domingo, 21 de abril de 2024

“MALDITA ROMA”, LA ÚLTIMA NOVELA DE SANTIAGO POSTEGUILLO SOBRE JULIO CÉSAR

Aunque este blog está dedicado, sobre todo, al estudio de la historia, muchos de mis lectores ya conocen también mi interés por la novela histórica, que tan de moda está en la actualidad en esto que podríamos llamar la industria literaria. Mi interés, más allá de la propia narración en sí misma, y como no podía ser de otra forma, al menos en lo que se refiere a su incorporación en este blog, está en la propia historicidad del texto, y desde este punto de vista, el de su historicidad, es en el que vamos a analizar en esta entrada la última novela de Santiago Posteguillo, quien es, sin duda, uno de los escritores que mejor conocen la historia de Roma, tal y como ha demostrado a lo largo de toda su carrera, sobre todo en las series que ha dedicado a personajes tan importantes como Trajano, el primer emperador oriundo de Hispania (“Los asesinos del emperador”, “Circo Máximo” y “La legión perdida”) o Julia Domna (“Yo, Julia” y “Julia retó a los dioses”), a alguna de las cuales ya he prestado atención antes en este mismo blog (ver “Yo Julia, de Santiago Posteguillo, o como acercarse a la historia a través de la novela”, 22 de diciembre de 2019). Estamos hablando, desde luego, de “Maldita Roma”, la segunda entrega sobre la vida de Julio César, a cuya primera entrega, “Roma soy yo”, también le dedique, en su momento, la entrada correspondiente (ver “Roma soy yo. Julio César y Roma en la pluma de Santiago Posteguillo, 11 de enero de 2023).

Esta segunda entrega de la serie se extiende entre los años 75 y 58 a.C., es decir, desde el obligado exilio de nuestro protagonista en la isla de Rodas, después de su derrota en su intento de acusación contra Antonio Hibrido, uno de los senadores optimates, hasta la invasión de los helvecios contra la parte de la Galia que, ya entonces, era aliada de Roma, lo que posibilitó al futuro dictador, en definitiva, disponer de mando militar sobre las legiones. En la novela, tal y como ocurre en la entrega anterior, se presentan al lector episodios de la vida de Julio César, unos más conocidos que otros pero todos igual de históricos, como su relación con Pompeyo, más política que personal, o su enfrentamiento con los piratas, quienes le habían hecho prisionero en el transcurso de aquel exilio, y a quienes conseguirá derrotar fácilmente, recuperando todo el dinero que había costado su liberación, y mandándolos ejecutar, solucionando el problema que ellos representaban en aquella parte del Mediterráneo.

La novela se divide en cuatro partes claramente diferenciadas. En la primera, “Un mar sin ley”, se nos presenta, precisamente, ese problema de la piratería en el Egeo, al tiempo que se nos presenta también un César derrotado, es cierto, pero dispuesto también a seguir dando batalla contra el partido de los optimates; y para ello se dirige a la isla de Rodas, con el fin de poder aprender allí oratoria, de la mano del mayor orador del momento, Apolonio Molón. Pero en el curso del viaje, ya lo hemos dicho, debe hacer frente al problema de la piratería, a la que va a vencer gracias a su inteligencia, como tantas veces lo haría en el futuro. Pero la historia de César es, también, la historia de Roma, tal como el propio Apolonio le va a confesar a éste en el transcurso de una de sus conversaciones, en la terraza de la propia casa del retórico griego: “La política romana es la política que nos afecta a todos… Sólo los ignorantes o los tontos se permiten la insensatez de no estar al corriente de la política que nos afecta.”

Por ello, en la nueva novela de Posteguillo se nos presentan otros asuntos que, aparentemente, no afectan para nada a la vida del protagonista, aunque muy pronto nos iremos dando cuenta de que ello no es así; que de alguna manera también van a afectar a su vida política y personal. Son asuntos como la guerra civil que todavía se está desarrollando en Hispania, entre Sertorio y Metelo, entre los populares y los optimates, que en aquellos momentos se encuentra ya en su fase final, después de la llegada a la península de Pompeyo, en favor de estos últimos, y después, también, de aquella etapa en la que el teatro de operaciones de la guerra hubiera estado en la meseta sur, y en la que habían tenido tanto que ver ciudades como la propia Segóbriga. Nada habla de ello la novela porque, tal y como decimos, la guerra se encuentra ya en su fase definitiva, y estaba a punto de ser ganada por Pompeyo, después de haber comprado la traición de los oficiales de Sertorio.

En esta primera parte de la novela se nos presenta, también, el otro gran problema al que los romanos tuvieron que enfrentarse en esta etapa de su historia: la sublevación de Espartaco, el temible gladiador tracio que puso en jaque a la propia capital del imperio, y que se desarrollará de manera más crucial en la segunda parte de la novela, es importante porque el conflicto va a ser la excusa que permitirá el regreso de César, primero a la propia ciudad de Roma, y más tarde, incluso, a su recuperación para la política. En este sentido, y para los que sólo conocen la figura de Espartaco a través de la película de Stanley Kubrick, para aquellos que sólo aciertan a imaginar al gladiador a través del físico del actor Kirk Douglas, el final del héroe puede resultar un tanto extraño. Sin embargo, ya lo hemos dicho, Santiago Posteguillo, antes que novelista es historiador, y como historiador es siempre fiel a la historia real en todo lo que cuenta. Por ello, él sabe muy bien que Espartaco, en realidad, no murió crucificado, sino en pleno combate contra las legiones romanas; si es que realmente murió en el transcurso de la batalla del río Silaro, porque, en todo caso, y a pesar de lo mucho que se buscó su cadáver por parte de sus enemigos romanos, éste nunca fue encontrado. Es por ello, por lo que Posteguillo, como narrador, se ve capacitado para imaginar, como también lo han hecho algunos de sus biógrafos, que él en realidad nunca murió en la batalla, que a pesar de que estaba gravemente herido, pero todavía vivo, su amante, la desconocida Idalia, una antigua esclava de su lanista, el preparador de gladiadores Léntulo Batiato, pudo rescatarlo del campo de batalla, sacarlo finalmente de la historia y darle por fin esa libertad que largamente anhelaba.

La tercera parte, la más extensa, con mucho, de la novela, es claramente indicadora desde el título de lo que va a tratar: “Senador de Roma”. César ya ha logrado regresar a su Roma querida; querida, sí, pero maldita al mismo tiempo, por lo mucho que va a exigirle durante toda su vida. Pero César es capaz de sobreponerse a toda esa maldición que le ofrece la ciudad, a través de su determinación y también de su inteligencia. Y seguirá escalando posiciones en un cursos honorum que, según toda previsibilidad, le hubiera sido imposible de conseguir a cualquier otro romano que no fuera él, desde sus primeras prelaturas, de escasa importancia, como la de questor o la de curator de la Vía Apia, hasta el consulado, y, con ello, su reconocimiento como jefe de las legiones en la Galia. Y por primera vez, además, van a aparecer en su vida algunos personajes que, después, van a ser importantes en su biografía futura. Personajes como Cleopatra, la futura reina de Egipto; o Craso, el hombre más poderoso de Roma, al menos en términos económicos, con el que se aliará para poder enfrentarse a los principales líderes optimates; o como el propio Pompeyo, uno de ellos al principio, y con el que terminará también aliándose para formar, junto al propio Creso, aquello que los historiadores conocen como el Primer Triunvirato de Roma.

Sí; “Maldita Roma” no es sólo una novela sobre la vida pública y privada de César. Se trata, más bien, de una novela sobre Roma a través de la figura del hombre más importante de Roma en el primer siglo antes de nuestra era. A pesar de ello, también hay espacio para esa vida privada: sus dotes como conquistador, no ya de territorios, sino también de los corazones de las más bellas matronas romanas, sobre todo después de la muerte de su primera esposa, Cornelia, su gran amor a través de los años, además de su hija Julia. Porque, más allá de su relación afectiva con las otras mujeres de su vida -con sus hermanas, Julia la Mayor y Julia la Menor; con su madre, Aurelia; con su hija, también llamada Julia-, a través de la novela, el lector puede darse cuenta de la enorme contraposición existente entre sus dos primeras esposas, entre Cornelia, a la que amó de verdad, y Pompeya, la nieta de Sila, que sólo fue para él una manera de asegurarse, al menos en apariencia, el respeto de los optimates, a los que pertenecía la familia de ella. Por ello, el subterfugio de Aurelia para que César pudiera divorciarse de Pompeya, aunque no está muy claro que pudiera desarrollarse tal y como se narra en la novela, es tan real como el resto de la narración, y así lo relatan también algunos autores clásicos, como Plutarco que han escrito sobre la vida de César; como también narran el ridículo público que supuso para Catón el asunto de la cesta llena de excrementos, que también aparece narrado en las páginas de “Maldita Roma”.

En los últimos capítulos de la tercera parte, el autor acerca a los lectores diferentes aspectos de la vida de César, cuando el dictador se encuentra en pleno apogeo de su poder; sus campañas como propretor en Hispania, contra las tribus lusitanas que asolaban las ciudades aliadas, y la creación de ese Primer Triunvirato. En lo que se refiere a su etapa al frente de Hispania, la provincia más occidental del imperio, podemos apreciar sus anhelos por pacificar definitivamente la península ibérica, que la guerra civil entre Sertorio y Metelo había dejado en una situación claramente inestable, más allá de la fuerte romanización que ya caracterizaba a muchas de las ciudades, especialmente en Andalucía. Y también, la relación de confianza, que en ese momento ya se empieza a entrever, con uno de los hombres más poderosos de Hispania en aquellos momentos, el gaditano Lucio Cornelio Balbo: “Quiero Roma -le dice el hispano a Julio César, durante su encuentro frente al templo de Hércules, el viejo templo fenicio de Melkart, en Gades-. Quiero que me lleves a Roma cuando termines como propretor de Hispania. Quiero mejorar la posición de Gades en el mundo romano, pero tengo claro que todo lo importante se decide en Roma. He de entrar en la política romana o nunca conseguiré esas mejoras para mi ciudad.” Es cierto, con la ayuda de César, Balbo conseguiría, en los años siguientes, entrar de lleno en la más alta política romana, allí donde se decidía todo en el “imperio” de Roma, e incluso, más allá del “imperio”, llegando a convertirse primero en senador, y más tarde, también, ya en el año 40 a.C., en el primer cónsul que no era oriundo de la península de Italia. Y su sobrino, de idéntico nombre, sería también el primer romano que intentaría llegar más allá del desierto del Sahara, a la región mítica de Tombuctú.

Y por lo que se refiere al Primer Triunvirato, del que también fue parte activa el propio Balbo, éste no fue nunca, tal y como muchas veces se ha hablado de él, en un usual ejercicio de anacronismo que es impropio del estudio histórico, una institución como tal, ni una alianza entre determinados partidos políticos. Se trata, más bien, de una alianza personal entre tres políticos aparentemente irreconciliables, más allá del propio beneficio personal que a cada uno de ellos esa alianza pudiera repercutirles. La alianza entre Julio César y Marco Licinio Craso, el hombre más rico de Roma, se había producido ya algún tiempo antes, cuando el primero se había apoyado en la riqueza del segundo para crecer en su carrera política, para comprar los votos necesarios para triunfar en las elecciones a cada uno de los cargos. La alianza con Cneo Pompeyo Magno, sin embargo, será posible gracias en parte al propio Balbo, a quien el gaditano había apoyado ya antes, durante su guerra contra Sertorio. Y de esta forma, la alianza de los tres políticos para derrotar al conjunto de senadores optimates, con Catón y el propio Cicerón a la cabeza, se va a convertir en una lucha, casi mortal, por el poder de la propia ciudad de Roma y, más allá de ésta, por el de todo el imperio.

Pero la alianza que da origen a este Primer Triunvirato es una alianza difícil, en lo personal y en lo político, más allá de que Pompeyo le hubiera obligado a César a desposarse con Calpurnia, la hija de Lucio Calpurnio Pisón, uno de los senadores afectos a la facción de Pompeyo, y por más que éste se hubiera desposado a su vez con la hija del propio César, con Julia. Por ello, no es extraño que ese Primer Triunvirato terminara como acabó: con una guerra civil entre dos de sus miembros, los dos lados más fuertes del triángulo, César y Pompeyo, después de la muerte del tercero, Craso, en el año 53, durante su campaña contra los partos. Después de la muerte de Craso o, sobre todo, de la de Julia; porque, a fin de cuentas, el matrimonio entre Julia y Pompeyo no había significado para éste, más que la posibilidad de tener en su poder un rehén valioso para César, un rehén que obligara a éste a mantenerse siempre fiel a esa alianza tan inestable como artificiosa.  Sin embargo, aún faltarán algunos años para que eso ocurriera, más allá del marco histórico en el que se mueve esta segunda entrega sobre la vida novelada de Julio César. Y Posteguillo, que conoce a la perfección cómo se desarrollará ese futuro, nos entrega, a modo de epílogo, pequeños mensajes para abrir boca de lo que será una futura tercera entrega de la serie: la campaña de Craso contra los partos; la relación de Pompeyo con César, puramente interesada, como todo lo que aquél había realizado a lo largo de su vida; los movimientos de Cicerón para dañar a su principal enemigo; los desvelos de Julia para proteger a su padre; y, sobre todo, la propia campaña de César en la Galia, y su relación con Cleopatra, la mujer más hermosa del mundo según algunos historiadores, por más que esa belleza haya sido puesta en duda últimamente.

"Cicerón denunciando a Catilina ante el Senado". Cesare Maccari (1880). Palazzo Madama (Roma).


miércoles, 10 de abril de 2024

LA DESAPARECIDA PUERTA DE LOS ANDENES, O DE LAS RENTAS, DE LA CATEDRAL DE CUENCA

Fue el 13 de abril de 1902. El suceso, uno de los más tristes de la historia de Cuenca a lo largo de todo el siglo XIX, es bastante conocido por todos los conquenses. Era a primera hora de la mañana, y la celebración de la misa en el altar mayor de la catedral todavía no había concluido, cuando se pudo escuchar en todo el templo, y en gran parte de la ciudad un enorme ruido. A éste le sucedió, casi inmediatamente, una espesa nube de polvo, provocada por el derrumbe de la gran torre de las campanas, que también era conocida como la Torre del Giraldo, por un giraldillo o espadaña que la coronaba, y que representaba, parece ser, al rey Alfonso VIII portando un gran pendón de guerra. El derrumbe provocó la muerte de cuatro niños, entre ellos María Antón, la hija del campanero, que en aquellos momentos estaban siguiendo la celebración de la misa desde lo alto de la torre; otros pudieron salvarse milagrosamente, al ser encontrados con vida, a las pocas horas del accidente, entre los escombros de la caída. Nadie ha podido saber nunca los motivos reales de aquel accidente, aunque las teorías más sólidas son dos: los propios problemas constructivos de la torre, que habían venido provocando otros accidentes menores ya desde el mismo instante de su construcción, incrementados en algunos momentos de su historia por diferentes incendios provocados por la caída de rayos; o la explosión controlada algunos años antes, muy cerca de su fábrica, con el fin de hacer caer definitivamente el viejo puente de piedra de San Pablo, del siglo XVI, para sustituirlo por el actual puente de hierro.

Sin embargo, lo que sucedió en los años siguientes con nuestro primer templo no es tan conocido por la mayor parte de los conquenses. La parte positiva de ello es la declaración oficial de nuestra catedral como monumento nacional, en el mes de agosto de ese mismo año, lo que dio inició a los primeros estudios serios sobre este conjunto arquitectónico, y convirtiéndose de esta forma en uno de los principales focos de interés de los historiadores del arte. La parte negativa del suceso, más allá de las muertes producidas en el accidente, y de la propia destrucción de la torre barroca, es la innecesaria destrucción de su portada barroca, realizada en el siglo XVII por el arquitecto  madrileño José Arroyo, que se encontraba apoyada en los propios elementos góticos que habían logrado permanecer en pie a través de los siglos; sobre este destrucción, que en ningún caso fue provocada por el propio derrumbe de la torre de las campanas, ya había hablado en este blog en alguna ocasión anterior (ver “La catedral de Cuenca, cuna del gótico castellano”, primera parte, 6 de septiembre de 2019). Y es que, al contrario de lo que todavía creen muchos conquenses, el derrumbe de la Torre de Giraldo no provocó, en ningún caso, el derrumbe de la propia fachada del templo, sino que ésta se realizó por la decisión personal del propio restaurador. En efecto, la torre no se encontraba en la misma línea que la fachada, sino retranqueada respecto a ella, en el inicio de la actual Ronda de Julián Romero, allí donde, todavía, un enorme arco ojival en un testigo visual del propio arranque de la torre. Y ésta, al contrario de lo que se ha dicho, no cayó sobre la fachada, sino en el interior del templo, allí donde se encuentran la capilla de Santa Catalina y el Arco de Jamete, que da acceso al claustro catedralicio -precisamente, todo el tiempo que permaneció esta genial obra del renacimiento conquense a la in temperie, fue lo que provocó los abundantes problemas de humedad y salinidad que todavía amenazan a su conservación-.

En los años en los que se produjo la destrucción de la torre de las campanas de nuestra catedral, la restauración de los edificios históricos pasaba por el enfrentamiento entre dos escuelas, dos concepciones académicas, claramente contrapuestas: las tesis conservacionistas, que propugnaban por la conservación fidedigna del edificio en cuestión, tal y como ha llegado hasta el momento presente, y la tesis reconstituyente, que propugnaba la reconstrucción ideal del edificio, de acuerdo a unos ideales que, en muchas ocasiones, tenían más de subjetivos que de objetivos. Y en el caso de la catedral de Cuenca, tal y como vamos a ver a continuación, ganó esta última escuela. En efecto, su fachada, que en realidad,  no sufrió daños importantes, fue desmontada piedra a piedra, y construida de nuevo, siguiendo el criterio de su restaurador, Vicente Lampérez, en un estilo completamente nuevo, entre historicista y neogótico, que nada tenía que ver con la propia historia del edificio. Éste es, realmente, el motivo que provoca esa sensación actual de edificio inacabado, que se llevan los numerosos visitantes de nuestro principal monumento, tan extraño a esa fachada barroca, pero con múltiples elementos góticos todavía, que, al menos, había sido el resultado natural de la propia historia del edificio, tan similar a la de otras catedrales medievales, como la de Santiago de Compostela.

Para entender mejor este proceso hay que tener en  cuenta la personalidad del arquitecto que llevó a cabo las obras de restauración del edificio, el arquitecto madrileño Vicente Lampérez y Romea. Alumno del arquitecto francés Engène Viollet-le-Duc, autor del gran chapitel de madera de la catedral de Notre Dame de París, que todos vimos venirse abajo hace algunos años, a consecuencia del último incendio que sufrió la hermosa catedral parisina; o al menos seguidor de su escuela restauradora, realizó también otras restauraciones en diferentes templos góticos, como en las catedrales de León y de Burgos. En ésta última, por ejemplo, llevó a la práctica reconstruccióones todavía más extremas que en Cuenca, llegando incluso a ordenar en 1913 la destrucción de su palacio arzobispal, una de las obras maestras del renacimiento español, que se encontraba junto a su catedral, con el único fin de aislar el propio templo en una enorme plaza, ajena por completo al propio urbanismo medieval de la ciudad del Cid. Y también realizó otras reconstrucciones de este tipo, alejadas de la arquitectura original, como en la Casa del Cordón, también en Burgos, o en el madrileño castillo de Manzanares el Real.

En Cuenca, ya le hemos visto, no le dolieron prendas para ordenar el derrumbe, casi por completo, de toda la fachada catedralicia, proyectando una nueva fachada, flaqueada por dos grandes torres que en absoluto tenían nada que ver con el gótico original de nuestra catedral, que ni siquiera llegaron nunca a levantarse. Del genio creador, más que puramente restaurador, del arquitecto madrileño, queda una maqueta de escayola, que puede contemplarse en una de las dependencias de la propia catedral, junto a algunas de las esculturas de piedra procedentes de la propia fachada y del Arco de Jamete, necesitado también todavía de una restauración urgente, y algunos planos y fotografías, fácilmente accesibles a través de la red y en diversas publicaciones conquenses.

Y si esta especie de crimen perpetrado contra la fachada principal de nuestra catedral es todavía desconocida para una gran parte de los conquenses, lo es bastante más lo que este mismo arquitecto realizó contra su fachada lateral, la que se encuentra en la calle que comunica la Plaza Mayor con el propio palacio episcopal. Y es que, hasta hace muy poco tiempo, los conquenses teníamos la sensación de que nuestra catedral, históricamente, contaba sólo con las tres puertas de acceso de su fachada principal, y que fue precisamente el desmonte de esta fachada lo que obligó a abrir, con carácter temporal, una nueva puerta en esa fachada lateral, accesible mediante una escalera que sería desmontada una vez que ésta ya no fuera necesaria.

Sin embargo, las escasas fotografías conservadas de dicha escalera, muestran un acceso bastante sólido, que se contradice con una construcción de carácter temporal, destinado a pervivir sólo durante el tiempo que duraran las obras; en realidad, una doble escalera de piedra, con acceso tanto desde el lado de la Plaza Mayor como desde la portada del propio palacio episcopal. Y a las propias fotografías hay que añadir también la documentación que, procedente del Archivo Capitular, se ha publicado a principios del mes pasado en la página de Facebook de la propia Catedral de Cuenca. Esta documentación demuestra que esta escalera, y la propia fachada a la que la escalera daba acceso, se encontraba ya en plena catedral en pleno siglo XVIII, y que se correspondía con la llamada, en aquel tiempo, Puerta de los Andenes, o de las Rentas, así llamada porque era en este lugar en donde se subastaban, en dicho siglo, las propias rentas catedralicias. Dice lo siguiente el documento aludido:


            “A consecuencia del encargo que se me hizo por el señor don Juan Bautista Loperráez, canónigo de la Santa Iglesia Catedral de Cuenca, he formado varios diseños para el cerramiento del atrio, o antepórtico, de dicha Santa Iglesia, de los que ha sido elegido por los señores comisionados, el diseño  del número dos, que consiste en levantar sobre la última grada inferior un antemuro de cantería, de igual altura que el pavimento de la grada superior, adornado con varios fajas, y colocar sobre él una balaustrada de balaustres de piedra blanca, asegurada con varios pedestales coronados con unos jarrones por remates, dejando sólo dos entradas, la una en la calle de San Pedro y la otra frente a ella, en su correspondencia y simetría con su gradería que baje por cerca de la fuente, y en ambas entradas, verjas de hierro; cortar el paso que se llama de los andenes, desmontándolo hasta el pavimento de la calle, y reciñendo la frente de la sillería contra los cimientos de las capillas de aquel costado, volviéndose a colocar la fuente contra la fábrica, en la disposición que hoy está, como todo se demuestra en el diseño; en cuya disposición se proporciona un antepórtico muy capaz, y de mayor decencia en las subidas de la gradería. Y habiéndoseme encargado la tasación del coste que tendrá su operación, digo que, trabajándose con perfección, según arte, de manos y materiales, llega la tasación de dicho coste a treinta y cinco mil y novecientos reales de vellón, como por menor resulta del cálculo que acompaño. Cuenca y diciembre, 15, de 1783 años.”

El documento está firmado por el arquitecto iniestense Mateo López, el mismo que firmó el famoso plano de la ciudad, realizado por esas mismas fechas, y también una de las primeras historias de Cuenca, premiada en un concurso promovido por el obispo Antonio Palafox, y que no vería la luz hasta mediados del siglo pasado. Se trata de la autorización municipal, y de esta forma viene expresado en otro de los documentos que componen el expediente- de unas obras que el cabildo había solicitado realizar, para trasladar una fuente que se encontraba junto a estas escaleras, quizá la actualmente llamada Fuente de los Canónigos. Para entender mejor el significado de este documentos, recojo a continuación el comentario procedente de la propia página de Facebook, y que demuestra cuál fue la solución definitiva de la obra, que fue realizada tres años más tarde:

“En 1783 el cabildo encargó al arquitecto que se levantara un muro de cantería sobre la última de las gradas inferiores del templo y se dejaran dos entradas que debían cerrarse con verjas de hierro. Además, aprovechando esta nueva gradería, se acordó que debía cortarse el paso de los “andenes” que iban hasta la puerta de las rentas (antigua puerta en la que, desde antes del siglo XV, se subastaban las rentas del cabildo y por la que se accedía a la catedral desde la plaza del palacio episcopal). De esta manera, la nueva gradería quedaría sobre los cimientos de las capillas de María Magdalena (hoy perdida), del Pilar y de los Apóstoles. Os adjuntamos una imagen del dibujo en alzado y planta presentado al cabildo. Para acometer esta obra de los andenes se acordó que primero debía desmontarse el pavimentado de la calle que bajaba hasta el palacio episcopal y de la fuente pública que estaba bajo el andén. Una vez finalizada la gradería, debía acometerse nuevamente la pavimentación de la calle y la colocación de la fuente pública. Sin embargo, en octubre de 1784, el ayuntamiento convino con el cabildo que esta fuente debía mudarse y reubicarse en el rincón que hacen los arcos de las casas propias de la Santa Iglesia, introduciendo el desagüe subterráneo con el del Mesón de la Piedra. La obra de los andenes y de la bajada al palacio fue finiquitada en 1786 por el arquitecto Fernando López. Hoy en día, tras la edificación de la nueva portada de la catedral, no se conservan ni el atrio antiguo, ni la capilla de la Magdalena, ni las escaleras que subían a la puerta de las rentas desde el palacio episcopal.”



lunes, 25 de marzo de 2024

LUIS MARCO PÉREZ Y LA SANTA CENA

 

“Hay en Cuenca misteriosas iglesias cerradas, en las que nunca se dice misa, y que sólo pueden visitarse gracias a la amabilidad de quienes están encargados de su custodia. La más interesante es la iglesia de San Antonio, consagrada a la Virgen de la Luz, patrona de la ciudad. En ella he visto Cristos más terribles, por su realismo desesperado, que aquel célebre Ecce Homo de la catedral de Burgos, cuyo cuerpo según dicen, está recubierto de auténtica piel humana. En ella he visto Vírgenes erguidas en pedestales de cabezas cortadas. Cuadros formados por combinaciones de papeles de colores, reconstituyendo escenas de la Pasión. Y sobre todo una Cena fabulosa, con personajes de tamaño real, tallada en una sola pieza en el tronco de una encina gigantesca. Sobre la mesa, ante Cristo. Iscariote y los Apóstoles, el autor de la escultura ha colocado mendrugos de pan, cincelados en madera negra, que el visitante puede desplazar a voluntad… ¡Hasta dónde llega el superrealismo de las iglesias españolas!”.


Quien esto escribe es el escritor cubano Alejo Carpentier, que visitó Cuenca en los años treinta, poco tiempo después de que Luis Marco Pérez tallara el antiguo paso procesional de la Última Cena de Jesús con los Apóstoles, que recibía culto, al menos en sus primeros años, en la iglesia de San Antón -no confundir con la advocación de San Antonio, a la que se refiere el escritor-, y que publicó en la revista “Carteles”. Dejando aparte las exageraciones, producto quizá de su propia fantasía, descritas por Carpentier -en este sentido, la alusión a las “vírgenes erguidas en pedestales de cabezas cortadas” nos recuerda demasiado a esa imagen prebélica del Paso del Huerto y sus desfiles procesionales sobre unas andas en las que estaban incorporadas, de manera un tanto tétricas, las cabezas de los tres Apóstoles durmientes-, se trata de una de las escasas descripciones del conjunto escultórico que todavía se conservan. Más fiable, sin embargo, es el texto del escritor madrileño Luis Martínez Kleiser, que publicó en el diario ABC en su edición del 23 de marzo de 1930, en un artículo que tituló “Imágenes convertidas en pasos. Los pasos de Marco Pérez”:

“Es de dimensiones más reducidas que la Cena de Salzillo, y de concepción totalmente distinta. El gran escultor murciano reconcentra toda su poderosa inspiración en los rostros de los Apóstoles, para reflejar las emociones que combaten sus espíritus, en tanto que el escultor conquense nos presenta al grupo en el momento en que experimenta una fuerte sacudida, producida por las palabras solemnes del Maestro. Salzillo concibe la sacra reunión como esclavizada por la compostura que pudiera reclamar un acto de etiqueta. Marco no cree posible ese realismo uniforme y sedente, y desata las ligaduras de respeto, permitiendo que algunas figuras se muevan en plena explosión individual de su temperamento impulsivo. Por eso, en la obra de Marco Pérez, unos Apóstoles permanecen quietos y otros se levantan, dominados por la agitación de su espíritu; pero dentro de una composición tan acertada, que cada actitud individual se corresponde con las demás, hasta componer un todo armónico… Las dos figuras principales de la obra son Jesús y Judas Iscariote: el primero, en pie ante su puesto, se nos ofrece con todo el reposo augusto, la dignidad solemne, la resignada dulzura y la grandeza sublime de la divinidad humana. El segundo, en pie también ante el extremo opuesto de la mesa, y volviendo la espalda a sus condiscípulos, como en actitud de oír, es tal vez el mayor acierto del paso. Su ruindad física parece el reflejo de su ruindad moral. Su pecho se hunde vacío, como si no albergase un corazón. Su cuerpo se encoje, como si tratase de reducirse a la nada. Su cabeza se inclina, agobiada por los remordimientos, buscando la tierra para esconderse en sus entrañas recónditas. Su pelo se revuelve enmarañado, como las sendas tortuosas de su conciencia. Sus facciones escondidas hablan de codicia; sus ojos desorbitados, de espanto. Sus músculos tensos vibran…”

Y al hablar del resto de los Apóstoles, continúa: Las tallas son soberbias. San Pedro, sentado a la izquierda del Jesús, levanta hacia Él la vista en éxtasis. San Juan dulce, aunque no afeminado, en la plenitud de su hermosura viril, parece tener los ojos arrasados por la emoción. Santo Tomás se recoge en sí mismo, como para escuchar con los oídos del alma. San Bartolomé se levanta, se eleva poseído de unción. Santiago de Alfeo se adormece, acariciado por la promesa incomparable de la Eucaristía. Simón el Cananeo, el Zelotas, yergue gallardo el rostro y mira al degenerado que ha de vender al Rabí en actitud amenazante. Andrés, el hijo de Jonás y hermano de Simón de Kefás; Santiago, el hermano de Juan e hijo de Zebedeo; Judas Tadeo, el hermano de Santiago el Menor; Mateo; Felipe. Todos viven el momento cumbre de la historia del mundo en un asombroso realismo.”

Lamentablemente el conjunto, tallado en madera sin policromar, desapareció en los primeros días de la Guerra Civil, como el resto de los pasos, con muy pocas excepciones, de la Semana Santa de Cuenca, y de ella apenas quedan algunas fotografías, casi todas de escasa calidad, que sin embargo son todavía testigos de la enorme belleza escultórica de este paso procesional, que en los primeros años treinta formaba parte de la procesión del Jueves Santo, sin haberse fundado una hermandad que cuidara de su devoción, y que más tarde se incorporó a la procesión del Miércoles Santo. Terminada la guerra, el resto de los pasos procesionales se fueron recuperando, hasta llegar a conformar la nueva Semana Santa de Cuenca, dejando que la imagen de  la Santa Cena, por las enormes dimensiones que representaba, se convirtiera en el gran anhelo de la familia nazarena conquense. Así hasta el año 1985, cuando el nuevo paso de Octavio Vicent se incorporó por fin a nuestra Semana Santa.

Durante todo ese tiempo, entre 1940 y 1985, los intentos de recuperar el misterio de la instauración de la Eucaristía fueron diversos. Quizá, el más importante de aquellos intentos está fechado en el mes de marzo de 1953, cuando quedó inscrita en el Gobierno Civil de Cuenca la nueva “Real e Ilustre Cofradía de la Sagrada Cena”. Curioso el título de real, para una institución que se había creado durante la dictadura del Caudillo, pero el caso es que, al año siguiente, la Junta de Cofradías sacaba a concurso la realización de la talla procesional, concurso que fue ganado por el escultor conquense Fausto Culebras, quien firmaría el contrato definitivo con la institución nazarena el 26 de enero de 1955.

No es necesario repetir aquí las circunstancias que imposibilitaron la incorporación definitiva de la hermandad y del paso procesional a la Semana Santa de Cuenca, suficientemente conocido, por otra parte, de muchos nazarenos. El caso es que cuatro años más tarde, en 1959, el imaginero fallecía por culpa de un estúpido accidente sufrido en la ciudad hermana de Ecuador, a donde había acudido para instalar el monumento a Andrés Hurtado de Mendoza, que él mismo había realizado. Del renovado sueño nazareno, apenas quedó unas pocas fotografías, algún boceto en yeso, y unos pocos Apóstoles realizados en tamaño natural, también en yeso, conservadas todas ellas entre los fondos del Museo de Cuenca.

Y si los nazarenos conquenses mantuvieron, durante más de cuatro décadas, el sueño de poder recuperar el paso del Cenáculo, también el propio Marco Pérez, mientras a golpe de gubia iba recuperando otras escenas de la Pasión, mantenía el sueño de que, algún día, podría hacer una nueva Cena, quizá más hermosa, más espectacular, que la que había tallado en los años anteriores a la guerra. Y fruto de ese sueño ha quedado, conservado en una colección particular de nuestra ciudad, un dibujo, a modo de boceto, en el que también se representa el momento de la instauración de la Eucaristía.  

La escena dibujada por el escultor conquense está formada, como no podía ser de otra forma, por trece figuras, Cristo y los doce Apóstoles, dispuestos alrededor de una mesa rectangular, conformada a lo ancho, de manera que, al menos a primera vista, resultaría bastante complicado de procesionar el paso por las estrechas calles por las que discurre la Semana Santa de Cuenca. En efecto, la imagen nos recuerda ligeramente el modelo que el pintor italiano Leonardo Da Vinci realizó para el monasterio dominico de  Santa Maria delle Grazie, en Milán, y que le encargó el duque Ludovico Sforza; y digo ligeramente porque, en realidad, en el dibujo del conquense los Apóstoles se agrupan de manera mucho más compacta, hasta el punto de que cuatro de ellos se agrupan a cada uno de los lados de la mesa, contrariamente al modelo italiano, en el que todos los discípulos se muestran de manera horizontal, como una especie de fila india. No obstante, y tal y como sucede en el modelo italiano, entre todos ellos se puede observar una interrelación, de la que carecen otras representaciones similares.

En el dibujo de Marco Pérez, y como sucede también en el del italiano, el Maestro se presenta sentado, a la misma altura que el resto de los personajes. Y hasta aquí, los elementos de comparación entre una y otra representación. A su derecha, desde el punto de vista del espectador, San Juan, el único de los personajes que no lleva barba, tal y como se le suele representar en la Historia del Arte, adormilado, reclina la cabeza en el hombro derecho del Rabí. Y en el otro lado de éste, San Pedro recibe el abrazo de otro de los Apóstoles, quizá Bartolomé, quien apoya la mano en el hombro del que se convertirá en el primer Papa de Roma. Casi todos los Apóstoles miran al rostro de Cristo. Todos menos San Juan, tal y como hemos dicho, y Judas, quien, sentado en el extremo de la derecha, rehúye la mirada de otro de los Apóstoles, el que está situado junto a su lado, para dirigir la vista hacia el suelo, y hacia la bolsa con las treinta monedas, que guarda en una de sus manos. En conjunto, al menos aparentemente,  el escultor de Fuentelespino de Moya ha intentado representar la escena en un momento previo al de la partición del pan.

Por otra parte, la escenografía del dibujo se completa con algunos elementos propios de una naturaleza muerta, los mismos que aparecen en otras representaciones de este momento cumbre de la Pasión de Cristo, el de la instauración de la Eucaristía, con lo que ello representa. Así, en el suelo, delante de la mesa, se puede contemplar, junto a una jarra y una especie de ánfora de cuello estrecho, una gran cesta que contiene varios panes. Y sobre la mesa, por otra parte, apenas puede verse, junto a un cáliz del que posteriormente hablaremos, un pan, similar a los que se encuentran dentro de la cesta, y sobre una bandeja, un animal, dispuesto a ser devorado en el ritual banquete, que si bien debería tratarse de un cordero, tal y como se hacía en la celebración judía de la Pascua, nos recuerda un poco al lechón que podemos contemplar en el retablo de madera también sin policromar que, tallado por el escultor francés Esteban Jamete en pleno siglo XVI, se halla en la capilla de Santa Elena de la catedral conquense, fundada por el canónigo Constantino del Castillo. Es sólo una imagen lejana de la obra de Jamete, porque en realidad, tal y como hemos dicho, resulta difícil determinar con exactitud de qué animal se trata.

Y volviendo al cáliz, que en la Última Cena contenía el vino pero que en realidad es una representación de la propia Sangre de Cristo, se trata de una clara representación del Santo Grial que se conserva en la catedral de Valencia: una copa de obsidiana, cuya talla algunos arqueólogos han datado en el mismo siglo I en el que vivió Jesús, al que posteriormente se le incorporó un pie con dos asas en forma de serpiente, realizado en oro y diversas piedras preciosas, que fue incorporado posteriormente, en  plena Edad Media. En efecto, la forma de la copa es la misma que la del sagrado cáliz que se venera en el templo levantino, lo que nos acerca el dibujo de Marco a otro modelo, quizá más cercano al citado anteriormente: la Última Cena que Juan de Juanes pintó hacia el año 1560, y que actualmente puede contemplarse en el madrileño Museo del Prado. Al contrario que el dibujo conquense, en el óleo del genial pintor valenciano Jesús es representado en el preciso instante en el que levanta el pan para ofrecérselo a los Apóstoles.

El dibujo está firmado por Marco Pérez en su parte inferior, pero no está fechado, por lo que no podemos saber en qué momento exacto el autor quiso incorporar este nuevo paso a la Semana Santa de Cuenca, si es que en realidad se trata de un intento real de hacerlo; parece, sin embargo, una obra de los años setenta, por las circunstancias en las que el dibujo llegó a la colección. Lo que sí parece claro es que no tiene nada que ver con el que sí llegó a terminar antes de la guerra, y que formó parte de nuestra Semana Santa durante seis años, hasta su destrucción, tal y como hemos dicho, en los primeros meses de la guerra.



miércoles, 13 de marzo de 2024

LA JOYA DE FILIGRANA DEL PASO DEL HERTO DE SAN ANTÓN Y UN ROSARIO DEL VICTORIA & ALBERT MUSEUM

 A finales del pasado mes de enero, en una página de Facebook relacionada con la historia de Cuenca, y administrada por el histroriador Julián Torrecillas Moya, se publicaron algunas fotografías de diversos objetos artísticos que, procedentes de la provincia de Cuenca, se encuentran en la actualidad entre los fondos del Victoria & Albert Museum de Londres. Se trata de una colección de fotografías y sobre todo, algunas obras de arte pictórica y decorativa, entre los que se encuentra un cuadro realizado en el siglo XIX por el pintor madrileño José Robles Martínez, realmente una copia de un lienzo del pintor conquense Juan Bautista Martínez del Mazo, en el que se representa a la infanta Margarita, hija del rey Felipe IV y de su esposa, Mariana de Austria.  Otra de las piezas es una arqueta de marfil y hierro, una hermosa obra de eboraria perteneciente al primer cuarto del siglo XI, posiblemente perteneciente al taller que en la ciudad del Júcar estableció el cordobés Mohamed ben Zeiyán, después de haber huido de la capital del califato, tras  su descomposición y la creación de los diversos reinos de taifas en los que se dividió Al Andalus, del que ya hemos hablado en alguna ocasión anterior (ver “Un taller de eboraria musulmana en Cuenca en el siglo XI”, 11 de marzo de 2022). Pero, sobre todo, destaca en el catálogo del museo londinense varias piezas interesantes de orfebrería datadas entre los siglos XVI y XVII, entre las cuales figuran algunas piezas que proceden de la famosa custodia de la catedral, de Francisco Becerril, que fuera destruida por las tropas napoleónicas durante la Guerra de la Independencia. Robadas algunas de sus piezas, una vez destruido el conjunto de la obra, por soldados franceses a su país, serían robadas a su vez más tarde por las tropas inglesas, quizá cuando Napoleón fue definitivamente derrotado durante la batalla de Waterloo.

Entre esas piezas procedentes de Cuenca, y que se conservan en el museo londinense, figura también una medalla de plata sobredorada y filigrana de plata, que forma parte de un rosario que, según el catálogo actual del museo es de procedencia desconocida, pero que figuraba también entre las piezas conquenses publicadas en la página del ya citado historiador Julián Torrecillas (ver https://www.facebook.com/photo/?fbid=1048814508516956&set=gm.1078224092252216). Ignoramos el motivo de esta aparente contradicción, pero no cabe duda de que esta pieza nos recuerda mucho a un medallón conquense, que pertenece a la hermandad de Nuestro Padre Jesús Orando en el Huerto, de San Antón, que adorna a la imagen durante la procesión del Jueves Santo y en los actos litúrgicos, cuya procedencia es desconocida, y del que ya hemos hablado también en alguna ocasión anterior (ver “Una estirpe de cofrades e impresores: los Mariana y la hermandad del Paso del Huerto”, 22 de marzo de 2018). Se trata de un medallón ovalado, como el de la pieza conquense, grabado también en las dos caras, rodeado con un marco muy amplio de filigrana de plata decorado con motivos vegetales. Forma parte en realidad de un rosario, realizado con cuentas de ámbar rojo, del que cuelga el propio medallón y una cruz cuadrada, realizada también con el mismo tipo de filigrana.

Según el catálogo del museo, la pieza puede estar fechada en la primera mitad del siglo XIX, lo que concuerda también con la datación aproximada que pudimos hacer en su momento de la pieza conquense, cuando estaba realizando la monografía sobre la historia de la hermandad, según la cual ésta se puede corresponder con una filigrana de principios del siglo XIX, sobre una medalla grabada a finales de la centuria anterior. A continuación, paso a citar el contenido de la ficha referente a la pieza, tal y como aparece en la página web de dicho museo: “Rosario de seis décadas [sic] de cuentas de ámbar facetadas, con paters de ámbar envueltos en filigrana de plata, ensartados en cordón de seda roja. Al final hay una cruz de credo equilátero de filigrana de plata, sobre un collar de tres cuentas de ámbar, y un gran medallón ovalado de filigrana, con una medalla dorada de la Virgen de Altötting en un lado, y la Virgen de Dorfen en el otro. Un colgante de filigrana ovalada más pequeño que encierra medallas doradas de la Virgen está unido al rosario”.

Cuando pude ver por primera vez la reproducción de la pieza londinense, inducido sin duda por su procedencia conquense, pensé que podrían tratarse de dos piezas salidas de un mismo taller, aunque la descripción del rosario conservado en Londres, realizada por el mismo museo, parece sugerir lo contrario. Pese a todo, el desconocido origen, tanto de la pieza conquense como el de la conservada en ese importante museo de la ciudad del Támesis, sirve para mantener el misterio de las dos piezas. Por otra parte, la reproducción de esta última en la página web del museo no tiene la suficiente calidad como para evitar que nos surjan algunas dudas. ¿Se trata realmente de una representación de la Virgen de Gracia que recibe culto en esa localidad de Baviera, que está relacionada históricamente con la casa real de Wittelbach, reinante en este principado alemán, y que actualmente es la patrona oficial de toda Alemania? ¿Podría tratarse, sin embargo, de cualquier otra advocación mariana?

En todo caso, tal y como hemos dicho, el parecido entre ambas piezas es bastante razonable, y me sirve para traer a la memoria de los lectores un artículo que, sobre la pieza conquense y su relación con la hermandad del Jueves Santo, publique hace ya algunos años en la revista “Cuenca Nazarena”, y que reproduzco a continuación.

 

Un elemento realmente querido por muchos hermanos del Paso del Huerto es, sin duda alguna, el relicario, el medallón, la querida y popular joya que cada Jueves Santo, con cariño, cuando está a punto de salir la procesión, colgamos del cuello de la imagen de Jesús. Aunque en algún artículo hemos podido leer que se trata de una pieza de orfebrería del siglo XVII, la medalla en sí misma, realizada muy probablemente en plata dorada, no va más allá de la centuria siguiente. En una de sus caras figura la imagen de Cristo en la Cruz, rodeado de tres santos mártires, respondiendo todo ello a una iconografía muy definida; en la otra cara, el motivo que se representa, en una composición vertical, a la Santísima Trinidad en sus tres personas, flanqueada a la altura del Hijo por una Virgen coronada y la imagen de San Miguel Arcángel. Todo ello está revestido por una filigrana de plata de la segunda mitad del siglo XIX, realizada por la escuela salmantina de la Tierra de Campos o, al menos, con influencia manifiesta de ésta, algo que se puede apreciar por los motivos decorativos que aparecen en dicha filigrana: el típico botón charro.

¿Cuál es el origen de este medallón? ¿Cómo ha llegado la pieza a manos de la hermandad? Todos conocemos leyenda que, como todas las leyendas, no tiene un definido. En alguna ocasión, durante algún desfile del Jueves Santo, la abundante lluvia que había empezado a caer sobre la ciudad una vez iniciada la procesión, obligó a encerrar todos los pasos antes de tiempo, para protegerlos del agua, allí donde la situación de los mismos y su volumen lo permitiera. El Paso del Huerto se guardó en el antiguo palacio de Luis Carrillo de Albornoz, convertido después en a sede del viejo Palacio de Justicia. Los nazarenos esperaron un tiempo prudencial para que la procesión pudiera reanudarse, y al comprobar que aquello sería ya inposible| por la llegada, ya próxima, de la noche, decidieron finalmente regresar a sus casas y dejar el paso allí; a la mañana volverían al viejo palacio para trasladar de nuevo las imágenes hasta la iglesia.

Pero cuando entonces regresaron al lugar, se sorprendieron al ver que, del pecho de Jesús pendía una hermosa pieza de apariencia antigua, el medallón famoso que todavía porta con orgullo cada nuevo Jueves Santo. Intentaron averiguar quién era el propietario de aquella joya, y al no tener éxito en sus pesquisas, surgió una historia que ha dado pábulo a la leyenda: un ladrón había entrado durante la noche en los locales del palacio, acosado por la policía, acorralado también por su culpa y su delito, y al encontrarse frente a frente con la imagen sagrada de Jesús, arrepentido, se dejó llevar por un impulso extraño que le movía hacia el rincón donde el paso había sido dejado. Sin comprender en realidad por qué lo subió a las andas y dejó el botín de su robo, un hermoso y antiguo relicario de filigrana de plata. Esperaron para ver si alguien reclamaba aquel objeto, y como nunca lo reclamó nadie, los hermanos decidieron que el comportamiento de aquel hombre podía haberse visto marcado por el milagro. Por ello, decidieron que, a partir de la Semana Santa de aquel año, la imagen del Maestro sería revestida con esa joya preciosa en la procesión del Jueves Santo.

¿Qué hay de verdad en todo ello? Pocos son los datos objetivos que tenemos sobre el hecho, aunque el lugar del milagro existió en realidad. Luis Carrillo de Albornoz descendiente directo del célebre cardenal Gil de Albornoz, y emparentado por línea materna con el duque del Infantado, fue alcalde mayor de los hijosdalgo de Cuenca y uno de los miembros de la pequeña nobleza local que, allá por 1520, se rebelaron contra el poder centralizador del futuro emperador Carlos V, en lo que los historiadores han venido a llamar Guerra de las Comunidades. Sin embargo, en un momento determinado, cuando estaba empezando a girar la moneda de la lucha hacia una cruz desoladora y sangrienta que terminará en Villalar, Carrillo se pasó al bando realista, por lo cual tuvo que soportar durante mucho tiempo, con paciencia, las burlas despiadadas de sus antiguos compañeros. Pero su esposa era más rencorosa que el antiguo comunero, y un día, simulando un olvido que en realidad no se había producido, invitó a cenar a todos los que antes se habían burlado de su marido. Cuando la cena estaba llegando a su final, y los invitados estaban afectados por el efecto del exceso de vino, todas las luces de la casa se apagaron, y de la oscuridad apareció un grupo de sicarios que durante la cena habían permanecido escondidos detrás de la cortina, que acuchillaron sin piedad a todos los invitados. Estos fueron decapitados, y al día siguiente sus cabezas colgaban ya de los balcones de la casa, como tétrico y cruel adorno de la casa.



La dolorosa historia de Luis Carrillo quedó en el recuerdo de los conquenses como un homenaje a la traición y al engaño, aunque con el paso del tiempo su antigua casa solariega, edificada a caballo de los siglos XV y XVI en la parte baja de la ciudad antigua, fuera derribada allá por los años setenta, para edificar sobre su solar, del que solo se mantiene, muy trastocado, el antiguo patio columnado, el nuevo Palacio de Justicia. Por evolución fonética, el nombre del viejo comunero quedó convertido en Escardillo, término con el que todavía hoy es conocida la fuente y el paraje que aún se encuentran en esa zona, fuente que ya existía en este lugar desde el primer tercio del siglo XVI, cuando se produjo la primera traída de aguas hasta la ciudad, desde la Cueva del Fraile.

Por otra parte, José María García Atienza cuenta en los “Cuadernos de Semana Santa”, en su edición de 1986, una historia muy diferente. Es una historia que se olvida de misterios y milagros (no del todo, como veremos), y manteniendo el papel dado al arrepentimiento, le convierte a él mismo en protagonista de la historia. Heredero de una tradición nazarena que pasaba, sobre todo, por las hermandades del Ecce-Homo de San Miguel y la del Paso del Huerto, un año rompió, así lo confirma él mismo, la vinculación que había tenido con la ciudad del Júcar y con su propia historia familiar. Al año siguiente no pudo por más que sentir el arrepentimiento, y una fuerza invisible le llevó de regreso a Cuenca en esos días sagrados en los que Cuenca se convierte en la Jerusalén soñada. A partir de este momento, por más explícitas y directas, recogemos las palabras del propio narrador:

“Aquella tarde de Jueves Santo amenazaba lluvia, el sol no había querido asomarse al drama de la pasión. En los nazarenos se advertía preocupación. Un negro nubarrón se cernía sobre Mangana y se acercaba a pasos agigantados. A pesar de todo salió la procesión. Cuando todas las hermandades cruzaron el puente se desató la lluvia, al principio con parsimonia. El desconcierto empezó a reinar en el desfile, entre un nervioso ir y venir de hermanos mayores. Como cada vez llovía menos, se decidió seguir adelante. Una vez acabada la calle de la Trinidad la lluvia arreció y todas las cofradías buscaron un lugar para guarecer a sus figuras. El Huerto se metió en las cocheras de don Luis Carrillo. Allí se resguardaron también los hermanos y muchos de los que estábamos viendo la procesión. Esperamos durante más de una hora y después se decidió que había que suspender el desfile. Poco a poco todos nos fuimos marchando. La Plaza Mayor permanecía desierta, la multitud se apiñaba bajo los arcos del ayuntamiento. A todos nos faltaba algo, sentíamos una desazón cercana a la desolación.

“Al llegar a la casa no pude evitar asomarme a la ventana, hechizado por los infinitos regueros plateados que se iban formando con el empedrado como cauce. Parecía como si la ciudad enamorada de la primavera deshiciese su unción y su encanto. Al sentarme en la mesa descubrí el relicario de plata que mi madre siempre acostumbraba a llevar en los días de la Pasión. Estaba seguro que el día anterior no estaba allí y yo no podía haberlo puesto ya que desconocía el lugar donde mi madre lo guardaba.

“No sé por qué lo hice, el caso es que me metí el relicario en el bolsillo y me dirigí hacia las cocheras de don Luis Carrillo. La cofradía no pasaría a recoger el paso hasta el día siguiente. Intenté abrir la puerta y cuál fue mi sorpresa al descubrir que estaba cerrada. No me desanimé, algo se me ocurriría. Empecé a dar vueltas alrededor de la casa y descubrí una pequeña ventana abierta en el primer piso. Como un vulgar ladrón me encaramé sobre ella y caí en una pequeña estancia repleta de muebles viejos. Me costó una hora dar con la cochera. Jesucristo y el ángel adolescente estaban envueltos en sombras. Me dio la impresión de que me miró con curiosidad. Me subí a las andas y deposité el relicario de plata en el cuello de Jesús. Por unos instantes me envolvió una serenidad muy placentera.

“Al día siguiente, cuando los hermanos pasaron a recoger el paso, se dieron cuenta de la existencia del relicario. Lo tomaron por un acto milagroso, y yo creo que en cierto modo así fue. La leyenda habla de un ladrón que acosado por la policía se refugió en la cochera y al ver a Jesús se arrepintió de sus fechorías y puso el relicario. Desde entonces acudo fiel a mi cita con Cuenca y su Semana Santa, y así espero que ocurra hasta que muera. “

La lectura del relato anterior deja en el alero, sin embargo, algunas preguntas sin resolver, preguntas que quizá podrían haber sido respondidas a partir de una entrevista personal imposible de realizar por otra parte, con el autor del mismo. Si fue él personalmente quien dejó la pieza de orfebrería en el cuello de Jesús, ello significaría que el hecho había sucedido, seguro, en este mismo siglo, más probablemente después de la guerra civil. Sin embargo, el silencio que las actas, conservadas a partir ya de 1940, guardan con relación a este tema, es total hasta que en la reunión del día 7 de enero de 1980,” se acuerda que por expertos en la materia vean valorados un relicario de plata y una corona del mismo metal, en la actualidad en desuso, propiedad de la Hermandad.” Consulta que, por otra parte, aunque llegó a realizarse, no consta en el archivo de la cofradía ningún documento que avale cuál fue su resultado.

Desde luego, y volviendo a nuestro tema, no es lógico que, de ser un hecho aparentemente tan próximo en el tiempo, nadie de las personas consultadas sobre el tema sea capaz de responder a nuestras preguntas sobre el origen de este objeto, y su vinculación con la cofradía. Por otra parte, de entre los datos sacados por Luis Calvo sobre las diferentes suspensiones de nuestras procesiones de Semana Santa, en el periodo comprendido entre los años 1940 y 1990, sabemos que, en lo que respecta a la de Paz y Caridad, ésta tuvo que ser suspendida en los años 1952 y 1956. En el primero de los casos citados, la procesión terminó en la iglesia de El Salvador, aunque no se sabe si todos los pasos pudieron ser guardados en dicha iglesia. Podría darse el caso de que nuestra imagen, que tres años antes había estrenado manto, fuera resguardada de la lluvia incluso antes de llegar a dicho templo.

Más explícita es la conversación mantenida con la hermana. María Martínez Frías, nieta de Juan Martínez Vindel, último depositario de la hermandad antes de 1936, y prima además de Julián Castellanos, primer secretario de la posguerra. Dice así nuestra entrevistada: “Cuando en la guerra… como registraban las casas, nos decía el abuelo: No vaya a ser que venga alguno con mala intención y se lleve la comida. Hay que guardar la joya del santo. ¿Dónde la guardaremos? Vas a hacer un taleguillo -me dice-, un taleguillo negro … Pues yo cogí mi aguja, mi tela, la cosí... ¿Y a dónde la guardamos? Como entonces teníamos la chimenea, que se hacía con leña la comida, aunque era en alto, pero con leña, pues allí me hicieron clavar un clavo y allí colgamos el taleguillo con la joya, y allí estuvo toda la guerra. Y las horquillas que las teníamos siempre allí en una habitación sola, con todos los arcones, con las tulipas, y la cera. >”

Como vemos, la joya se había ya incorporado en la hermandad algún tiempo antes de la guerra civil, y retrocediendo en el tiempo, su pista se pierde en la leyenda. Todas las leyendas tienen un componente romántico, lo sé; es por eso por lo que son tan populares en todas las sociedades. Sin embargo, lo que la leyenda pierde en este sentido, la historia lo gana en rigor, en objetividad, en certeza, Por lo tanto, una de las asignaturas pendientes de este trabajo sigue siendo encontrar más datos objetivos sobre este objeto que, si bien puede no tener un gran valor material, como fragmento de nuestra historia se ha convertido en una pieza insustituible para la hermandad.

La conversación mantenida con María Martínez Frías muestra una cosa al menos: la joya era ya propiedad de la hermandad desde algún tiempo antes de iniciada la guerra, lo cual hace ya más comprensible el hecho de que, ni siquiera los hermanos más antiguos hayan sabido responder a nuestras preguntas sobre el origen de dicha propiedad. Y por otra parte, como es lógico, cuanto más nos retrotraigamos en el tiempo, y por alguna conversación mantenida con algunos de los hermanos más antiguos, nos estamos metiendo ya en el siglo XIX, más improbable resulta dar credibilidad al artículo antes citado de José María García Atienza.



miércoles, 28 de febrero de 2024

El rey Alfonso XIII, en clave patriota

Como una “radiografía inédita de Alfonso XIII, el rey que quiso modernizar España (devolviéndola al pasado)”. Así ha definido David Barreira, en una entrevista realizada para el periódico digital El Español, el último libro del historiador Javier Moreno Luzón, catedrático de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales en la Universidad Complutense de Madrid; un texto cuya primera edición fue publicada en enero de 2023, y que supone una nueva mirada histórica a una figura controvertida, la de Alfonso XIII, desde el punto de vista de su patriotismo y de su amor a España. Un amor muy particular, es cierto, pero que le marcó durante gran parte de su actuación política, desde el primer momento de su reinado hasta incluso los años de su exilio, en diferentes ciudades europeas, y que culminó por fin después de su fallecimiento, en Roma, al ordenar que su féretro fuera cubierto con la bandera de España y con el manto de la Virgen del Pilar.

La figura del rey Alfonso XIII, en la mirada del catedrático Javier Moreno Luzón, se realiza desde diversos puntos de vista, todos ellos interesantes, y todos ellos desde el punto de vista de su relación con España: las fiestas reales; sus viajes por España, y también fuera del país, su relación con el Patrimonio Nacional o con el ejército, en un rey al que le gustaba vestirse de militar, y sentirse como uno más de aquellos oficiales a los que siempre trató como verdaderos camaradas; su religiosidad, que le llevó a extender por todo el país la devoción al Sagrado Corazón de Jesús o a la Virgen del Pilar, a la que convirtió en patrona de la Guardia Civil y cuya fiesta fue santificada como el Día de la Raza; su relación con la propia historia gloriosa de España, adoptando los grandes mitos nacionales, como el Cid Campeador o los Tercios. De entre todos ellos, quizá sea destacable todo lo referente a sus relaciones con el estamento militar.

En este sentido, el estallido de la Primera Guerra Mundial situó al rey ante sus contradicciones, las mismas contradicciones a las que tenía que enfrentarse buena parte de la sociedad española, dividida entre aliadófilos y germanófilos. Hay que recordar que, si bien por las venas del monarca circulaba una parte de sangre alemana, por parte de su madre, María Cristina de Habsburgo, su propia esposa, la reina Victoria Eugenia de Battemberg, era inglesa, nieta además de la emperatriz Victoria -hija de la princesa Beatriz y de Enrique de Battemberg- y sobrina del rey Eduardo VII; e incluso uno de sus hermanos, el príncipe Mauricio de Battemberg, teniente del Real Cuerpo de Fusileros del Rey, falleció en la guerra, en 1914, a consecuencia de las heridas sufridas durante la batalla de Ypres, que no pudieron ser curadas debido a la hemofilia que padecía, como algunos otros miembros de la familia real.

Por otra parte, como buen militar que era -al menos, él así lo sentía-, no pudo dejar de sentir en sus propias carnes las derrotas que el ejército español sufrió en Marruecos, principalmente la de la batalla de Annual. En este sentido, es de destacar la enorme ola de solidaridad, y también de patriotismo, que la crisis de 1921 provocó en toda España, a la que se sumó también, no sólo con palabras sino también con actos, el conjunto de la familia real. Por ello, no es de extrañar, como consecuencia de aquel sentimiento, la alegría que le supuso la creación del llamado Tercio de Extranjeros -la famosa Legión, que con el tiempo habría de convertirse en una de las principales unidades de élite del ejército español-, y la familiaridad, que, desde un primer momento, el monarca mantuvo con su fundador, el teniente coronel Millán Astray, al que nombró gentilhombre de cámara, uno de los honores más importantes dentro de la casa del rey.

Otro asunto importante a tener en cuenta es el referente a su relación con los nacionalismos periféricos, especialmente el catalán, que en los primeros años del siglo XX estaba aún en fase naciente, pero que muy poco tiempo más tarde, durante la Segunda República, terminaría por convertirse en uno de los principales focos de desestabilización del Estado. Fueron varios los viajes que el monarca realizó a Cataluña, en un intento por atraerse a la Lliga Regionalista y al conjunto del conservadurismo catalán, en una de las regiones en las que más implantación había conseguido toda la izquierda, incluso la republicana y la anarquista. No es casualidad, por ejemplo, que fuera en Barcelona donde se desarrolló, en 1909, la Semana Trágica, en la que la movilización del ejército de reserva prendió la espita para el estallido revolucionario, a consecuencia del cual perdieron la vida un número indeterminado de personas -en todo caso, entre cien y ciento cincuenta, según las fuentes-, y fueron quemados decenas de edificios, muchos de ellos de carácter religioso.

En todo caso, el crecimiento del catalanismo estaba en relación con el desarrollo generalizado de los movimientos nacionalistas en toda Europa, y también en América, que fueron consecuencia directa de la finalización de la Primera Guerra Mundial, al hilo de los postulados del presidente norteamericano, Woodrow Wilson. Recogemos lo que Javier Moreno ha escrito respecto a ello: “La victoria aliada en la guerra conllevaba asimismo la aplicación de los principios enunciados por el presidente norteamericano Woodrow Wilson, jefe moral de los vencedores, entre los cuales sobresalía el de autogobierno de los pueblos. Aunque el concepto se refería de modo preferente al establecimiento de regímenes democráticos, los nacionalistas de todas partes lo interpretaron como el refrendo a una autodeterminación nacional que implicase el derribo de imperios multinacionales y la coincidencia de estados y naciones. Algo que, con regular fortuna, condujo a desbaratar Austria-Hungría y a redibujar el mapa de Europa central. En España, la perspectiva wilsoniana dio nuevas energías a catalanistas y nacionalistas vascos, y extendió las demandas territoriales a otras zonas. Una fiebre que entre 1918 y 1919 puso sobre la mesa, en términos que parecían factibles, la aprobación de sendas recetas autonómicas para Cataluña y el País Vasco y Navarra, pero que produjo como respuesta una crecida del españolismo que, mezclada con el auge de las protestas sindicalistas, acabó por hundir un posible arreglo. Alfonso XIII adquirió una doble relevancia en el proceso. Por una parte, como uno de los negociadores clave con el catalanismo y como sostén de los gobiernos, sin mayoría en las Cortes tras el fracaso de las concentraciones multipartidistas. Por otra, como emblema y valladar para los defensores de la unidad de España, que veían en las reivindicaciones catalanas una inminente ruptura de la soberanía nacional. Enfrentado a semejante dilema, se decantó por estos últimos.” Leyendo esta última frase, ¿cómo olvidar el discurso, claro y respetuoso con lo que debe representar la corona como institución en este siglo XXI, que su bisnieto, Felipe VI, pronunció ante la televisión a raíz de los altercados nacionalistas de 1 de octubre?

Desde el punto de vista de la política interior, es cierto que Alfonso XIII, desde un primer momento, realizó injerencias tanto en el gobierno como en el parlamento, participando más en la política de lo que aconseja cualquier monarquía parlamentaria actual, pero también lo es que ese intervencionismo no se alejaba demasiado de lo que entonces sucedía en el resto de las monarquías europeas, todas también constitucionalistas excepto las de Rusia y Turquía. En todas ellas, desde Alemania a Inglaterra, desde Bélgica a Italia, la corona se había constituido en una especie de cuarto poder, una especie de árbitro entre los otros tres poderes del Estado. Así lo reconoce el autor del libro: “De acuerdo con estas premisas, la Constitución atribuía al monarca múltiples funciones. Algunas de las más importantes se referían al Gobierno y al Parlamento. El poder ejecutivo le correspondía por entero, así que podía nombrar y despedir con total libertad a sus ministros, cuyo refrendo precisaba -como se ha señalado más arriba- para que se ejecutaran sus órdenes. Es decir, la firma del ministro responsable tenía que acompañar siempre a la del rey. En cuanto al legislativo, lo compartía con las Cortes bicamerales -compuesta por el Congreso de Diputados y el Senado, con atribuciones equivalentes-, lo que le daba derecho a vetar la legislación; nombraba a buena parte de los senadores y disolvía ambas cámaras sin más requisito que volverlas a convocar y reunir en el plazo de tres meses. Como se verá más adelante, tanto el baile ministerial como la disolución de las Cortes compondrían las piezas más codiciadas del juego político. Respecto a la justicia, su principal competencia se circunscribía a los indultos. Más allá, el rey constitucional ostentaba el mando supremo del ejército y la marina, y concedía los grados militares, otro de los caballos de batalla política en el reinado de Alfonso XIII, y dirigía la política exterior.”

Por otra parte, también es cierto que esas mismas prerrogativas afectaron también a la época de su padre, Alfonso XII, aunque éste nunca se mostró tan proclive a entrar en política como lo haría su sucesor, y como ya se había empezado a ver durante la regencia de María Cristina de Habsburgo. Sin embargo, los tiempos no eran iguales, y en un momento como la Restauración, con gobiernos fuertes que vinieron a poner fin a una etapa en la que se sucedieron los pronunciamientos militares, e incluso las guerras civiles, nunca se hizo necesaria la intervención del monarca. Por otra parte, y recogemos de nuevo las palabras de Moreno Luzón, que valen tanto para Alfonso XII como para su hijo, “la transmutación del monarca en rey-soldado, mando supremo con capacidad para mantener las tentaciones golpistas, contribuía asimismo a apartar a los militares de los vaivenes gubernamentales.”

En definitiva, si el rey intervino en política fue precisamente por la crisis de gobierno en la que, de manera crónica, se había convertido la política española durante el primer tercio del siglo XX; una crisis en la que estaban sumidos los dos partidos de gobierno que habían protagonizado, junto al propio rey Alfonso XII, la etapa de la Restauración, la misma que, con todos sus problemas y sus errores, había provocado durante los dos decenios anteriores, por primera vez en mucho tiempo, un periodo de paz y de estabilidad. Durante el reinado de su hijo, Alfonso XIII, volverían otra vez los gobiernos cortos, que apenas duraban en ocasiones unos pocos meses, incluso algunas semanas. Es cierto que, conforme avanzaba el siglo XX, esa participación real en la política interior se fue haciendo cada vez más acuciante, pero aquello era una consecuencia lógica del deterioro de la clase política. Para 1923, el sistema de la Restauración había decaído enormemente: los sucesivos gobiernos vivían ahora en una continua desestabilización, y en ese sentido, izar en el gobierno, como dictador, a Miguel Primo de Rivera no estaba del todo fuera de la lógica y del contexto histórico de la Europa de entreguerras; como tampoco lo estaba la caída del dictador unos años más tarde, en la que también intervino el monarca, toda vez que el propio dictador tampoco había logrado resolver los problemas en los que el país estaba sumido.

Por otra parte, si bien es cierto que, en algunas ocasiones, Alfonso XIII se manifestó en favor del fascismo italiano, y así lo demostró en diversas ocasiones, sobre todo durante la visita real que realizó a Italia en 1923, el hecho no deja de ser reflejo de las contradicciones en las que usualmente suelen caer todos los políticos en sus relaciones internacionales, como son buenos ejemplos, en la actualidad, las relaciones que muchos países, España también, mantienen con países como Arabia Saudí o Marruecos, al mismo tiempo que critican la falta de protección de los derechos humanos que caracterizan a aquellos gobiernos.

A modo de resumen, citamos de nuevo las palabras del propio Moreno Luzón en este sentido: “Alfonso XIII salió de aquellos embates como protagonista absoluto de la política española. Pasada la calma del Gobierno largo de Maura, se había implicado más y más en el hervidero partidista, al cambiar a Maurda por Moret, a Moret por Canalejas, a García Prieto por Romanones, y a Romanones por ato; al sostener primero a Canalejas y luego a Romanones, el rey se alejaba más aún de un rol meramente representativo para convertirse en el actor que daba la cara en cada crisis. Los notables de los partidos gubernamentales, también los republicanos, acudían a él para que les diera la razón y el poder, para que despidiese o vetara a sus contrarios, en un juego sin fin que ponía a la corona en mitad de las discusiones públicas, en la prensa y en el Parlamento. Nada más ajeno a la máxima ya citada de Walter Bagehot -según la cual el monarca perfecto parece mandar, pero jamás parece luchar-, que su publicitado duelo teatral con Maura. Y es que sus polémicas injerencias se multiplicaban no sólo a causa de las divisiones internas en las formaciones caciquiles, ya conocidas, aunque más profundas que nunca, sino también por el choque violento entre las estrategias de ambos partidos gubernamentales. En España aún faltaba un elemento clave en los regímenes constitucionales más avanzados: unas elecciones fiables, donde dirimir las diferencias ante el tribunal de la ciudadanía, que dieran a las cámaras parlamentarias la legitimidad necesaria para recortar las intervenciones regias.”

En definitiva, probablemente, el escritor republicano Vicente Blasco Ibáñez tenía muchas razones cuando olvidó su buena literatura para publicar, primero en francés y más tarde en castellano, su famoso libelo contra el monarca. Desde 1931, proclamada la Segunda República, y recogemos de nuevo las palabras de Moreno Luzón, “tanto Madrid como otras localidades se vieron invadidas por una especie de damnatio memoriae, como las que se cernieron sobre la memoria de algunos emperadores romanos, que de alguna forma influyeron, y siguen influyendo, sobre su imagen pública”. Alfonso XIII, desde luego, no fue un santo, ningún personaje histórico lo es, más allá de aquellos -y no en todos los casos- que han sido ascendidos a los altares por los pontífices romanos. Alfonso XIII, como tantos otros personajes históricos, fue un hombre de su época, que se vio obligado, como todos, a vivir entre las tensiones y las contradicciones propias de aquellos años, en sí mismo ya contradictorios: los años de la desesperanza provocada por la crisis de final de siglo, y al mismo tiempo esperanzadores para superar los fantasmas de la derrota del 98; los años de la Primera Guerra Mundial y el desarrollo de los fascismos, que intentaron, a su modo, dar salida a las propias tensiones provocadas por una paz de Versalles, mal diseñada por los políticos; los años felices de la belle epoque y los años de la gran depresión y el crack del 29.

Se le ha achacado, y probablemente fue así, que su posición al frente del Estado le permitió realizar algunos negocios no del todo legales, pero en aquella época fueron muchos los políticos que también los hicieron. Se le ha achacado, también, haberse metido demasiado en política, haber hecho caer gobiernos, y así fue, sobre todo en sus últimos años de reinado. En este sentido, debemos recogen, por última vez, las palabras del autor de esta monografía, referentes a la obligada abdicación del monarca: “Cuando un año antes se discutía el remplazo de Primo de Rivera, Romanones había escrito al general Berenguer que Alfonso XIII tenía que elegir entre ser Jorge V del Reino Unido o Fernando I de Bulgaria. Es decir, un respetado monarca parlamentario o un zar forzado a abdicar y exiliarse. Aunque no hubo un abandono formal, había acabado como el segundo. En su mensaje de adiós, el rey patriota confesaba que había perdido del favor de su pueblo y lanzó una justificación dramática: se iba, hasta que los españoles decidiesen otra cosa, para no provocar una guerra civil. Tal vez había errado, reconocía, pero nadie podía discutirle su pasión por España.” 


Alfonso XIII vestido de húsar

Román Navarro García de Vinuesa, 1912

Museo del Prado

viernes, 16 de febrero de 2024

El canónigo Constantino del Castillo, maestre de la orden de la rama española de los caballeros teutónicos, y sus dos capillas en Cuenca y en Roma

 

En el centro de la girola que rodea el Altar Mayor de la catedral de Cuenca, entre la Capilla Honda y la entrada a la Sala Capitular, se encuentra una pequeña capilla que está bajo la advocación de Santa Elena, la que fuera madre del emperador romano Constantino, y que fue protagonista consciente del hallazgo de la Vera Cruz, la Cruz verdadera en la que, según la tradición, fue crucificado Jesucristo. Su portada, de estilo plateresco, está realizada a modo de un hermoso retablo de piedra, enmarcado en dos columnas de estilo corintio, y en el que resaltan, en las dovelas del arco, las representaciones de la Fe y la Esperanza, bajo la figura de sendos ángeles. Corona la portada un friso corrido, en el que destaca el escudo heráldico del fundador de la capilla, el canónigo Constantino del Castillo, y por encima de todo, tres hornacinas, en las que figuran la santa titular de la capilla, Santa Elena, y su hijo, el emperador, que remarcan otro altorrelieve en el que está representada la escena de la Asunción de la Virgen y, en un plano todavía superior, San Pedro y San Pablo, con sus atributos más comunes. Cierra todo el conjunto una hermosa reja de Hernando de Arenas, que fue concluida el año 1572, en la que aparece, otra vez, el escudo familiar del linaje del fundador, y en la se mezclan figuras de animales, casi mitológicas, con adornos vegetales.

      En su interior, también es de enorme interés el retablo, de madera de nogal sin policromar, que fue realizado a mediados del siglo XVI, por el escultor francés Esteban Jamete, el mismo del famoso arco catedralicio que da acceso al claustro, al que da nombre,. Horizontalmente, está compuesto de dos cuerpos más predela, en la que se representa en su parte central, otra vez, el escudo de los Castillo, y una escena histórica: la victoria del emperador Constantino sobre Majencio en el puente Milvio, que significó la casi definitiva aceptación del Cristianismo por parte del gobierno romano. Verticalmente, consta de una calle central y dos calles laterales, separadas entre sí por columnas pareadas abalaustradas, de orden jónico en el primer cuerpo y corintio en el segundo, coronado todo ello por un ático en el que se representa, en su parte central, la Asunción de la Virgen, apoyada sobre cuatro angelillos, rodeada la escena por sendas hornacinas que dan cobijo a las imágenes de Santa Ana y la Sagrada Familia. Por su parte, en el cuerpo superior aparece, en su calle central, la propia Santa Elena, abrazada a la Cruz que ella misma pudo encontrar en unas excavaciones realizadas en el mismo lugar en el que Cristo fue crucificado, y el emperador Constantino, arrodillado al pie de esa misma Cruz. Y a los lados, en las calles laterales, la Anunciación, con el Ángel a la izquierda y la Virgen en la calle lateral de la derecha. Pero lo más curioso y significativo del retablo, es la escena que aparece en la calle central del primer cuerpo, entre los Apóstoles Pedro y Pablo, que ocupan las respectivas calles laterales: la representación de la Santa Cena, en la que los apóstoles se disponen en una mesa de forma circular, y en la que aparece representado, sobre una bandeja, un lechón, muerto y esperando a ser consumido por los intervinientes en el banquete sagrado. Una cruel burla, sin duda, del escultor orleanés, que sería encausado por el tribunal de la Inquisición, contra el sector eclesiástico.

Dicho esto, ¿quién era este Constantino del Castillo, fundador de la capilla de Santa Elena? Lo primero que debemos tener en cuenta, si queremos acercarnos a esta figura histórica, no demasiado bien conocida por los conquenses, es que pertenecía a una de las familias aristocráticas más importantes de la ciudad del Júcar, que dio a la Iglesia conquense varias dignidades de gran importancia, y a su Ayuntamiento diversos regidores, a lo largo de los siglos. Así, no hay que confundirlo con otro homónimo Constantino del Castillo, hermano suyo, que fundó en la calle de San Pedro el convento de las Concepcionistas Angélicas, donde hoy se encuentra el Instituto de Artes “Cruz Novillo”. Por otra parte, a mediados del siglo XV había sido nombrado regidor uno de los miembros de la familia que fue ascendido al cargo de regidor fue Alonso del Castillo, nombrado como tal en 1458, en sustitución de Sancho de Jaraba, y a finales de la misma centuria fueron nombrados regidores Diego del Castillo y Álvarez, primo de nuestro protagonista, y su hijo, Francisco del Castillo y Peralta. Volviendo a Constantino del Castillo, éste era hijo natural de Gregorio Álvarez Castillo, quien fuera chantre y canónigo de la catedral, según un árbol genealógico que se conserva en el archivo familiar del linaje conquense Chirino, y que fue publicado en su blog por Paloma Torrijos[1]-, era el deán Constantino Castillo.

No se sabe la fecha de nacimiento del canónigo Constantino del Castillo, pero debió ser a finales del siglo XV, o en los primeros años de la centuria siguiente. Desde muy joven destacó en los estudios eclesiásticos, lo cual, unido a la influencia que su familia tenía en la sociedad conquense, le llevó a alcanzar, desde muy pronto, importantes cargos en la diócesis, y fuera de ella, como los de arcediano de Játiva, en la diócesis de Valencia, y deán del cabildo conquense. También, por herencia de su abuelo, otro Diego del Castillo, fue nombrado comendador de la Mota de Toro, de la rama hispánica de la orden Teutónica de caballería. Este hecho resultaría de vital importancia para el desarrollo posterior de la orden en nuestro país, toda vez que poco tiempo más tarde, en 1521, fue cuando el reformador agustino Martín Lutero firmaría sus famosas tesis, provocando con ello un nuevo y definitivo cisma en la religión cristiana, y también en la propia orden teutónica, al sumarse el conjunto de la misma al luteranismo, pero permaneciendo la rama española, en parte por la apuesta personal de nuestro protagonista, dentro de la obediencia de Roma.

A este respecto, la citada Paloma Torrijos ha escrito lo siguiente: “Murió Diego del Castillo en 1514, y en la Encomienda le sucedió su nieto Constantino del Castillo, el cual recuperó muchas de las propiedades que su tío había vendido o permutado, celoso entusiasta de la Encomienda que tenía confiada visitó Roma y el Papa León X le agradeció con los cargos y honores de Conde Lateranense, noble del Sacro Palacio Apostólico, notario, familiar y escudero, pero envanecido con ellos, contribuyó a la decadencia de esta Encomienda; en 1523 le visitaron embajadores enviados por el Gran Maestre informando a éstos que por la mucha distancia de Prusia en donde residía el gran Maestre, no podía defender la Encomienda, cuyos bienes sufrían quebrantos, determinando a su juicio la conveniencia de ponerla bajo la protección de la Santa Sede mediante la creación de siete capellanes perpetuos presididos por el Capellán Mayor y auxiliados por dos sacristanes, retribuyendo la dotación con una cantidad anual que no excedería de 120 ducados de oro de Zamora, solución que aprobó el Papa Paulo IV a finales de 1565; Constantino del Castillo, último Comendador, continuó conservando esta denominación hasta su fallecimiento unos diez años más tarde.”

Y a continuación, sigue la misma autora: “En las Españas, el comendador Constantino del Castillo viendo los acontecimientos acaecidos y la conversión del Gran Maestre de la orden al luteranismo, se alejó de él y visitó a Su Santidad el Papa León X en Roma ofreciéndole su lealtad y la ratificación de su catolicidad romana y la de sus caballeros teutónicos de esta Provincia. El santo padre expide dos bulas, la primera de 1 de abril de 1516, en la que instituye como jueces conservadores de la orden en estos reinos a todos los arzobispos, obispos, abades constituidos en dignidad y a todos los canónigos de las iglesias metropolitanas y catedrales para que requeridos todos o cualquiera de ellos por el Comendador acepten su jurisdicción. Con la segunda, de 1 de noviembre de 1518, agradece la lealtad del comendador y le nombra Conde Lateranense y Noble del Sacro Palacio Lateranense. El comendador, Constantino del Castillo, redactó en una escritura de dieciséis páginas las Ordenanzas y Constituciones de la Provincia Teutónica de las Españas, que entraron en vigor en 1560, y fue Comendador hasta su muerte en 1575”.

Constantino del Castillo permanecería en Roma hasta su fallecimiento, acaecido, tal y como se ha dicho, en 1575. Antes de ello, en 1551, siendo refrendario pontificio y gobernador de la iglesia de Santiago de los Españoles de Roma en ese año, adquirió una capilla en dicho templo, junto a la Piazza Navona, que actualmente se encuentra bajo la advocación de Nuestra Señora del Sagrado Corazón, que fue dedicada a la Asunción de la Virgen. Dos años más tarde, el eclesiástico conquense encomendó a Gaspar Becerra la decoración de dicha capilla, de acuerdo a las características siguientes, tal y como ha sido descrita por Gonzalo Redín Michus en la revista Archivo Español de Arte, en base a un documento que se conserva en el Archivio Storico Capitalino[2]:

El  andaluz  debía  hacer  un  cuadro  para  el  altar  pintado  al  óleo  sobre  tabla  representando  la Asunción de la Virgen  acompañada  por  los  doce  apóstoles;  el  marco  de  la  pintura  se  haría  de  estuco,  dorado y entallado. Encima  de este cuadro, en la luneta,  debía  ser pintada  al fresco,  dentro  de un círculo (con  el marco  también  estucado  y dorado),  la Santísima Trinidad coronando  a la  Virgen,  todo  siguiendo  un  dibujo  del  maestro  que  mostraba  también  el  arco  con  las  pilastras,  que,  como  la  cornisa  de travertino,  serían  doradas  y entalladas.  En  las  enjutas  de  dicho  arco,  encima  del  arquitrabe, pintados  al fresco,  San  Gabriel  y la Virgen representarían  la Anunciación, acompañada  del  Espíritu  Santo,  y  entre  ambos  se  dispondrían  las  armas  en  estuco  de  Constantino  del  Castillo  con  su epitafio.  Sobre  el arco  se dispondría  otro cuadro, que representaría  el descenso de  Cristo al limbo, pintado  también  al  fresco,  sobre  el  que  debían  colocarse  tres  estatuas  de  estuco.  En  el paño  de  la bóveda  inmediato  al  altar  se pintaría,  siempre  al  fresco,  la historia  de  la invención de  la  Vera Cruz en  el  momento  en  el  que  Santa  Elena  la  muestra  a  Constantino  emperador,  y  en  el  contrario  Constantino  del  Castillo,  acompañado  de  algunas  doncellas  a las que había dotado para casarse.”

      Una descripción anónima de la capilla, fechada en 1628 y conservada en el mismo archivo, permite darnos cuenta de hasta qué punto se respeto el contrato oficial, y qué es lo que realmente se llevó a la práctica. Y de la comparación con su capilla conquense, también podemos comprobar cuáles serán las principales devociones de nuestro protagonista, que algunas veces se repiten en una y en otra fundación. Por otra parte, esta capilla romana de la iglesia de Santiago, que fuera refugio sagrado de los castellanos que se encontraban en la ciudad eterna, no tuvo la misma suerte histórica que la conquense, pues su situación en el templo, la primera del lado de la Epístola, obligó primero, en 1878 a una importante alteración de la misma, lo que supuso la destrucción parcial de los elementos decorativos, y más tarde, hacia 1940, la destrucción total del conjunto, al ser abatida la fachada y el primer tramo del templo, en el marco de la transformación urbana que supuso la sustitución de la vieja vía de la Sapienzia por el actual Corso Rinascimento.

En principio, algunas de sus pinturas si pudieron salvarse, al ser traspasadas al lienzo. Son las tituladas “Invención de la Cruz por Santa Elena” y “Descenso de Cristo al limbo”. Sin embargo, mientras el segundo se sabe que permanece en una de las dependencias del Castillo de Sant’Angelo, aunque en unas condiciones pésimas de conservación, del primero no se conoce su actual paradero.

Aunque el hecho no es muy conocido por la mayoría de la población, la rama hispánica de la orden teutónica sigue existiendo todavía, y su actividad puede seguirse a través de su propia página web[3]. Una de las actividades que la orden celebra anualmente es la peregrinación de sus miembros a la capilla conquense de Santa Elena, cada 19 de noviembre, fecha en la que se conmemora la fundación de la orden, en Jerusalén, por un conjunto de caballeros alemanes, como una más de las diferentes órdenes de monjes guerreros que protegían la salud y la seguridad de aquellos que acudían en peregrinación a Tierra Santa.



[1] https://palomatorrijos.blogspot.com/2020/06/constantino-del-castillo-comendador-de.html.

[2] https://xn--archivoespaoldearte-53b.revistas.csic.es/index.php/aea/article/view/344/342.

[3] https://prioratoteutonico.es/


Grupo de caballeros teutónicos, en su rama española, que peregrinaron el pasado día 19 de noviembre 
de 2023 a la capilla de Santa Elena de la catedral de Cuenca. En las dos fotografías superiores,
altar de la capilla de Santa Elena, de la catedral de Cuenca, y "Descenso de Cristo al Limbo",
antigua capilla de la Asunción de la iglesia de Santiago de los Españoles, en Roma. 

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