jueves, 31 de octubre de 2019

La retirada del ejército del centro desde Tudela a Cuenca. Una operación de repliegue de la Guerra de la Independencia


1.       ANTECEDENTES: LA BATALLA DE TUDELA  

El 19 de julio de 1808, las tropas combinadas de soldados españoles e ingleses que estaban mandadas por el teniente general Francisco Javier Castaños derrotaron a los franceses de Pierre-Antoine Dupont, el antiguo héroe de Marengo y de Friedland, en lo que supuso la primera derrota en campo abierto del ejército napoleónico. La victoria anglo-española fue importante, pues a los más de dos mil franceses muertos y cuatrocientos heridos, había que añadir además los diecisiete mil soldados capturados, lo que suponía más de las tres cuartas partes del ejército que había entrado en combate. Mientras tanto, entre los aliados el total de las bajas apenas llegaba a algo menos de los mil hombres, entre muertos y heridos, de los cuales un porcentaje importante estaba formado por ingleses. La victoria supuso, además de todo ello, la defenestración del general francés, el antiguo líder de las campañas napoleónicas, al cual el emperador le culpó directamente de la derrota. Fue privado de todos sus títulos y condecoraciones, así como de todos los grados y empleos obtenidos a lo largo de una brillante carrera militar, siendo borrado también su nombre del anuario de la Legión de Honor, la más importante de las distinciones militares francesas, y se le prohibió el uso del uniforme militar. Finalmente, fue confinado en prisión, de la que sólo pudo salir tras el destronamiento de Napoleón y el acceso al trono de Luis XVIII, el último de los Borbones, quien por otra parte le devolvió todos los honores y prebendas que le habían sido retirados, y le nombró ministro de la Guerra.

Pero más allá de todas esas consecuencias puramente personales para el hombre que había dirigido las tropas que habían sido derrotadas, la batalla de Bailén tuvo otras consecuencias más importantes para el devenir general de la guerra, consecuencias que, sin embargo, serían solamente temporales gracias al genio de Napoleón. El hermano del emperador, el entronizado nuevo rey de España como José I, abandonó apresuradamente Madrid, y el grueso del ejército francés se replegó hacia el norte. Por un momento, parecía que la guerra estaba abocada a la victoria final del lado de los españoles en no demasiado tiempo. Sin embargo, el emperador reaccionó con rapidez, enviando a España un nuevo ejército mucho más potente que el que había enviado algunos años antes, la Grande Armée. En realidad, el término se había empezado a acuñar seis años antes, con ocasión del intento de invasión de Inglaterra, y hacía referencia al gran ejército que el emperador había conseguido formar en los años previos a la invasión de la península ibérica, y con el que se extendió victorioso por la mayor parte del continente europeo. Un ejército que iba aumentando gradualmente de tamaño conforme se iban logrando nuevas victorias, y que, en 1812, justo antes de la fallida invasión de Rusia, estaba formado por un número aproximado de seiscientos mil hombres (más de un millón si contamos el ejército de la reserva), de los cuales sólo la mitad eran franceses, belgas y holandeses. En la Grande Armée había también un grupo importante de soldados polacos, alemanes, austriacos, italianos, prusianos, suizos, daneses….


Las primeras derrotas francesas en España, como la del Bruch o sobre todo la de Bailén, fue lo que provocó que Napoleón enviara a España a una parte importante de ese gran ejército, unos doscientos cincuenta mil hombres, extrayéndolas así de otras partes de Europa, de modo que la Guerra de la Independencia española significaría al final la derrota del emperador en todo el continente. Sin embargo, los primeros encuentros entre ambos ejércitos fueron partir de este momento bastante esperanzadores para el ejército francés. Las victorias en Espinosa de los Monteros (11 de noviembre) y Somosierra, en la sierra madrileña (30 de noviembre), provocaron un nuevo despliegue del ejército invasor, que logró instalar de nuevo a José en el trono de Madrid y consiguió, en todo caso, alargar la guerra durante seis trágicos años más.

Es en este momento álgido de la guerra, noviembre de 1808, cuando se enmarca la batalla de Tudela. En aquel momento, una parte importante de la Grande Armée, al mando del propio Napoleón Bonaparte, intentaba avanzar todavía desde Burgos hacia Madrid, con el fin de restablecer a su hermano en el trono, y con el fin de proteger su flanco izquierdo se dispuso a detener el avance del Ejército del Centro, que estaba aún al mando del general Castaños, el héroe de Bailén. Una parte del ejército francés, al mando del general Jean Lannes, fue enviado por el emperador hacia Tudela, en el extremo oriental de la provincia navarra. Mientras tanto, Castaños intentaba parar a los enemigos en un frente de cincuenta kilómetros, entre el Ebro y las faldas del Moncayo, al mando de veinticinco mil hombres dispersados entre Ablitas (donde estaba instalado el puesto de mando de Castaños), Tarazona (donde se encontraba el grueso del ejército, formado por unos catorce mil soldados) y Cascante (ocupada por los ocho mil hombres que formaban la cuarta división). Y allí esperaron durante algún tiempo a que llegaran las tropas que mandaban el general José de Palafox, el brillante defensor de Zaragoza.

La falta de consenso entre los dos generales españoles ayudó en gran medida a la aplastante victoria francesa. El 23 de noviembre, el Ejército del Centro, al que por fin se le habían unido las tropas de Palafox, con lo que estaban formado por treinta y tres mil soldados y milicianos, intentó cercar en Tudela a los treinta mil franceses de Lannes, pero fue derrotada en una cruenta batalla, que es una de las que aparecen grabadas en el Arco del Triunfo de París. A las poco más de mil bajas del ejército napoleónico (544 muertos y 513 heridos, entre ellos sólo veintiún oficiales) se le contraponen un número aproximado de seis mil bajas del Ejército del Centro (tres mil muertos y un número igual de prisioneros), entre los cuales se contaban doce coroneles y trescientos oficiales, además de la pérdida de treinta cañones, y todo ello en apenas unas pocas horas.

La derrota supuso el repliegue de lo que había quedado del flamante Ejército del Centro hacia el interior de la península, y en concreto hasta la ciudad de Cuenca. Un movimiento de retirada que fue considerado ya en su tiempo como meritorio y ordenado, a pesar del caos en el que se había producido la batalla anterior, y por ello, digno de ser publicado. Sin embargo, la publicación de la memoria no se produciría hasta 1815, una vez terminada la guerra, en un pequeño opúsculo de veintidós páginas que fue impreso en la madrileña imprenta de Repollés, que estaba situada en la plazuela del Àngel[1]. De esta manera se especifican en el documento las condiciones de la escritura y publicación de este movimiento de repliegue, que llevaría al grueso del ejército desde las tierras navarras del Ebro hasta las tierras castellanas del Júcar.:

La retirada que el Exército del Centro, baxo la dirección del Capitán General Don Francisco Xavier Castaños hizo desde Navarra a la provincia de Cuenca, se ha considerado por todos los Militares instruidos como una de las más notables operaciones de las siete campañas de la guerra de la usurpación, y como tal deberá tener especial mención en la historia.

El conjunto de desastrosas circunstancias que se siguieron a aquella jornada ocasionó que no se publicase la relación oficial de ella; y aunque en el Semanario Patriótico número 18 del jueves 25 de mayo de 1809 se publicó un resumen, no fue tal que pudiese suplir la noticia detallada de los hechos. Así lo creyeron los autores del citado periódico cuando dixeron en el número lo siguiente: “No podemos menos que reclamar altamente la publicación oficial y circunstanciada del referido encuentro, de Buvierca, quizá el más sangriento en su clase de cuantos habían ocurrido hasta entonces, trascendental por el resultado tan brillante, como fue la salvación del Exército del centro, y glorioso paralas armas Españolas, especialmente para aquellos Oficiales y cuerpos que tan bizarramente allí pelearon y vertieron su sangre. La Nación y el amor a la Patria exigen que no yazga en el olvido tan señalado sacrificio.

Concluida la guerra y reunidos en Madrid varios de los sugetos que concurrieron en aquella retirada, se ha podido formar, por el recuerdo de unos y otros, la relación que se echaba menos, bien que no tan completa como se quisiera por el tiempo transcurrido. Es muy conforme a esta especie de referencias el presentar el estado de muertos, heridos y prisioneros de cada cuerpo, y sería ajustado a nuestro deseo hacer la merecida honrosa mención de los Oficiales a quienes cupo la suerte de morir o derramar su sangre por la independencia de su Patria y los derechos de su Soberano; pero hoy la adquisición de estas noticias sería larga y muy difícil, al paso que repugnante el dilatar más la publicación.

También es natural que carezca este pequeño escrito de aquel fuego de expresión que suele comunicar a las descripciones una imaginación recientemente conmovida de los objetos. Lo único que puede asegurarse es la exactitud y veracidad de los hechos, baxo cuyo concepto se ofrece al público y al juicio y censura de los muchos testigos presenciales que aún existen.



2.       la operación de repliegue

            Aunque la batalla se desarrolló en las cercanías de Tudela, la operación de repliegue se inició en el pueblo cercano de Tarazona, en la provincia de Zaragoza, lugar en el que, como ya se ha dicho, había quedado emplazado el grueso del ejército antes de entrar en contacto con el enemigo, y que se hallaba próximo al lugar en el que había permanecido el puesto de mando de Castaños:  

Decidida con desgracia la batalla, dio el general Castaños las órdenes correspondientes para la retirada, y reunida en Tarazona con las otras tres la 4ª división, se emprendió la marcha para la Ciudad de Borja, con la confusión que es consiguiente a la pérdida de una batalla, cuyo espanto se aumentó por el incendio casual o voladura de una Hermita, que servía de repuesto de municiones y laboratorio de mixtos, sita en los mismos campos de Tarazona que ocupaban las referidas tres divisiones; y por haber reventado sucesivamente muchas granadas; pero desengañadas las tropas e impuestas en la certeza y origen del suceso, se pusieron en movimiento, y a cosa de la una de la noche habían evacuado a Tarazona, y tomado todo el camino y dirección de Borja; habiendo costado muchos esfuerzos el verificarlo, a causa de que salida a la caída de la tarde la división de Grimarest hacia Cascante, y volviendo a reunirse con la 1ª y la 3ª se introduxo su artillería en la Ciudad por la misma calle que baxaba la de aquellas, de que resultó un empacho que fue muy penoso de desembarazar en una noche sumamente tenebrosa, y en que amedrantado el vecindario cerraron todas sus casas, sin que fuese posible persuadirlos a que sacasen luces por las ventanas para alumbrar las calles.[2]

            Así pues, atacadas las tropas que se disponían en retirada por un destacamento formado por cuatrocientos dragones franceses de caballería, llegó la vanguardia a las nueve de la mañana del día 24 a Borja, a cinco leguas de Tarazona, desde donde continuaron la marcha hacia Ricla, lugar al que llegaron hacia las diez de la noche del mismo día, y en cuyas inmediaciones acampó el ejército con el fin de pasar la noche.  Durante todo el día siguiente, los soldados españoles siguieron avanzando en retirada, y no se detuvieron hasta haber llegado a Calatayud, muy entrada ya la noche del día 25. Allí pasaron todo el día 26 de noviembre, dispuestos en diferentes casas del pueblo, así como en los diversos conventos que allí había, y ya por la tarde, después de que Castaños hubiera pasado revista a las tropas, se produjo una junta de jefes con el fin de analizar la situación, no sólo en lo que se refería al propio Ejército del Centro. Se habían tenido noticias apremiantes de la Junta Central, solicitando la ayuda del propio ejército en la defensa de Madrid, que en ese momento estaba siendo atacado por los franceses desde el puerto de Somosierra.:

Se acababa de recibir un aviso de la Junta Central sobre que los enemigos amenazaban a Somo-Sierra, y orden para que el Exército acudiese al remedio, en cuya atención el General Castaños acordó que se siguiese la marcha por el camino de Sigüenza, desde cuya ciudad podría acudirse a Somo-Sierra, si se había sostenido aquel punto, o a Madrid si así lo exigía el servicio de la Patria; pero en todo caso se reconoció la necesidad de apoyar la continuación de la retirada por una división de tropas escogidas; y con unanimidad se determinó quedase mandándola el Mariscal de Campo Don Francisco Xavier Venegas, escogiendo él mismo los cuerpos, como lo verificó a presencia de la Junta,… Así determinado recibió aquel la instrucción del General en Gefe, reducida a que antes del amanecer del 27 saliese de Calatayud a situarse en el Puerto del Frasno, distante dos leguas de la Ciudad, donde debería permanecer hasta que las divisiones 2ª y 3ª, que habían de quedar en Calatayud, la evacuasen, emprendiendo la marcha; la 3ª la noche del mismo 27, y la 2ª la del 28; de manera que la de vanguardia no abandonase su posición hasta la mañana del 29.[3]

            Venegas había elegido para ello al regimiento de Órdenes Militares, los dos primeros batallones del regimiento de Burgos, el primer batallón del regimiento de Irlanda, las tropas ligeras de Campomayor, un grupo de voluntarios de los regimientos de Valencia y Navas de Tolosa, el regimiento de España, y los escuadrones de corta fuerza del regimiento de Farnesio, a los que iba agregada la compañía de lanceros del regimiento de Utrera. Sin embargo, cuando la vanguardia pudo llegar por fin al pueblo de El Frasno, al otro lado del puerto de su mismo nombre, los enemigos habían ya ocupado el pueblo, por lo que se tuvo que modificar el plan de retirada. En efecto, aunque hubo en algunas calles del pueblo un intercambio de disparos, dándose cuenta Venegas de que el ejército enemigo les superaba notablemente en el número de efectivos, y de la posibilidad de que sus hombres pudieran ser cercados por ellos, atacando por ambos flancos, se dispuso a encontrarse con el ejército francés antes de que éste pudiera maniobrar con mayor ventaja. Durante todo el día 27 se sucedieron las escaramuzas entre los dos ejércitos, en una guerra de guerrillas en la que el número de efectivos apenas importaba ya, teniendo en cuenta lo fragoso del terreno. Al mismo tiempo, una parte de sus tropas regresaba a Calatayud, con el fin de comunicar lo que sucedía al grueso de las tropas de Castaños.

           
Gracias a estas maniobras de los estrategas españoles, el grueso del ejército pudo salir con cierta tranquilidad de la difícil situación en la que se encontraba. Los días siguientes, mientras la retaguardia seguía cubriendo la retirada, el grueso del ejército seguía avanzando en dirección a Ateca, todavía en la provincia de Zaragoza. A un cuarto de legua de este pueblo, un grupo de cien lanceros polacos se lanzaron a la carga contra la retaguardia española. A pesar de la conmoción de los primeros momentos, enseguida se pudo restablecer el orden en las filas españolas, logrando de esta forma mantener sus posiciones sin demasiada dificultad, hasta algún tiempo después de que hubiera anochecido. Y desde Ateca, otra vez, la división de la vanguardia (que en ese momento, debemos recordar, ocupaba la retaguardia), pudo seguir otra vez el camino hacia Bubierca, con unas horas de retraso respecto al grueso del ejército. Entre ambas poblaciones se detuvieron unas horas las tropas españolas para descansar de la larga y apresurada marcha:

Dexando situadas a más de un quarto de legua de Ateca algunas compañías de infantería de Campomayor con una gran guardia de caballería, y toda la restante entre este puesto y el Pueblo de Ateca, con orden de pasar la noche en posición y sobre las armas, marchó el General con los demás cuerpos por el camino Real que dirige a Buvierca, haciendo alto entre este Pueblo y el de Ateca, a esperar las noticias que traxese el Ayudante de Campo Don Torquato Truxillo, encargado de reconocer y situar las compañías referidas con que quedaba cubierto el camino Real. Llegado que fue y participando que no había novedad, se continuó la marcha hacia Buvierca, volviéndola a suspender cerca de su entrada, y haciendo vivaquear sus tropas a lo largo del camino, porque la población se hallaba ocupada todavía por las de la división 2ª, que habían tomado alojamiento. Entró el General con sus Ayudantes a las 12 de la noche y activadas las disposiciones conducentes, e acuerdo con Grimarest, salió éste al ser de día, llevándose con su artillería la perteneciente a la vanguardia, por haberse considerado que en las angosturas y tortuosidades que formaban el terreno donde debía ser atacado inmediatamente, no podía producir aquel arma sino embarazo[4].

            Así, mientras el grueso del ejército seguía su curso en dirección ahora hacia Alhama de Aragón, Castaños envió a uno de sus edecanes, con órdenes para Venegas de que se mantuviera firme en la retaguardia, con el fin de que siguiera deteniendo al ejército enemigo, pero manteniendo él también el avance por las tierras aragonesas, “dexando en aquellas gargantas destacamentos mandados por Oficiales que admitiesen voluntarios y con la oferta de ser recompensando de aquel servicio; pues en contener el ímpetu de los contrarios estaba colgada la esperanza de salvarse las divisiones que marchaban delante.”[5] Sin embargo, Venegas respondía a su jefe, que sería él mismo el que detendría la marcha de sus tropas hasta que el grueso del ejército estuviera ya a salvo de los franceses, pues no quería “llenar su honor y obligación confiar a otros tan importante encargo.” Tres horas más tarde, avistado un destacamento de caballería francesa a la que acompañaba también una sección de artillería que habían salido de Calatayud, los hombres de Venegas abandonaron sus puestos, incorporándose así al resto de la división.  Los franceses atacaron a la vanguardia de la división muy cerca de Buvierca, en un estrecho desfiladero que conformaba un valle flanqueado por dos cordilleras de una cierta altura, en el camino real de Madrid. Lo angosto del paisaje beneficiaba a los franceses, que ya habían tomado posiciones en ambas montañas, mediante sendas columnas que, además, protegían a otra columna que desde el propio desfiladero les interrumpía el paso. Fue éste uno de los momentos más difíciles de toda la marcha, no sólo por la situación de inferioridad estratégica en la que se encontraban los españoles, sino también por la gran cantidad de enemigos que tenían ante ellos:

Entre 9 y 10 de la mañana se formalizó la acción atacando los enemigos desesperadamente todos los puntos y con mayor empeño por la dirección del camino Real y su derecha, extendidos por aquellas cumbres varios cuerpos precedidos de las tropas ligeras. Con igual obstinación defendían las nuestras el terreno que ocupaban, derramándose mucha sangre por ambas partes. Algunas compañías del batallón de Campomayor, y la de Cazadores de Irlanda, que se habían avanzado por los cerros de nuestra izquierda, se vieron sumamente acosadas por la muchedumbre que tenían a su frente, y cayendo muchos de sus valientes, se replegaban palmo a palmo hasta formar línea con las tropas que apoyaban la entrada del camino Real.[6]

            Cuando peor estaba la situación para los españoles apareció otra vez el grueso de la división, hecho que dio mayor brío a unos soldados que ya estaban a punto de ser derrotados. Sin embargo, la batalla estaba aún lejos de decidirse. Los franceses seguían aumentando también el número de sus efectivos, y estaban ya a punto de rodear por la espalda a los españoles, amenazándoles con cortarles la retirada, cuando, después de tres horas de fuego cruzado, los españoles no tuvieron más remedio que abandonar sus posiciones. Sin embargo, lo que al principio había sido una situación negativa se convirtió en positiva, al haber logrado apostarse en una situación más elevada, desde la que se podía seguir mejor las maniobras enemigas.

            Desde allí, Venegas dio la orden de retirada, la cual se realizó con un cierto orden, haciendo las paradas necesarias para que cada corto tiempo pudieran reagruparse las tropas. No obstante, además de un número indeterminado de bajas, en aquella escaramuza fueron hechos prisioneros por los franceses los coroneles Durán y Soler, además de quince oficiales, dos cadetes y un total de sesenta soldados de tropa. Los que habían logrado sobrevivir al encuentro consiguieron por fin llegar a Alhama, “donde sin detenerse habilitaron las posibles acémilas en que conducir los heridos que habían podido seguir la división, adquiriendo también un vecino práctico que enseñase el camino y un parage proporcionado para tomar nueva posición, respecto a que los contrarios seguían todavía el alcance.”[7]Y encontrándose todavía en Alhama, recibió la división el apoyo de algunas tropas de refresco de las otras tres divisiones, que ya se encontraban en posiciones más avanzadas, quienes, cargando a su vez contra los franceses que les perseguían, lograron detener así la persecución. Estas tropas de refresco estaban a las órdenes del brigadier Diego Ballesteros.

En Sisamón, a tres leguas de Alhama, la división pudo encontrarse otra vez con la de Grimarest, entrando juntos en la provincia vecina de Guadalajara por el término municipal de Maranchón; a este lugar ya había llegado también la tercera división, que estaba al mando de Ramón de Carvajal. Después siguieron avanzando por Alcolea, en dirección a Sigüenza, ciudad en la que entraron el día 30, “sin haber perdido ni siquiera una pieza de artillería, y habiendo hecho, según queda explicado, una marcha seguida de 11 leguas, tras una acción sangrienta y duradera, continuada después del principal combate por espacio de dos leguas y media; y sin que se hubiera dispersado ni desunido de sus filas un solo individuo.”[8]

En Sigüenza se reemplazó a la vanguardia, que con tanta heroicidad había combatido por tierras aragonesas durante los días anteriores. Y en aquel momento se produjo también el relevo en la jefatura del ejército, al haber sido reclamado Castaños por la Junta Suprema Central lejos de éste. Fue sustituido en el mando por el teniente general Manuel de la Peña, después de que hubiera sido primero el conde de Cartaojal quien hubiera ocupado el mando de manera interina durante unas pocas horas. Lo cierto es que en el Ejército del Centro se habían desatado las envidias entre sus mandos, provocando una situación caótica, a la que las decisiones del propio Gobierno, encargando el mando a personas incapaces e inexpertas, no fue tampoco ajeno. De esta manera describe Francisco Vela Santiago las sensaciones que produjeron estos cambios en una parte del ejército, y sobre todo en el propio Castaños:

Sin embargo, todo ello parecía dispuesto a cambiar; a peor, claro. El día anterior, estando aún el cuartel general en el pueblo de Arcos, llegó un correo extraordinario del Gobierno portando una Real Orden extraordinaria del 27 de noviembre por la que se ordenaba entregar interinamente el mando al teniente general conde de Cartaojal. La noticia disgustó enormemente a Castaños, que se veía privado del mando de un ejército que había vendido brillantemente en Bailén y que había salvado de las malas artes de Palafox, en Tudela. El 30 de noviembre se escenificó el cambio de mando, saliendo el día siguiente el ejército camino de Guadalajara, donde llegó el 2 de diciembre.[9]

Para entonces, la batalla de Somosierra ya se había decidido el día anterior, con la victoria del ejército francés, gracias sobre todo a la brillante actuación de las tropas auxiliares que formaban la caballería polaca, dejando franco el paso de los enemigos hacia Madrid. Poco después, en la capital se había presentado un enorme ejército, compuesto por más de treinta mil hombres y cincuenta piezas de artillería (el primer cuerpo del ejército francés, mandado por el mariscal Victor, la guardia imperial, dos divisiones de dragones, y los parques de artillería respectivos). Tras una breve resistencia, el día 4 de diciembre se rendía la ciudad, permitiendo que otra vez el rey José pudiera sentarse en el trono de España.

Por ello, el grueso del ejército reanudaba otra vez la marcha en dirección a Guadalajara, avanzando primero hacia Jadraque, y entrando en la capital alcarreña a las diez de la noche del día siguiente. El 5 de diciembre reanudaban la marcha por el camino de Santorcaz, a primera hora dos de las cuatro divisiones, seguidas de cerca por el resto de las tropas, que habían salido también de Guadalajara a las dos de la tarde de ese mismo día; sin embargo, antes de que estas dos últimas divisiones hubieran podido alejarse demasiado de la capital, se vieron sorprendidas por numerosas tropas francesas, a cuyo frente se encontraban dos de los militares más capacitados del ejército napoleónico, Jean-Baptiste Bessieres, duque de Istria, y Claude-Victor Perrin, duque de Belluno. Sin embargo, el encuentro de Guadalajara no fue tan penoso para las tropas españolas como los que habían mantenido en los días anteriores, debido sobre todo a la indecisión de los jefes franceses:

Con increíble celeridad treparon los cuerpos hasta las alturas, que forman aquella posición, uniéndose a ellos los tercios de Ledesma y Salamanca, que yendo a retaguardia de la división 3ª, y notando la intención de la vanguardia, se quedaron con ella, deseando sus Comandantes Don Luis de Lacy y Don Alexandro de Hore tener parte en la acción que se preparaba.

La Vanguardia se formó en la primera línea de batalla, con otra segunda en líneas cerradas, y a su flanco derecho la caballería para acudir con más prontitud a donde exigiesen las circunstancias; y el Batallón de Reales Guardias Walonas y tercios de Ledesma y Salamanca formaban una reserva, con el doble objeto de oponerse a algún cuerpo enemigo que pudiese haber vadeado el río por la parte del Oeste para atacar por su espalda la vanguardia, y de sostener en caso necesario las primeras filas.

No puede pintarse dignamente la militar actitud en que se hallaban todos los batallones, ni su deseo de que llegase a atacarlos el enemigo, como se esperaba por momentos, al ver su caballería e infantería marchar acelerada por la orilla derecha del Henares. Serían las tres y media quando se acabaron de situar nuestros batallones, avanzándose por los costados derecho e izquierdo los de tropas ligeras de Barbastro y Campomayor, rompiendo su fuego las guerrillas de ambos contra las enemigas, que habían pasado el río, y sosteniéndolo hasta después de anochecido. Pero las columnas francesas que observaron la excelente posición de la vanguardia y su denodada resolución de esperarlas hicieron alto, sin determinarse en toda la tarde a executar su ataque, ni aún a pasar el río[10].

El día 6 de diciembre, el grueso del ejército había llegado a Villarejo de Salvanés, en la provincia de Madrid, y al día siguiente cruzaron las tropas el río Tajo por los pasos de Fuentidueña y Estremera. En Villarejo se habían encontrado con el teniente general Pedro Llamas, quien había sido comisionado por el Gobierno para intentar la defensa de Aranjuez. Sin embargo, la situación era insostenible, pues los franceses se les habían adelantado, obligando al ejército a cambiar de nuevo el rumbo y poner dirección a la capital conquense, una posición estratégica, en mitad del camino real de Madrid a Valencia. El día 7 estaban en Belinchón, en el límite fronterizo entre las provincias de Madrid y Cuenca, logrando entrar en la capital el día 10, después de una larga marcha que les había obligado a atravesar media España en diecisiete días de avance apresurado.

Más allá de lo que indica el opúsculo estudiado, lo cierto es que la operación de repliegue no debió ser todo lo ordenada que éste indica; forma parte de la propaganda bélica, propia de este tipo de escritos, en la que abundan muchas veces este tipo de exageraciones, con el fin de influir en la moral de las tropas, en la desinformación del ejército enemigo o, como en este caso, en el que la publicación de la obra llegó con tanto retraso, incluso después de haber terminado la guerra, en el deseo de vanagloria o autocomplacencia de aquellos que han participado en las operaciones. En este sentido hay que tener en cuenta que ni siquiera el texto hace mención a una situación especialmente dolorosa que se dio nada más haber pisado tierras conquenses, en la que la indisciplina y la insubordinación de una parte de la tropa llegó a provocar nuevas bajas en el Ejército del Centro:

Referencia esta última a un lamentable suceso ocurrido dos días antes, el 7 de diciembre, hallándose el cuartel general en Belinchón. Liderados por un oficial de artillería a caballo, el teniente José de Santiago, algunos hombres, y en especial el destacamento de Carabineros Reales, quisieron obligar al general a que marchase sobre Madrid, si bien otros querían hacerlo hacia Sierra Morena. Esta sublevación sólo pudo darse coincidiendo con las fechas en que el relevo de mandos se hacía especialmente ominoso a ojos de estos hombres que habían sufrido tanto. De hecho, no podemos confirmar quien mandaba ese día 7 el ejército, bien el conde de Cartaojal, bien el teniente general La Peña En cualquier caso, figuras de poca relevancia carácter que oponer al motín. El caso se solucionó con el ajusticiamiento del teniente Santiago, cabeza visible de la revuelta, un sargento y un cabo, tras lo cual las tropas, y en especial los Carabineros, retomaron la disciplina, aunque muy desdibujada, como veremos pronto[11].

Es difícil saber el número de hombres que llegaron a Cuenca, de los veintisiete mil aproximadamente que habían salido de Tarazona. El documento estudiado no da este dato, y es sabido, además, que este tipo de fuentes no son muy fiables en lo que a ello se refiere. Como dato podemos citar el hecho de que, mientras la relación insiste en que el encuentro de Guadalajara se había saldado por parte española “sin haber perdido un solo hombre”, el boletín de las tropas francesas había publicado que el duque de Istria había conseguido arrollar a la retaguardia del ejército patriota, haciéndoles incluso un total de quinientos prisioneros, como reconoce también el documento estudiado, aunque fuera sólo para negarlo. Y además de las pérdidas en acción, hay que sumar también otras bajas por diferentes motivos; en este sentido, setenta y cuatro hombres del regimiento de Burgos se habían refugiado en Zaragoza, donde muy pronto se verían otra vez cercados por los franceses. Y de los que se habían incorporado al repliegue, uno de sus dos batallones y la mitad del otro, entre ellos el propio jefe del mismo, el brigadier Durán cayeron prisioneros en la acción de Bubierca, lugar en el que perdieron sus dos banderas.

Por todo ello, el número de treinta y seis mil hombres acinados en la ciudad del Júcar una vez llegado el ejército a ella que da el cronista Pedro Pruneda, del que luego hablaremos, me parece un tanto exagerada, aun sumando al número de tropas que habían llegado a la ciudad los hombres que llevaba consigo el teniente general Llamas y los escasos habitantes con los que entonces ésta contaba.



3.   LAS CONSECUENCIAS. LA BATALLA DE UCLÉS

El día 10 de diciembre, el Ejército del Centro entraba en Cuenca, una ciudad que por entonces ya había sufrido dos ocupaciones del ejército francés, la de Moncey en junio y la de Coulaincour en julio, y si la primera apenas había supuesto escasos daños para la población, la segunda supuso la destrucción de diversos edificios, así como la pérdida de hermosas obras de arte, entre ellas la famosa custodia de Becerril, e incluso un número importante de víctimas mortales. También había sufrido, por otra parte, la invasión de algunos voluntarios españoles, dan dolorosa y sangrienta para sus habitantes como ésta de Coulaincour.

Volviendo a lo que realmente nos ocupa, la marcha del Ejército del Centro desde Tudela hasta Cuenca, éste había pasado a ser mandado el día anterior por un general que, si cabe, estaba todavía más incapacitado para el mando que sus dos antecesores; se trataba de Pedro de Alcántara Álvarez de Toledo, duque del Infantado. El nuevo cambio en el mando del ejército se había realizado tras una junta de generales que se había celebrado el día anterior en el pueblo cercano de Alcázar del Rey (en aquel momento, el lugar recibía todavía el nombre de Alcázar de Huete). El general español replegó a la vanguardia de su ejército en el pueblo vecino de Jábaga, a diez kilómetros de la capital, mientras que el grueso de sus tropas eran instalados en toda la población conquense.

En la capital conquense se procedió a la reorganización del ejército y, sobre todo, a la sustitución de las bajas por nuevos reclutas, solicitados a todas las poblaciones cercanas. Por otra parte, se procedió a requisar alimentos para los hombres y forraje para los caballos, lo que empeoró las condiciones de subsistencia de los habitantes de todos los pueblos de la comarca. Además, las consecuencias de este hacinamiento de soldados en una ciudad pequeña y casi sin recursos, que, como se ha dicho, ya había sufrido en repetidas ocasiones las desdichas de la guerra debido a su especial situación estratégica, a medio camino entre la capital del reino, Madrid, y Valencia, uno de los puertos más importantes del país, fueron especialmente trágicas. A ello había que añadirse, además, las circunstancias propias del repliegue, y la difícil climatología de aquel invierno, especialmente frío. De esta manera ha descrito el cronista Pedro Pruneda la situación en la que se encontró la capital conquense después de la llegada del Ejército:

Retirándose casi a la carrera por un país estéril, y en una estación cruda, los soldados llegaban desnudos, hambrientos y cansados. La aglomeración de unos 36.000 hombres, en esta ciudad y pueblecitos inmediatos, produjo una epidemia de duró treinta y tres días, muriendo diariamente de ochenta a cien personas. Los cadáveres eran echados en cal viva en grandes zanjas detrás de la casa de beneficencia, en San Antón, San Jorge y la orilla del Júcar. Las nevadas y hielos duraron tres meses. Y a algunos soldados hubo que cortarles los dedos y aún los pies; tan grande fue la intensidad del frío[12].

Pero la larga marcha del Ejército del Centro por tierras de Zaragoza, Guadalajara y Cuenca también tuvo al final unas consecuencias fatídicas para el devenir global de la guerra, tras el epílogo trágico de la batalla de Uclés, todavía en tierras conquenses. En efecto, aún no se había repuesto del todo en Cuenca el grueso del ejército cuando, el 20 de diciembre, el duque del Infantado ordenaba al mariscal de campo Venegas la marcha de la vanguardia, que todavía se encontraba en Jábaga, en dirección a Tarancón. El objetivo era el de poder encontrar un camino abierto por el que poder intentar la ofensiva contra la propia capital madrileña, y dar así un definitivo golpe de efecto al desarrollo de la guerra. La salida de un número importante de efectivos franceses de Madrid, que había acudido hacia Valladolid en busca de las tropas inglesas de Moore, había hecho soñar a los españoles con la posibilidad de recuperar otra vez la capital madrileña.

A la dificultad que tenía la operación en sí misma había que añadirse la extremada crudeza de aquel invierno, que había dejado los campos sembrados de nieve. La idea era que el brigadier Senra atacara al mismo tiempo sobre Aranjuez, pero éste se atrasó en su ataque, temeroso de que pudiera ser atacado por el enemigo por uno de sus flancos. Los ochocientos dragones franceses que se encontraban apostados en Tarancón al mando del general Perreimond, fueron atacados por la vanguardia de Venegas, por lo que tuvieron que replegarse hasta Ocaña. El encuentro fue esperanzador para los españoles, en una actuación memorable sobre todo para las Reales Guardias Españolas, que rechazaros en dos ocasiones la carga de los dragones franceses, acción por la que obtuvieron un escudo de distinción a título colectivo.

La situación se mantuvo a partir de ese momento en un impasse, provocado por la debilidad de las tropas españolas, y la relativa escasez de las francesas en torno a Madrid y a Toledo. Sin embargo, el 9 de enero llegaba a Madrid otra vez la división de Desolles y una brigada holandesa, lo que dio más bríos a la ofensiva imperial. Tres días antes, Venegas había solicitado permiso a Infantado para retirarse a Cuenca, permiso que éste le había denegado con la excusa de que sería él quien acudiría a encontrarse con él en los confines de la provincia; como veremos, el encuentro se realizaría ya demasiado tarde para todos:

La disyuntiva era la de esperar a Victor en Tarancón hacerlo en Uclés, donde estaba la fuerza del brigadier Senra, unos 6.000 hombres con tres batallones destacados en Villarrubio. Puestos de acuerdo, Venegas retiró su fuerza cerca de la medianoche del 11 bajo un intenso chaparrón y consiguió reunir su maltrecha división en Uclés el 12. Por el camino había dejado tres batallones apoyados por algo de caballería en Tribaldos, que junto con los de Villarrubio le servirían de pantalla protectora y de pronta alarma.

Por su parte, Victor, que en esa fecha aún desconoce exactamente dónde para Venegas, avanza desde Aranjuez en un amplio frente. Desde ese momento su Cuerpo operará en dos frentes: la división de Villatte y la de Latour-Maubourg y sus 6 cañones de acompañamiento, por Fuente de Pedro Naharro, y la de Ruffin, con la brigada Beaumont, por el vado de Villamanrique, con un destino común: Tarancón[13].

Los franceses contraatacaron desde Aranjuez al mando del mariscal Victor, conde de Belluno, con un ejército compuesto por catorce mil soldados de infantería y tres mil de caballería. En la noche del 11 de enero, estos se encontraron en las llanuras de Tribaldos, entre Uclés y Tarancón, con los hombres de Venegas, a los que se habían unido ya las tropas de Senra para formar un ejército cercano a los diez mil hombres, entre infantería y caballería. Como bien se ha dicho, Tribaldos fue, además de los prolegómenos de la batalla definitiva de Uclés, la tumba de una unidad completa del ejército español, el regimiento de Voluntarios de Madrid, que se acababa de crear aquel mismo verano. Junto a ellos, codo con codo, lucharon también los Cazadores de Bailén y los Cazadores de Las Navas de Tolosa, dos batallones ligeros que procedían de los Tercios de Tejas, una fuerza de choque creada para combatir en América, pero que no habían podido abandonar la península por el estallido de la Guerra de la Independencia. Todos ellos formaban la brigada que estaba al mando del general Antonio Ramírez de Arellano:

Durante las doras que aproximadamente dura esta acción, la infantería española, encabezada por los voluntarios madrileños, se afana en deshacer el camino de Uclés; pero es repetidamente cargada por los dragones franceses, que poco a poco van dejando sembrado de cuerpos dicho camino. Al final de la jornada, los hombres de Madrid, de Bailén y de las Navas, no pueden llegar a Uclés y son hechos prisioneros en su totalidad, con sus coroneles y banderas incluidos. Triste final para unas unidades que han mantenido el tipo hasta sus últimas consecuencias[14].

El 13 de enero de 1809 comenzó la batalla definitiva en Uclés, a la sombra del antiguo convento, sede del priorato de la orden de Santiago; curiosamente, su antiguo alcalde, Juan Pedro Talassac, de origen francés, se había visto obligado por este motivo a abandonar el pueblo en el mes de julio del año anterior. El centro de las fuerzas españolas, mandadas por el propio Venegas, se hallaban a la entrada del pueblo santiaguista, mientras Laporte y Senra mandaban a su vez las alas derecha e izquierda de las fuerzas nacionales. Por su parte, el brigadier Girón, que mandaba el ala derecha del ejército español, tampoco pudo hacer frente en Uclés al empuje de la división Ruffin, que había atacado desde Tarancón, rodeando a las tropas españolas por completo.

La superioridad numérica y táctica del ejército francés fue enorme, y a las pocas horas, la cantidad de cuerpos sobre el campo de batalla era desproporcionada, a lo que hay que añadir la gran cantidad de soldados hechos prisioneros por el ejército francés, que desde Uclés fueron conducidos a Madrid y encerrados en el Retiro. La batalla de Uclés supuso la pérdida de ocho mil bajas por parte española, entre los dos mil que fueron muertos o heridos y los seis mil soldados capturados por los enemigos. Por su parte, los historiadores no se ponen de acuerdo en el número de bajas habidas entre los franceses, aunque su número debió ser bastante bajo. Algunos de ellos desertaron y se incorporaron al ejército del rey José, pero la mayoría logró escaparse, aprovechando el alcantarillado del Retiro, pasando a engrosar las partidas de diversos guerrilleros como Chaleco y El Empecinado. El regimiento provincial de Cuenca, que también participó en la batalla, fue, como todos los demás, muy castigado por los franceses. Había llegado al lugar en condiciones lamentables, con la mitad de los hombres desprovisto de armamento, por lo que los desarmados tenían que esperar a que cayeran sus compañeros para poder coger sus fusiles. Incorporado en el ala izquierda, a las órdenes de Senra, y en uno de los puntos preminentes del despliegue, en el momento del ataque francés el resto de las unidades había perdido todo contacto con ellos.

Al día siguiente, la población civil de Uclés, como había sucedido en Cuenca unos meses antes, durante la invasión de Coulaincour, y como volvería a suceder también en los meses posteriores, durante la nueva ocupación de las tropas del propio Victor, se vería asolada por los excesos cometidos contra ella por las tropas del duque de Belluno. Recogemos de nuevo la escrito por Pruneda en su crónica:

Los vencedores se entregaron a abominables excesos. Los prisioneros que heridos se rezagaban eran fusilados. Uclés fue entrada a saco, y convertida en espantoso teatro de crímenes horrorosos. Setenta y seis habitantes, escogidos entre las familias más distinguidas, tres sacerdotes santiaguistas y un religioso carmelita, fueron bárbaramente asesinados. Más de trescientas mujeres, entre ellas monjas dominicas, después de haber servido al lascivo ardor de la soldadesca, fueron hacinadas en un montón para abrasarlas vivas, y muchas perecieron en las llamas. El pueblo fue incendiado, y quedó lleno de ruinas y reducido a una tercera parte de lo que antes era… El mariscal Victor entró en Cuenca, que quedó casi despoblada. Se repitieron los estragos y atropellos de Coulaincour. D. Luis de Bassecour estaba encargado del mando militar de la provincia, y no teniendo fuerzas para detener al general Lucotte, se retiró con la generalidad del vecindario del 17 de junio de 1810. Cuanto más se minoraba la riqueza de esta desgraciada ciudad, mayores eran la codicia y barbarie de los franceses. Quemaron casas, destrozaron muebles y ornamentos, y ávidos de riqueza, no respetaron la paz de los sepulcros ni las cenizas de los muertos.





4.       EL NUEVO REPLIEGUE HACIA SIERRA MORENA

Muy pocos fueron los que lograron escapar en dirección a Cuenca. Así lo refleja en sus memorias el brigadier Pedro Agustín Girón, jefe de la tercera división de Andalucía y uno de los jefes del las tropas que estaban situadas a la derecha: “Habiendo venido varios jefes y oficiales a manifestarme su resolución de hacer lo que les previniese y seguir mi suerte, les dije que exponiéndome a todo, iba a tratar de quedar prisionero, y preparándose a seguirme…metí las espuelas a mi caballo, que aunque mortalmente herido, corrió y saltó una zanja, que otros no pudieron, siguiéndome doce o trece oficiales, entre ellos Copons, el capitán de Guardias Walonas, marqués de Bassecourt, y otros tres oficiales de su Cuerpo, el coronel de Milicias Acedo Rico, y otros que no me acuerdo.”[15]

Los restos del ejército de Venegas, apenas ya unos tres mil hombres, se replegaron hacia Carrascosa del Campo, en el camino hacia Cuenca, donde se encontraron con el grueso del ejército, que había permanecido en la capital de la provincia, cuando estos, al mando del duque del Infantado, habían salido también de la ciudad, aunque demasiado tarde, para apoyar al conjunto de las tropas españolas que habían combatido en Uclés. Allí, en Carrascosa, se vieron otra vez atascados por el parque de artillería del primer cuerpo del ejército napoleónico, donde los dragones de los regimientos Lusitania y Castilla y los cazadores de Sevilla se vieron sometidos a un fuego devastador que les provocó un número de bajas cercano a la mitad de sus efectivos.

A partir de este momento iniciaron una nueva huida, perseguidos por los franceses, a través de la provincia de Cuenca en dirección a Murcia y Andalucía, una retirada mucho más caótica que la que, durante el mes anterior, les había llevado desde Tudela a la capital castellana, al mando de un militar como Castaños, mucho más capacitado para la guerra que el duque del Infantado. Todavía en tierras conquenses, en el término municipal de Tórtola, las tropas de Victor alcanzaron a la retaguardia española, a la que sometieron a una nueva derrota, en la que consiguieron quitarles los escasos restos de la artillería que aún habían podido conservar. Se trata de un nuevo error del militar español, que había obligado a sus hombres a conducir la artillería por unos caminos intransitables, cubiertos de nieve y barro.

El día 17 de enero, los españoles se encontraban todavía en Almodóvar del Pinar, muy cerca todavía de Cuenca, pero, aunque las tropas estaban muy cansadas, se dio orden de seguir el camino, pues se habían recibido noticias de que los enemigos se encontraban sólo a quince kilómetros. Así, los españoles siguieron en dirección a Motilla del Palancar, donde se decidieron a abandonar el camino real de Motilla y dirigirse otra vez hacia La Mancha, con el fin de intentar alcanzar desde allí Sierra Morena. Al llegar a Albacete recibieron por fin la noticia de que los franceses habían abandonado la persecución. Acamparon, unos en la propia Albacete y otros en el pueblo cercano de Chinchilla, pero el tifus volvió a hacer acto de presencia otra vez en unas tropas cansadas y hambrientas. El día 25 partieron hacia Hellín y Tobarra, y el día siguiente, Victor recibió la orden de regresar hacia Madrid; definitivamente, la persecución había finalizado. El duque del Infantado ordenó entonces dirigirse hacia Alcaraz y Santa Cruz de Mudela, en el camino real de Andalucía. El Ejército del Centro sólo pudo sentirse ya seguro cuando consiguieron cruzar las estribaciones de la cordillera Bética.

         Para acabar, una referencia al jefe militar de la provincia, Luis Alejandro de Bassecourt. Éste había participado en la acción de Uclés, al mando del regimiento de Guardias Walonas, y fue uno de los oficiales que, en el fragor de la batalla, y cuando ya todo estaba perdido, le habían solicitado a Girón que les dirigiera en la huida. Había nacido en la ciudad de Henchin, en Francia, pero llevaba desde finales de la centuria anterior incorporado al ejército español, habiendo ostentado además el gobierno militar en varias regiones, y también en el continente americano. Ascendido a mariscal de campo en 1809, llegó a ocupar el empleo de teniente general a partir de 1815. Su hermano, Juan, que también participó en la batalla de Uclés, moriría en 1811 en el sitio de Badajoz, como brigadier del ejército español.





[1] Relación de la retirada del Ejército del Centro desde la orilla derecha del Ebro hasta la ciudad de Cuenca, Madrid, Imprenta de Repollés, 1815.
[3] Ídem, p. 7.
[4] Ídem, pp. 11-12.
[5] Ídem, p. 12.
[6] Ídem, pp. 14-15.
[7] Ídem, pp. 16-17.
[8] Ídem, p. 18.
[9] VELA SANTIAGO, FRANCISCO (2015). El desastre de Uclés, 1809. Madrid: Almena, p. 5
[10] Relación de la retirada del Exército del Centro…”, pp. 19-20.
[11] VELA SANTIAGO, FRANCISCO (2015), p. 15.
[12] PRUNEDA, PEDRO (1869). Crónica de la provincia de Cuenca. Madrid: Editores Rubio, Grilo y Vitturi.
[13] VELA SANTIAGO, FRANCISCO (2015), pp. 24-25.
[15] Idem, pp. 27-29.

viernes, 25 de octubre de 2019

La moneda, un medio seguro de pago para los pueblos comerciantes

Abrimos a partir de esta semana una nueva perspectiva, diferente a todo lo que hasta ahora hemos venido haciendo desde este altavoz, pero sin olvidar nunca, por supuesto, nuestro principal foco de interés: la divulgación de todo lo que está relacionado con nuestro pasado. En efecto, desde este momento, las entradas tradicionales que hemos venido colgando desde el inicio de este blog, dedicadas principalmente a todo lo referente a la historia de la ciudad y la provincia de Cuenca, alternarán con otro tipo de entradas, en las que el texto se reducirá en beneficio de las imágenes. Serán entradas al modo de pequeñas presentaciones de power point, esquematizadas, precedidas, eso sí, con una leve introducción en la que explicaremos qué es lo que el lector va a poder encontrar en las diferentes imágenes que van a conformar cada una de las entradas. Eso sí, repetimos, sin olvidar tampoco las entradas tradicionales de texto, al estilo de las que hemos venido colgando hasta la fecha, en las que seguiremos primando la historia local y provincial conquense, pero sin olvidar tampoco, como venimos haciendo hasta ahora, cualquier otro aspecto relacionado con la Historia en general, desde artículos de opinión hasta breves referencias a libros de interés general, o incluso novelas históricas, género que sigue manteniendo un considerable interés para los lectores.

         Iniciaremos esta nueva perspectiva con una serie de conferencias que hace algunos años di en la asignatura de Didáctica de la Historia, en la Universidad de Castilla la Mancha. Comuesta de diez clases, trataban de explicar, en cada una de las grandes etapas históricas de la civilización, los aspectos principales que marcaron dicha etapa. Obviaré el orden cronológico, buscando en todo momento los aspectos que considero más interesantes. Y en este sentido, empezaremos con el origen de la moneda, que marcóm, entre los siglos V y VI a.C., un nuevo rumbo al comercio, primero en el Mediterráneo oriental, y después por todo el mundo conocido. Porque la moneda como forma de pago, aunque nacida en Lidia y en las islas y riberas de los mares Jónico y Egeo, se trasladó pronto a cualquier parte del mundo, sustituyendo así a otras formas de intercambio de valores. Pero la moneda también tuvo su prehistoria, en forma de diferentes bienes naturales, metálicos o no metálicos, que han sido llamados premonedas por los numismáticos. 

















jueves, 17 de octubre de 2019

La sociedad minera Santa Filomena: liberalismo y capitalismo en Cuenca a mediados del siglo XIX


A lo largo de todo el siglo XIX, la sociedad europea se fue transformando, al calor de una revolución industrial que se había iniciado en Inglaterra en la centuria anterior, y de una revolución política de carácter burgués que, primero en Francia, a partir de 1789, y después, ya durante la centuria decimonónica, en el resto del continente, conseguiría derrotar definitivamente los postulados del Antiguo Régimen y de la monarquía absolutista. Por supuesto, no en todos los países el proceso se llevaría a cabo de la misma manera y con la misma importancia, y dentro de cada país, tampoco en cada región o comarca esa revolución burguesa, liberal, se llevó a cabo de la misma forma. En España, esa revolución significó el despegue económico definitivo de algunos focos territoriales situados sobre todo en las regiones del norte del país, como Cataluña y el País Vasco, e incluso en Andalucía o Murcia surgieron o se revitalizaron antiguos focos mineros en Cartagena o Riotinto. Mientras tanto, gran parte del país, principalmente Castilla, los cambios no fueron todavía demasiado importantes.

La provincia de Cuenca es un claro ejemplo en este sentido. La ciudad del Júcar había sido hasta finales del siglo XVI la capital de una comarca  que contaba con una explotación ganadera importante, lo que había generado al mismo tiempo el fuerte desarrollo de algunas industrias, como la textil, derivadas de aquella ganadería lanar, de la que las tierras conquenses eran grandes productoras. Sin embargo, la importante crisis económica que se produjo en el siglo XVII en toda la corona de Castilla significó al mismo tiempo el declive de la ciudad, un declive del que ya nunca se recuperaría, a pesar de algunos intentos de revitalización que se llevaron a cabo en los años de la Ilustración, a impulsos sobre todo de Antonio Palafox y de la Sociedad Económica de Amigos del País. Durante el siglo XVIII los nobles, que eran los principales beneficiarios del sector ganadero conquense porque eran propietarios de grandes cabañas, fueron abandonando la ciudad, dejando la propiedades que tenían en ella en manos de administradores locales, profesionales casi todos de la abogacía y del comercio, que en parte se fueron convirtiendo poco a poco en las nuevas élites sociales. Después, con la desamortización, ese proceso de conversión de la antigua élite nobiliaria por la nueva élite burguesa, terminaría por convertirse en una realidad.

Y es que aunque en Cuenca, como pequeña ciudad castellana que era, aquella revolución industrial no llegaría nunca a producirse del todo, si observamos detenidamente la documentación podemos darnos cuenta de que incluso aquí, también se produjeron en este periodo algunas escasas modificaciones en este sentido. Ya he mencionado como incluso en la centuria anterior se habían producido los primeros intentos de regenerar la paupérrima economía de la ciudad por parte de algunos ilustrados conquenses, como el futuro obispo Palafox, y entre ellas la instalación de una fábrica de seda en la antigua casa de la moneda, adscrita a la madrileña fábrica de los llamados Cinco Gremios Mayores.

También en este sentido hay que destacar como mucho tiempo después, ya a mediados del siglo XIX, se van a dar algunos intentos de revitalizar la economía, y entre ellos son particularmente interesantes para nuestro estudio los que se produjeron dentro del campo de la minería. En efecto, en una provincia como Cuenca, en la que buena parte de su espacio geográfico está ocupado por una serranía que cuenta con una importante masa forestal, y con un suelo al mismo tiempo rico en hierro, que había generado durante la Edad Moderna la instalación de algunas herrerías de importancia, durante los años cuarenta y cincuenta de la centuria se fueron creando diversas compañías que tenían como misión la explotación de carbón de origen vegetal, pero también de diferentes recursos metalíferos, principalmente el hierro. Ejemplo de esas nuevas industrias pueden ser la sociedad La Afortunada, creada en junio de 1849 para explotar una mina de estaño y cobre que existía en la hoz del Poyo de Torrepineda, en la tierra de Huete, o la sociedad minera La Oriental, que surgió en marzo de 1854, para la extracción de carbón de piedra en el paraje denominado Cerro de Enmedio de Altarejos, en el término municipal de Campillos Sierra; la mina en cuestión se había registrado con el nombre de La Reparadora.

Entre los protocolos notariales que se conservan en el Archivo Histórico Provincial de Cuenca y se corresponden con estos años intermedios de la centuria decimonónica, hay algunos ejemplos de la creación de este tipo de sociedades. Sin embargo, la documentación que procede de la Jefatura Provincial de Minas, que se conserva en el mismo archivo y se encuentra todavía prácticamente virgen para los investigadores, será la que proporcione al historiador una visión más de conjunto sobre la verdadera importancia que tuvo este hecho. Por mi parte, mi interés radica en sacar a la luz el proceso de creación de una de estas sociedades, la Sociedad Minera Santa Filomena, que en aquella época se constituyó también con el fin de explotar una mina de cobre en el término municipal de Garaballa, en la serranía baja de Cuenca, cerca ya de la provincia de Valencia, a través de diversos protocolos notariales registrados en aquellos años. Fue un proceso relativamente largo, desde el mes de marzo de 1854, cuando se firmó la primera escritura pública de la sociedad de la que tenemos noticia, hasta enero de 1860, aunque de la lectura de la documentación podemos concluir que la historia se remontaba incluso a finales de la década anterior. En esa última fecha se firmaba una nueva escritura de constitución, con unas nuevas estipulaciones no recogidas en las escritures anteriores, que recoge además las condiciones económicas que afectaban a sus socios y el nombre de estos.

Pero, ¿quiénes eran los que formaban esa nueva alta sociedad conquense que fue creciendo a partir de mediados del siglo XIX? Para el caso de la sociedad Santa Filomena, eso es precisamente lo que voy a intentar estudiar, siquiera por encima, en la última parte de este trabajo, pero conviene por el momento afirmar que las personas que constituían la sociedad están también relacionadas con el proceso desamortizador que se venía llevando a cabo desde algunas décadas antes. En efecto, veremos como muchos de los miembros de la Sociedad Minera Santa Filomela aparecen en las listas de compradores de bienes, en algunos casos durante la desamortización de Mendizábal, pero sobre todo en la posterior de los bienes comunales, llevada a cabo  por Madoz.

Insistiremos algo más en este sentido, pero conviene recordar que incluso a nivel general, ya con el cambio de siglo se va a producir, en Cuenca como en el resto de España, la elevación social de algunos apellidos que para entonces ya eran usuales en entre diferentes profesiones liberales, como el derecho o el comercio (Escobar, Arribas,…). Al mismo tiempo, van a llegar a la ciudad desde diferentes puntos del país nuevas familias con tradición en el comercio o en esas profesiones liberales; los Zomeño, procedentes de la todavía comarca conquense de Utiel, dedicados a la abogacía y a la medicina; los Catalina, procedentes de Budia, en la provincia de Guadalajara, de entre cuyas filas nacieron ya en Cuenca personajes tan influyentes como el futuro ministro Severo Catalina y su sobrino, Mariano Catalina Cobo; o Andrés Aguirre, liberal, perseguido por su ideología en los años que siguieron al Trienio Liberal, padre del filántropo Lucas Aguirre. Serían estas familias, unas y otras, junto a otras que fueron surgiendo también en los pueblos más importantes de la provincia, las que van a adquirir importantes bienes en ambas desamortizaciones, y las que en este periodo, a mediados del siglo XIX, van a constituir la oligarquía social y económica de Cuenca.



Primeras actuaciones de la Sociedad Minera Santa Filomena

            El primero de los documentos relacionados con la Sociedad Minera Santa Filomena que hemos podido encontrar está fechado el 18 de marzo de 1854[1]. En efecto, fue aquel día cuando los miembros de la junta directiva de dicha sociedad se presentaban n el despacho del escribano público de la capital conquense, Mariano Saiz, con el fin de dar carta de naturaleza a la sociedad. No obstante, y por lo que se verá, no debían ser estas las primeras constituciones de la misma. Los miembros de la junta directiva y que como tal se encontraban presentes en ese momento ante el notario eran en ese momento Manuel Saiz de Albornoz, como presidente; Juan Pablo Piquero, como tesorero, Hilaríón Muñoz como contador; y Valentín Pérez Montero, como secretario. No obstante, la prehistoria de esta nueva sociedad industrial debía retrasarse, al menos, hasta seis años antes. En efecto, ya en el mes de febrero de 1848, y según se describe en el mismo documento, ya se había instituido la sociedad, formada en ese momento, y como primeros accionistas, por el propio Juan Pablo Piquero, Juan Patiño, Cipriano Sierra y Casimiro López, con el fin de explotar un criadero de cobre que había sido hallado en el paraje denominado Barranco de la Canaleja, en el término municipal de Garaballa, un pequeño pueblo en la serranía baja de Cuenca. La mina había sido registrada con anterioridad a nombre de José y Ángel Terrades y Julián Ortiz, vecinos del pueblo cercano de Henarejos, y por el ya conocido Jun Pablo Piquero, quien lo era a su vez de la capital de la provincia. Sin embargo, tuvieron que pasar tres años, hasta el 24 de enero de 1851, para que se llevara a cabo la primera reunión de la sociedad, ya firmemente constituida, reunión en la que fue aprobado el articulado por el cual debía rejírse,  así como el nombre que debía llevar tanto ésta como la propia mina a explotar: ambas llevarían el mismo nombre ya conocido de Santa Filomena.

En el mismo documento también se hacía constar que en el mes de abril de ese mismo año se le había dado al director de la mina, un ingeniero de apellido García del cual nada más hemos podido saber, un poder para que en su nombre examinara algunas vetas del mineral que habían aparecido también en el término vecino de Talayuelas, con el fin de comprobar la posibilidad y rendimiento de su explotación. En una reunión posterior de la sociedad celebrada en el mes de agosto de 1852, y ante el resultado del examen del ingeniero, se aprobó que también podría resultar factible la explotación de la nueva veta, pasando por este motivo la sociedad a disponer de un segundo criadero de mineral, criadero que fue registrado con el nombre de La Amistad. Al mismo tiempo, se nombraban como responsables directos de esta nueva explotación a dos miembros de la sociedad, Julián Ortiz y el ya citado Casimiro López.

Así pues, el motivo de esta nueva escritura no debía ser otro que la renovación, más que la propia creación de esta sociedad, a raíz de ciertos problemas que habían surgido entre algunos de sus miembros, a partir del descubrimiento de esta segunda veta de mineral. Esto debía haber provocado la aprobación de unos nuevos estatutos, no transcritos sin embargo en la propia acta  notarial, pero que en lo importante debían ser similares a los que ya habían sido aprobados anteriormente, así como, quizá, nombramiento de una nueva junta directiva, en las personas ya citadas anteriormente. También se estipulaban, eso sí, cómo estaban repartidas la totalidad de las acciones que conformaban el capital de la sociedad, y la manera en la que se debería actual en el caso de que ésta, por algún motivo, tuviera que darse por finalizada.

Pero antes de continuar con las vicisitudes de la sociedad económica, una de las primeras empresas en ese nuevo capitalismo conquense del que apenas se conoce nada, habría que hacer una pequeña referencia a quien era la dueña de los terrenos en los que se asentaban las minas, pues su importancia social y política trasciende con mucho el simple espacio geográfico conquense, e incluso el nacional. Y es que esta persona no era otra que la marquesa de Moya, título que el que los Reyes Católicos habían premiado al que había sido tesorero real de Enrique IV, y también después de su hermana Isabel, el conquense Andrés de Cabrera, y a su esposa, Beatriz de Bobadilla, que a su vez era camarera de la reina. Título que, en definitiva, en aquel momento estaba en manos de la propia emperatriz de los franceses, Eugenia de Montijo. Su nombre real era María Eugenia Palafox Portocarrero y Kilpatrik, y había heredado el título, como otros muchos títulos y entre ellos también el de conde de Montijo, de su padre, Cipriano Palafox y Portocarrero. Se trataba éste de un militar liberal y afrancesado que había combatido en la Guerra de la Independencia del lado de José Napoleón, y que sin embargo no por ello perdió los derechos que tenía sobre diversos títulos nobiliarios. La hermana de Eugenia, María Francisca Palafox, estaba casada a su vez con Jacobo Fritz-James Stuart y Ventimiglia, duque de Alba, que era nieto de María Teresa de Silva Álvarez de Toledo, la famosa duquesa que había sido pintada por Goya en 1795.

Volviendo a nuestra sociedad minera, los motivos de la modificación deben estar relacionados también con el hecho de que el 29 de diciembre de 1853, varios vecinos de Cuenca, Luis Mediamarca, Julián Salcedo y Nicolás Muñoz, habían registrado también un nuevo criadero de cobre y hierro en los mismos terrenos de la condesa, en un paraje colindante con la mina Santa Filomena, para cuya explotación habían constituido así mismo una nueva sociedad bajo el nombre de La Momentánea. Sin embargo, y ante la dificultad de intentar extraer por sus propios medios el mineral existente, habían decidido ceder gratuitamente su explotación a la sociedad Santa Filomena, mediante una escritura pública que habían mandado redactar ante el mismo notario de la capital, Mariano Saiz. No obstante, debieron arrepentirse muy pronto de aquella decisión, pues otra vez y ante el mismo notario, en mayo de 1854 los tres personajes antes citados, y un cuarto cuyo nombre, cosa extraña, no figura en el documento, decidieron, al amparo de la sociedad que habían constituido, explotar directamente la mina descubierta por ellos, a la que ya habían dado el nombre de La Provisora[2].

A partir de 1856 se van a producir nuevas actuaciones en la sociedad Santa Filomena. En este sentido, el 11 de febrero de ese año, se firmaba un contrato entre los miembros de la sociedad, representados otra vez por su junta directiva, y Juan Jiménez Granados, vecino de Lorca (Murcia).  Según el documento, éste último adquiriría todo el material que fuera extraído en la mina que se encontraba en el término de Garaballa[3]. El comprador, que eran natural del pueblo de Tahal, en la provincia de Almería, estaba representado en el acto por un vecino de Murcia, Antonio Abellán Culebras, para la cual había mandado redactar un poder notarial el 5 de octubre del año anterior. Por parte de la sociedad minera, como se ha dicho antes, firmaban el documento los miembros de su junta directiva, que eran prácticamente los mismos que en 1854, con un único cambio. El anterior contador, Hilarión Muñoz, quien había fallecido el año siguiente, había sido sustituido por Julián Salcedo. Por otra parte, Francisco Javier Ballesteros figuraba como vicepresidente de la sociedad, cargo que no aparecía mencionado en el primer documento.

A tenor de la letra del protocolo, se trataba en realidad de un contrato de arrendamiento de la mina. En efecto, y según la primera de dichas estipulaciones, esta sería entregada al arrendatario “su laboreo y explotación, de su cuenta propia y exclusiva, por el tiempo de tres años, contados desde el día que se verifique la entrega de la mina.” A cambio de ello, el arrendatario debía entregar a la sociedad la quinta parte del valor del material extraído, pudiéndose quedar él con las cuatro partes restantes. Al mismo tiempo, la sociedad debía entregar a Granados los útiles necesarios para el trabajo, útiles que les serían devueltos una vez finalizara el contrato, además de aquellos otros que habían sido aportados por el propio arrendador: “En el predicho caso de haber expirado el tiempo del contrato, éste tendrá obligación a dejar en poder de la sociedad, si ésta lo exigiere, cuantos instrumentos y efectos hubiere traído a la mina de su cuenta, para la más fácil y conveniente explotación de ella, debiendo ésta abonar el valor que según su estado tuviera, mediante justiprecio equitativo que se hiciere.”

Se estipulan además otra serie de condiciones, de acuerdo a lo que suele ser usual en todos los contratos de este tipo, y entre ellos destaca la obligatoriedad del arrendatario de velar por el perfecto estado de la mina y de las construcciones anexas. Por otra parte, y dado que el propio Juan Jiménez Granados no tenía pensado trasladarse a Garaballa para llevar a cabo la explotación de manera directa, se reservaba el derecho de nombrar a dos apoderados para hacerlo, uno en el pueblo manchego y el otro en la capital de la provincia, al mismo tiempo que la sociedad Santa Filomena también nombraba a un apoderado en Garaballa que pudiera velar por sus intereses; serían ellos los encargados de dirimir cualquier tipo de problema  u observación que pudieran surgir entre las partes. Sin embargo, muy pronto debió surgir algún tipo de problemas entre la empresa y el arrendatario murciano, pues ya el 2 de junio del año siguiente, 1857, el nuevo presidente de la sociedad, Ambrosio Yáñez, acudía con el propio Juan Jiménez Granados otra vez ante el mismo notario de la ciudad, Mariano Saiz, con el fin de rescindir de manera pacífica el contrato[4]. Los motivos de la decisión no constan expresamente el documento, pero sí el hecho de que la decisión iba a ser beneficiosa para ambas partes.

Hemos podido encontrar, aparte de la documentación notarial estudiada, algún dato relativo a estas minas. Así, consta que la veta principal de la sociedad, la que recibía el mismo nombre que ésta, ya era conocida en el siglo XVIII, aunque no sería explotada  de forma constante hasta la centuria siguiente. Encajada entre calizas y cuarcitas, costa de un pozo central que se extiende a través de diversas galerías. A principios del siglo XX sería nuevamente demarcada con el nombre de La Felicidad[5]. Y respecto a la mina de Talayuelas, J. Julián Huerta ha publicado también un trabajo pormenorizado desde aspectos puramente técnicos y geológicos que, por sus condiciones, no creo necesario siquiera resumir; remito a los posibles interesados la lectura completa del texto[6].



EL DOCUMENTO DE 1860

Y después de todos estos antecedentes, ¿qué fue lo que pudo motivar a los miembros de la Sociedad Minera Santa Filomena que tuvieran que acudir otra vez el 5 de enero de 1860 de nuevo al despacho de uno de los notarios de la ciudad, con el fin de volver a registrar unas nuevas constituciones de la misma?[7] Como hemos podido ver, la empresa llevaba ya doce años de actividad, con un mayor o menor aprovechamiento económico (a este respecto no tenemos dato alguno), y por ello no nos parece demasiado lógico el título que aparece en la cabecera notarial, como si de una creación ex novo se tratara: “Constitución de la sociedad especial minera Santa Filomena por don Francisco Javier Ballesteros y consortes”. El motivo real, sin embargo, sí nos aparece explícito en el propio documento, aunque un tanto escondido detrás de un extenso proemio de lo que había sido la sociedad desde su creación en 1848 hasta ese momento: la nueva ley de minas, que había sido publicada por el gobierno el 6 de julio del año anterior, que obligaba a redactar una nueva escritura pública e incluso a buscar una nueva denominación a la empresa. En aquel momento, la junta directiva, que se había hecho presente ante el notario, tampoco había cambiado demasiado respecto a la que ya conocemos: Francisco Javier Ballesteros, vicepresidente; Juan Pablo Piquero, tesorero, Valentín Pérez Montero, secretario; Santos López, contador, y Ramón Mochales y Juan Patiño como suplentes, es decir, vocales de la junta.

En el expediente se transcribe una certificación firmada por el secretario de la sociedad, en la que éste deba fe de los términos que habían sido contraídos en la junta que se había celebrado el día anterior con este fin. Es curioso el hecho de que la reunión había sido presidida por su vicepresidente, Francisco Javier Ballesteros, lo que hace suponer, unido al hecho de que el presidente tampoco se había presentado ante el notario, que en ese momento este cargo se encontraba vacante. Según el documento, en realidad, la junta lo único que había hecho era continuar la sesión que había quedado interrumpida algún tiempo antes, el 26 de septiembre del año anterior, a la espera de un informe que debía redactar uno de sus socios, el ya citado Ambrosio Yáñiz, vecino de Las Majadas, y que debía ser relativo a las medidas que la sociedad debía llevar a cabo para cumplir la nueva ley que había sido aprobada por el Gobierno. Precisamente, este Ambrosio Yáñiz, tal y como hemos podido comprobar, era el presidente de la sociedad en 1857, a pesar de que en ningún momento se mencione ese hecho, lo cual nos ratifica todavía más en el hecho de que la sociedad, en ese momento, se encontraba sin presidente.

En la junta se clasificó a todos sus socios en tres grupos diferentes: los que se hallaban presentes en ella; los que, no estando presentes, habían dado previamente poder representativo a otros socios; y aquellos que ni estaban presentes ni se hallaban representados. Adelantaremos ahora el nombre de todos ellos, aunque en el capítulo siguiente intentaremos realizar un estudio social y económico de ellos. En efecto, y dejando aparte a los que ya conocemos por otros documentos anteriores, podemos citar, entre los que vivían en Cuenca, a Manuel Moreno, Luis Mediamarca, Mónico Escribano, Nemesio Piñango, Santos López, José Laso (no está claro si es socio o sólo representaba a uno de los socios no asistentes), José Ferrán, Nicolás Muñoz, Juan Antonio Rodríguez, Lesmes del Castillo, Pedro Celestino Castro, Leoncio López, Pedro Antonio de la Fuente, Gregorio García Blasco, Domingo Elorza, Tomás Rodríguez, Saturio Camarón, Apolonio García, Juan José Triguero, Manuel Pajarón, Julián Salcedo, Victoriano Palomo, Manuel Trillo y Francisco Cantero. También había algunos socios que eran vecinos de diferentes pueblos de la provincia: Julián Ortiz, de Henarejos; María Antonia Soto y Feliciano Mediamarca, de Fuente de Pedro Naharro; el conde de Buenavista Cerro, de Belmonte, y Francisco Arribas, de Tragacete. De Requena, población y comarca que muy poco tiempo antes había pasado a la provincia de Valencia, también procedían bastantes socios: Gregorio Medrano, José Antonio e Ildefonso María Ferrer, y Blas y José María Cuartero. También había un vecino de Albacete, Ángel Arribas Ugarte, y varios de Madrid: el conde de San Luis, Justo Zorrilla Onduvilla, José y Felipe Gómez, Felipe Saiz y José María Carbonell. Un total de cuarenta y ocho miembros, de los cuales únicamente diez habían asistido a la reunión. Es también presumible que la mayoría de los socios radicados en la corte tuvieran algún tipo de intereses económicos y personales en Cuenca, más allá de su pertenecia a la sociedad.

Como acuerdo más importante de la junta, se había aprobado el nuevo nombre de la sociedad, que a partir de ese momento pasaba a denominarse Sociedad Especial Minera Santa Filomena, y se daba poder a los miembros de su junta directiva antes mencionada,  a otorgar las nuevas escrituras notariales. A partir del folio 38 del documento, y hasta el 56, aparece así transcrita la nueva constitución de la sociedad renovada, tras un pequeño preámbulo, característico de este tipo de documentos: “Doña Isabel Segunda, por la Gracia de Dios y de la Constitución de la Monarquía Española, Reina de las Españas. Por cuanto a la Sociedad Santa Filomena tuve a bien otorgarle la concesión de la mina de cobre argentífero denominada Santa Filomena, sita en término de Garaballa, provincia de Cuenca, con las condiciones que se especificarán y fueran aceptadas, he venido a resolver con fecha veintinueve de mayo que se expida el presente título de propiedad, conforme a lo prescripto en el artículo quinto de la Ley de Minería, con la inserción de las condiciones siguientes:”

A continuación se expresan dichas condiciones, relacionadas con la demarcación geográfica de la propia mina (es curioso que dicha demarcación está formada realmente por tres minas muy próximas entre sí, llamada una de ellas Álvarez de Toledo, apellido muy relacionado con la casa de Alba, y por lo tanto también con la propietaria de los terrenos en los que se asentaban las vetas), con la obligatoriedad de reparar los daños que sobre el terreno pudieran provocarse por su explotación, incluidos los que pudieran producir las aguas subterráneas que se encontraban en algunas de las galerías; con la obligación de mantener en activo al menos a cuatro trabajadores, que serían vecinos del propio pueblo; con la prohibición de abandonar los trabajos excepto en caso de fuerza mayor,… En definitiva, en la obligación de mantener la mina en sus condiciones adecuadas para la explotación, incluyendo la obligatoriedad de realizar los trabajos necesarios para que no corrieran ningún peligro tanto los propios trabajadores como los posibles transeúntes que pudieran concurrir por la zona.

En concreto, esta parte del documento no era en realidad más que la propia autorización real para la explotación de la mina, algo que ya había sido firmada por la reina Isabel II el 10 de junio de 1857, y en el mismo constaba también al pie del documento, según la certificación que había hecho el notario, el sello del Ministerio de Fomento y la firma de su titular, Claudio Moyano. También aparecían los sellos y las firmas preceptivas de las diversas administraciones, tanto provinciales como locales, así como una diligencia, firmada por los representantes de la sociedad y por el teniente de alcalde de Garaballa, Gregorio Marín, en la que se describía con rotunda claridad las diferentes galerías que conformaban la mina o conjunto de minas que conformaban la explotación.

A partir de ahí, se incluye ya lo verdaderamente novedoso del documento, el articulado completo que había sido aprobado por la úlitma junta. Éste estaba formado por treinta y tres puntos o constituciones, que eran las que debían regir a la sociedad Santa Filomena a partir de ese momento, y que en lo sustancial, de todas formas, eran bastante parecidos a los que la habían regido hasta ese momento, adaptándolas, eso sí, a la nueva ley que había sido aprobada por el ministro Moyano, y el gobierno de Leopoldo O’Donell. No es el interés de este trabajo desmenuzar aquí cada uno de los aspectos de esas nuevas constituciones, que en realidad afectan más a los aspectos puramente económicos que a los históricos, pero sí quiero destacar algunos de ellos, pues son importantes para llegar a conocer mejor el funcionamiento interno de la sociedad que estamos estudiando: el total de las acciones que las componían, cien de pago y diez más de carácter gratuito, repartidas de manera no proporcional entre todos los miembros, de forma que mientras unos socios sólo disponían de una acción, otros tenían cinco o más de ellas; la composición de los cargos directivos, que en un primer momento, y hasta que la sociedad pudiera disponer de un capital importante que permitiera gratificarles con un sueldo, debían ser de carácter gratuito; la duración de los cargos, que debían ser renovables cada dos años, aunque pudieran ser reelegidos con carácter voluntario; la celebración de dos juntas generales ordinarias cada año, en las que se daría cuenta a todos los socios de la marcha de la compañía, socios que podrían ser representados en dichas reuniones por otras personas, así como de un número indefinido de juntas extraordinarias, de acuerdo a ciertos condicionantes de convocatoria que también aparecían claramente estipulados en el texto,… En definitiva, todo lo que solía ser usual en una sociedad mercantil de estas características para asegurar su correcto funcionamiento.

Estamos seguros de que futuras incursiones en la sección notarial del Archivo Histórico Provincial de Cuenca, así como también en de la Jefatura Provincial de Minas, cuyos fondos también se encuentran en este mismo archivo, proporcionarán nuevos datos más concluyentes sobre la Sociedad Minera Santa Filomena. Una sociedad hasta ahora prácticamente desconocida, a pesar de ser una de las  primeras sociedades industriales, si se puede llamar así, de ese incipiente capitalismo conquense que surgió a raíz de esa nueva sociedad liberal que se fue asentando a lo largo de toda la centuria del XIX. Porque Cuenca, a pesar de la escasa importancia de su factor económico y social (al contrario de lo que había sucedido, como ya sabemos, durante los siglos XV y XVI), también tuvo su oportunidad de crecer económicamente en este periodo precapitalista; oportunidad que, como ha venido ocurriendo a lo largo de los tiempos, por unas o por otras razones, siempre acabó perdiendo.  




EL FACTOR HUMANO DE LA SOCIEDAD MINERA SANTA CATALINA

El documento de 1860 es especialmente interesante para nuestro trabajo, por cuanto nos permite conocer determinados aspectos sociales, económicos y profesionales de gran parte de los miembros que conformaban la Sociedad Minera Santa Filomena, más allá incluso de aquellos que conformaron su junta directiva. Al menos, de aquellos que eran vecinos de Cuenca, y como tal han dejado más huella en los archivos conquense, aun cuando, como es lógico suponer, y en algún caso es así, muchos de los que vivían fuera de la ciudad mantenían también en la ciudad del Júcar ciertos intereses económicos. Como veremos a continuación, ellos conformaban una parte importante de aquella incipiente burguesía conquense del siglo XIX, si bien a una nivel que en realidad debemos considerar medio o medio-alto. Esa parte de la sociedad que detentaba las relaciones de poder en una ciudad, Cuenca, que en aquellos momentos estaban empezando a despertar de su letargo de siglos, encerrada en sí misma y en el mínimo caserío que conformaba su parte amurallada. Dejaremos de lado en esta parte del estudio a dos de los nombres citados, dos apellidos por otra parte muy bien relacionados en la Cuenca de la época, por no poder saber con seguridad si formaban ellos mismos parte de la sociedad o sí sólo representaban a otros socios. Nos estamos refiriendo a José Catalina y José Laso.

Es cierto, como hemos podido ver, que también la nobleza estaba en parte representada en la nómina de los socios de nuestra empresa minera, pero se trataba más bien de una nobleza que no tenía nada que ver ya con aquella nobleza territorial que era propia de las centurias anteriores, y que ya en el siglo XVIII prácticamente había abandonado la ciudad. Se trataba ésta de una nobleza de carácter liberal de nuevo cuño, que aunque mantenía ciertos intereses agrícolas en algunas partes de la provincia, no era ajena a esas nuevas fuentes de riqueza propias de la sociedad preindustrial, como podían ser incluso los negocios. Es el caso del conde de Buenavista Cerro, título que había sido otorgado en 1807 al belmonteño Diego de Ventura de Mena y Cortés, regidor de Puebla don Fadrique y diputado por Cuenca en las Cortes de Cádiz[8]. Fallecido en 1817, heredó el título su hijo, Ignacio de Mena y La Quintana, si bien tampoco podemos saber a ciencia cierta si era éste quien mantenía acciones en Santa Filomena, o lo fueron algunos de sus sucesores. Hay que decir que una hermana de éste, Felisa, se casó en Belmonte con el coronel de caballería Joaquín María Melgarejo y Espinosa, siendo los hijos de este matrimonio los que heredaron después el título en cuestión.

De más reciente adjudicación era el título de conde de San Luis, con el cual acababa de premiar Isabel II doce años antes, en 1848, al periodista y político sevillano Luis José Sartorius y Tapia, quien al mismo tiempo era vizconde de Priego[9]. Llegado a la capital madrileña para hacer carrera con el periodismo, donde fundó El Heraldo, uno de los principales medios de difusión del partido moderado, muy pronto saltó también a la política, habiendo sido elegido diputado en 1843. En los años siguientes ejerció diversos cargos, a la sombra siempre de los moderados, llegando incluso a ocupar la presidencia del Consejo de Ministros entre el mes de septiembre de 1853 y el de julio del año siguiente. Sin embargo, su presencia en Madrid no le mantuvo alejado de ciertos intereses económicos en la provincia de Cuenca, concretamente en la comarca de Huete, en la que estableció una tupida red de intereses y relaciones caciquiles.

También es de destacar, aunque ya a un nivel más local, la figura de Nemesio Piñango Arcas. Hijo de Luis Piñango Montón, capitán de la primera compañía de las milicias provinciales de Cuenca, en la que se destacó luchando contra los absolutistas, y teniente coronel de infantería. Fue también miembro del Partido Moderado, con el que fue diputado provincial y alcalde de Cuenca (su padre, Pablo Piñango Cañizares, había  sido a su vez durante el Antiguo Régimen, regidor perpetuo de Villanueva de la Jara, lugar del que procedía la familia). Nemesio Piñango, por su parte, había nacido en la capital del Júcar en 1829. Abogado, decano del Ilustre Colegio de Abogados de Cuenca, fue también, como lo había sido su padre, alcalde de Cuenca en aquellos años intermedios del siglo XIX[10].

No son estos los únicos casos de miembros de la sociedad que estaban dedicdos, a un nivel u otro, a la política, pues el que fue durante todo este tiempo fue tesorero de la misma, Juan Pablo Piquero, ocupaba también ese mismo cargo de alcalde presidente de la ciudad en el año 1956. No todos ellos pertenecían tampoco al Partido Moderado; tanto Ramón Mochales como Valentín Pérez Montero pertenecieron al partido radical, en el cual el primero llegaría a ser vicepresidente de su comité, mientras que el segundo fue también alcalde de Cuenca durante los años de la llamada Revolución Gloriosa (de éste último hablaremos más detenidamente al final de este trabajo). Por su parte, Manuel Saiz de Albornoz, miembro de una de las familias más distinguidas de Villar de Cañas, llegó también a ocupar puestos importantes en la Diputación Provincial.

Por lo que se refiere a las profesiones desempeñadas por los socios, destacan las relacionadas de alguna manera con el comercio y con las profesiones liberales, y en concreto con la abogacía. Entre los del primer grupo habría que destacar en primer lugar, al ya citado Juan Pablo Piquero, que en los años cuarenta había sido representante en Cuenca de la Sociedad La Providad, que en aquellos años se refundó en el llamado Banco de Fomento y Ultramar. Dentro también de este grupo de comerciantes y especuladores en general podemos citar, entre los miembros de Santa Filomena, a Juan Patiño, Nicolás Muñoz y José Ferrer. Pero el caso más claro en este sentido es, sin duda, Juan Antonio Rodríguez, quien a su vez era rentista y prestamista.

Otro grupo importante es, como hemos dicho, el de aquellos cuyas profesiones estaban relacionadas con la abogacía, aunque entre ellos no faltaban tampoco los que combinaban esta profesión con labores puramente especulativas o políticas; ya hemos citado en este sentido el caso de Nemesio Piñango, quien, como ya hemos dicho, llegó a ser tanto alcalde de Cuenca como decano del colegio de abogados. También estaban relacionados con la profesión Ambrosio Yáñiz, Hilaríón Muñoz (quien además trabajaba como secretario del ayuntamiento de Villarejo del Espartal), Lesmes del Castillo (quien además figuraba como apoderado del conde de ´Torrejón), Santos López y Saturio Camarón (estos dos últimos procuradores de la Audiencia de Cuenca). Figuran también en la nómina ciertos hacendados y labradores más o menos acomodados, como el ya citado Manuel Saiz de Albornoz, Ramón Mochales, Tomás Rodríguez, José y Felipe Gómez, y Francisco Cantero. Entre los demás socios cuyas profesiones hemos podido averiguar figuran además un funcionario y militar retirado, Francisco Javier Ballesteros; un perito agrónomo, Luis Mediamarca; y un fabricante de paños, Manuel Pajarón.

También hay que tener en cuenta el hecho de que, al menos para algunos de ellos, no fue esta inversión en la Sociedad Minera Santa Filomena su único acercamiento a este tipo de industria. Juan Patiño, por ejemplo, ya había asistido junto con Juan Pablo Yáñez y un vecino de Clares, pueblo del partido de Calatayud (Zaragoza), había creado la sociedad La Afortunada, dedicada a la explotación de una mina de estaño y cobre. Por su parte, Ambrosio Yáñiz era también el administrador de la sociedad minera La Oriental, dedicada a la extracción del carbón piedra en Campillos Sierra. De ambas industrias ya hemos hablado anteriormente.

Finalmente, creo también conveniente estudiar el factor económico de los socios en su relación con las diversas desamortizaciones que se llevaron a cabo durante el siglo XIX, principalmente con la de Madoz (1855-1865). Y es que, aunque en algún caso nos encontramos con algunos socios que también habían hecho algunas adquisiciones durante la desamortización anterior, la de Mendizábal, por motivos puramente generacionales son más numerosos los que participaron en la siguiente; no debemos extrañarnos, sin embargo, que en algunos casos los nombres se repiten en ambas desamortizaciones[11]. Así, entre los compradores de la primera desamortización eclesiástica figuran, además de cierto Luis Mediamarca, que aparece como abogado, por lo que no podemos estar seguros de que se trate de la misma persona, los casos seguros de Ramón Mochales, Ambrosio Yáñiz, Francisco Javier Ballesteros, Hilarión Muñoz, Juan Patiño y José Ferrer.

Pero fue la desamortización de Madoz la que resulta prácticamente coetánea con la actividad de la sociedad Santa Filomena, por lo cual nos parece más interesante la actividad de sus socios en este proceso desamortizador. Eduardo Higueras Castañeda[12] ya ha desatacado que quizá los más activos compradores fueron precisamente los dos políticos radicales, Valentín Pérez Montero y Ramón Mochales. El primero había realizado un desembolso  de 387.766 reales de vellón para adquirir un total de veinticuatro heredades en diferentes pueblos de Cuenca, así como varias casas y un molino harinero. El segundo había hecho una inversión algo menor, 374.816 reales, para adquirir también dieciséis heredades en Cólliga, Tondos y Villaseca, además de una huerta en la capital que contaba con una extensión superior a las quinientas hectáreas de terreno.

Desde luego, no fueron los únicos que compraron bienes durante esta desamortización. Manuel Saiz Albornoz gastó 258.670 reales entre un horno de pan en su pueblo natal y una importante heredad en Villarejo Periesteban. Por su parte, el abogado Saturio Camarón gastó 297.526 reales en importantes terrenos de labor en varios pueblos manchegos y un molino en Cuenca. Ambrosio Yániz desembolsó 79.772 reales entre diversas heredades y un batán en Valdemoro de la Sierra.  También adquirieron bienes desamortizados, en mayor o menor cantidad, Hilarión Muñoz, (27.860 reales), Santos López, (74.698 reales), Juan Patiño (20.000 reales), Nicolás Muñoz (13.800 reales), Felipe Gómez (2.340 reales), Luis Mediamarca (18.000 reales), José Ferrán (27.900 reales), Juan Antonio Rodríguez (26.920 reales), Lesmes del Castillo (23.500 reales), Gregorio García Blasco (8.170 reales), Tomás Rodríguez (5.500 reales), Manuel Pajarón (46.454 reales), Nemesio Piñango (10.000 reales), Francisco Cantero (4.010 reales), y el conde de Buenavista (72.160 reales).

Vamos ahora a analizar con más detenimiento la figura de uno de los miembros de la Sociedad Minera Santa Filomena, Valentín Pérez Montero, no ya sólo por el destacado puesto que ostentó durante todos esos año en el seno de su junta directiva, el de secretario, sino porque consideramos que se trata de uno de esos claros ejemplos de crecimiento social y económico que se dieron repetidamente durante aquellos años intermedios del siglo XIX. En efecto, nacido a principios de la segunda década de la centuria como hijo mayor de una familia de labradores nada hacía presagiar en aquel momento que uno de sus vástagos pudiera llegar a alcanzar cierto renombre en la sociedad conquense de la época cuando apenas había alcanzado los cuarenta años de edad. Es cierto que su madre, Catalina Montero, había heredado, a través del padre de ésta, Gregorio, una de las casas que habían sido propiedad de un tío sacerdote, Tomás Montero. Y es cierto también que la carta de dote que había firmado su padre, Juan Pérez, por la que reconocía que la cantidad de bienes con los que la esposa había acudido al matrimonio, entre los que habían formado la primera dote y los que había heredado después de la muerte de su padre, estaban valorados en la cantidad de 11.722 reales de vellón, entre lo obtenido en moneda fiduciaria y en especie. Se trataba de una cantidad relativamente elevada en aquella época, sobre todo teniendo en cuanta la clase social a la que pertenecía la familia, pero tampoco podía considerarse como una cantidad excepcional y suficiente para incluirse entre las familias pudientes de la ciudad.

Como hemos dicho, Valentín Pérez Montero había nacido en 1811. Se sabe que inició los estudios sacerdotales, al menos los que daban acceso a poder contraer las órdenes menores, algo que en aquella época, cuando el porcentaje de jóvenes que tenían acceso a los estudios intermedios era escaso, le permitió sin duda escalar algunas posiciones en la pirámide social, a través de determinados trabajos y negocios económicos. Así, fue administrador de los bienes que en Cuenca mantenía primero Baltasar Álvarez de Toledo, conde de Cervera, y después su hija y sucesora, María Luisa Álvarez de Toledo, quienes para entonces ya habían trasladado su residencia a la corte. Son abundantes los protocolos notariales en los que nuestro protagonista firma contratos de compraventa o de arrendamiento en nombre de ellos, pero a modo de ejemplo podemos citar dos poderes notariales firmados en 1854 por Pérez Montero en representación de la citada condesa, en favor de sendos procuradores de los tribunales territoriales de Requena y Motilla del Palancar, con el fin de que estos les pudieran defender en varios pleitos judiciales que la familia mantenía en dichos tribunales[13]. Se da la circunstancia además de que el marido de la condesa era Marcelino Saiz de Albornoz, un apellido que a estas alturas nos resulta ya familia por ser el de otro de los socios de la compañía minera.

Para entonces, Valentín Pérez Montero ya llevaba al menos diez años metido en el mundo de los negocios. El 23 de enero de 1843 se había presentado en el despacho del notario Manuel Pedraza, con el fin de que éste redactara una escritura de recíproca obligación, como representante que era en Cuenca de una empresa valenciana que se dedicaba a la sustitución de quintos para el ejército. Es sabido que durante todo el siglo XIX, las familias pudientes que podían permitírselo, libraban a sus hijos de hacer el servicio militar obligatorio mediante la sustitución de estos por otros mozos, a cambio de una cierta cantidad de dinero. Esta sustitución podía realizarse de forma directa, es decir, pagando la cantidad estipulada directamente al sustituto, o a través de diversas sociedades mercantiles que surgieron con este fin; en este caso, éstas eran las encargadas de buscar, a cambio de un porcentaje, al sustituto adecuado que debería incorporarse a filas en el lugar del quinto que hubiera resultado perjudicado en el sorteo. Una de esas empresas era la que estaba representada en Cuenca por Valentín Pérez Montero[14].

En el documento consta una serie de condiciones que afectan a la manera de trabajar que tenían las sociedades de este tipo, pero lo que nos parece más interesante para nuestra investigación es el poder que se transcribe en el protocolo: “En la ciudad de Valencia, a los dos días del mes de marzo de mil ochocientos cuarenta y tres, ante mí el escribano de Su Majestad y testigos infrascriptos, don José Figueroa, hacendado, vecino de esta ciudad, y a su nombre propio como el de representante de la empresa titulada Dirección de Exención de Quintas, otorga que da y confiere todo su poder cumplido, libre, llana, especial y general, y tan bastante cual de derecho se requiere y es necesario, en favor de don Valentín Pérez Montero, vecino de Cuenca, para que en nombre del otorgante pueda tratar y convenir con cualquiera Ayuntamiento, corporación y particulares de la provincia de Cuenca, a su capital y demás personas que fueren o representaren, los mozos sorteables o sorteados para el reemplazo de quintas en la referida provincia, sobre la sustitución de dichos mozos, obligándoles en el nombre del otorgante, ya por medio de suscripciones o en las fórmulas que le parezca, a ponerles sustitutos en el servicio militar, a correr su suerte con arreglo a órdenes vigentes, y a reponerles los dichos sustitutos caso de seguir permitiéndolo el gobierno de Su Majestad…”

El 21 de enero de 1844 su padre, Juan Pérez Olivares, redactaba testamento[15]. En el documento, después de encomendar su alma a Dios, como era habitual y casi obligatorio, y después de dejar en manos de sus hijos y de su esposa las condiciones según las cuales debía ser enterrado, y de testar, como también era preceptivo, la cantidad de doce reales para los Santos Lugares de Jerusalén (las llamadas  mandas pías forzosas), declara estar casado, como ya sabemos, con Catalina Montero, y haber tenido de ella seis hijos: Valentín, Julián, Juliana, Telesforo, Narciso y Justina. En ese momento, los tres últimos eran menores de edad, por lo que nombraba tutora y curadora de ellos a su madre. Nombraba como albaceas del testamento a sus dos hijos mayores, Valentín y Julián, y como herederos universales, a todos ellos en iguales condiciones, aun cuando la cláusula cuarta del testamento ya había sido bastante esclarecedora de la verdadera situación económica en la que en aquel momento se encontraba el matrimonio, por causas ajenas a su voluntad: “Declaro que para mi desgracia, siendo colector de diezmos de esta ciudad, hize un alcance a la Hacienda pública, y para su pago en parte, como es notori , le fueron secuestrados y vendidos, y a su esposa fiadora, todos sus bienes muebles, semovientes y raízes, y el remate fincó en sus buenos hijos, Valentín y Julián, a quien pertenecen en propiedad, pues sólo nos dejaron a ambos el usufructo por los días de nuestra vida, en el que estamos ha dos años, sin adelantos por mi enfermedad, y por lo tanto no hago aclaración de lo aportado por ambos al matrimonio, previniendo que en el particular se esté y pase por lo que hagan aquellos, además de constar por expediente y escritura.”

No sabemos qué es lo que pudo suceder durante el tiempo en el que Juan Pérez administró los diezmos del obispado, pero lo cierto es que en un momento, el matrimonio se vio con todos sus bienes embargados, por lo que fueron sus dos hijos mayores quienes tuvieron que acudir a la subasta, con el fin de recuperarlos y evitar que sus padres se encontraran en la ruina. Contrasta este hecho con la carta de dote que cuatro años antes, el 28 de diciembre de 1840, había firmado el propio Valentín Pérez Montero con su esposa, Dolores Moreno Serra, quien a su vez era hija de Francisco Javier Moreno, también de Cuenca, y de otra María Dolores Serra, oriunda de La Rioja[16]. El total de la aportación que la mujer realizó al matrimonio ascendía a la cantidad de 37.347 reales de vellón, entre lo que ésta hizo en metálico, seis mil reales, como en diferentes bienes muebles y raíces, de entre los que destacaban una hacienda en Olmedilla del Campo que estaba arrendada y producía un fruto de catorce mil reales, y una cochera en la calle del Carmen de la capital, valorada en otros cuatro mil reales. Ambos bienes, la cochera y la hacienda de Olmedilla, había heredado la mujer de Dionisia Cerdán, quien pertenecía a una familia de la alta sociedad conquense sobre todo durante la centuria anterior, muchos de cuyos miembros habían sido, entre otros cargos, regidores perpetuos de la ciudad.

Así pues, entre los diversos negocios que Valentín Pérez Montero fue haciendo por su cuenta, y un matrimonio bien arreglado, nuestro protagonista fue ascendiendo capas en la pirámide social de la Cuenca de los años cuarenta, permaneciendo por lo tanto en una situación privilegiada para aprovechar las nuevas oportunidades que durante la década siguiente les iba a ofrecer la desamortización llevada a cabo por el nuevo ministro de Hacienda, Pascual Madoz;, desamortización a la cual también acudió, aunque en menor medida, su hermano Narciso, quien adquirió el solar en el que se había asentado una vieja ermita de la ciudad (no sabemos de qué ermita se trataba), por la que pagó la cantidad de 284 reales de vellón. Nada que ver, desde luego, con los cerca de cuatrocientos mil reales que Valentín gastó en un total de veinticuatro heredades y baldíos, distribuidos por diferentes pueblos de la provincia de Cuenca (Honrubia, Monreal, Mota de Altarejos, Huerta de la Obispalía, Motilla del Palancar, Huete, Iniesta, Sotos, Valverde de Júcar, Alarcón, El Cañavate y Zafra de Záncara, además de la capital de la provincia), además de un molino harinero en Culebras y la mitad de otro en Arcos de la Cantera, y seis casas, tres de ellas en Cuenca y las otras tres en Huete, Olivares del Júcar y El Herrumblar, además de algunos otros solares de mucha menor importancia[17].  

No fueron estas las únicas adquisiciones de bienes que nuestro protagonista realizó durante aquellos años de claro crecimiento económico. Por esta misma época, el 23 de julio de 1855, Valentín Pérez Montero y Manuel Cirilo Montero habían acudido ante el notario Antonio de la Fuente, el primero como comprador y el segundo como vendedor, con el fin de realizar un contrato de compraventa que afectaba a varias fincas rústicas que pertenecían a la capellanía que en Olmeda de la Cuesta había fundado Pedro Hurtado, y que según la ley habían quedado vacantes tras la muerte de su último poseedor, Anastasio de Lope[18]. El valor total de las fincas era de seis mil reales de vellón, cuatro mil ochocientos pagaderos en el propio acto de la firma y los otros mil doscientos que ya habían sido entregados con anterioridad, a modo de anticipo.

Y mientras Valentín Pérez Montero seguía ascendiendo social y económicamente, ¿qué estaba pasando con el resto de la familia? Contamos con cierto contrato de arrendamiento que el 15 de septiembre de 1860 firmaba su madre, Catalina Montero, ya viuda por aquellas fechas, de una heredad en el paraje denominado de Bordallo, a la entrada de la carretera de Madrid, en el mismo lugar en el que el general Moncey había ordenado instalar una batería durante la Guerra de la Independencia, con el que amenazó con destruir la ciudad[19]. El lugar era propiedad de los condes de La Ventosa, título que en aquellos momentos estaba en manos de Manuel Pando Fernández de Pinero (quien ostentó diversos cargos políticos y diplomáticos, llegando incluso a ser presidente del Consejo de Ministros en 1846), por motivos de su matrimonio con María Vicenta Moñino y Pontejos, quien era la verdadera titular del condado. Se trataba en realidad de la renovación del contrato de arrendamiento de un terreno dedicado al cultivo de centeno de diecisiete almudes de extensión, que ella ya estaba cultivando con anterioridad, por un total de seis años más, a contar desde el día de la Asunción de ese año, es decir, el quince de agosto.

No obstante, y en virtud de otro documento que se conserva también en el Archivo Histórico Provincial de Cuenca, nuestro protagonista no se olvidó tampoco de los miembros menos favorecidos económicamente de su familia. A principios de enero de 1858 había salido como fiador de su hermano Julián, en cierta operación económica que le podría suponer a éste un cierto beneficio económico[20].  Unos días antes había salido a subasta la concesión del pan que durante todo el año se consumiría en la Casa de la Beneficencia de la ciudad, una subasta que, tal y como era preceptivo por ley, debía estar presidida por el gobernador civil de la ciudad, Fidel Sagarrinaga, y que, como tal, era además, presidente de la Junta de Beneficencia de la misma. La subasta, a la que se habían presentado varios opositores, resultó por lo tanto bastante animada, y fue ganada finalmente por Juan Nueva y Julián Pérez Montero, quienes se comprometieron a suministrar ochenta y nueve libras de pan por cada fanega de trigo. Continúa de esta forma el documento aludido: “En vista de ser ya dadas las doce y no presentarse otra, fue aceptada por la sección de administración que presidía el acto, sin perjuicio de la condición octava de dicho pliego, y advirtiendo a los rematantes presentaran los fiadores de que trata la condición sexta, lo hicieron por el primero Gerbasio Atienza y  por el segundo don Valentín Pérez Montero.” No cabe duda de que por aquellas fechas ,nuestro protagonista resultaba ser ya un fiador de suficiente confianza para un  tratado de estas características.

Por entonces, Valentín Pérez Montero se había inmiscuido ya también en el mundo de la política local. Se sabe que ya en 1856 era concejal del Ayuntamiento, pues el 1 de marzo de aquel año firmaba, junto al alcalde, Juan Cerdán, un poder a favor del procurador Santos López (quien, como sabemos, también era socio suyo en la compañía minera), para que éste pudiera defenderles en cierto proceso que afectaba a ambos, y quizá también a todo el ayuntamiento[21]. Este hecho podía estar relacionado con una Real Orden que el 3 de marzo de ese mismo año había resuelto conceder a la Diputación Provincial el llamado Parador de las Escuelas, es decir, el edificio que el obispo ilustrado Antonio Palafox había mandado edificar junto a la Puerta de Huete, con el fin de instalar allí el instituto de segunda enseñanza de la provincia, que hasta ese momento se encontraba en condiciones lamentables en lo que había sido anteriormente convento de religiosos mercedarios. [22] El Ayuntamiento, garante de la fundación Palafox, y ante el hecho de que el edificio era el principal aporte financiero para el mantenimiento de la misma, y principalmente de las escuelas que funcionaban bajo su patronazgo, presentó por ello una reclamación, al mismo tiempo que “en sesión celebrada el 18 de marzo, la corporación municipal decidió encomendar al regidor don Valentín Pérez Montero la redacción de una exposición, pidiendo al Gobierno de Su Majestad que revoque la adjudicación de las expresadas casas por el perjuicio que sigue a la ciudad.”

Cumplió su cometido nuestro protagonista, y apenas ocho días más tarde presentaba a la corporación el escrito que en este sentido le había dirigido al Ministerio de la Gobernación en representación del conjunto del Ayuntamiento. Se trataba de un escrito muy bien expuesto, que ha sido reproducido en parte por Clotilde Navarro en su estudio sobre la educación y la enseñanza primaria en la Cuenca decimonónica, en el que manifestaba la necesidad que la corporación a la que representaba tenía, de los ingresos que proporcionaba el edificio en cuestión para seguir manteniendo abiertas las dos escuelas de la fundación, la de chicas y la de chicos. La decisión final fue salomónica: el edificio en cuestión se convirtió en el nuevo instituto, pero a cambio de que la Diputación Provincial pasara también a contribuir con una cierta cantidad de dinero en el mantenimiento de las escuelas de la fundación Palafox.

Y de manera paralela a esa labor política de nuestro protagonista, hay que tener en cuenta también, como era usual en aquella época, su faceta como militar, o mejor dicho, paramilitar, en el seno de esas milicias nacionales que fueron cambiando de nombre y de integrantes, debido a su clara significación política,  dependiendo del partido político que estuviera gobernando en cada momento. Así, Valentín Pérez Montero era en 1855, capitán del primer batallón de la milicia nacional conquense, y en concreto de la compañía de granaderos[23]. Para el cargo había sido elegido de manera democrática por sus propios compañeros ya en 1843, y en esa misma compañía figuraba además su hermano Julián. En aquella fecha, 1855, había firmado junto a todos sus compañeros de armas, jefes y oficiales del batallón, cierto poder para que Martín José Irirarte, diputado en Cortes por la provincia conquense, les defendiera ante un sector de la prensa que, según ellos, les había injuriado, y lo habían hecho ante el notario Mariano Sanz, quien también era oficial del mismo batallón.

El documento es interesante porque en él aparecen algunos sombres y apellidos que representan a una parte de la sociedad conquense de la época, la que formaba parte de esa sociedad medio-alta de carácter liberal que se estaba conformando en aquellos momentos: “En la ciudad de Cuenca, a once de abril de mil ochocientos cincuenta y cinco, ante mí el infraescrito escribano y testigos, comparecieron los señores jefes y oficiales del primer batallón de milicia nacional de la misma, a saber: don José Martínez, primer comandante, don Mariano Maestre, segundo, don Antonio Luque y Visier, ayudante, don Eusebio Cobo, abanderado, don Valentín Pérez Montero, don Tomás Torres, don Ramón Mochales, don José Jareño y don Manuel Lacasa, capitán, tenientes y subtenientes de la compañía de granaderos; don Antonio Aguado, don Manuel Moreno y don Eugenio Carretero, capitán, teniente y subteniente de la primera del centro; don Lucas Aguirre, don Juan Cerdán, don Ramón Garca,, don Julián Piquero y don Mariano Lasso, capitán, tenientes y subtenientes de la segunda de ídem; don Francisco Almazán, don Calixto Jiménez, don Miguel Aguirre y don Antonio de la Fuente, tenientes y subtenientes de la de cazadores, todos mayores de edad, de cuyo conocimiento doy fe, y en unión mía, como teniente de dicha primera compañía de centro, digeron: que dan y confieren conmigo poder especial vastante en derecho al Excelentísimo Señor General don Martín José Iriarte, Diputado a Cortes de esta provincia, para que en representación de sus acciones y derechos, y de la benemérita milicia que tienen y tengo el honor de mandar, demande a juicio de conciliación al editor responsable del periódico conservador titulado El Parlamento, o a la persona que aparezca autor del comunicado inserto en el número ciento veinte y dos, correspondiente al treinta y uno de marzo pasado, edición de la tarde, que se dice fechado en veintiocho del propio mes, y principio, “Pocas son las noticias que puedo dar a VV. relativas a esta población”, concluyendo “No tenían mal modo de corresponder a su alta misión los nacionales que haya cometido tamaño exceso”, y si no les satisfaciesen las explicaciones que se le dieren en el acto, saque el correspondiente certificado y denuncie ante el jurado o tribunal correspondiente al articulista o comunicante, para que sea juzgado conforme a las leyes de imprenta, por ser su contenido altamente injurioso y depresivo a la benemérita clase indicada…”

Conforme la monarquía de Isabel II fue entrando en crisis, la postura ideológica de Valentín Pérez Montero se fue extremando, hasta el punto de que se convirtió en uno de los adalides en la ciudad del Partido Radical[24]. Fue entonces, y concretamente en los años del Gobierno Provisional[25] y del reinado de Amadeo I, cuando alcanzó su mayor éxito dentro de la política, al haber sido nombrado alcalde de la ciudad. Y de manera paralela otra vez a esa actividad política, y habiendo sido sustituidas las antiguas milicias nacionales primero por el llamado cuerpo de los Voluntarios de la Libertad y después por el de los Voluntarios de la República, Valentín Pérez Montero fue también elegido de manera democrática por sus propios compañeros como segundo comandante del batallón[26].

Y ya para finalizar, sólo resta aportar unos pocos datos de carácter familiar sobre Valentín Pérez Montero. Se sabe, por los censos de población que se conservan en el Archivo Municipal de Cuenca, que él y su esposa, Dolores Moreno, vivían en la parte alta de la ciudad, en la calle Zapaterías. Se conserva un testamento suyo que, aunque realizado mucho tiempo antes de su fallecimiento en 1855, nos sirve para conocer que tenían dos hijos, Evarista y Francisco[27]. Éste último es quien contrajo matrimonio con Clara Santa Coloma, una mujer en la que se mezclaba la sangre conquense de su padre con la proporcionada por su madre, una mezcla a su vez de sangre china y tagala. En efecto, Clara había nacido en 1849 en Manila (Filipinas), lugar en el que en ese momento se hallaba destinado su padre, Eusebio Santa Coloma, quien oficial de infantería de servicio en las colonias; era, por lo tanto, hermana del futuro general Federico Santa Coloma. Sin embargo, el matrimonio no duró demasiado tiempo, debido al temprano fallecimiento de la mujer, el 16 de enero de 1884, a consecuencia de las lesiones producidas por un desgraciado accidente: había sido atropellada por un caballo que ser había desbocado en el mes de agosto del año anterior. Dejó dos niños huérfanos, Salvador y Milagros Pérez Santa Coloma; ésta última sería la madre del famoso poeta conquense Federico Muelas.






[1] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección Notarial. P-2183. Ff. 134-141.
[2] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección Notarial. P-2183. Ff. 18-191.
[3] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección Notarial. P-2203. Ff. 57-65.
[4] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección Notarial. P-2203. Ff. 101-102v.
[5] MINERALOGÍA TROPOGRÁFICA IBÉRICA. (2010). “Mina Santa Filomena, Garaballa, Cuenca. Recuperado el 16 de junio de 2016 de http://www.mtiblog.com/2010/06/mina-santa-filomena-garaballa-cuenca.html.
[6] HUERTA, J. J. (1996), “Las mineralizaciones de Baritina de Talayuelas, Cuenca (Cordillera Ibérica)”,  Cuadernos de geología ibérica, pp. 85-107.
[7] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección Notarial. P-2232. Ff. 30-61v.
[8] LAS PEDROÑERAS. ÁNGEL CARRASCO SOTOS. (2014). “Quien fue Diego de Ventura de Mena y Cortés (conde de Buenavista Cerro), de Belmonte”, por Miguel Ángel Vellisco Bueno. Recuperado el 23 de junio de 2016 de http://angelcarrascosotos.blogspot.com.es/2014/08/quien-fue-diego-de-ventura-de-mena-y.html.
[9] LA WEB DE LAS BIOGRAFÍAS. “Sartorius, Luis José (1820-1871)”, por Carlos Herraiz García. Recuperado el 23 de junio de 2016 de http:// mcnbiografias.com/app-bio/do/show?key=sartorius-luis-jose.
[10] GENEALOGÍA, HERÁLDICA Y NOBIIARIA. VALENTÍN CASCO. GUAREÑA. “Linaje De la Guerra, señores de Salmeroncillos”, por Valentín Casco. Recuperado el 23 de junio de 2016 de http://valentincasco.blogspot.com.es/2012/03/genealogia-de-d-magdalena-de-arcas-y-de.html.
[11] GONZÁLEZ MARZO, F. (1985), La desamortización de la tierra eclesiásticas en la provincia de Cuenca. Cuenca: Diputación Provincial. GONZÁLEZ MARZO, F. (1993), La desamortización de Madoz en la provincia de Cuenca (1855/1866). Cuenca: Diputación Provincial.
[12] HIGUERAS CASTAÑEDA, E. (2017), “Avances democráticos y resistencia liberal. La actuación del Partido Radical en provincias (1869-1871)”,  en D.A. González Madrid, M. Ortiz Heras y J.S. Pérez Garzón (dirs.), La Historia, lost in traslation? (pp.1051-1064).Cuenca: Universidad de Castilla-La Mancha.
[13] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección Notarial. P-2182. Ff. 27-30v.
[14] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección Notarial. P-1628/2 Ff. 110-113v.
[15] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección Notarial. P-1632/2 Ff. 20-20v.
[16] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección Notarial. P-1631/2 Ff. 147-149v.
[17] Los datos han sido recogidos del ya citado estudio de Félix González Marzo.
[18] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección Notarial. P-2182 Ff. 95-100v.
[19] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección Notarial. P-2231 Ff. 228-229v.
[20] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección Notarial. P-2213 Ff. 6-8v.
[21] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección Notarial. P-2194. Sin foliar.
[22] NAVARRO GARCÍA, C. (1998). Educación y desarrollo en la provincia de Cuenca. La enseñanza primaria en el siglo XIX. Cuenca: Universidad de Castilla-La Mancha.
[23] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección Notarial. P-2183. Ff. 75-76v.
[24] HIGUERAS CASTAÑEDA, E. (2016). “Polarización política y procesos de democratización en la España interior: el Partido Radical y la Comunión Católico –Monárquica en Cuenca: 1868-1874”. En J. Recuenco Pérez (coord.), Entre la guerra carlista y la Restauración (pp.79-114). Cuenca: Diputación Provincial.
[25] LÓPEZ VILLAVERDE, A.L. Y SÁNCHEZ SÁNCHEZ I.  (1998). Historia y evolución de la prensa conquense (1811-1939). Cuenca: Universidad de Castilla-La Mancha.
[26] BARQUÍN ARMERO, S.J.. (2016). “Los Voluntarios de la Libertad en la ciudad de Cuenca (1868-1874). La milicia ciudadana como garante del poder revolucionario”. En J. Recuenco Pérez (coord.), Entre la guerra carlista y la Restauración (pp.1115-1384). Cuenca: Diputación Provincial.
[27] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección Notarial. P-2182. Ff. 129-131v.

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