jueves, 29 de diciembre de 2022

Del edificio de las religiosas carmelitas a la Casa del Corregidor. Segunda entrega de Pedro Miguel Ibáñez sobre el barroco en Cuenca

 

Si la investigación histórica es, sobre todo, acudir a los documentos de archivo, y si después se trata de interpretar esos documentos en base a unos conocimientos propios, adquiridos por el historiador a partir de su propia experiencia personal como estudioso de una materia concreta, uno de los más destacados historiadores conquenses es, sin duda alguna, Pedro Miguel Ibáñez, por más que su campo de estudio sea la historia del arte. Gran especialista en el arte conquense del Renacimiento, especialmente de la pintura, a la que dedicó su tesis doctoral, que publicó más tarde en tres gruesos volúmenes con la ayuda de la Diputación Provincial de Cuenca, y a la que dedicó también varios libros posteriores, que fueron editados por la misma Diputación y por la Universidad de Castilla-La Mancha. En los últimos años, su campo de investigación principal, sin dejar de lado otros temas relacionados con el arte, es el urbanismo de la capital conquense, tanto desde el punto de vista puramente histórico y artístico, como en lo que se refiere a su plasmación y reflejo en el urbanismo actual de la ciudad. Desde ese punto de vista son especialmente interesantes los textos que en su momento dedicó a las dos vistas que Anton van den Wyngaerde realizó de nuestra ciudad.

En los últimos años, una de sus principales líneas de investigación se refiere a la puesta en valor del estilo barroco como estilo propio y caracterizador del casco antiguo de Cuenca. En esta línea se enmarcan los libros que, bajo el título colectivo de “Cuenca ciudad barroca”, cuentan con la coedición del Consorcio Ciudad de Cuenca y de la Universidad de Castilla-La Mancha. Con un importante aparato fotográfico y documental, ya han llegado a las librerías conquenses los dos primeros volúmenes, “La Plaza Mayor y su entorno arquitectónico” y “La cumbre urbana, de las carmelitas descalzas a la Casa del Corregidor”. La serie, por otra parte, y según el plan general de la obra, contará con dos volúmenes más, cuya aparición se producirá en los próximos años.

En ambos libros, el autor ha revisado una gran cantidad de documentación, procedente de los distintos archivos conquenses, y a la vista de la ciudad actual, de lo que de la ciudad barroca ha llegado hasta el urbanismo más reciente, ha interpretado esos documentos de una manera diferente, resolviendo dudas y haciendo desaparecer innumerables mitos sobre el pasado de nuestra ciudad, mitos que, en este campo de la historia como en otros, se han venido sucediendo de generación en generación, hasta el punto de que ahora resulta casi imposible eliminar.

Ya desde el título, el primero de los volúmenes de la serie resulta bastante clarificador sobre cuáles son sus intenciones. El entorno de nuestra Plaza Mayor es, nadie lo duda, un espacio eminentemente barroco, en el que destacan los dos edificios más representativos del poder eclesiástico y del poder civil. Tanto la catedral, especialmente en su torre, hundida en 1902 y ya nunca recuperada, como en su fachada, que al contrario de lo que aún piensan muchas personas nunca se hundió, sino que fue desmontada piedra a piedra para llevar a cabo el sueño neogótico de un arquitecto iluminado, como el propio ayuntamiento, en el lado opuesto de la plaza, son edificios barrocos. El segundo, plenamente barroco, desde luego, proyectado desde sus cimientos en el siglo XVIII para sustituir a unas casas consistoriales anteriores, renacentistas, en parte muy parecidas al de San Clemente, que todavía se conserva. El primero, en realidad, como una pantalla barroca colocada entre los siglos XVII y XVIII para hacer olvidar que la nuestra es la primera de todas las catedrales góticas levantadas en la península Ibérica.

No son estos, sin embargo, los únicos edificios barrocos que se conservan en el entorno de la catedral. A un lado, haciendo esquina con la propia catedral, se encuentra el convento de las madres justinianas, conocidas en nuestra ciudad como las Petras, porque la iglesia está puesta bajo la advocación del primero de los apóstoles, del primero de los papas. Y a otro lado, ya en la calle Pilares, la única de las calles que conserva el rasante original de aquellas calles que un día conformaron ese espacio cerrado, oprimente, que rodeaba a la catedral, aquel espacio que un día se abrió para dar más prominencia urbana al entorno catedralicio, las llamadas casas del Chantre, o del conde de Priego.

Y es que el entorno de la Plaza Mayor, es, probablemente, el que más ha ido cambiando a través de los siglos. Primero, durante la Edad Media, tal y como se ha dicho, un conjunto de calles estrechas y mal ventiladas, que fueron abiertas a partir del siglo XVI, con el fin de dar un mayor realce tanto a la catedral como al nuevo ayuntamiento, que entones se estaba construyendo. Un ayuntamiento, por cierto, que entonces no tenía la misma distribución que tiene ahora, sino que se encontraba en uno de los lados alargados de la plaza. Hay que tener en cuenta que en aquella época, la actual Anteplaza no existía, sino que estaba unida sin solución de continuidad con la propia Plaza Mayor, y que no fue hasta el siglo XVIII, con el nuevo proyecto de las casas consistoriales, cerrando uno de los lados completamente a través de tres arcos que permiten el paso de personas y de carros -actualmente también del tráfico rodado- por debajo del conjunto arquitectónico, cuando fue dividido el espacio entre dos pequeños espacios urbanísticos diferenciados.



En el segundo tomo de la serie, “La cumbre urbana, de las carmelitas descalzas a la Casa del Corregidor”, el autor nos da un paseo urbanístico y arquitectónico por la parte alta de la ciudad, empezando, tan y como se afirma desde el título, en el convento de carmelitas, y acabando, ya en la ciudad media, en la recién restaurada y rehabilitada Casa del Corregidor. Así, en el primer capítulo nos hace un recorrido por las diferentes fases constructivas del edificio que un día albergó al convento, y que hoy alberga a la Fundación Antonio Pérez, después de haber servido también temporalmente como sede del vicerrectorado de la Universidad de Castilla-La Mancha y de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo. Y es que la construcción del edificio contó con diferentes fases sucesivas, desde la donación a las monjas de un primer solar, por parte del canónigo Sebastián de Covarrubias, el autor del famoso “Tesoro de la Lengua”, hecho que permitió la instalación definitiva de una comunidad que había llegado desde Huete a la capital poco tiempo antes. Aboga el autor porque la llamada “casa de la demandadera” sea rebautizada como la “casa de Covarrubias”, en homenaje al religioso que hizo posible la instalación de las monjas en un lugar tan emblemático, y da un nombre como posible autor de las trazas del convento, si no de la propia construcción del mismo: fray Alberto de la Madre de Dios, el mismo que realizaría poco tiempo después el convento de mercedarios, edificio al que está destinado otro de los capítulos del libro.

La iglesia de San Pedro, con su hermosa capilla de San Marcos y el cercano palacio de Toreno, con el que tanto tiene que ver tanto la capilla como la propia iglesia en su conjunto, y la casi anexa al palacio capilla de la hermandad de la Epifanía, conforman el segundo capítulo del libro. Es de resaltar aquí la enorme originalidad de la iglesia, una de las más hermosas de Cuenca, con su planta circular enmarcada en un hexágono. En base a los documentos conservados, el autor duda de la autoría que otros autores han dado por segura, la de José Martín de Aldehuela, a quien, por otra parte, ha sido habitual en los últimos años atribuir la restauración de todas y cada una de las iglesias que fueron rehabilitadas a lo largo del siglo XVIII, y que habían sufrido, en mayor o en menor medida, graves desperfectos durante la Guerra de Sucesión. También den este caso el autor de la obra, Fray Vicente Sevila, en base al escudo que se halla en la portada de la iglesia, un escudo que corresponde al obispo Flórez Osorio, de quien el religioso era el arquitecto de cámara.

Descendiendo de la acrópolis de la ciudad llegamos a la iglesia y colegio de religiosos jesuitas, que se habían instalado también en la ciudad en el siglo XVI, pero que realizaron algunas obras de importancia en las dos centurias siguientes. Más allá de algunos muros y de sendas portadas muy deterioradas, casi nada es lo que queda ya en pie del antiguo edificio, transformado ya hace algunos años en simple depósito de agua, y en otros más recientes en aparcamiento de vehículos. Quizá nos pueda parecer un tanto extraño el espacio que Pedro Miguel Ibáñez le dedica a este edificio, cuando todos habíamos pensado que se trata de un edificio renacentista. Sin embargo, afirma el autor lo siguiente: “El desaparecido templo de los jesuitas de Cuenca le debe casi tanto al Barroco como al Renacimiento. Avanzando el segundo cuarto del siglo XVIII constan intervenciones importantes en la iglesia, tanto en el continente como en el contenido. A más importante de que tenemos noticia es el alargamiento de la capilla mayor, datado en la segunda mitad de los años cuarenta”.

A partir de ahí el autor, y nosotros, lectores, con él, da un amplio salto sobre la plaza mayor, a la que, como hemos visto, ya había dedicado íntegramente el primer volumen de la obra, para acercarnos a la plaza de la Merced, llamada entonces, por lo que se verá, la plaza del Marqués, en las que se encuentran, a pesar de sus pequeñas dimensiones, dos de los edificios barrocos más importantes de la ciudad: el convento de religiosos mercedarios y el seminario de San Julián. Al primero dedica el autor el siguiente capítulo. Los mercedarios se habían instalado varios siglos antes extramuros de la ciudad, al lado del camino real de Madrid, y en un lugar conocido, entonces y ahora, como La Fuensanta. No gustaba, sin embargo, demasiado el lugar a sus habitantes, que en repetidas ocasiones habían solicitado un lugar dentro de la ciudad al que poder trasladarse. Un lugar que obtuvieron a finales del siglo XVII, cuando doña Nicolasa Manrique de Mendoza Acuña y Manuel, marquesa de Cañete en ese momento, cedió a los monjes lo que hasta entonces constituían los “palacios nuevos” del marqués, entre la plaza y la hoz del Júcar, para que construyeran allí su nuevo edificio conventual. Poco o nada necesitaba ya la marquesa el edificio, pues hacía ya mucho tiempo que la familia, como otras muchas familias nobiliarias de Cuenca, se habían trasladado a Madrid, donde estaba instalada la corte y por lo tanto tenían más posibilidades de promoción, y donde habían edificado ya un nuevo palacio, en la misma calle Mayor, muy cerca, por lo tanto, del alcázar de los Austrias. Pero el autor le sirve el capítulo, además, tal y como hace en otros libros suyos, para adentrar al lector en un entramado urbanístico y palaciego, casi una ciudad dentro de la propia ciudad, que era particular y propio de una familia, la de los Hurtado de Mendoza, que además de marqueses de Cañete habían obtenido también el título de guardas mayores de la ciudad, y que ostentaban de forma hereditaria, en oposición, algunas veces, con los propios regidores de la ciudad, y hasta con el propio obispo de la diócesis.

Y junto al convento de la Merced, el seminario de San Julián, construido en el siglo XVIII a instancias del obispo José Flórez Osorio, para sustituir a los dos edificios que anteriormente habían servido para tales fines: el colegio de Santa Catalina, junto a la iglesia de Santa Cruz, y unas casas, hoy desaparecidas, que se encontraban a espaldas de la iglesia de San Pedro, junto al citado convento de carmelitas. Un edificio bastante conocido, construido a lo largo de tres fases sucesivas, a cuyo conocimiento el autor aporta algunos datos nuevos procedentes de archivo.

Finalmente, el último capítulo de esta segunda entrega lo dedica el autor a una obra de carácter civil, la Casa del Corregidor, aunque para comprender mejor algunos aspectos de su construcción, no deja de lado la construcción que se encuentra junto a él, el mal llamado palacio de los Clemente de Aróstegui. Y es que, tal y como demuestra el doctor Ibáñez, la construcción de este palacio no se debe a esta importancia fami9lia, procedente del pueblo de Villanueva de la Jara y llegada a la ciudad ya en el siglo XVIII, sino a doña Quiteria Salonarde, con cuyos descendientes emparentaron más tarde los Aróstegui, y que era poseedora de una de las cabañas ganaderas más importantes de la ciudad. También en este caso, el autor aporta documentación suficiente para eliminar la tradicional atribución que en la historiografía se ha realizado en favor de Martín de aldehuela, proporcionando además un nombre diferente a su autoría: Luis de Artiaga. Y también aporta documentación suficiente para demostrar que, además de las habitaciones privadas del representante del monarca en la ciudad y de las cárceles reales, el edificio tuvo temporalmente un tercer uso, hasta ahora desconocido: las carnicerías de la ciudad.

Hasta aquí, los dos tomos publicados ya sobre el Barroco en Cuenca. En los próximos años llegarán nuevas entregas sobre el tema. Recordamos aquí las palabras con las que el propio Pedro Miguel iniciaba, a modo de introducción, el primer volumen de la magna obra: “Cuenca recibe en 1996 la distinción de Ciudad Patrimonio de la Humanidad. Tal vez por eso resulte más llamativa la peculiar relación que en esta ciudad ha existido y existe sobre el patrimonio histórico artístico y el público del arte. En pocos casos similares se desvela como el establecimiento de una cierta mirada llega a determinar la conservación y el disfrute de todo un legado cultural. De tal manera, el engendramiento de una abundante literatura, de signo poético por lo general, no ha sido acompañado por una reflexión equivalente sobre su esencia monumental y artística. Desde el último tercio del siglo XVIII, y hasta bien adentrados en el siglo XX, predominan determinados mitos negativos para la substancia patrimonial de Cuenca, luego mantenidos y acrecentados con olvido de las aportaciones efectuadas por la moderna historia del arte. El caso del Barroco es paradigmático al respecto. El resultado, todavía hoy, es un flujo de visitantes hacia escasos y puntuales objetivos dentro del mapa urbano, la catedral y algún museo, y el desconocimiento y falta de valoración del resto del centro histórico. Todo ello se ha visto acrecentado por la inexistencia durante muchos años de un debate riguroso sobre los tratamientos de restauración, puesta en valor y rehabilitación debidos a dicho patrimonio, con riesgo de la pérdida o mistificación de los caracteres históricos que le son propios.”





viernes, 23 de diciembre de 2022

Ande, ande, ande… la Marimorena. Dos versiones sobre el origen de un mismo villancico

 

Ande, ande, ande, la Marimorena,

Ande, ande, ande, que es la Nochebuena.

Éste es, sin duda, uno de los villancicos más conocidos y más cantados cuando llegan estas fechas navideñas, pero pocos son los conquenses que saben que, según una tradición o una leyenda no contrastada por la historia, tiene o puede tener un origen conquense, hasta el pun de que ha servicio de inspiración para una importante empresa de restauración de nuestra ciudad para dar nombre a uno de sus restaurantes: María Moreno, la Marimorena de la canción. Éste no es un blog de restauración, ni tampoco quiere dar demasiado pábulo a las leyendas que no están contrastadas por la historia documentada. Sin embargo, considero que estas fechas, próxima ya la Navidad con todo lo que ello significa, para hablar sobre el origen de un villancico navideño que ha saltado las fronteras de nuestra tierra, del que se han realizado numerosas versiones, algunas de ellas cantadas e incluso grabadas por cantantes y grupos de verdadera importancia, y que son cantadas en las calles y en los hogares de toda España, e incluso fuera de nuestro país.

En efecto, según esa tradición, corría el año 1702. Hacía dos años que había fallecido el último monarca español de la dinastía de los Austrias, dejando el país sumido en una guerra civil -y no tan civil, porque el conflicto dinástico se había extendido a toda Europa-. Cuenca, sabido es, como es resto de Castilla, era partidario de Felipe, el hijo del delfín de Francia, quien era resobrino de María Teresa de Austria, hermana del monarca fallecido; la misma razón de consanguineidad con la dinastía española le correspondía a su oponente a la corona, el archiduque Carlos, hijo del emperador Leopoldo I de Austria, hijo, a su vez, de la infanta María Ana de Austria, hija del rey Felipe III. No es momento, aquí, de analizar asuntos tan peliagudos y graves como una guerra que provocará el cambio de la dinastía, y en asuntos exteriores, el final definitivo del gran imperio español, pero sí de recordar que ésta tendría terribles consecuencias en nuestra ciudad, especialmente sendas entradas en ella de las tropas inglesas. Para comprender mejor el periodo, me remito a la tesis que sobre el tema realizó Víctor Alberto García Heras bajo el título de “ “La Guerra de Sucesión en el interior de Castilla: ciudad, élites de poder y movilidad social (Cuenca, 1690-1720)”. A ella le dediqué ya una entrada en este mismo blog (ver al respecto la entrada “Cuenca durante la Guerra de Sucesión”, 4 de enero de 2020).

Pero vamos a lo que realmente nos interesa. Corría, decía, el año 1702. Leemos en un texto sobre el tema: “Con la venida de los Borbones a España, las costumbres perdieron mucho de seriedad y decoro, del mismo modo degeneraron los valores espirituales. La devoción de las grandes festividades se bastardeó, y lo puramente espiritual degeneró en escándalo y desenfreno. Guardan las crónicas de Cuenca los escándalos y abusos que se cometieron en la Navidad del año 1702 y hacen memoriam del comportamiento de uno de los regidores de la ciudad, el señor conde de Cervera. Se le avisó que en años anteriores se habían producido abusos en la Misa de Gallo, y era conveniente tomar medidas preventivas”. Todo ello no es más que una forma de decirlo. Poco podía atribuirse a la llegada de los Borbones la degeneración de las costumbres, cuando ni siquiera se podía decir que la nueva dinastía había llegado al trono, cuando ni siquiera se podía afirmar con rotundidad que el hecho se hubiera producido -hay que recordar que, en ese momento, la guerra apenas se encontraba en sus etapas iniciales-, y menos cuando se afirma que el proceso se veía repitiendo ya desde los años anteriores.

Sea como sea, le caso es que ese año los regidores de la ciudad, y especialmente don Cristóbal Álvarez de Toledo Milán de Aragón, caballero de la orden de Santiago y señor de Cervera -la transformación del señorío en condado no tendría lugar hasta el año 1790, cuando uno de sus descendientes, Juan Nicolás Álvarez de Toledo y Borja, lo recibió de manos del rey Carlos IV, cuando acudió a las Cortes, en representación de la ciudad de Cuenca, para jurar como príncipe de Asturias al futuro Fernando VII-, acudieron a la zona de la catedral con el fin de evitar que se reprodujeran los desmanes que se habían cometido los años anteriores. Sin embargo, en aquella ocasión, los festejos se habían trasladado hasta los barrios modernos, en la zona del Campo de San Francisco y en los alrededores del cercano convento franciscano, hasta el punto de que incluso en alboroto se había trasladado hasta el interior, donde ya se estaba celebrando la Misa de Gallo. Hasta allí se trasladó la ronda, con el fin de detener a los que habían provocado aquellos alborotos, que estaban dirigidos por una mujer del pueblo, una tal María Moreno.



Continúa afirmando el texto aludido: “Al llegar el regidor con dos alguaciles, vio mucho más de lo que imaginaba. El ruido y el alboroto eran insoportables, porque cada uno de los concurrentes, no sólo los niños, sino también los hombres y alguna mujer, llevaban zambombas, tambor, pandero, rabel y almireces. Todos estos instrumentos los tocaban a voluntad y sin cesar, a lo que se agregaba una continua conversación, de manera que más parecía una p laza pública que un templo. Con razones y amenazas logró imponer silencio en los momentos más solemnes de la Santa Misa, pero la gente, ente beber y charlar, era imposible que oyese la Santa Misa.”

Cuenta la tradición que se hicieron detenciones, entre ellas a aquella mujer que, dice, se llamaba María Moreno, una de las que más ruido hacía, con la ayuda de un caldero de cobre, que golpeaba sin cesar; hasta llega a afirmar la tradición que la mujer era natural del pueblo de Alcantud, y que residía en el barrio del Castillo de la capital. La mujer, que llegó incluso a perderle el respeto al regidor cuando iba a ser detenida, fue condenada a la pena de cien azotes, que el regidor rebajó después a treinta, y a que asistiera obligatoriamente, todas las semanas, a escuchar la doctrina cristiana en el convento de religiosos dominicos de San Pablo, y, sigue diciendo todavía el texto aludido, “lo que era más grave para ella, a que nol bebiera en un año bebidas alcohólicas.” Y cuenta finalmente la leyenda, o quizá se trate de una historia no escrita, “lo curioso de aquel hecho fue que, al llegar la Nochebuena, los mozalbetes, al dar serenatas navideñas por las calles, repetían este cantar o villancico, que se ha hecho famoso en toda España:

Ande, ande, ande, la Marimorena.

Ande, ande, ande, que es la Nochebuena.”

¿Qué hay de verdad y qué hay de simple leyenda en esta historia? Lo cierto es que no debería ser demasiado difícil comprobarla a la luz de los documentos: de ser cierta, debería existir alguna referencia a ello en las actas municipales, o en algún otro documento del propio Archivo Municipal. Pero mientras intentamos dilucidar el asunto, salta a nosotros otra historia, otra tradición, similar a ésta, que tiene como escenario uno de los barrios más populares del Madrid de los Austrias: la Cava Baja. Es cierto que este hecho no se refiere en sí al propio villancico, sino a una frase o refrán que es bien conocido desde hace mucho tiempo: armarse la marimorena. Sin embargo, ¿hasta qué punto puede tratarse de una simple casualidad que ambas cosas, villancico y refrán, hagan referencia a dos nombres idénticos, más cuando se trata de referirnos a hechos o actitudes que están relacionadas con una manera muy propia de generar disturbios provocados por las clases populares? Veamos el origen del refrán, y comparémoslo con el origen del villancico, antes de continuar.

Los hechos a los que se refiere el refrán popular acaecieron algún tiempo antes que los sucesos del villancico, más de un siglo antes. Corría el año 1579. Hacía menos de veinte años que el rey prudente, Felipe II, había convertido a Madrid en capital de España. Allí, y en concreto en la calle que todavía recibe el nombre de la Cava Baja, que corre casi paralela a la calle de Toledo, existía una famosa taberna, que era muy visitada por los soldados que regresaban de combatir en Flandes, o en Italia, o en América, porque el vino que allí se dispensaba tenía fama de ser el mejor de todo Madrid. La taberna era regentada por un matrimonio que estaba formado por un tal Alonso de Zayas y por su esposa, María Morena, y que por eso era así conocida en toda la ciudad por sus parroquianos habituales. No queda claro si ‘Morena’ -dicen los textos- era el apellido o un simple mote por el posible color de su cabello, algo así como María ‘la morena’.

El caso es que, en una ocasión, el matrimonio se negó a servir ese vino a un grupo de soldados que acababan de venir de la guerra. No se sabe por qué motivo, pero sin duda porque los propietarios del establecimiento pensaron que aquellos clientes no debían ser merecedores de probar sus mejores caldos, aunque hay quien dice que el hecho no fue así, que lo que el matrimonio se negó a vender a los soldados eran los cueros, las botas que contenían el vino. Lo cierto es que aquello provocó una gran trifulca, en la que la tabernera no se quedó atrás a la hora de repartir golpes a aquellos soldados, que tan bien habían sabido defender, poco tiempo antes, el honor de los ejércitos españoles. Poco tiempo después llegó la ronda y paró la pelea, y el matrimonio de taberneros fue sometido a un proceso judicial cuyas consecuencias hoy en día no son bien conocidas. Lo que sí son bastante conocidas son sus consecuencias en el idioma español: la frase “armarse la marimorena” quedó para siempre en el acervo popular de nuestro lenguaje, igual que, algún tiempo después, el villancico homónimo quedaría para siempre en el folklore de nuestro país.

Dicho esto, poco parece tener en común el origen de la frase con el del villancico, lo que redunda en la consideración de éste como propiamente conquense. Sin embargo, en la Wikipedia puede leerse una versión intermedia sobre el origen del villancico, una versión que mezcla ambos sucesos como si se tratara de uno sólo. ¿Qué hay de cierto en todo ello? Lo único que podemos decir es que, más allá de toda leyenda o tradición que no cuente con una base documental, existe otro aspecto que también debemos tener en cuenta. ¿Y si realmente la tal María Moreno, la mujer de Alcantud, no hubiera existido en realidad? ¿Y si se tratara solamente de una referencia popular a la propia Virgen María, la verdadera protagonista, junto al propio Niño, de la Navidad?: Ande, ande la María, la Moreneta, como es conocida la Virgen María en muchos lugares de España, sobre todo allí donde son veneradas las misteriosas Vírgenes Negras; venga al portal, porque está a punto de hacer el mismo Dios, su Hijo.

La frase en sí misma puede parecer casi una blasfemia, pero en la tradición popular existen muchos casos similares a éste.

miércoles, 7 de diciembre de 2022

Dos intelectuales conquenses poco conocidos: Francisco Javier García Rodrigo y Juan Catalina García López

 Una de las metas que me marqué desde que empecé a elaborar este blog, es la de dar a conocer a los conquenses sucesos del pasado poco conocidos, o algunos personajes históricos que, conocidos en su tiempo por diferentes facetas, fueron cayendo en el olvido, de manera que son muy pocos los que han oído alguna vez hablar de ellos. Creo que la patria, sea ésta la patria chica o la nación, deben ser siempre agradecidas con sus hijos, sobre todo con aquellos que un día llegaron a ser referentes, por sus obras o por sus actos, del conjunto de la sociedad, incluso de aquellas sociedades que se encuentran muy lejos de lo que hoy en día puede ser considerada como una sociedad modelo. Soy un ferviente defensor de la historia como conocimiento del pasado, como forma de aprender de nuestros errores para construir una sociedad mejor, pero no me considero defensor de una historia "moralista", entendiendo el término como lo entendieron en el Siglo de las Luces. Creo que no se puede juzgar un personaje del pasado, o un hecho antiguo, con los mismos criterios morales con los que hoy juzgaríamos a ese personaje o ese hecho concreto. "Yo soy yo y mis circunstancias", que dijo Ortega.

    Esta entrada es muy diferente a otras entradas anteriores, aunque as motivaciones son las mismas que las demás: sacar a la luz dos personajes conquenses del siglo XIX, que en su momento formaron parte del debate intelectual, aunque el tiempo los ha ido dejando en el olvido, hasta el punto de que ni siquiera son demasiado conocidos en su pueblo natal. Quizá sus propias circunstancias vitales hayan influido en que ello sea así: uno de ellos, aunque nació en la provincia de Cuenca, lo hizo por casualidad, porque su padre había llegado a este pueblo manchego obligado por las circunstancias políticas en las que el país se encontraba sumido. El otro, aunque sí procedía de una familia conquense, vivió casi toda su vida fuera de Cuenca, primero en Guadalajara, durante sus años de bachillerato, y más tarde a caballo entre esta provincia, donde llevó a cabo gran parte de su trabajo de campo como arqueólogo, y Madrid, donde llegó a dirigir el Museo Arqueológico Nacional.

    Y es muy diferente por la sistemática que he querido utilizar en ella. Y es que no es mi intención la de resumir aquí las biografías de dos personajes que he conocido por casualidad. Uno de ellos, el arqueólogo, hace ya algunos meses, durante la lectura de un curioso libro sobre la arqueología española, a la que dediqué ya antes alguna entrada (ver "Una historia, o varias, sobre la arqueología conquense",  de marzo de 2021). El otro, el historiador, ferviente defensor de la Inquisición, más recientemente, por casualidad. En esta ocasión, sólo voy a proporcionar al lector dos enlaces, correspondiente cada uno de ellos a las respectivas referencias de ambos personajes en la WIkipedia. para que sea el lector el que, por sí mismo y sin intermediarios, y con la ayuda de la autoproclamada enciclopedia libre, pueda llegar a tener noticia de ambos personajes.








Francisco Javier García Rodrigo

https://es.wikipedia.org/wiki/Francisco_Javier_Garc%C3%ADa_Rodrigo









Juan Catalina García López

https://es.wikipedia.org/wiki/Juan_Catalina_Garc%C3%ADa_(historiador)

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