo lugar en el que Cristo fue crucificado, y el emperador Constantino, arrodillado al pie de esa misma Cruz. Y a los lados, en las calles laterales, la Anunciación, con el Ángel a la izquierda y la Virgen en la calle lateral de la derecha. Pero lo más curioso y significativo del retablo, es la escena que aparece en la calle central del primer cuerpo, entre los Apóstoles Pedro y Pablo, que ocupan las respectivas calles laterales: la representación de la Santa Cena, en la que los apóstoles se disponen en una mesa de forma circular, y en la que aparece representado, sobre una bandeja, un lechón, muerto y esperando a ser consumido por los intervinientes en el banquete sagrado. Una cruel burla, sin duda, del escultor orleanés, que sería encausado por el tribunal de la Inquisición, contra el sector eclesiástico.

Dicho esto, ¿quién era este Constantino del Castillo, fundador de la capilla de Santa Elena? Lo primero que debemos tener en cuenta, si queremos acercarnos a esta figura histórica, no demasiado bien conocida por los conquenses, es que pertenecía a una de las familias aristocráticas más importantes de la ciudad del Júcar, que dio a la Iglesia conquense varias dignidades de gran importancia, y a su Ayuntamiento diversos regidores, a lo largo de los siglos. Así, no hay que confundirlo con otro homónimo Constantino del Castillo, hermano suyo, que fundó en la calle de San Pedro el convento de las Concepcionistas Angélicas, donde hoy se encuentra el Instituto de Artes “Cruz Novillo”. Por otra parte, a mediados del siglo XV había sido nombrado regidor uno de los miembros de la familia que fue ascendido al cargo de regidor fue Alonso del Castillo, nombrado como tal en 1458, en sustitución de Sancho de Jaraba, y a finales de la misma centuria fueron nombrados regidores Diego del Castillo y Álvarez, primo de nuestro protagonista, y su hijo, Francisco del Castillo y Peralta. Volviendo a Constantino del Castillo, éste era hijo natural de Gregorio Álvarez Castillo, quien fuera chantre y canónigo de la catedral, según un árbol genealógico que se conserva en el archivo familiar del linaje conquense Chirino, y que fue publicado en su blog por Paloma Torrijos[1]-, era el deán Constantino Castillo.

No se sabe la fecha de nacimiento del canónigo Constantino del Castillo, pero debió ser a finales del siglo XV, o en los primeros años de la centuria siguiente. Desde muy joven destacó en los estudios eclesiásticos, lo cual, unido a la influencia que su familia tenía en la sociedad conquense, le llevó a alcanzar, desde muy pronto, importantes cargos en la diócesis, y fuera de ella, como los de arcediano de Játiva, en la diócesis de Valencia, y deán del cabildo conquense. También, por herencia de su abuelo, otro Diego del Castillo, fue nombrado comendador de la Mota de Toro, de la rama hispánica de la orden Teutónica de caballería. Este hecho resultaría de vital importancia para el desarrollo posterior de la orden en nuestro país, toda vez que poco tiempo más tarde, en 1521, fue cuando el reformador agustino Martín Lutero firmaría sus famosas tesis, provocando con ello un nuevo y definitivo cisma en la religión cristiana, y también en la propia orden teutónica, al sumarse el conjunto de la misma al luteranismo, pero permaneciendo la rama española, en parte por la apuesta personal de nuestro protagonista, dentro de la obediencia de Roma.

A este respecto, la citada Paloma Torrijos ha escrito lo siguiente: “Murió Diego del Castillo en 1514, y en la Encomienda le sucedió su nieto Constantino del Castillo, el cual recuperó muchas de las propiedades que su tío había vendido o permutado, celoso entusiasta de la Encomienda que tenía confiada visitó Roma y el Papa León X le agradeció con los cargos y honores de Conde Lateranense, noble del Sacro Palacio Apostólico, notario, familiar y escudero, pero envanecido con ellos, contribuyó a la decadencia de esta Encomienda; en 1523 le visitaron embajadores enviados por el Gran Maestre informando a éstos que por la mucha distancia de Prusia en donde residía el gran Maestre, no podía defender la Encomienda, cuyos bienes sufrían quebrantos, determinando a su juicio la conveniencia de ponerla bajo la protección de la Santa Sede mediante la creación de siete capellanes perpetuos presididos por el Capellán Mayor y auxiliados por dos sacristanes, retribuyendo la dotación con una cantidad anual que no excedería de 120 ducados de oro de Zamora, solución que aprobó el Papa Paulo IV a finales de 1565; Constantino del Castillo, último Comendador, continuó conservando esta denominación hasta su fallecimiento unos diez años más tarde.”

Y a continuación, sigue la misma autora: “En las Españas, el comendador Constantino del Castillo viendo los acontecimientos acaecidos y la conversión del Gran Maestre de la orden al luteranismo, se alejó de él y visitó a Su Santidad el Papa León X en Roma ofreciéndole su lealtad y la ratificación de su catolicidad romana y la de sus caballeros teutónicos de esta Provincia. El santo padre expide dos bulas, la primera de 1 de abril de 1516, en la que instituye como jueces conservadores de la orden en estos reinos a todos los arzobispos, obispos, abades constituidos en dignidad y a todos los canónigos de las iglesias metropolitanas y catedrales para que requeridos todos o cualquiera de ellos por el Comendador acepten su jurisdicción. Con la segunda, de 1 de noviembre de 1518, agradece la lealtad del comendador y le nombra Conde Lateranense y Noble del Sacro Palacio Lateranense. El comendador, Constantino del Castillo, redactó en una escritura de dieciséis páginas las Ordenanzas y Constituciones de la Provincia Teutónica de las Españas, que entraron en vigor en 1560, y fue Comendador hasta su muerte en 1575”.

Constantino del Castillo permanecería en Roma hasta su fallecimiento, acaecido, tal y como se ha dicho, en 1575. Antes de ello, en 1551, siendo refrendario pontificio y gobernador de la iglesia de Santiago de los Españoles de Roma en ese año, adquirió una capilla en dicho templo, junto a la Piazza Navona, que actualmente se encuentra bajo la advocación de Nuestra Señora del Sagrado Corazón, que fue dedicada a la Asunción de la Virgen. Dos años más tarde, el eclesiástico conquense encomendó a Gaspar Becerra la decoración de dicha capilla, de acuerdo a las características siguientes, tal y como ha sido descrita por Gonzalo Redín Michus en la revista Archivo Español de Arte, en base a un documento que se conserva en el Archivio Storico Capitalino[2]:

El  andaluz  debía  hacer  un  cuadro  para  el  altar  pintado  al  óleo  sobre  tabla  representando  la Asunción de la Virgen  acompañada  por  los  doce  apóstoles;  el  marco  de  la  pintura  se  haría  de  estuco,  dorado y entallado. Encima  de este cuadro, en la luneta,  debía  ser pintada  al fresco,  dentro  de un círculo (con  el marco  también  estucado  y dorado),  la Santísima Trinidad coronando  a la  Virgen,  todo  siguiendo  un  dibujo  del  maestro  que  mostraba  también  el  arco  con  las  pilastras,  que,  como  la  cornisa  de travertino,  serían  doradas  y entalladas.  En  las  enjutas  de  dicho  arco,  encima  del  arquitrabe, pintados  al fresco,  San  Gabriel  y la Virgen representarían  la Anunciación, acompañada  del  Espíritu  Santo,  y  entre  ambos  se  dispondrían  las  armas  en  estuco  de  Constantino  del  Castillo  con  su epitafio.  Sobre  el arco  se dispondría  otro cuadro, que representaría  el descenso de  Cristo al limbo, pintado  también  al  fresco,  sobre  el  que  debían  colocarse  tres  estatuas  de  estuco.  En  el paño  de  la bóveda  inmediato  al  altar  se pintaría,  siempre  al  fresco,  la historia  de  la invención de  la  Vera Cruz en  el  momento  en  el  que  Santa  Elena  la  muestra  a  Constantino  emperador,  y  en  el  contrario  Constantino  del  Castillo,  acompañado  de  algunas  doncellas  a las que había dotado para casarse.”

      Una descripción anónima de la capilla, fechada en 1628 y conservada en el mismo archivo, permite darnos cuenta de hasta qué punto se respeto el contrato oficial, y qué es lo que realmente se llevó a la práctica. Y de la comparación con su capilla conquense, también podemos comprobar cuáles serán las principales devociones de nuestro protagonista, que algunas veces se repiten en una y en otra fundación. Por otra parte, esta capilla romana de la iglesia de Santiago, que fuera refugio sagrado de los castellanos que se encontraban en la ciudad eterna, no tuvo la misma suerte histórica que la conquense, pues su situación en el templo, la primera del lado de la Epístola, obligó primero, en 1878 a una importante alteración de la misma, lo que supuso la destrucción parcial de los elementos decorativos, y más tarde, hacia 1940, la destrucción total del conjunto, al ser abatida la fachada y el primer tramo del templo, en el marco de la transformación urbana que supuso la sustitución de la vieja vía de la Sapienzia por el actual Corso Rinascimento.

En principio, algunas de sus pinturas si pudieron salvarse, al ser traspasadas al lienzo. Son las tituladas “Invención de la Cruz por Santa Elena” y “Descenso de Cristo al limbo”. Sin embargo, mientras el segundo se sabe que permanece en una de las dependencias del Castillo de Sant’Angelo, aunque en unas condiciones pésimas de conservación, del primero no se conoce su actual paradero.

Aunque el hecho no es muy conocido por la mayoría de la población, la rama hispánica de la orden teutónica sigue existiendo todavía, y su actividad puede seguirse a través de su propia página web[3]. Una de las actividades que la orden celebra anualmente es la peregrinación de sus miembros a la capilla conquense de Santa Elena, cada 19 de noviembre, fecha en la que se conmemora la fundación de la orden, en Jerusalén, por un conjunto de caballeros alemanes, como una más de las diferentes órdenes de monjes guerreros que protegían la salud y la seguridad de aquellos que acudían en peregrinación a Tierra Santa.



[1] https://palomatorrijos.blogspot.com/2020/06/constantino-del-castillo-comendador-de.html.

[2] https://xn--archivoespaoldearte-53b.revistas.csic.es/index.php/aea/article/view/344/342.

[3] https://prioratoteutonico.es/


Grupo de caballeros teutónicos, en su rama española, que peregrinaron el pasado día 19 de noviembre 
de 2023 a la capilla de Santa Elena de la catedral de Cuenca. En las dos fotografías superiores,
altar de la capilla de Santa Elena, de la catedral de Cuenca, y "Descenso de Cristo al Limbo",
antigua capilla de la Asunción de la iglesia de Santiago de los Españoles, en Roma. 

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