martes, 29 de diciembre de 2020

“Patria”, una novela sobre el terrorismo etarra y la necesidad de perdón para acabar con la violencia

 

               Uno de los fenómenos televisivos de las últimas semanas ha sido “Patria”, la serie que, dirigida por Félix Viscarret y Óscar Pedraza, ha podido ser vista en HBO. La serie ha vuelto a poner de actualidad la novela del escritor vasco Fernando Aramburu y, de paso, la situación real del terrorismo etarra hoy en día, y su supuesta salida de la lucha armada. Reconozco que no he visto la serie, que en parte ha levantado bastante polvareda por la forma de tratar el conflicto terrorista, pero es que en este blog, en realidad, no quiero tratar en realidad sobre la serie televisiva, sino sobre la obra del novelista donostiarra. Y, sobre todo, de lo que quiero hablar es de cómo la novela se enfrenta a ese conflicto real, histórico, que tanta sangre ha derramado durante los últimos sesenta años de la historia de España, y que tanta tinta sigue derramando en la actualidad, por culpa del cierre en falso del problema de la violencia. Y es que, antes de nada, quiero dejar claro en estas líneas que, más allá de lo que se nos quiera decir, más allá de la supuesta teoría de que la banda ha sido derrotada gracias a la acción de los políticos, la realidad es muy diferente; y lo es por dos motivos: en primer lugar, si acaso fuera verdad que la banda hubiera sido derrotada, lo habría sido no ya por la vía política, sino por la acción conjunta de las fuerzas de seguridad y del conjunto de la sociedad española; y en segundo lugar, yo soy de los que consideran que ETA todavía no ha sido derrotada, o por lo menos no ha sido totalmente derrotada, y no lo será nunca mientras que todos los terroristas, o por lo menos todos aquellos que tienen a sus espaldas delitos de sangre, puedan ser juzgados y condenados penalmente por esos delitos.  

En efecto, el problema del terrorismo no será solucionado plenamente mientras queden todavía casos por resolver, y sobre todo, mientras los terroristas no hayan pedido perdón por sus crímenes al conjunto de la sociedad española, y, sobre todo, a sus víctimas más directas. Porque lo que ellos llaman el “conflicto armado” no es, nunca lo fue, una guerra entre dos frentes, españoles y vascos, sino un asunto del más puro terrorismo. Una guerra se produce siempre entre dos frentes armados, en los que ambos luchan con sus armas, y en un plano de igualdad en la capacidad para defenderse del frente enemigo. Y en este caso, el único frente armado ha sido el de los terroristas de ETA. El otro, el de la policía y el de la Guardia Civil, dos de los colectivos más perseguidos por los terroristas, responde solamente a la legítima defensa que tienen todos los gobiernos democráticos, y España, recordémoslo, a pesar de sus defectos, es una democracia, de defenderse contra los malhechores.

               De eso se trata realmente la novela de Fernando Aramburu, de pedir perdón y también de perdonar. Y es que no se puede cerrar un conflicto grave como el del terrorismo si no existe por medio el perdón, y tampoco hay perdón posible si el que ha ofendido no lo pide antes a la persona a la que se le ha hecho daño. Por eso se sigue dando tanta importancia a que los etarras, por lo menos aquellos que tienen delitos de sangre en sus manos, aquellos que han matado a personas inocentes, porque las víctimas de los atentados terroristas son siempre personas inocentes, pidan perdón a los familiares de los asesinados; y que lo hagan públicamente, porque los crímenes cometidos por ellos han sido también crímenes públicos, porque, además, el resto de la sociedad también es víctima, a su manera, de cada uno de los asesinatos cometidos por ETA, de cada una de las bombas que explotaron y de cada uno de los tiros a quemarropa y por la espalda que fueron ejecutados por los terroristas. Ya lo dice el propio Aramburu en un pasaje de la novela: “Pedir perdón exige más valentía que disparar un arma, que accionar una bomba. Eso lo hace cualquiera. Basta con ser joven, crédulo y tener la sangre caliente. Y no es sólo que se necesiten un par de huevos para reparar sinceramente, aunque no sea más que de palabra, las atrocidades cometidas. Lo que paraba a Joxe Mari era otra cosa. ¿Cuál? Yo que sé. Vamos, cageta, confiésatelo. Joder, pues que la vieja le enseñe la carta a un periodista, se monte el típico circo del terrorista arrepentido, en el pueblo empiecen a hablar mal de él y le quite su foto de la Arrano Taberna. A la ama le daba un patatús.”

               Pedir perdón es igual a reconocer que uno estaba equivocado, que la violencia no era el camino para llegar a una supuesta libertad, y eso es algo que la banda terrorista nunca se va a permitir. Y en el otro lado de la balanza, cuando ya todo se ha perdido, cuando la muerte te arrebata a un ser querido y lo hace de esta forma, mediante la violencia gratuita ejercida por una decisión ajena, por la voluntad o el capricho de un ser inmisericorde que en un momento dado de su vida se cree como un dios, con derecho a dar la vida o a quitarla, en función de que la persona pueda ejercer una ideología política u otra, lo mínimo que se le puede exigir al verdugo, si de verdad quiere acabar con el problema (que no solucionarlo, pues una muerte no tiene nunca solución), es que pida perdón a sus víctimas. Y si hay algo que, en la desesperación más absoluta, aún puede mantener un hilo de esperanza en los familiares de aquél que ha muerto asesinado, es que su asesino vaya a pedirle perdón. Él, luego, desde su libertad más absoluta, podrá elegir si concede ese perdón o no lo concede. Por eso, cuando Bittori, la mujer del Txato, sabe que está a punto de morir por culpa de un cáncer incurable, su único deseo es que el asesino de su esposo vaya a pedirle perdón; y si acaso no conoce al asesino, al menos que lo haga alguna persona en la que ella puede identificar al asesino. Ello es, precisamente, lo que le mantiene con vida, y esa es su única razón para seguir luchando, aunque nadie de su entorno haga nada por comprenderle. La cita, aunque extensa, es determinante:

               “A Bittori le pareció que revelando aquella confidencia podía malquistar a los hermanos. No la reveló. A cambio, escribió: soy Bittori, te acordarás, no es mi intención causarte molestias, créeme que estoy libre de odio, etcétera. Releyó el primer párrafo con disgusto, pero que quieres. Tú sigue, y si eso, ya corregirás. En una hoja aparte había anotado los asuntos de los que quería tratar en la carta. No muchos. Tampoco era su propósito extenderse demasiado. ¿Para qué tanto esfuerzo si luego no me responde? Y, sin embargo, esos pocos asuntos le habían tenido tensa y cavilosa, insegura y desvelada, durante varios días. Fue al grano. Que no la movía el rencor. ¿El motivo de la carta? Saber con el mayor detalle posible cómo murió su marido. Sobre todo, quién disparó. Más: que estaba dispuesta a perdonar, pero con una condición. ¿Cuál? Que él le pidiera perdón. Añadió que no se trataba de una exigencia, sino de un ruego. Aquello, ¿no era rebajarse demasiado? Le daba igual. Escribió que por causa de su enfermedad iba a vivir poco. Al punto borró la frase. Justo en ese momento le vino otra ráfaga de dolor. Ikatza debió de notarlo, pues se despertó alarmada. <<He llegado a una edad que no creo que me quede mucho de vida>>. Releyó. Sí, esas palabras sonaban más discretas. La verdad le parecía demasiado fuerte Si se la declaro pensará que miento. Peor aún, que intento darle pena. La verdad sólo la conocía ella. Ni siquiera sus hijos, aunque juzgaba improbable que a Xabier no le picara la sospecha. Si no, ¿por qué insiste en que ella visite al oncólogo? Echarle la culpa a la edad resultaba menos tremebundo. Seguro que al leer el pasaje, él pensaría en su madre, tan metida en años como Bittori. Eso lo ablandará. Y, por supuesto, le estaría muy agradecida en el caso de que, antes de que la bajaran a la tumba, él le contase en qué circunstancias había muerto el Txato. Necesitaba saber, eso es todo. Y llegó al delicado punto de declararle que, para qué vamos a engañarnos, el Txato, el día en que lo mataron/matasteis, cuando llegó a casa a la hora de la comida, le contó que había visto a Joxe Mari y que se había parado un momento a hablar con él. Y que aunque ella no había asistido al juicio en la Audiencia Nacional, porque ni siquiera le avisaron, se enteró por la sentencia de que a Joxe Mari le habían demostrado que estuvo implicado en el asesinato. Borró. En la muerte de su marido. <<Te pido de corazón que me cuentes tu versión de los hechos>>. Si no le daba por escribir, ella estaba dispuesta a viajar a la cárcel a entrevistarse con él, y así no quedan papeles escritos si ese es el problema. Su único deseo, repitió, era conocer la verdad antes de morirse y perdonar. Borró. Que le pidiese perdón y perdonar al instante y tener esa paz y luego ya morirme.”

               Desde luego, la cita refleja a la perfección la realidad de esa psicología enfrentada entre los dos protagonistas principales de la novela, el criminal y la esposa de la víctima; víctima y verdugo en un momento de la historia en el que la relación entre ambas categorías parece que va a dar un vuelco definitivo: “El día en que ETA anunció el abandono de las armas, Bittori se dirige al cementerio para contarle a la tumba de su marido, el Txato, asesinado por los terroristas, que ha decidido volver a la casa donde vivieron”. En realidad, sólo parece que va a dar ese vuelco, porque, como la realidad ha demostrado en los últimos años, éste nunca será definitivo hasta que, lo repetimos una vez más, los terroristas no pidan perdón a sus víctimas. Porque no es posible la paz si no le damos antes una oportunidad al perdón, y no es posible el perdón sin el deseo de ese perdón. Por ello, se verá a lo largo de toda la novela, aunque los asesinos hayan acordado un alto el fuego, la paz en ese pueblo indeterminado de Guipúzcoa, un pueblo cualquiera caracterizado por la postura radical de gran parte de sus vecinos, no es todavía posible, y no lo será mientras que Joxe Mari, el hijo de Miren, no sea capaz de pedir perdón a Bittori. Bittori y Miren, dos amigas en el pasado y ahora enfrentadas por culpa de dos posturas ideológicas; ni siquiera eso, porque en realidad Bittori no defiende ninguna ideología concreta, sino sólo ese deseo de paz, ese deseo de que el terror pueda ser vencido definitivamente en torno a ellos. Son ellas, en realidad, las que representan, más bien, esas dos posturas que han colmatado de sangre durante tanto tiempo al conjunto de la sociedad vasca.

              


Pero, ¿qué es lo que hace imposible el perdón, en la novela y también en la sociedad de nuestro país? En realidad, sólo el miedo: el miedo a las posibles represalias de la banda, si acaso llega a los oídos de sus dirigentes que uno de sus hombres, uno de sus criminales más sangrientos, ha pedido perdón a sus víctimas, porque ello equivaldría a decir que se ha arrepentido de sus crímenes. Y el miedo, sobre todo, a darse cuenta de que uno ha estado siempre equivocado, que en realidad ha asesinado sólo por una mentira. Ya lo veíamos en una de las citas anteriores: se requiera más valor para pedir perdón que para asesinar; se requiere más valor para pedir perdón, incluso, que para perdonar al verdugo. Por eso no puede haber paz sin haber antes perdón. Por ello, el argumento da novela no puede cerrarse hasta el abrazo de las dos mujeres, de aquellas dos amigas que la violencia terrorista fue alejando. Y a su vez, ese abrazo no es posible hasta que el hijo de Miren no le haya pedido perdón a Bittori. Un abrazo silencioso, tenue, es cierto, pero abrazo sincero de perdón, que eso, al final, es lo que cuenta: “Las dos mujeres se divisaron como a unos cincuenta metros de distancia. A Bittori le daba en aquel momento el sol en la cara; se puso una mano a modo de visera y, mierda, se habrá dado cuenta de que la he visto, pues yo no me aparto. Miren se acercaba caminando con pasos dominicales, despreocupados, a la sombra de los tilos, y esa me está mirando, pero va lista si cree que voy a apartarme. Avanzaban en línea recta la una a la otra. Y la numerosa gente que estaba en la plaza se percató. Los niños, no. Los niños siguieron correteando y dando voces. Entre los adultos se formó un rápido ovillo de bisbiseos. Mira, mira. Tan amigas que fueron. El encuentro se produjo a la altura del quisco de música. Fue un abrazo breve. Las dos se miraron un instante a los ojos antes de separarse. ¿Se dijeron algo más? Nada. No se dijeron nada.”

En su crítica sobre la novela de Fernando Aramburu, Víctor Ruiz se preguntaba dónde se encuentra la literatura de “Patria”, y sobre este punto decía lo siguiente: “Que un escritor consiga que el lector sienta afinidad o repugnancia por un personaje es, qué duda cabe, un acierto literario. Y Aramburu, por las respuestas producidas por sus seguidores y detractores, lo ha conseguido plenamente. Pero, si observamos esas opiniones contrastadas, comprobaremos que no se basan en criterios literarios, sino derivadas de un maniqueísmo ideológico patente. Para un escritor, que asegura que el poder de su escritura está en su estética, ver que las críticas, tanto positivas como negativas, sólo se aguantan en pivotes políticos y no en valores literarios, no debe agradarle lo más mínimo. Y a la crítica literaria tampoco, no por honradez intelectual, sino por si siguen manteniendo el axioma de Stendhal que tanto les gustaba repetir en los 80: <<la política en una obra literaria es un pistoletazo en medio de un concierto.>> Una aberración, pero a la vista de lo sucedido, sólo según y cómo. Se supone que el escritor es un cultivador de matices puestos en escena gracias a la ambigüedad literaria y ante la cual el lector se ve obligado a reflexionar y decidirse por sí mismo. Este ámbito de la libertad del lector no existe en Patria, porque el autor no la permite. Al final, e inexcusablemente,  te identificas con los buenos que se supone que son como tú, y desprecias a los malos porque son tu antítesis. El lector no es que sea tonto o listo, es que no le queda otra salida. Se siente atrapado. Porque, el universo de Aramburu es hermético. Hay que ser muy tonto para no inclinarse por los buenos vascos, es decir, por las víctimas de un bando que piensan, leen y viajan, mientras que los vascos malos, son unos mendrugos mentales, calculadores y mendaces. Desde este punto de vista, Nabokov, aunque estuviese de acuerdo con la tesis de Patria, escupiría sobre ella.”

Sin embargo, ¿la capacidad para provocar empatía, positiva o negativa, en el lector, es suficiente para negar la literatura o la bondad de una novela? El terrorismo de ETA es un tema todavía demasiado candente y polémico como para no provocar esa empatía, y eso es algo con lo que, seguramente, Aramburu ya contaba a la hora de empezar a escribir la novela. Por otra parte, no trato en este blog de hacer una crítica literaria de “Patria”, ni de “Patria” ni de ninguna de las novelas que he tratado anteriormente, sino de intentar un acercamiento histórico, más o menos científico, a algunas novelas históricas o pseudohistóricas. Y si bien el realto de Fernando Aramburu no es, en sí misma, una novela histórica propiamente dicha, en el sentido que aquí venimos defendiendo lo que es una novela histórica, sí es verdad que muestra unos hechos históricos, a pesar de que en esta ocasión se trata de eso que ha venido a llamarse la “historia del tiempo presente”: los crímenes terroristas de ETA. Y en este sentido, al menos, sí podemos asegurar que, desde nuestro punto de vista, “Patria” sí es una buena novela.



jueves, 24 de diciembre de 2020

La Sociedad Minera la Asturiana: una asociación mercantil conquense en el siglo XIX

 

               Hace ya algunos meses, traíamos hasta este blog la fundación, a mediados del siglo XIX, de cierta sociedad comercial que, bajo el nombre de Santa Filomena, se dedicaba a la extracción de mineral de cobre en el término de Garaballa.  Se trataba de una de esas sociedades precapitalistas y burguesas que se fueron estableciendo en todo el país, también en la provincia de Cuenca, al hilo de una incipiente revolución industrial, que en España, y sobre todo en estas provincias del interior, no llego nunca a alcanzar un desarrollo demasiado importante. En esta ocasión, vamos a tratar también de la creación de otra de esas sociedades mineras, la que, bajo el nombre de Sociedad Minera La Asturiana, fue creada también en Cuenca en el último tercio del año 1846, con el fin de explotar, esta vez, el carbón que era extraído en el término municipal de Uña, en la serranía conquense, en el lugar conocido con el nombre de la Fuente del Azabache. La sociedad, en efecto, había sido creada el 2 de octubre por varios vecinos de la capital y de Villalba de la Sierra, y poco tiempo después, el 31 de enero del año siguiente, esos mismos socios acudían a la oficina del escribano Bartolomé Sahuquillo, para que éste pudiera dar fe pública de la constitución de la sociedad. El documento en cuestión, que se conserva, como otros que he venido trayendo a este blog, entre los fondos del Archivo Histórico Provincial de Cuenca, dice lo siguiente:

               “En la ciudad de Cuenca, a treinta y uno de enero de mil ochocientos cuarenta y siete, ante mí, el escribano, y los testigos que se dirán, comparecieron don José Ferrán, don Ramón Cobo, don Francisco Antonio Moreno, don Antonio Muñoz, don José Laín, don Bartolomé Roig, don Juan López, don Mario Lozano y don Fernando Lozano, los ocho primeros vecinos de esta ciudad y el último del pueblo de Villalba de la Sierra, y dijeron: que habiendo registrado en dos de octubre del año anterior próximo venido, un criadero de carbón de piedra en el término del pueblo de Uña y sitio denominado Fuente del Azabache, trataron en junta que para el efecto celebraron, a seis del citado octubre, constituirse en sociedad, como efectivamente se constituyeron, y acordaron otorgar este instrumento, el cual hasta el día no han podido otorgarlo por la ausencia temporal de algunos socios, y en su consecuencia poniéndolo en ejecución, otorgan que se constituyen en la precitada sociedad, siendo las bases que establecieron y las que se obligan a guardar estrictamente, las que aparecen del reglamento que presentan para su unión a incorporación a este documento, y de aquél unirán otro a la copia o copias que puedan sacar de esta escritura, cuyas bases y artículos que comprenden el prenotado reglamento, se obligan a cumplir estrictamente, y por el cual se han constituido en la sociedad referida, declarando como declaran que las dos acciones gratis que señala el artículo siete del referido reglamento pertenecen por iguales partes a José Rivera, Enrique Carrascosa, José Abarca y Joaquín Lozano, los dos primeros vecinos de Beamud y los dos últimos de Villalba de la Sierra, que en el caso de beneficiar otro criadero de mineral de hierro que tienen registrado en el sitio llamado de la Modorra, cuyo terreno pertenece a los propios de esta ciudad, declarado comprendidas las ventajas que pudieran resultar de dicho mineral a todos los interesados que ay en el día o pueda haber en lo sucesivo, en el primero de que va hecha mención en el principio de esta escritura, sujetándose  en su todo al reglamento establecido y que se hace referencia. Al cumplimiento de cuanto va dicho obligan sus personas y bienes, habidos y por haber, por firme obligación y solemne estipulación, y para que puedan ser compelidos de ello, dan poder cumplido a todos los señores jueces y justicias de S.M., especial y señaladamente al que así fuere de esta ciudad, a cuya fuerza y jurisdicción se someten, renuncian otro que les competa, domicilio y vecindad, y todas las demás leyes, fueros y derechos de su favor. En cuyo testimonio así lo dijeron y otorgaron, siendo testigos Manuel Moreno, don Baltasar Chico y don Enrique María Yuste, vecinos de esta ciudad, a los que, como a los señores otorgantes que firmaron, doy fe conozco.”  [1]

               Al pie del documento aparecen las firmas de los nueve miembros de la sociedad minera, así como la del citado notario que daba fe del documento, Bernabé Sahuquillo, pero no así la de los tres testigos. Y tal y como se decía en la escritura, aparece también, anexa a ella, el reglamento que debía regir la sociedad en cuestión. Escrito en tres folios, no ya manuscritos, sino impresos, está formado por un total de treinta y cinco artículos, bajo el encabezamiento siguiente: “Reglamento para la dirección y gobierno de la sociedad minera titulada La Asturiana, para la esplotación [sic] de carbón de piedra bajo los artículos que se dirán”. Los primeros artículos del reglamento establecen lo que hoy llamamos la razón social de la nueva sociedad, es decir, el lugar en el que ésta quedaba establecida, y los datos del registro, así como los fines a los que estaba encaminada, ya conocidos, y los socios fundadores que la componían, a los cuales, en principio, les estarían reservados los cargos de gobierno y dirección de la sociedad comercial. Pero dejando abierta la posibilidad de que en el futuro se pudieran incorporar nuevos socios. No obstante, por el artículo cuarto se establece que “para el mejor desempeño de las funciones que ejerza la Junta directiva se asociarán otros tres individuos que nombrarán los fundadores de entre los nuevos accionistas que ingresasen en la Sociedad”. Y por el artículo quinto se establece el reparto de las acciones entre los diferentes socios, a razón de cien acciones de pago y dos gratis, “divididas las de pago en iguales partes entre los nueve fundadores”. Pero de esas cincuenta acciones de pago, de momento sólo se harían efectivas la mitad, aplazándose la expedición de las otras cincuenta para el futuro, cuando los socios así lo consideren oportuno. Por su parte, las dos acciones gratuitas serían entregadas a otras personas ajenas a los nueve socios fundadores, en recompensa, así lo especifica el reglamento, “de los servicios prestados a la sociedad”. Son éstas las dos acciones a las que se hace referencia en la escritura notarial, y que serían entregadas a los cuatro vecinos de Villalba de la Sierra y de Beamud, que eran mencionados, como hemos visto, en la escritura notarial.

               El artículo octavo del reglamento estipula la duración de cada junta directiva, que deberá ser nombrada cada año, pero con posibilidad de reelección de sus miembros, siempre por mayoría de votos. Y en el artículo siguiente se regula también el quorum que era necesario para que los acuerdos tomados acuerdos en las juntas pudieran ver válidos, en razón de dos tercios del total de los socios, y el número de votos necesarios para alcanzar esos acuerdos, en este caso la mitad más uno del número de asistentes a la reunión. No considero necesario desarrollar en esta entrada todos y cada uno de los artículos del reglamento, pero sí considero oportuno recalcar algunos de los aspectos señalados en él: la temporalidad de las reuniones de la junta directiva, que sería quincenal; la obligación de celebrar junta general de accionistas cada tres meses; la imposibilidad de poder delegar el voto en otro socio cuando no se pudiera asistir a una junta; el reparto de votos entre los socios asistentes a éstas, de acuerdo a un voto por cada acción, con un máximo de cuatro votos por socio; el importe máximo al que se podía llegar a la hora de hacer el reparto de dividendos entre los accionistas, a razón de veinte reales mensuales por cada acción que se posea; la posibilidad de que los herederos de los socios fallecidos pudieran también pasar a formar parte de la sociedad, con los mismos derechos y deberes, una vez aceptada la nueva titularidad de las acciones, y las obligaciones de cada uno de los miembros de la junta directiva, presidente, secretario, depositario y contador, de acuerdo a lo que es usual en cualquier sociedad de estas características. En este sentido, el artículo 29 dice lo siguiente: “Son atribuciones de la Junta Directiva, la venta de los minerales y las demás gestiones necesarias para conseguir la enajenación, dando a estos actos toda la publicidad posible, procurando a la Sociedad todas las ventajas, y poniendo en poder del Depositario luego que se verifiquen las ventas, las cantidades que resulten para hacer la debida distribución.”

               El lugar en el que se hallaba la mina de la Fuente del Azabache se encuentra, como hemos dicho, muy cerca del pueblo de Uña, debajo de los montes que, cubiertos de pinos, se pueden contemplar incluso desde las mismas casas del pueblo, al otro lado del río Júcar, junto al cementerio municipal. Se puede acceder a este lugar desde el camino que, desde la carretera de acceso al pueblo, se abre a la derecha, inmediatamente antes de cruzar el puente medieval. Todavía, hace algunos años, cuando yo era joven, aún podía verse allí, junto a una de las bocas de la mina, una caseta abandonada, pero relativamente bien conservada, en cuyo interior aún se encontraban algunas de las herramientas y de los útiles que habían sido utilizados quizá para la y explotación de la mina, ya entonces cerrada; algunas de esas herramientas, incluso, las de mayor tamaño, se encontraban fuera de la caseta, haciendo frente a la oxidación y a la herrumbre, ya bastante avanzada, que provocaba en ellas la acción del viento y de la lluvia. No sé qué es lo que quedará aún de todo ello, pues hace ya demasiado tiempo que no he pasado por allí, pero es posible que nada quede ya de aquellos tiempos en los que la sociedad todavía era capaz de sacar del interior de la tierra el carbón mineral que, desde antiguo, había dado nombre a la fuente próxima.



       Y es
 que la cercana Fuente del Azabache ya era conocida así al menos desde los primeros años del siglo XVII, como también era conocida la existencia allí de carbón mineral. El religioso toledano Sebastián de Covarrubias, que fue canónigo de Cuenca, en su famoso “Tesoro de la lengua castellana o española”, publicado en Madrid en 1611, dos años antes de fallecer en la ciudad del Júcar, en la voz “Uña” escribe lo siguiente: “Villa en el obispado de Cuenca, y aunque es pequeña tiene cosas muy notables; entre otras una laguna muy grande, con tanta abundancia de truchas que están perpetuamente saltando sobre el agua. Los pescadores entran a pescar en unos pedaços de troncos de una pieça a manera de artesa y la laguna en hondíssima. Tiene otra particularidad que parece mentira: una isla con yerba que se apacienta en ella ganado, y algunos arbolicos; ésta corre por toda la laguna, siendo llevada de los vientos. Está fundada en cierta manera de piedra esponjosa, que es como tova. Ovidio, lib. 13, Metamorphoseon, por cosa maravillosa, cuenta de las islas Symplegades, que en un tiempo vagaron sobre el mar agitadas del viento. Tiene un valle angosto, que de una parte y de otra están los riscos muy altos y a plomo, y se va a dar a un rincón, a donde estos peñascos se juntan debaxo dellos, salen diferentes arroyos y fuentes, y dellas manan las truchas que van a caer a la dicha laguna. Tiene más una fuente que llaman del Azavache, que verdaderamente no difiere del azavache que se labra, sino es en ser blando; y tengo para mí que quitándole los costrones de encima, se hallaría el azavache fino, pero no se ha intentado por no estragar la fuente, cuya agua dicen ser de muy buen sabor y agradable. Esta villa es de los marqueses de Cañete, y aunque tiene otras de más vecindad y autoridad, ésta, a mi parecer, devrían estimar en mucho.” El tema de la fuente, y el de la isla en medio de la laguna, fue descrito después también por el historiador madrileño Juan Pablo Mártir Rizo, en su “Historia de la Muy Noble y Leal ciudad de Cuenca, publicada en 1629 y dedicada, precisamente, a los marqueses de Cañete.

               Por lo que se refiere a la sociedad propiamente dicha, y a los nueve socios accionistas que dieron lugar a la explotación de la mina, algunos de esos nombres y apellidos son ya reconocidos por la historiografía, como miembros de esa incipiente burguesía conquense del siglo XIX. Apellidos y linajes que en muchos casos están relacionados con el comercio o con algunas profesiones liberales, en algunos casos también con la milicia; apellidos y genealogías que, desde el comercio y desde las profesiones liberales, dieron también el salto a la política, local o nacional, para constituirse, principalmente desde las diferentes ramas del liberalismo, la progresista y la moderada, y en algún caso también desde los partidos conservadores, en los principales impulsores del sistema representativo y parlamentario. Familias como los Cobo o como los Lasso, representadas en esta sociedad comercial por Ramón Cobo y por José Lasso respectivamente; del segundo, José Lasso Mazón, por ejemplo, podemos decir que era oriundo de la comarca del Pas, en la provincia de Santander, y que después de establecerse en la localidad conquense de Valverde de Júcar en la década de los años treinta, en la que nació su hijo, el futuro destacado militar, que llegó a ser gobernador general de Puerto Rico y capitán general de Valencia, José Lasso Pérez, se estableció con su familia en la capital de la provincia, donde se constituyó como uno de los principales comerciantes de la ciudad.

               En la otra sociedad minera, la llamada Santa Filomena, también vimos algo parecido. En ella aparecían otros apellidos que, como estos, también establan ligados al comercio y a las profesiones liberales; nombres y apellidos también conocidos en el campo de la política, como Juan Pablo Piquero o Valentín Pérez Montero, o los Piñango, que llegaron a constituirse en uno de los linajes más poderosos de la ciudad a través de las diversas generaciones que fueron sucediéndose. Miembros todos ellos de la burguesía conquense, apellidos con los que se suelen encontrar los historiadores cuando tratan temas relacionados con la historia social y económica de esta provincia y de este periodo histórico. Apellidos como Catalina o Lledó, que procedentes de Budia, en la provincia de Guadalajara, en el primer caso, o de la también cercana provincia de Valencia, en el segundo caso, se establecieron también en Cuenca a lo largo de la centuria decimonónica, para dedicarse en nuestra ciudad a diferentes actividades profesionales o comerciales; en el caso concreto de estos últimos, con el fin de explotar la todavía abundante riqueza maderera que proporcionaban los montes conquenses. Nombres y apellidos, todos ellos que conformaron una burguesía todavía no bien conocida por los historiadores, y cuyo estudio en todas sus interrelaciones posibles, sociales, económicas y, por supuesto, también políticas, sería de gran ayuda para poder alcanzar un conocimiento más detallado de la historia de Cuenca y su provincia a lo largo de todo ese siglo XIX, poco conocido todavía, pero también, incluso, de una parte de la centuria siguiente.

               En 1878, treinta años después de que la mina de Uña hubiera sido puesta en explotación, José Torres Mena, escribe en sus “Noticias conquenses” lo siguiente sobre la fuente y la mina del Azabache: “La fuente del Azabache” se halla también a poca distancia de Uña e inmediata al Júcar, con un medio caudal de agua excelente para bebida; siendo notable además por haber descubierto sus corrientes unos lechos o capas de lignito, sustancia carbonatada e inflamable, azabachada. Según Mártir Rizo, ya era conocida en su tiempo dicha fuente, creyéndose que aquella sierra estaba formada casi toda de azabache.” Por otra parte, existen también algunas referencias hemerográficas a la mina datadas en los primeros años del siglo XX. Hemos podido encontrar algunas de esas referencias en el blog “Pura Sierra”, dedicado a divulgar diferentes aspectos interesantes y curiosos sobre la serranía de Cuenca, y en este caso, en una entrada sobre la llamada Mina Pepita, otra mina de carbón de lignito que existió muy cerca de la nuestra, en Valdeguérguinas, junto a la cola del embalse de La Toba[2]. Así, en el número correspondiente al día 9 de octubre de 1918 del periódico conquense “El Liberal”, y en el contexto de la gran virulencia que la pandemia de la mal llamada gripe española tuvo sobre algunos de los pueblos de la sierra conquense, puede leerse lo siguiente: “Resultaron ciertas las noticias que en nuestro número anterior publicábamos, referentes a la aparición de la gripe entre los obreros de una de las minas próximas a Uña; como así mismo era cierto que en un mismo día ocurrieron tres defunciones, y que los cadáveres habrían permanecido insepultos.”


               En efecto, la mina de Uña permaneció en funcionamiento hasta las primeras décadas del siglo XX. En el mismo blog, antes citado, encontramos una nueva referencia a ésta, firmada nada menos que por Juan Giménez de Aguilar, uno de los mayores difusores de la cultura conquense, en todos sus campos, antes de la Guerra Civil. Así, en un texto titulado “El yacimiento petrolífero de Cuenca”, publicado en 1928 en el boletín de la Real Sociedad Española de Historia Natural”, el profesor y naturalista conquense escribe lo siguiente: “Recientemente fui consultado para la elección de muestras de unas minas de lignito -más o menos compacto y rico en carbón- que se destinará a la destilación de aceites minerales. Comprende esta demarcación casi todo el término de Uña y parte del de Cuenca, desde La Modorra a Garcieligeros, con un pequeño enclavado, junto a la carretera a la entrada del pueblo de Uña, que llaman de la Fuente del Azabache, el cual ya estuvo en explotación durante la Guerra Mundial. En puntos no muy alejados -en Valdeguérguinas-, se ven calizas bituminosas, y también se explotan los lignitos -muy cargados de pirita, como la mayoría de los carbonas de esta región- para combustibles en diversas industrias que antes se surtían de Peñarroya.”



[1] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección Notarial. P-2171/A.

jueves, 17 de diciembre de 2020

“El infinito en un junco”, un éxito de ventas poco convencional

 

               Hace ya casi treinta años, yo escribía mi primera novela, “El papiro de Éfeso”. En ella, un joven cualquiera, Andrés (el nombre es puramente representativo, pues es sabido que proviene del término griego aner-andros, que significa “hombre”), estudiante de una universidad cualquiera que podría ser Cuenca, viaja hasta el extremo oriental del mar Mediterráneo, hasta una de las cunas de la civilización universal, Éfeso, con el fin de intentar encontrar uno de los manuscritos más buscados y deseados por los investigadores: el que en su momento contenía la obra completa del filósofo Heráclito, y que éste entregó en ofrenda a la diosa protectora de la ciudad, Artemisa. Se trata de una de esas historias que nacieron a la sombra de aquellos relatos de aventuras pseudoarqueológicas, escritas o cinematográficas, al estilo de las de Indiana Jones, una de cuyas muestras más destacadas desde el punto de vista literario podría ser, desde luego, “La Biblia de Barro”, la genial novela de Julia Navarro, nacida algunos años después que mi relato; una de esas búsquedas iniciáticas de un tesoro de la antigüedad, sea éste el Santo Grial o el Arca de la Alianza, los muros de El Dorado o la Fuente de la Eterna Juventud, la Piedra Filosofal o un libro perdido de Aristóteles, o cualquier otro texto antiguo cuya lectura pueda tener propiedades gnósticas o sanadoras. Se trata, desde luego, de un relato imposible. Pero, ¿no es ésta la función de la novela? ¿Soñar relatos imposibles o posibles, reales o fantásticos, vivir vidas paralelas a la que vivimos en nuestra propia realidad por un tiempo infinito, renovable cada vez que cerramos la última página de un libro cualquiera e iniciamos, con una nueva lectura, otra vida diferente.

              


En efecto, era aquella primera novela de mi juventud una novela imposible, y eso es algo que en mí se ha vuelto a poner de manifiesto después de leer el genial libro de Irene Vallejo, “El infinito en un junco”, una historia del libro, de todos los libros, tal y como hoy los conocemos, con sus páginas de papel, cosidas o grapadas en el lomo, y también de los libros anteriores, escritos en tablillas de barro o en papiros arrancados a las riberas del Nilo. Pero “El infinito en un junco” es también mucho más que ello: es, además, la historia de la literatura clásica, griega y romana, la primera literatura concebida como tal, como un canon completo que engloba a todos los géneros y a todas las formas de cultura, la de Homero y de Hesíodo, la de Heráclito y Platón, la de Sófocles y Epicuro, la de Safo y Heródoto,… y también la de Horacio, la de Virgilio, la de Tito Livio, y la de nuestros primeros escritores, los que habían nacido en Hispania antes de que ésta fuera España, la de Marcial y Quintiliano, y la de los dos Seneca. Y es, sobre todo, una historia global de toda la cultura clásica, a través de sus libros y de su literatura.

               Pero cuando hablamos de la cultura clásica, en realidad nos estamos refiriendo también a toda la historia de la civilización occidental. No descubrimos nada nuevo al afirmar que el mundo griego helenístico, a través también de los romanos, vencedores en la política de los griegos pero derrotados por ellos en lo cultural, ha logrado pervivir a través de los siglos, de tal manera que todavía en la actualidad, en pleno siglo XXI, sus huellas pueden ser rastreadas en todas las capas de la sociedad: en la política, en el derecho, en la literatura, en el deporte,… Para que ello pudiera llegar a ocurrir fue necesario primero una revolución cultural total, en el sentido estricto de la palabra, una revolución que se inició con Alejandro Magno y la cultura que ha venido a llamase helenista, y que llegaría a alcanzar sus últimas consecuencias en los siglos siguientes, a través de Roma y su ambivalente política imperial. Así lo ha relatado en su libro Irene Vallejo:

               “Esa primitiva globalización se llamó helenismo. Costumbres, creencias y formas de vida comunes arraigaron en los territorios conquistados por Alejandro desde Anatolia hasta el Punjab. La arquitectura griega era imitada en lugares tan remotos como Libia o la isla de Java. El idioma griego servía para comunicarse a asiáticos y africanos. Plutarco asegura que en Babilonia leían a Homero, y que los niños de Persia, de Susa y de Gedrosia -región hoy repartida entre Pakistán, Afganistán e Irán- cantaban las tragedias de Sófocles y de Eurípides. Por los caminos del comercio, la educación y el mestizaje, una gran parte del mundo empezó a experimentar una llamativa asimilación cultural. El paisaje desde Europa a la India estaba salpicado de ciudades con rasgos reconocibles (calles amplias que se cruzaban en ángulo recto según el trazado hipodámico, ágoras, teatros, gimnasios, inscripciones en friego y templos con frontones decorados). Eran los signos distintivos de aquel imperialismo, como hoy lo son la Coca-Cola, los McDonald’s, los anuncios luminosos, los centros comerciales, el cine de Hollywood y los productos de Apple, que uniformizan el mundo.”

               Es curioso el fenómeno editorial que ha significado “El infinito en un junco”, y que ha llevado a su autora a ser reconocida este año que está a punto de terminar con el Premio Nacional de Ensayo. Ella, Irene Vallejo, es una filóloga joven, que cuenta con un doctorado europeo por las universidades de Zaragoza y Florencia, y una carrera literaria que está formada por varias novelas y algún libro de literatura infantil, y que, con una escritura primorosa y bella, y un rigor científico muy notable, ha escrito un libro tan sencillo y agradable de leer para el iniciado como para el experto en el mundo clásico. Un libro que en muy poco tiempo se ha convertido en un rotundo éxito de ventas, a pesar de que no tiene nada que ver con ese tipo de libros que se han venido a llamar los superventas al uso. Ni siquiera es una novela, a pesar de que ya durante el año pasado, al poco tiempo de su salida a las librerías, hubiera sido premiado con diversos galardones, entre ellos el premio Ojo Crítico de narrativa; una sucesión de recompensas que culminaron hace pocas semanas, tal y como se ha dicho, con el Premio Nacional de Ensayo correspondiente a este año 2010.

               Y es que el libro abunda en interrelaciones entre el mundo clásico y el mundo actual, y en él tienen cabida desde Eurípides y Esquilo hasta Borges o Umberto Eco, desde Marcial hasta Bob Dylan, desde Homero hasta los héroes actuales de la música o el deporte, porque la música y el deporte de este siglo XXI también forman parte de nuestra cultura helénico-romana. Para la autora, la escritura nació en gran parte a partir de una serie de listas, grabadas con buril en pequeñas tablillas de barro, o escritas, más tarde, en frágiles hojas de papiro: “El catálogo de Calímaco fue el primer atlas completo de los libros conocidos. El continente cartografiado resultó ser enorme, y los griegos se sintieron, por lo menos tan sobrepasados como nosotros. Ninguna persona leería jamás la totalidad de los rollos guardados en la Biblioteca de Alejandría. Nadie lo sabría todo. Cada vez más, el conocimiento de cada uno sería un archipiélago mínimo en el inconmensurable océano de su ignorancia. Nació entonces la ansiedad de seleccionar: ¿qué leer, ver, hacer antes de que sea demasiado tarde? Por el mismo motivo, hoy seguimos obsesionados con las listas. Hace sólo unos años, Peter Boxall publicó el enésimo listado de los libros -en este caso, 1.001, como las noches de Sherezade- que hay que leer antes de morir. En la actualidad, proliferan las selecciones de los discos que merece la pena escuchar, de las películas que conviene no perderse, de los lugares a los que deberíamos viajar. Internet es la gran lista de nuestros días, fragmentaria e infinitamente ramificada. Cualquier manual de autoayuda que se precie, encaminado a hacerte millonario, ayudarte a conquistar el éxito o redimirte de la obesidad, incorpora el consejo básico de hacer listas. Perseverarás en los propósitos inventariados, y tu vida mejorará. Las enumeraciones tienen que ver con el orden como ansiolítico, es decir, con nuestro sistema defensivo para neutralizar la expansión del caos. También tienen que ver con la angustia, con el miedo, con el doloroso convencimiento de que tenemos los días contados. De ahí que tratemos de reducir las cosas que nos desbordan a diez, cincuenta, cien epígrafes.”

               Yo también, de niño, me acostumbré s hacer mis propias listas: listas de ríos de todo el mundo, lista de lagos o de cascadas, listas de todos los emperadores romanos o de equipos de fútbol europeos. Cualquier cosa que se me pudiera ocurrir, tenía su lista correspondiente, y de esta manera, ahora lo contemplo en la distancia que me dan los años, me fui acostumbrando para dar después el siguiente paso, camino de mis escrituras incipientes, prematuras, como una sencilla historia de Roma que sólo era un resumen apresurado de mis propias lecturas sobre aquellos emperadores romanos que conformaban mis listas, o una novela de aventuras ambientada en el oeste americano, nunca concluida, inventada a partir de las novelas de Marcial Lafuente Estefanía que mi abuelo leía en el interior de su taxi, durante sus largas esperas entre cliente y cliente. No guardo nada de aquellos escritos primerizos, pero estoy seguro de que fueron posibles gracias a aquellas listas, mentales o escritas, que siguen formando parte de mi universo personal.

               Después di un paso más en mi escritura y escribí, por fin, “El papiro de Éfeso”. Sí, una novela imposible porque, como afirma en su libro Irene Vallejo, hoy en día es prácticamente imposible encontrar entre las ruinas de la antigua Éfeso, en la actual costa turca del Egeo, el perdido manuscrito de Heráclito. Los arqueólogos lo han buscado inútilmente en la Biblioteca de Celso o en el templo de Diana, o Artemisa, y entre los restos de la vieja ciudad griega y romana. En realidad, encontrar hoy en día, en pleno siglo XXI, un manuscrito de veinticinco siglos de antigüedad es tarea imposible, porque el papiro es un material leve y perecedero, más que el pergamino y más incluso que el papel. La historia de Heráclito y de su obra nos la cuenta Irene Vallejo: “En realidad, de Heráclito ha llegado hasta nosotros sólo un conjunto de breves máximas, extrañas y poderosas. No, lo que tienen en común es su actitud hacia la palabra: si el mundo es críptico, el lenguaje adecuado para representarlo será denso, misterioso y difícil de descifrar. Heráclito pensaba que la realidad se explica como tensión permanente. Él lo llamaba “guerra” o lucha entre contrarios. Día y noche; vigilia y sueño; vida y muerte se transformaban uno en otro, y sólo existen en su oposición; son en el fondo las dos caras de la misma moneda (“La enfermedad hizo buena y amable la salud; el hambre, la saciedad; el esfuerzo, el descanso… inmortales mortales, mortales inmortales, viviendo la muerte de otros y la vida de otros muriendo”). A Heráclito le correspondía por herencia el rango de rey de su ciudad. Cedió a su hermano menor el cargo, que, desde la llegada de la democracia, era en realidad un sacerdocio. Al parecer, consideraba meros “traficantes de misterios” a los magos, predicadores y adivinos. Cuentan que se negó a hacer leyes para los efesios, prefiriendo jugar con los niños en el templo. Dicen también que llegó a hacerse muy altanero y desdeñoso. No le importaban los honores ni el poder, estaba obsesionado por encontrar el logos del universo que significaba “palabra” y también “sentido”. En la primera frase del cuarto evangelio –“en el principio era el logos”-, habla Heráclito”.


Templo de Artemisa, en Efeso. Reconstrucción. En este lugar sería depositada la obra de Heráclito.

               Y además, sería imposible encontrar ese texto perdido porque, aún en el caso de que el libro hubiera podido permanecer en el tiempo, otro griego se había encargado, hace ya también mucho tiempo, de destruirlo, en el mismo tempo de la diosa en el que el filósofo lo había depositado, como un tributo de amor y de sabiduría. Eróstrato es el nombre de aquel criminal “libericida”. Recordamos de nuevo la palabra de la autora: “Quiere ser famoso a cualquier precio. Nunca ha destacado en nada pero se rebela contra la idea de ser uno más. Sueña en secreto que la gente lo reconoce por la calle, cuchichea y lo señala. Una voz interior le susurra que algún día se convertirá en una celebridad, como los campeones olímpicos o los actores que seducen al público boquiabierto. Ha decidido que hará algo grande; sólo le falta descubrir qué. Un día trama por fin un plan. Incapaz de realizar proezas, siempre puede pasar a la historia como destructor. En su ciudad se encuentra una de las siete maravillas del mundo, que vienen a visitar reyes y viajeros desde tierras muy lejanas. En un promontorio rocoso, encaramado entre nubes, el templo de Artemisa domina todos los barrios de Éfeso. Hicieron falta ciento veinte años para construirlo. La entrada es un espeso bosque de columnas. En su interior, forrado de oro y plata, descansa la imagen sagrada de la diosa que cayó del cielo, además de las valiosas esculturas de Policleto y Fidias, y fantásticas riquezas. La noche sin luna del 21 de julio del año 365 a.C., mientras en la remota Macedonia nacía el gran Alejandro, él se desliza entre las sombras y trepa por los escalones que llevan al Artemisio. Los guardianes nocturnos duermen. En el silencio roto por los ronquidos, se apodera de una lámpara, derrama aceite y prende fuego a las telas que adornan el interior. Las llamas lamen el tejido y suben hacia el techo. Al principio, el incendio repta lentamente pero cuando consigue herir las vigas de madera empieza la rápida danza del fuego, como si el edificio llevase año soñando con arder. Él mira hipnotizado las llamaradas que rugen y se enroscan. Luego sale tosiendo del edificio para ver cómo ilumina la noche. Allí, los guardias lo capturan sin problemas. Lo arrojan encadenado a un calabozo, donde es feliz durante unas horas solitarias, aspirando el olor a humo. Cuando lo torturan, confiesa la verdad: que había planeado incendiar el edificio más bello del mundo para ser conocido en el mundo entero. Cuentan los historiadores que todas las ciudades de Asia Menor prohibieron, bajo pena de muerte, revelar su nombre, pero no lograron borrarlo de la historia. Figura en todas las enciclopedias, incluidas las virtuales. El escritor Marcel Schwob fue su biógrafo en un capítulo de las Vidas imaginarias. También Sartre le dedicó un relato corto. Ha prestado su nombre al trastorno psicológico de quiénes, sólo por aparecer unos minutos en televisión o ascender a los más vistos en Youtube, son capaces de realizar cualquier barbaridad gratuita. El exhibicionismo a toda costa no es un fenómeno exclusivamente contemporáneo. Su nombre maldito era Eróstrato. En su memoria, el deseo patológico de popularidad ha venido a llamarse síndrome de Eróstrato. El incendio que provocó para catapultarse a la fama dejó reducido a cenizas aquel rollo de papiro que Heráclito había regalado a la diosa. Irónicamente, el filósofo creía que de manera cíclica el fuego aniquila el universo y en su obra profetizaba una conflagración cósmica final. No sé el universo, pero los libros -que en todas sus formas arden bien- tienen un triste historial de destrucción entre las llamas”.

               Leer “El infinito en un junco”, además de provocar en mi gen lector un placer como pocos libros lo han hecho, me ha traído estos recuerdos de mis primeros pasos en el mundo de la escritura, de aquellos años en los que escribí mis primeros cuentos, o ese libro primerizo sobre Heráclito y su obra. Siempre supe que el texto del “Oscuro” nunca sería encontrado, ni en Éfeso ni en ningún otro lugar, y sin embargo quise soñar aquel relato imposible, ofrecérselo a aquél que quisiera abrir las páginas de ese otro libro, el mío, y adentrarse en su lectura.


Entrevista a Irene Vallejo
Aula de Cultura. Diario de la Rioja- UNIR
Andrés Pascual


sábado, 12 de diciembre de 2020

El molino de San Martín, junto al río Huécar. Un documento inédito de arrendamiento

 

 

               Entre los fondos del Archivo Histórico Provincial de Cuenca duermen miles de documentos notariales, documentos que pueden ayudar al historiador, y a toda la sociedad en su conjunto, a comprender cómo era la vida diaria de los conquenses desde los lejanos tiempos del siglo XVI. Documentos interesantes para la historia del arte, para la historia social, para la historia económica, que, poco a poco, los historiadores van sacando a la luz. Quizá, cada uno de esos documentos, contemplados por separado, no sean demasiado importantes para el conocimiento de nuestro pasado, pero estudiados en su conjunto, como piezas de un puzle infinito, pueden transformar la visión que los conquenses de hoy en día tenemos de nuestro pasado; una visión que todavía sigue siendo bastante incompleta, sobre todo en lo que se refiere a la historia económica y social. En otras ocasiones anteriores ya hemos ido sacando a la luz en este blog algunos de esos documentos curiosos, y en esta ocasión vamos a intentar recuperar un contrato de arrendamiento de cierto molino harinero, hoy desaparecido, que existió hasta hace los primeros años del siglo pasado junto al río Huécar, a los pies del barrio de San Martín. Dice así el documento en cuestión:

               “Sépase como yo, Marcos Andreu, vecino de esta ciudad, como principal, y Vicente Murciano, que lo soy del lugar de Palomera, aldea de ella, a cuyo cargo corre el molino de papel que llaman de Arriba, como fiador y principal pagador que lo quiero ser, haciendo como hago de deuda y negocio ajeno mío propio, sin que contra el dicho principal ni sus bienes sea necesario hace excusión ni otra diligencia alguna, de fuero ni de derecho,… juntos y demancomún a voz de uno y cada uno de por sí, por el todo tenidos u obligados in solidum, renunciando como renunciamos las leyes de la mancomunidad, y de duobus reis devendi rebertipulandi… [el texto prosigue con diferentes expresiones propias del derecho de la época, que harían demasiado larga y farragosa su lectura], otorgamos que recibimos en arrendamiento del señor Marqués de Caracena, y de don Julián de la Fuente y Vumay, escribano de la villa de La Ventosa, su apoderado administrador, un molino harinero que dicen de San Martín, y está en la ribera del río Huécar, bajo de su parroquia, propio del dicho señor marqués, por tiempo y espacio de seis años, que principiarán a correr y contarse en San Miguel de septiembre pasado de este presente, y finalizarán en otro tal día del que vendrá de mil setecientos ochenta y seis, y en cada uno de dichos años nos obligamos a pagar realmente con efecto y sin pleito alguno a dicho señor marqués, para el dicho día del señor San Miguel, cuarenta y cuatro fanegas de trigo puro, enjuto y medido con la mayor de Ávila, y además un cerdo vivo con peso de once arrobas, todo durante este arrendamiento, que hacemos a fruto sano, y con las condiciones siguientes:

               Que en la propia forma, ha de ser de nuestra obligación el satisfacer las ofrendas acostumbradas del día de finados de cada año, que ponen en la capilla de San Bartolomé, sita en la Santa Iglesia Catedral de esta ciudad, y en la parroquial del señor San Juan.

               Que se nos ha de abonar las mejoras que, cumplido el tiempo de este arrendamiento, se hicieran en el dicho molino, siendo de nuestra cuenta, si en él hubiere bajas, el abonarlas al citado señor marqués.

               Que para que dichas mejoras o bajas se puedan con efecto justificar, se inscribiere para esta escritura cierta declaración de los enseres que actualmente existen en el citado molino, ejecutada de orden del nominado Julián de la Fuente, que a su tenor a la letra es el siguiente”. 

               A continuación, figura en el documento la citada declaración tasada de los elementos existentes en el molino en cuestión, realizada a petición del citado Julián de la Fuente, administrador de los bienes del marqués de Caracena del Valle y mayordomo, al mismo tiempo, de la condesa de La Ventosa, y del propio escribano que daba fe del contrato de arrendamiento, Juan Carretero. Firmaban dicha declaración, como expertos tasadores, Bernardo Serrano, vecino de Cuenca, y Alberto Gómez, natural de Albarracín, en la provincia de Teruel, y maestro molinero en el pueblo cercano de Cuevas de Velasco.

            Y por otra parte, hay que decir que ambos títulos el marquesado de Caracena del Valle y el condado de La Ventosa, ya desde su años iniciales, habían permanecido ligados en una misma familia, los Sandoval, aunque en este momento el primero, que es el que más nos interesa, había pasado ya a la noble familia Samaniego, debido a sucesivas interrupciones del linaje primitivo por falta de ascendencia masculina. Algo parecido sucedía también con el condado de La Ventosa, que en el momento de redactarse el contrato de arrendamiento lo era Vicenta de Sandoval y Blasco de Orozco, quien, por otra parte, estaba casada con Antonio Bruno de Pontejos y Sesma, marqués de Casa Pontejos. A partir de este momento, ambos títulos, el de La Ventosa y el de Casa Pontejos, irán de la mano a través de los descendientes del matrimonio, habiéndolos heredado en primer lugar, a partir de 1801 y 1807, respectivamente, la hija de ambos, Mariana de Pontejos y Sandoval, quien había sería retratada en 1786 por Francisco de Goya, en un hermoso lienzo que hoy se encuentra en la Galería Nacional de Arte de Washington. Por otra parte, el marquesado de Caracena del Valle, adscrito a los antiguos señores de Caracenilla, lo había otorgado Felipe III en 1606 en favor de Juan Alonso de Sandoval, y no hay que confundirlo, a pesar de lo que aparece en el documento, con el marquesado de Caracena, que sería otorgado algún tiempo después, en 1624, por Felipe IV, en favor de Luis Carrillo de Toledo, general de los tercios de Flandes, virrey de Valencia y presidente del Consejo de Órdenes. Y por otra parte, y para entender mejor el documento, hay que tener en cuenta que los dos títulos citados en él.

La declaración valorada de todas las partes del molino había sido realizada el 9 de julio de ese mismo año. El valor total de la relación asciende a un total de trece mil doscientos setenta y dos reales, y una vez terminado el inventario, el documento notarial continúa en los términos siguientes: “Con las cuales condiciones y demás expresado, nos, los otorgantes, nos damos por contentos y satisfechos de este arrendamiento, a toda nuestra voluntad, sin otra especial cláusula, confesando que en él no hay engaño sobre que remiten las leyes del dolo y demás del caso. Y no haciendo del pago de las nominadas cuarenta y cuatro fanegas de trigo y el cerdo vivo en cada uno de dichos seis años a referido plazo, queremos sernos apremiados a ello por ejecución, y todo según derecho, y con cuatro maravedíes de salario, que pagaremos a la persona que en la cobranza entendiere, por cada uno de los días que se cumpliere…”

               Y después de los consabidos términos propios de un contrato de estas características, termina la redacción del documento con los datos consabidos de la fecha en la que se firma y de los testigos: “En cuyo testimonio así lo decimos y otorgamos, ante el presente escribano y testigos infra escritos, en esta ciudad de Cuenca, a cuatro de octubre de mil setecientos ochenta, siéndolo Francisco Escobar, Andrés de Requena y Rafael Navalón, vecinos y residentes en esta ciudad, y los otorgantes, a quienes yo, el dicho escribano, doy fe conozco. Firmó el que supo, y por el que dijo no saber, a su ruego, lo hizo uno de los expresados testigos”.  No obstante, en el documento no aparece la rúbrica de ninguno de los tres testigos mencionados, como tampoco la de uno de los otorgantes del documento de arrendamiento, Marcos Andreu. En efecto, sólo aparece al pie de éste, firmada, la rúbrica de Vicente Murciano, administrador, como vimos al inicio del documento, de uno de los molinos de fabricar papel, el llamado de Arriba, probablemente el único de todos ellos que estaba en condiciones de saber escribir. Es curioso, en este sentido, que ni siquiera aparece en el mismo la firma del propio escribano, Juan Carretero, aunque en este caso la omisión debe tratarse, lógicamente, de un simple error en la redacción.

               Como hemos podido ver, el documento había sido otorgado por Marcos Andreu, vecino de Cuenca, como principal, y Vicente Murciano, vecino de ese lugar de Palomera, y encargado de uno de los molinos que habían venido funcionando desde la primera mitad del siglo XVII, concretamente el llamado de Arriba, como su fiador, y se corresponde al periodo comprendido entre los años 1780 y 1786. Ambos arrendadores se obligaban a pagar solidariamente la consabida renta al propietario del molino, Joaquín de Samaniego Pizarro, marqués de Caracena del Valle, renta que, como hemos visto, sería pagada en especie, en harina y carne. Poco es lo que podemos decir de los dos arrendadores. Algo más es lo que podemos afirmar de uno de los lugares mencionados en el documento, el molino o fábrica de papel, llamada de Arriba, que había sido instalado por el genovés Juan Otonel a principios del siglo XVII junto al río Huécar, aguas arriba de la ciudad, y a unas pocas leguas de la capital conquense. Se trataba de una de las primeras instalaciones de este tipo que se habían levantado en toda la península, a partir de una colonia de trabajadores que pasaba de la cincuentena, procedentes todos ellos de la misma ciudad italiana que su propietario, y la importancia que la instalación tenía para la corona quedó varias veces de manifiesto por diversos privilegios otorgados por el rey Felipe IV. A esa primera fábrica se fueron añadiendo en las décadas siguientes varios molinos más, de manera que el lugar llegó a convertirse en una colonia de cierta importancia, que fue el origen de la aldea que todavía recibe el nombre de Molinos de Papel. Durante la primera mitad del siglo XVIII fue cuando el complejo pasó a manos de la familia Clemente de Aróstegui, por la adquisición de Quiteria Antonia Salonarde esposa de José Clemente de Aróstegui Cañabate, de quien ya hablamos también en otro documento anterior, y aunque en el momento de redactarse el documento sobre el molino harinero de San Martín, esta instalación fabril estaba ya sumida en un periodo de crisis, que poco tiempo después le obligaría a su cierre, de la lectura del texto se deduce que en 17810, las fábricas de papel todavía existían.

Y por otra parte, el molino de San Martín, al que se hace referencia en este documento, ya no existe, pero sí han llegado hasta nosotros algunas interesantes fotografías que demuestran el lugar exacto en el que estaba enclavado, junto al puente de entrada a la capital conquense por la carretera que da acceso, siguiendo la ribera del río, hasta los lugares de Palomera y Molinos de Papel, y la que se ha venido a llamar desde hace ya algunos años la Ruta Turística, frente a la cantera de piedra que en la década de los años ochenta fue sellada con la construcción del Teatro Auditorio, hoy llamado, acertadamente, de José Luis Perales, y bajo la cuesta de acceso a lo que hasta el siglo XIX había sido la parroquia de San Martín, que le daba nombre. Las fotografías, son, además, clarificadoras del imponente caudal que, en muchas ocasiones, llevaba en esa zona el río Huécar, que alimentaba al propio molino, caudal que, desde luego, nada tiene que ver con el que baja en la actualidad. Uno de esos lugares del pasado que, gracias a algunos documentos de archivo como éste, los historiadores podemos rescatar del olvido, contribuyendo a obtener una imagen de la ciudad perdida entre los pasadizos laberínticos, invisibles, del pasado.

1. Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección Notarial. P-1436.

domingo, 6 de diciembre de 2020

La historia de D’Artagnan, ¿novela histórica o simple novela de aventuras?

 

               En la entrada del blog correspondiente a esta semana vamos a dar una vuelta de tuerca más al concepto de novela histórica. En otras semanas anteriores ya habíamos dicho que toda novela histórica tiene que narrar hechos que han sucedido en el pasado, tal y como los cuenta el novelista, o, en todo caso, cuando los historiadores no tienen datos suficientes sobre esos hechos, o se tienen diferentes puntos de vista, sucesos que podrían haber pasado de una manera factible. En este sentido, ¿son las novelas de Alejandro Dumas del ciclo sobre el mosquetero D’Artagnan (“Los tres mosqueteros”, “Veinte años después” y “El vizconde de Bragelonne”) novelas históricas propiamente dichas? A primera vista, la respuesta debería ser que no, que al menos en un sentido estricto son hermosas novelas de aventuras ambientadas en un pasado más o menos remoto, como lo pueden ser también otras novelas de este tipo, como las de Walter Scott (“Ivanhoé”), Charles Dickens (“Historia de dos ciudades”), Mark Twain (“El príncipe y el mendigo”) o James Fenimore Cooper (“El último mohicano”), o los múltiples relatos del ciclo sobre Robin Hood, entre las que se incluyen también las novelas del propio Dumas.

               Sin embargo, ¿quiere ello decir que de este tipo de relatos no se pueden extraer alguna enseñanza histórica asumible por el lector interesado en el pasado? Considero que la respuesta debe ser también negativa, desde el punto de vista de que en el fondo, de todos estos relatos trascienden unos hechos, o al menos unos ambientes, que pueden ser históricos. Las investigaciones realizadas por el historiador decimonónico inglés Joseph Hunter, demostraron la existencia de cierto personaje real, apellidado Hood, que vivió a caballo entre los siglos XIII y XIV, algún tiempo después del famoso bandido, y que podría haber originado la leyenda posterior de Robin Hood. Por otra parte, algunas de las novelas citadas anteriormente han sido citadas por los críticos como novelas históricas, y, como mínimo, se puede decir que se encuentran en el límite entre un género y otro, enetre la novela histórica, strictu sensu, y entre la simple novela de aventuras con un trasfondo histórico. Y en esta misma situación se puede encontrar también las novelas de Dumas sobre el famoso mosquetero gascón.            

   Porque el personaje que se esconde en la figura del mosquetero D’Artagnan, ese noble gascón que viaja a París para servir en la compañía de mosqueteros del rey de Francia, compañero inseparable de sus tres mosqueteros aliados, Athos, Porthos y Aramis, como otros personajes inmortales de la literatura universal, tiene también una base histórica, de la que arrancan después sus respectivas leyendas literarias; leyendas a las que se puede acudir a través de lo que podríamos definir como una labor de verdadera arqueología histórico-literaria. Don Juan Tenorio no arranca, o no sólo, de la imaginación de José Zorrilla; el escritor vallisoletano se basó para crear su personaje en la comedia “El burlador de Sevilla y convidado de piedra”, de Tirso de Molina, seudónimo que responde a la verdadera personalidad del fraile mercedario madrileño fray Gabriel Téllez, quien a su vez se inspiró para escribirla, según algunos historiadores, en la figura real de Miguel de Mañara, cierto caballero sevillano que vivió en el siglo XVII, y que terminó abandonando sus años de pecado después de una profunda crisis personal provocada por la muerte de su esposa, crisis que le llevaría a dedicarse al cuidado de los enfermos y a fundar en hospital de la Caridad en la ciudad del Guadalquivir. El conde Drácula, noble vampiro que vive eternamente gracias a la sangre de sus víctimas, no nació, o no sólo, en la mente del novelista irlandés Bram Stoker; éste responde también a un personaje histórico, Vlad Tepes o Vlad el Empalador, el príncipe Vlad III de Valaquia, uno de esos pequeños principados que en la Edad Media existían en la actual Romanía, famoso por la crueldad que manifestaba contra sus enemigos. De ahí el apodo con el que es conocido, y que originó una terrible leyenda ya incluso antes de su muerte, en 1476 o 1477. Por cierto, el padre de éste y anterior príncipe de Valaquia es conocido en la historiografía como Vlad II Dracul, o Vlad el Dragón.

               También sobre la figura del caballero D’Artagnan, ya lo hemos dicho, podemos rastrear una historia literaria anterior, hasta llegar a un cierto origen histórico. No hace falta hablar demasiado sobre el personaje literario creado por Alejandro Dumas, pues es suficientemente conocido. Se trata de un joven gascón, procedente de una familia de origen noble pero venida a menos, que al cumplir los dieciocho años viaja desde su pueblo, en el sur del país vecino, muy cerca de la frontera con España, hasta París, con el fin de entrar en el cuerpo de élite de los mosqueteros del rey. Allí conoce a los otros tres protagonistas de la historia, ya miembros de ese cuerpo militar, de los que se hará amigo inseparable, y que le ayudarán a entrar al servicio del monarca. Juntos crearán el lema que a partir de ese momento será su divisa: “Todos para uno y uno para todos”, y juntos vivirán algunas aventuras durante el reinado del monarca Luis XIII y el gobierno de su temido consejero, el cardenal Richelieu. La historia, como hemos dicho, se extiende a lo largo de tres de las mejores novelas del escritor francés.

               Sin embargo, existe también un D’Artagnan literario anterior al de Alejandro Dumas, en el cual, por supuesto, el famoso novelista francés se basó a la hora de escribir sus relatos. Se trata de la novela “Las memorias de M. D’Artagnan”, unas supuestas memorias noveladas que fueron escritas en 1700 por el escritor Gatien de Coutilz, señor de Sandras. Éste, menos conocido que Dumas, tiene sin embargo el aliciente de haber sido  también mosquetero, como el personaje literario creado por él, y de haber incluso conocido, parece ser, al D’Artagnan histórico. Nacido en la ciudad de Montarguis, en el departamento de Loiret, en el centro-norte de Francia, en 1644, una vez retirado del servicio de las armas decidió dedicarse al periodismo y a la literatura, y es autor de una abundante producción, entre la que destacan una gran cantidad de cuentos y también algunas novelas, escritas algunas de ellas en forma de supuestas memorias; a esta temática responden las supuestas memorias del famoso mosquetero. A lo largo de su vida fue encarcelado varias veces en el castillo de La Bastilla, en París, prisión de la que era alcaide cierto Besmaux, antiguo compañero también del D’Artagnan histórico, y entre lo que éste le pudo contar sobre el personaje y lo que él pudo averiguar por su cuenta, Gatien de Courtilz pudo extraer los datos para escribir sus memorias ficticias, las cuales utilizaría Dumas más tarde para escribir sus tres novelas de aventuras. Gatien de Courtilz fallecería en París en 1712.

               Y es aquí donde entra en escena, por fin, la figura histórica: Charles de Batz-Castelmore, supuesto conde de Artagnan, a pesar de que en realidad este condado nunca existió. Artagnan es en realidad una pequeña población francesa que actualmente cuenta con poco más de quinientos habitantes, del departamento de los Altos Pirineos, pero era también uno de los apellidos de su madre, con el que él se hizo llamar entre sus compañeros de armas. De origen gascón, como el personaje literario, Castelmore había nacido en Lupiac, en el condado de Fezensac, en 1611, en el seno de una familia burguesa ennoblecida en la centuria anterior gracias al comercio. Y también, como el personaje literario, en 1630, cuando aún no había cumplido los veinte años, se trasladó a París con el fin de dedicarse al oficio de las armas. Allí logró entrar en el Regimiento de Guardias Franceses, participando en los años siguientes en diferentes operaciones militares: Arras, Bapaume, Colliure y Perpignan. Y sería a partir de 1644 cuando, bajo la protección del cardenal Mazarino, principal consejero del monarca, cuando logró entrar en la compañía de mosqueteros. Trabajó después directamente para el rey, como espía, participando de forma activa en el arresto de Nicolas Fouquet, superintendente de finanzas, que había sido acusado de malversación. En 1667 fue nombrado capitán de la compañía de mosqueteros, reestablecida después de haber sido temporalmente suprimida, y gobernador de la ciudad de Lille, muy cerca de la frontera con los Países Bajos. Finalmente, fallecería en el marco de la guerra franco-neerlandesa, durante el sitio a la ciudad de Maastricht, el 25 de junio de 1673, cuando una bala de mosquete le desgarró la garganta. Según el historiador francés Odile Bordaz, Castelmore-D’Artagnan fue enterrado en el iglesia de San Pedro y San Pablo de la localidad de Wolder, muy cerca de la propia Maastricht.

               En este sentido, ¿qué hay de historia real en las novelas de Alejandro Duma? Hemos visto que bastante más de lo que nos puede parecer a primera vista, aunque desde mi punto de vista, las coincidencias siguen siendo insuficientes como para poder calificar el relato dentro de lo que suele llamarse una novela histórica, algo que, en todo caso, sí podrían ser las ficticias memorias del personaje, escritas, como hemos dicho, por Gatien de Courtilz. Y es que la mayor parte del argumento de Dumas, más allá de algunos de sus personajes, fueron inventados por el escritor francés, quien, además, llegó incluso a transformar el marco general histórico en el que se desarrolla el relato, alargándolo en el tiempo, hasta unas décadas antes de la época en la que realmente vivió nuestro personaje histórico. En efecto, hay que tener en cuenta que, si bien el D’Artagnan histórico vivió en la época de Luis XIV y del cardenal Mazarino, el de Dumas lo va a hacer en el reinado inmediatamente anterior, el de Luis XIII, y durante la etapa en la que al frente del gobierno francés estaba su antecesoren el cargo, Armand Jean du Plessis, más conocido como el cardenal-duque de Richelieu.

               De la novela de Dumas, la figura de D’Artagnan pasaría más tarde a la mitología literaria, de manera que hoy se puede decir que se trata de uno de los mitos más universales de toda la historia de la literatura. A afianzar el mito ha contribuido también, a lo largo de todo el siglo XX, como es usual, el cine, desde que en 1916, Charles Swickard rodara la primera versión conocida de la historia. Desde entonces, han sido decenas las versiones cinematográficas rodadas sobre el tema, en diferentes idiomas y en muy distinto tono, de las que podríamos destacar las de Fred Niblo (“La máscara de hierro”, 1929, protagonizada por Douglas Fairbanks), George Sydney (“Los tres mosqueteros”, 1948, interpretada esta vez por Gene Kelly), Richard Lester (“Los diamantes de la reina”, 1973; esta vez D’Artagnan tiene el rostro de Michael York) y Randal Wallace (“El hombre de la máscara de hierro”, 1998, con Gabriel Byrne interpretando al famoso mosquetero). La cadena continuaría bien entrado ya el siglo XXI, con versiones cinematográficas, como la de Paul W. S. Anderson, rodada en el año 2011, y televisivas, como la que bajo el título de “Los mosqueteros” estrenó la cadena inglesa BBC en 2014, y cuenta incluso con productos considerados “menores”, como la serie española de dibujos animados “Dartacán y los tres mosqueperros”, de 1981.

               Y a raíz de esta reflexión cinematográfica del mito, quisiera hacerme una última pregunta: ¿por qué en casi todas estas películas sobre el mosquetero francés son muy escasas las escenas, en algunas de ellas incluso inexistentes, en las que aparecen esas armas de fuego, los mosquetes, que dieron nombre a esa compañía de soldados a la que pertenecía D’Artagnan? En algunos momentos llega incluso a parecer que éste, como sus tres inseparables compañeros, sea más bien un espadachín más, cuando en realidad los cuatro formaban parte de una unidad de élite, cuyos miembros habían sido adiestrados sobre todo en el uso de las armas de fuego, que entonces, en pleno siglo XVII, ya existían, aunque eran todavía toscas y con escasa capacidad de fuego. Hay que tener en cuenta que el mosquete, arma desconocida para algunos espectadores de las películas del ciclo, puede ser considerado como uno de los antepasados de nuestros modernos rifles y escopetas, y que, como evolución del viejo arcabuz, era utilizado por todos los ejércitos europeos entre los siglos XVI y XIX.

               Es verdad que también en las diferentes novelas del ciclo de los mosqueteros abundan más, mucho más, los enfrentamientos a punta de espada que los encuentros con este tipo de armas de fuego, pero éste puede ser un hecho que influye también en la falta de historicidad que presenta el relato de Alejandro Dumas. En este sentido, el capitán Alatriste, el personaje de Arturo Pérez Reverte, quizá trasunto de la figura de D’Artagnan traspasado a nuestros famosos tercios del Siglo de Oro, gana enteros de historicidad respecto del caballero gascón, pues aunque en las novelas del escritor cartagenero también son más habituales los combates con espadas, a la hora de la verdad, cuando los héroes tienen que enfrentarse entre sí en los campos de batalla, es cuando aparece, por fin, el mosquete, y su enorme capacidad de provocar muerte y destrucción en las líneas enemigas; al menos, si tenemos en cuenta la época en la que se desarrollan ambas historias, el lejano siglo XVII. Así se puede ver en las novelas de Reverte, y así se ve también en las escenas finales de la versión cinematográfica de Agustín Díaz Yanes, del año 2006, en la que el pueblo conquense de Uclés se transforma en la francesa Rocroi, la histórica tumba de nuestros tercios. Y eso a pesar de que nuestro héroe, el también famoso capitán Alatriste, no sea, como el gascón, un mosquetero del rey, sino un sencillo, y honroso, capitán del Tercio Viejo de Cartagena.

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