martes, 31 de enero de 2023

Por tierras de Jaén y Málaga, siguiendo los paseos de Andrés de Vandelvira y José Martín de Aldehuela

 

En algunas entradas anteriores de este blog hemos hablado de la obra conquense de dos arquitectos reconocidos, llegados a nuestra ciudad desde sus tierras naturales de Albacete o de Teruel, para renovar la arquitectura local de los diferentes momentos que les había tocado vivir: Andrés de Vandelvira y José Martín de Aldehuela (ver, a este respecto, las entradas “La diócesis de Cuenca entre los siglos XV y XVI. El doctor Eustaquio Muñoz y su capilla”, 26 de enero de 2019;  “La catedral de Cuenca en el siglo XVI. Renovación artística y poder en el Renacimiento”, en dos entregas, 27 de septiembre y 6 de octubre de 2019; “Un viaje al sur del marquesado de Villena”, 19 de octubre de 2022; “Un documento inédito sobre el convento hospital de San Antonio Abad”, 8 de noviembre de 2020; “El altar mayor de la iglesia de Navalón”, 19 de enero de 2018, …) En esta ocasión, vamos a realizar un viaje por tierras andaluzas, para seguir la obra que, después de su paso por la ciudad de Cuenca, y también por el resto de la provincia, realizaron en tierras andaluzas, respectivamente en las provincias de Jaén y de Málaga.

Como ya se ha dicho en ocasiones anteriores, Andrés de Vandelvira está considerado como uno de los grandes puntales de la arquitectura española del primer renacimiento. Natural del pueblo albaceteño de Alcaraz, donde nació hacia el año 1505, realizó sus primeros trabajos en su ciudad natal, destacando entre ellos la Torre del Tardón o la hermosa portada del Alhorí, y en la provincia de Cuenca, donde, después de haber participado en la obra del convento santiaguista de Uclés, que había iniciado Francisco de Luna en 1529, con el que trabajó también en las obras del antiguo puente de San Pablo, realizó también obras importantes en el templo catedralicio, entre las que destaca su participación en la capilla Muñoz. Y desde Cuenca se trasladó a la provincia de Jaén, primero a Villacarrrillo, donde participó en la construcción de la iglesia de la Asunción, y donde llegó a fundar una capellanía en favor de uno de sus hijos, el licenciado Pedro de Vandelvira. Y desde Villacarrillo, el arquitecto albaceteño intervendría también en diversas obras para otros pueblos cercanos, como Orcera, Hornos y Segura de la Sierra. Parece ser que su llegada por primera vez a tierras jiennenses se debió a su compañero y mentor Francisco de Luna, con el que, como ya hemos dicho, había participado también en algunas de sus obras conquenses.



Sin embargo, la mejor etapa de su obra arquitectónica, y su gran popularidad, llegaría de mano de Francisco de los Cobos, uno de los secretarios del emperador Carlos V, natural de la ciudad de Úbeda, en la que estaba llevando a cabo una importante labor de modernización, dentro del nuevo espíritu renacentista que ya entonces estaba empezando a ponerse de moda, y que terminaría por convertirse en su principal mecenas durante gran parte de su vida. Un antes y después en el conjunto de la obra de Vandelvira fue la finalización de la Capilla Sacra del Salvador, que había mandado construir el propio Francisco de los Cobos para convertirla en su capilla funeraria, y que había iniciado Diego de Siloé. El gran éxito alcanzado por él en esta obra, sin duda una de las más destacadas del renacimiento andaluz, incluso español, permitiría que a partir de este momento le llovieran nuevos encargos, tanto del propio Francisco de los Cobos como de otros miembros de su familia, y también de otros mecenas de la zona. Hay que recordar que, en ese momento,  la ciudad de Úbeda bullía en una actividad incesante de renovación arquitectónica y urbanística.

Uno de esos mecenas fue Fernando Ortega Salido, futuro deán de la catedral de Málaga y chantre de la iglesia de Santa María de los Reales Alcázares, muy próxima a la propia capilla del Salvador, de la que, además, fue su primer capellán. El religioso le encargaría la construcción de su palacio, actual parador nacional de turismo, uno de los más destacados palacios renacentistas de la ciudad andaluza, que conforma, junto a los sos edificios religiosos citados, una de las plazas más hermosas de Úbeda. Él mismo le encomendaría, después, la construcción de la iglesia de San Nicolás. Y mientras realizaba estas obras para otros mecenas, no dejaría de trabajar para su primer valedor, Francisco de los Cobos, o para otros miembros de su familia o de su círculo de influencias. Entre estas obras destacan el hospital de Santiago, obra encargada por el obispo de Jaén, Diego de los Cobos, el palacio Vela de los Cobos, el palacio de las Cadenas, o de Vázquez de Molina, por la personalidad de aquél que mandó construirlo, Juan Vázquez de Molina, también miembro del consejo de Castilla. Que es la sede actual del ayuntamiento, o la residencia del marqués de la Rambla. Y el propio consejo de la ciudad, le encargaría también, por aquel tiempo, el puente de Ariza, así como otras obras de carácter civil.

A partir de 1555, las obras de Vandelvira se extendieron también a otros pueblos de la provincia, especialmente a la cercana Baeza, donde Diego Valencia de Benavides, un noble local, quiso imitar la acción de Francisco de los Cobos en Úbeda, promoviendo una intensa actividad constructiva. Así, encargo primero al arquitecto de Alcaraz su propia capilla funeraria, la llamada capilla Benavides, en el convento de San Francisco, que lamentablemente sería destruida por el terremoto de Lisboa de 1755. Allí, en la otra ciudad de la comarca de la Loma, realizaría también otras obras de gran importancia, principalmente en la propia catedral. Sin embargo, su gran momento llegaría en 1553, cuando, después de haber ganado el concurso para la realización de la nueva catedral de Jaén, sería nombrado maestro mayor de obras de la diócesis. Desde entonces, el arquitecto manchego estaría obligado a concinar sus trabajos en el propio templo catedralicio con otras obras religiosas en diferentes puntos de la diócesis: el convento de Santo Domingo, en La Guardia de Jaén; la iglesia de la Inmaculada Concepción, en Huelma; la basílica de Santa María la Mayor, en Linares; el santuario de la Virgen de la Cabeza, en Andújar, …

Entre 1560 y 1567, Vandelvira fue nombrado maestro mayor de obras de la diócesis de Cuenca, aunque sin obligación de residir en la ciudad del Júcar, al estar ya comprometido por su intensa labor en la de Jaén. Desde la ciudad andaluza, envió las trazas para algunas obras en la propia catedral, entre ellas, quizá, las del propio arco de Jamete, muy similar, aunque en unas dimensiones mucho mayores, al que el arquitecto de Albacete había realizado en los primeros años de su carrera para la portada del Alhorí de su ciudad natal. De esta etapa conquense, siempre llevada a cabo desde su residencia en Jaén, se conoce su participación en el hospital de Santiago, así como en el ayuntamiento de San Clemente. Y desde Jaén realizaría también algunas obras para otras diócesis andaluzas, tanto para las catedrales de Málaga o de Sevilla, como una nueva capilla para la catedral de Guadix, en Granada. Falleció en la propia ciudad de Jaén en el año 1575.

Por lo que se refiere al otro arquitecto citado, José Martín de Aldehuela, quien, como se sabe, había llegado a Cuenca llamado por los hermanos Carvajal y Lancáster, ambos canónigos de la diócesis conquenses -uno de ellos, Isidro, llegaría después a alcanzar la prelatura, convirtiéndose en obispo de la diócesis-, para participar en las obras de la iglesia de San Felipe, y al que de atribuye tradicionalmente gran parte de las construcciones realizadas en la ciudad a lo largo del siglo XVIII, en algunos casos erróneamente, tal y como ha venido demostrando en los últimos años el profesor Pedro Miguel Ibáñez (ver, al respecto, las entradas “La Plaza Mayor de Cuenca y su estructura barroca”, 3 de agosto de 2020; y “Del edificio de las religiosas carmelitas a la Casa del Corregidor. Segunda entrega de Pedro Miguel Ibáñez sobre el barroco en Cuenca”, 29 de diciembre de 2022), su obra fuera de la diócesis sigue siendo para los conquenses muy poco conocida.

Éste había nacido en 1729 en Aldehuela, una aldea dependiente de Manzanera, en la provincia de Teruel, en 1729, y había llegado a Cuenca, tal y como se ha dicho, en la década de los años cuarenta, con el fin de participar en la obra del oratorio de San Felipe Neri. En los años siguientes participaría en la reconstrucción de diferentes iglesias de la capital, lo que le llevaría a ser nombrado maestro mayor de obras de la diócesis. Y si Francisco de los Cobos fue el primer gran valedor de Vandelvira en tierras de Jaén, en el caso de José Martín sería el obispo José Molina Lario, turolense de origen como el propio arquitecto, quien llevaría a éste hasta tierras de Málaga, a donde llegó en 1778. En este caso, la excusa fue la construcción de las cajas de los dos órganos de la catedral, órganos que fueron realizados por cierto,  por el mismo maestro organero que había construido antes los dos órganos hermanos de la catedral de Cuenca, el conquense, de Barchín del Hoyo, Julián de la Orden. Desde este momento, el arquitecto aragonés permaneció en la provincia andaluza, buena parte del tiempo como nuevo maestro mayor de obras del obispado. Y en la ciudad andaluza realizó también algunas obras de carácter civil, como el acueducto de San Telmo, la casa barroca de las Atarazanas, o la Casa del Consulado, en la plaza de la Constitución.

También realizó algunos edificios de gran importancia en otros pueblos de la provincia, entre los que destaca su participación en la renovación barroquizante de la Real Colegiata de Santa María la Mayor, de Antequera. Pero fue en la ciudad de Ronda, junto a la propia capital malagueña, donde más destacó su importante labor arquitectónica. En esta ciudad, tan parecida a Cuenca que ya desde los años setenta del siglo pasado, ambas ciudades firmaron su compromiso de hermanamiento, se le atribuye la construcción de su importante plaza de toros, la primera que fue construida ex novo para esta función, entre los años 1780 y 1785. Y si no existen documentos que puedan certificar la participación del turolense en la construcción de la plaza de toros, sí está documentada como obra suya la terminación del fastuoso Puente Nuevo de Ronda, el monumento más emblemático de la ciudad andaluza, construido centre 1751 y 1793 para salvar los noventa y ocho metros de altura que conforman el impactante tajo sobre el río Guadalevín. Hasta 1839, cuando se construyó el Puente de la Calle, entre Cruseilles y Allonzier-la-Caille, en Francia, este puente estuvo considerado como el más alto del mundo.

Martín de Aldehuela falleció en Málaga el 7 de septiembre de 1802, de muerte natural, y fue enterrado en la iglesia del convento de San Pedro de Alcántara, en la misma ciudad mediterránea. Sin embargo, en Ronda se cuenta una leyenda según la cual, el arquitecto, encantado con la obra que había realizado en el Puente Nuevo, y consciente de que ya no sería capaz de realizar nada que pudiera rivalizar con su belleza, se arrojó desde allí al propio “Tajo de Ronda”, que salga el propio puente. Es sólo una leyenda, desde luego, pero da luz a la enorme importancia de esta obra, que si bien es conocida en su mismo por la generalidad de los conquenses, todos de ellos son los que saben que se trata de una de las más importantes del mismo arquitecto al que se deben algunos edificios en la ciudad del Júcar.



miércoles, 11 de enero de 2023

“Roma. soy yo”. Julio César y Roma en la pluma de Santiago Posteguillo

 

Hace unos días, en la reunión que, organizada por la Diputación Provincial de Cuenca, el escritor Santiago Posteguillo mantuvo con las bibliotecas de la provincia y, a través de ellas, con sus lectores, a raíz de la lectura de su última novela, “Roma soy yo”, uno de los oyentes le hizo la siguiente pregunta: “Usted, que tan bien conoce la historia de Roma, y además se ha confesado amante del cine, ¿qué opina sobre las películas que, rodadas en Hollywood, como la famosa Gladiator, están ambientadas en la república o el imperio romano, y que constituyen ese género tan concreto que ha venido a llamarse peplum?”. A lo que el escritor valenciano, muy acertadamente, respondió reconociendo la validez de la película como espectáculo visual, incluso como ficción cinematográfica, pero negando su validez como documento histórico: “Puedo entender en los guionistas determinadas licencias, sobre todo en aquellos aspectos que no son bien conocidos por los historiadores, en aras de una mayor tensión dramática, pero lo que nunca podré entender es que éste invente hechos no históricos cuando no es necesario: Cómodo, como persona, era lo suficientemente malo como para que el guion no hubiera necesitado inventar el asesinato de su padre, Marco Aurelio. Éste, como todo el mundo sabe, murió de forma natural asolado por la epidemia de peste antonina, probablemente una especie de viruela que se desató en los campamentos de los legionarios, y que asoló en muy poco tiempo a todo el imperio.”

Tanto la pregunta del oyente-lector como la respuesta de Santiago Posteguillo son una clara muestra de lo que nos vamos a encontrar en el libro. Porque “Roma soy yo”, la primera de una serie de seis entregas en la que el autor irá desgranando la vida del futuro dictador de Roma -el primer emperador de Roma, como ha sido a veces llamado, por más que en realidad el imperio no naciera hasta la época de Octavio Augusto-, como el resto de las novelas de Santiago Posteguillo,, algunas de las cuales ya he comentado en esta tribuna (ver, a este respecto, “Yo, Julia”, de Santiago Posteguillo, o cómo acercarnos a la historia a través de la novela”, 22 de diciembre de 2019), el autor sigue al pie de la letra la historia de Julio César, al menos allí donde la historia real, la que cuentan los historiadores, es lo suficientemente conocida. Y allí donde la historia no es lo suficientemente conocida, el autor nos da una teoría plausible y bastante lógica de lo que pudo haber sucedido en realidad. Porque la novela histórica, si quiere ser buena novela histórica, ya lo hemos dicho en repetidas ocasiones en otras entradas de este blog, de debe dejar de ser historia. En este sentido, existe una gran diferencia entre cómo cuentan la historia de Cómodo, Ridley Scott y John Logan, el guionista de la película, a cómo se presenta al personaje en la novela anterior de Santiago Posteguillo. En ninguna de las dos obras, ni en la película ni en la novela, el sanguinario emperador es el personaje principal, pero si la primera es sólo una recreación ficticia en beneficio del espectáculo, en la segunda se nos presenta al personaje tal y como fue en realidad.

Por ello, es interesante la nota histórica que Posteguillo incorpora al final de la novela, con una anotación aclaratoria en la que aconseja al lector que no aceda a ella hasta que no haya terminado de leer el libro. Conocer los hechos históricos tal como sucedieron en la realidad, saber por la historia si Julio César ganó o perdió el juicio contra Dolabela, puede llegar a ser un atentado contra la integridad de la trama, eso que se ha venido a definir con el término inglés spoiler. Sin embargo, nada se puede hacer para evitarlo: la novela histórica narra, aunque de otra manera, los mismos hechos que son narrados en los textos históricos o en las biografías de personajes famosos del pasado, y los conocimientos que cada uno tiene de esos hechos, de esos personajes, son diferentes en cada caso. Una cosa es eso, y otra muy diferente es intentar desentrañar la trama de una novela, o de una película, antes de tiempo.

Independientemente del grado de conocimiento histórico que cada uno tiene sobre la historia de Roma, todos hemos oído hablar alguna vez sobre Cayo Julio César, el principal protagonista de la novela. Sin embargo, ¿quién fue realmente el otro protagonista, pasivo, de la trama? ¿Qué sabemos, históricamente hablando, de Cneo Cornelio Dolabela? En realidad, muy poco, más allá de lo que hemos ido averiguando a lo largo de la novela. Sabemos, y lo podemos leer en cualquier enciclopedia sobre el tema, que fue un político romano del siglo primero antes de nuestra era; y que era hijo de un político homónimo, cónsul, que había sido asesinado hacia el año 100 junto al tribuno de la plebe, Lucio Apuleyo Saturnino, y nieto de otro personaje también homónimo, que también había sido cónsul sesenta años antes. Sabemos, también, que abrazó el partido de los optimates, los senadores más conservadores, y que se mantuvo durante mucho tiempo bajo la protección del líder de ese partido, Lucio Cornelio Sila. Sabemos, en fin, que, bajo su protección, convertido éste en dictador, fue nombrado cónsul en el año 81 a.C., y más tarde, entre el año 80 y el 77, procónsul y gobernador de Macedonia, y sabemos, o por lo menos lo intuimos, porque el juicio al que fue sometido en la basílica del foro romano fue real,  que su etapa como gobernador en el norte de Grecia fue sangrienta y dominada por la corrupción. Sin embargo, no debemos confundirlo con otro miembro de la familia, Publio Cornelio Dolabela, quien fue considerado, según la historia, “el más libertino de su tiempo, y en su juventud fue culpable de muchas ofensas, que lo pusieron en peligro y por las que Cicerón tuvo que salir más de una vez en su defensa”. Lo podemos leer en la Wikipedia, que nos dice también que se había casado con Tulia, la hija del propio Cicerón, con el fin de evitar que éste, el mejor abogado de la época, pudiera defender a Apio Claudio cuando éste fue acusado por el propio Dolabela de violar los derechos del pueblo, y a pesar de que ni siquiera había repudiado aún a su anterior esposa, Fabia. Un curioso persona este Dolabela, como su pariente, el que aparece relatado en la novela, como otros muchos políticos de la Roma de entonces, que no dudo en cambiarse de bando en la guerra civil que enfrentó a César y a Pompeyo, abandonando a sus antiguos aliados, los optimates, para aliarse con el propio Julio César poco antes de la batalla de Farsalia.

El juicio de Dolabela es histórico, aunque de él poco se sabe, más allá de que el reo fue declarado inocente. La pérdida de las actas oficiales, si es que en realidad algún día las hubo, faculta al autor a recrearlo tal y como pudo haber sido en realidad. Y para el autor es, además, una excusa. Una excusa para que pueda narrarnos el clima político existente en Roma durante el primer cuarto del siglo primero antes de nuestra era. Una excusa, también para el lector, para poder conocer las guerras civiles que enfrentaron, desde unos años antes, a los senadores optimates, defensores de las clases privilegiadas, con los senadores populares, defensores de las clases bajas de la población, y de un cambio que permitiera extender la ciudadanía a los socci, el resto de los pueblos del centro de Italia. La guerra entre Cayo Mario y Lucio Cornelio Sila, defensores respectivos de un partido y otro. Las guerras entre Quinto Sertorio y Quinto Cecilio Metelo, sus respectivos lugartenientes, convertidos más tarde en los líderes principales de una guerra civil que llevarían hasta tierras de Hispania, y que va a preparar, después, la guerra civil que enfrentará a los líderes del Primer Triunvirato, los optimates Cneo Pompeyo y Marco Licinio Craso y el propio Julio César. Una guerra que, sin duda, sed verá reflejada en las próximas entregas de la serie.

Pero es, sobre todo, una excusa para acercarnos a Julio César en los primeros años de su vida, aquellos en los que la historiografía es más parca en datos certeros y conocidos. Y para acercarnos, también, a sus familiares más íntimos. Sobre todo las mujeres, que desde luego forjaron su carácter desde aquellos primeros años: Aurelia, su madre; su hermanas, las dos llamadas Julia, como él; su esposa, Cornelia, la hija de otro de los jefes del partido popular, Lucio Cornelio Cinna. Y sobre todo, más allá de las mujeres, su tío, Cayo Mario -realmente, el esposo de su tía Julia, no podía llamarse de otra forma, perteneciendo a la familia que pertenecía-.

César sabe que en el juicio no sólo se juega su prestigio como abogado, sino también la propia vida: “El reus, por su parte, como si el asunto no fuera con él, como si nada de lo que estaba pasando allí led afectara lo más mínimo, se estudiaba las uñas. Había tomado ya la decisión de dar muerte a César lo antes posible, nada más terminara aquella farsa, pues eso era para él aquel juicio, y eso había conseguido que, por fin,  se pudiera sentar relajado en aquel asiento frente al tribunal de cincuenta y dos jueces que tenían que exonerarlo o condenarlo No hay nada como tomar una determinación clara para encontrar el sosiego. Y a él, decidir sobre la vida y la muerte de aquellos que osaban enfrentársele lo calmaba. En particular, cuando decidía sobre cómo y cuándo sería la muerte de ese enemigo. La nota que había hecho llegar a Pompeyo no era una petición de permiso para ver si se le permitía ejecutar a César en cuanto terminara el juicio. Era sólo una cortesía para con Pompeyo, el emergente joven líder de los optimates, por parte del más veterano de los conservadores. Hacía ya mucho, desde la muerte de Sila, que Dolabela no pedía a nadie permiso para nada.”

Lo importante de la novela no es el desenlace del juicio, si César ganó el juicio contra Dolabela o éste salió exonerado de todos los delitos, en un juicio, se irá viendo a lo largo de la novela, que estaba amañado desde el principio: Por nobleza de espíritu -dice el propio César- me refiero a luchar por la justicia. Pero justicia para todos por igual: poderosos y no poderosos, romanos y no romanos, sujetos a las leyes de Roma. Para mí, Dolabela representa todo lo que va en contra de esa nobleza.: se trata de un senador que, siendo gobernador de esta provincia, utilizó su poder para extorsionar, robar y hasta violar a una mujer, sin importarlo lo más mínimo el alcance de sus crímenes, movido sólo por su ansia de poder, riqueza y placer personal. Yo creo en una Roma justa. Justa con todos. Y si para ello he de enfrentarme a senadores corruptos como Dolabela, ni me tiembla el pulso ni me amilano por la dificultad de la empresa.”

Y es que Julio César, desde su mismo nacimiento, desde que su madre le confiesa que es descendiente de Eneas, y por lo tanto también de los propios fundadores de la nueva civilización romana, e incluso de los propios dioses, sabe que tiene una misión que cumplir. Lo dice en el juicio, en una frase que es consustancial a la propia novela: “En este juicio no se juzga sólo a Dolabela y sus crímenes, como he dicho. En este juicio se juzga mucho más. Y yo no soy sólo el abogado de los macedonios. Soy el abogado de Roma. Los abogados de su defensa han intentado hacernos creer que Dolabela es Roma, pero no es así. En este juicio, Roma no es Dolabela. Romo no sois vosotros, jueces. Roma y el pueblo de Roma están representados en mí. Y es que hoy, aquí y ahora, Roma soy yo.”

En la novela se empieza a vislumbrar el juicio de César en la política, pero también como estratega, a quien no le tiembla la mano al tener que sacrificar a más de quinientos legionarios si con ello logra hacer que el enemigo de muerte a su cruel enemigo, al convertir la trampa que Sila le tiende en Mitilene en una gran victoria. Poco es lo que se sabe de la toma de Mitilene, más allá de que César logró una de las principales recompensas militares para los romanos: la corona cívica. Pero Sila ya sabe de lo que va a ser capaz el futuro dictador, y así se lo advierte al resto de líderes optimates: “Sea, concederé el perdón a ese maldito Julo César. Sin embargo, mi único motivo para tomar esta decisión es que no hagamos más el ridículo, pues, y en esto Cneo Dolabela tiene razón, cada día que pasa y que nuestros ciento veinte mil legionarios son incapaces de arrestarlo, quedamos en evidencia. No quiero contribuir a engrandecer su figura, a crear una leyenda de alguien que, ciertamente, por el momento, no es nadie. Ni ha intervenido en ninguna causa pública de renombre ni ha participado en acción bélica alguna, eso es verdad, pero ambos os equivocáis. Todos se equivocan con respecto a ese al que todos consideran insignificante. Porque si no muere joven, crecerá y se hará fuerte, y entonces todos correremos un gran riesgo. Pero yo soy perro viejo. Seréis vosotros, tú Dolabela, o tú, Pompeyo, los que os las tendréis que ver con ese de quien tanto os reis ahora. Ya no será entonces de mi incumbencia. Mi rabia, mis entrañas, me piden seguir la caza, pero la razón me dice que el perdón, a corto y medio plazo, me dará sosiego en los últimos años de mi vida, pues así cortaré de raíz, por un tiempo, la leyenda de que ese César es irreductible. Contra las leyendas es imposible luchar. Hay que actuar siempre para evitar que el enemigo tenga leyendas en las que creer, en las que encontrar esperanza. Sin leyendas no hay esperanza, y sin esperanza, entonces sí, el enemigo está, por fin, completamente derrotado. Por eso, perdonaré a César aquí y ahora, pero recordad bien mis palabras: ¿por qué no deberíais despreciar a ese joven Julio César?”

No, no importa realmente si César ganó el juicio contra Dolabela, o lo perdió; porque el verdadero reo en este juicio es la propia justicia romana. Así se lo hace saber el propio César a su tío Aurelio Cota, enemigo suyo en el mismo como defensor que ha sido de Dolabela: “La injusticia continuada, tío, suele generar reacciones violentas. Y Dolabela y los senadores optimates con los que últimamente tan a gusto te encuentras, llevan de3cenios promoviendo una perenne in justicia en el reparto de tierras, riquezas y derechos. Hace unos años, los itálicos se rebelaron contra Roma para conseguir la ciudadanía y otras reivindicaciones justas. Ahora los provinciales ejecutan a senadores romanos ignominiosos en nuestras calles, porque nosotros no administramos justicia de verdad. Pero te acepto que esto es malo: la autoridad de Roma se menoscaba. Pronto todo será ingobernable. Hay que hacer cambios, transformaciones profundas, empezando por la erradicación absoluta de la corrupción. De eso iba este juicio, tío. Y no lo veis ni tú ni tus amigos. Roma cabalga hacia una confrontación civil a gran escala si no reorganizamos la distribución de derechos y obligaciones.”

Y después su madre, Aurelia, le dice también a su cuñado, cuando éste le advierte del peligro que César corre por su oposición a los líderes optimates, que no dudarán en ordenar su asesinato a la menor oportunidad que tengan para hacerlo: “Es posible, pero tal vez, para cuando lo hagan, si es que lo consiguen, él ya habrá cambiado todo,. Como bien ha dicho mi hijo, esto es sólo el principio. Él va a cambiar el mundo. Y ni tú ni todos los senadores de Roma llegaréis a tiempo de detenerlo. Mi hijo desciende directamente de Julo, del hijo de Eneas, es sangre de la sangre de Venus y Marte. Y ruego a Venus y a Marte que lo protejan y que lo guíen tanto en la paz como en la guerra. Porque va a vivir guerras, eso lo sé. Ese es su destino.” ¿No son estas, realmente, palabras oraculares de lo que va a pasar al final de todo, en los idus de marzo del año 44 a.C.? Desde luego, pero para que llegue ese día se cumplirán muchas guerras, contra los galos, contra los partos y los dacios, contra los optimates, y entre ellos, y por encima de todos, contra aquél que fue el juez corrupto en el juicio de Dolabela, Cneo Pompeyo. Lo veremos en las próximas entregas de la serie.

Por todo ello, se nos abre una interrogante para las próximas entregas de la serie: ¿Cómo serán las nuevas alianzas futuras, de cara, sobre todo, a la creación del llamado Primer Triunvirato, que unirán temporalmente a los líderes de los dos partidos, el propio Julio César por los populares, y los dos líderes del partido de los optimates, Craso y Pompeyo? Para los que sabemos algo de historia, de alguna forma lo intuimos. Los que desconocen lo que sucedió en realidad en los años siguientes de la vida de César no se deben perder las próximas novelas de Santiago Posteguillo, pero también los que sí conocen la historia, tienen la oportunidad de llegar a ella de una manera diferente, divertida. Porque en ello, en el puro entretenimiento, que no tiene por qué estar en contradicción con la historia, es donde radica la importancia de la novela histórica. Y Posteguillo es, en este momento, uno de los mejores especialistas del género que tenemos en España.      


                                               

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