jueves, 29 de diciembre de 2022

Del edificio de las religiosas carmelitas a la Casa del Corregidor. Segunda entrega de Pedro Miguel Ibáñez sobre el barroco en Cuenca

 

Si la investigación histórica es, sobre todo, acudir a los documentos de archivo, y si después se trata de interpretar esos documentos en base a unos conocimientos propios, adquiridos por el historiador a partir de su propia experiencia personal como estudioso de una materia concreta, uno de los más destacados historiadores conquenses es, sin duda alguna, Pedro Miguel Ibáñez, por más que su campo de estudio sea la historia del arte. Gran especialista en el arte conquense del Renacimiento, especialmente de la pintura, a la que dedicó su tesis doctoral, que publicó más tarde en tres gruesos volúmenes con la ayuda de la Diputación Provincial de Cuenca, y a la que dedicó también varios libros posteriores, que fueron editados por la misma Diputación y por la Universidad de Castilla-La Mancha. En los últimos años, su campo de investigación principal, sin dejar de lado otros temas relacionados con el arte, es el urbanismo de la capital conquense, tanto desde el punto de vista puramente histórico y artístico, como en lo que se refiere a su plasmación y reflejo en el urbanismo actual de la ciudad. Desde ese punto de vista son especialmente interesantes los textos que en su momento dedicó a las dos vistas que Anton van den Wyngaerde realizó de nuestra ciudad.

En los últimos años, una de sus principales líneas de investigación se refiere a la puesta en valor del estilo barroco como estilo propio y caracterizador del casco antiguo de Cuenca. En esta línea se enmarcan los libros que, bajo el título colectivo de “Cuenca ciudad barroca”, cuentan con la coedición del Consorcio Ciudad de Cuenca y de la Universidad de Castilla-La Mancha. Con un importante aparato fotográfico y documental, ya han llegado a las librerías conquenses los dos primeros volúmenes, “La Plaza Mayor y su entorno arquitectónico” y “La cumbre urbana, de las carmelitas descalzas a la Casa del Corregidor”. La serie, por otra parte, y según el plan general de la obra, contará con dos volúmenes más, cuya aparición se producirá en los próximos años.

En ambos libros, el autor ha revisado una gran cantidad de documentación, procedente de los distintos archivos conquenses, y a la vista de la ciudad actual, de lo que de la ciudad barroca ha llegado hasta el urbanismo más reciente, ha interpretado esos documentos de una manera diferente, resolviendo dudas y haciendo desaparecer innumerables mitos sobre el pasado de nuestra ciudad, mitos que, en este campo de la historia como en otros, se han venido sucediendo de generación en generación, hasta el punto de que ahora resulta casi imposible eliminar.

Ya desde el título, el primero de los volúmenes de la serie resulta bastante clarificador sobre cuáles son sus intenciones. El entorno de nuestra Plaza Mayor es, nadie lo duda, un espacio eminentemente barroco, en el que destacan los dos edificios más representativos del poder eclesiástico y del poder civil. Tanto la catedral, especialmente en su torre, hundida en 1902 y ya nunca recuperada, como en su fachada, que al contrario de lo que aún piensan muchas personas nunca se hundió, sino que fue desmontada piedra a piedra para llevar a cabo el sueño neogótico de un arquitecto iluminado, como el propio ayuntamiento, en el lado opuesto de la plaza, son edificios barrocos. El segundo, plenamente barroco, desde luego, proyectado desde sus cimientos en el siglo XVIII para sustituir a unas casas consistoriales anteriores, renacentistas, en parte muy parecidas al de San Clemente, que todavía se conserva. El primero, en realidad, como una pantalla barroca colocada entre los siglos XVII y XVIII para hacer olvidar que la nuestra es la primera de todas las catedrales góticas levantadas en la península Ibérica.

No son estos, sin embargo, los únicos edificios barrocos que se conservan en el entorno de la catedral. A un lado, haciendo esquina con la propia catedral, se encuentra el convento de las madres justinianas, conocidas en nuestra ciudad como las Petras, porque la iglesia está puesta bajo la advocación del primero de los apóstoles, del primero de los papas. Y a otro lado, ya en la calle Pilares, la única de las calles que conserva el rasante original de aquellas calles que un día conformaron ese espacio cerrado, oprimente, que rodeaba a la catedral, aquel espacio que un día se abrió para dar más prominencia urbana al entorno catedralicio, las llamadas casas del Chantre, o del conde de Priego.

Y es que el entorno de la Plaza Mayor, es, probablemente, el que más ha ido cambiando a través de los siglos. Primero, durante la Edad Media, tal y como se ha dicho, un conjunto de calles estrechas y mal ventiladas, que fueron abiertas a partir del siglo XVI, con el fin de dar un mayor realce tanto a la catedral como al nuevo ayuntamiento, que entones se estaba construyendo. Un ayuntamiento, por cierto, que entonces no tenía la misma distribución que tiene ahora, sino que se encontraba en uno de los lados alargados de la plaza. Hay que tener en cuenta que en aquella época, la actual Anteplaza no existía, sino que estaba unida sin solución de continuidad con la propia Plaza Mayor, y que no fue hasta el siglo XVIII, con el nuevo proyecto de las casas consistoriales, cerrando uno de los lados completamente a través de tres arcos que permiten el paso de personas y de carros -actualmente también del tráfico rodado- por debajo del conjunto arquitectónico, cuando fue dividido el espacio entre dos pequeños espacios urbanísticos diferenciados.



En el segundo tomo de la serie, “La cumbre urbana, de las carmelitas descalzas a la Casa del Corregidor”, el autor nos da un paseo urbanístico y arquitectónico por la parte alta de la ciudad, empezando, tan y como se afirma desde el título, en el convento de carmelitas, y acabando, ya en la ciudad media, en la recién restaurada y rehabilitada Casa del Corregidor. Así, en el primer capítulo nos hace un recorrido por las diferentes fases constructivas del edificio que un día albergó al convento, y que hoy alberga a la Fundación Antonio Pérez, después de haber servido también temporalmente como sede del vicerrectorado de la Universidad de Castilla-La Mancha y de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo. Y es que la construcción del edificio contó con diferentes fases sucesivas, desde la donación a las monjas de un primer solar, por parte del canónigo Sebastián de Covarrubias, el autor del famoso “Tesoro de la Lengua”, hecho que permitió la instalación definitiva de una comunidad que había llegado desde Huete a la capital poco tiempo antes. Aboga el autor porque la llamada “casa de la demandadera” sea rebautizada como la “casa de Covarrubias”, en homenaje al religioso que hizo posible la instalación de las monjas en un lugar tan emblemático, y da un nombre como posible autor de las trazas del convento, si no de la propia construcción del mismo: fray Alberto de la Madre de Dios, el mismo que realizaría poco tiempo después el convento de mercedarios, edificio al que está destinado otro de los capítulos del libro.

La iglesia de San Pedro, con su hermosa capilla de San Marcos y el cercano palacio de Toreno, con el que tanto tiene que ver tanto la capilla como la propia iglesia en su conjunto, y la casi anexa al palacio capilla de la hermandad de la Epifanía, conforman el segundo capítulo del libro. Es de resaltar aquí la enorme originalidad de la iglesia, una de las más hermosas de Cuenca, con su planta circular enmarcada en un hexágono. En base a los documentos conservados, el autor duda de la autoría que otros autores han dado por segura, la de José Martín de Aldehuela, a quien, por otra parte, ha sido habitual en los últimos años atribuir la restauración de todas y cada una de las iglesias que fueron rehabilitadas a lo largo del siglo XVIII, y que habían sufrido, en mayor o en menor medida, graves desperfectos durante la Guerra de Sucesión. También den este caso el autor de la obra, Fray Vicente Sevila, en base al escudo que se halla en la portada de la iglesia, un escudo que corresponde al obispo Flórez Osorio, de quien el religioso era el arquitecto de cámara.

Descendiendo de la acrópolis de la ciudad llegamos a la iglesia y colegio de religiosos jesuitas, que se habían instalado también en la ciudad en el siglo XVI, pero que realizaron algunas obras de importancia en las dos centurias siguientes. Más allá de algunos muros y de sendas portadas muy deterioradas, casi nada es lo que queda ya en pie del antiguo edificio, transformado ya hace algunos años en simple depósito de agua, y en otros más recientes en aparcamiento de vehículos. Quizá nos pueda parecer un tanto extraño el espacio que Pedro Miguel Ibáñez le dedica a este edificio, cuando todos habíamos pensado que se trata de un edificio renacentista. Sin embargo, afirma el autor lo siguiente: “El desaparecido templo de los jesuitas de Cuenca le debe casi tanto al Barroco como al Renacimiento. Avanzando el segundo cuarto del siglo XVIII constan intervenciones importantes en la iglesia, tanto en el continente como en el contenido. A más importante de que tenemos noticia es el alargamiento de la capilla mayor, datado en la segunda mitad de los años cuarenta”.

A partir de ahí el autor, y nosotros, lectores, con él, da un amplio salto sobre la plaza mayor, a la que, como hemos visto, ya había dedicado íntegramente el primer volumen de la obra, para acercarnos a la plaza de la Merced, llamada entonces, por lo que se verá, la plaza del Marqués, en las que se encuentran, a pesar de sus pequeñas dimensiones, dos de los edificios barrocos más importantes de la ciudad: el convento de religiosos mercedarios y el seminario de San Julián. Al primero dedica el autor el siguiente capítulo. Los mercedarios se habían instalado varios siglos antes extramuros de la ciudad, al lado del camino real de Madrid, y en un lugar conocido, entonces y ahora, como La Fuensanta. No gustaba, sin embargo, demasiado el lugar a sus habitantes, que en repetidas ocasiones habían solicitado un lugar dentro de la ciudad al que poder trasladarse. Un lugar que obtuvieron a finales del siglo XVII, cuando doña Nicolasa Manrique de Mendoza Acuña y Manuel, marquesa de Cañete en ese momento, cedió a los monjes lo que hasta entonces constituían los “palacios nuevos” del marqués, entre la plaza y la hoz del Júcar, para que construyeran allí su nuevo edificio conventual. Poco o nada necesitaba ya la marquesa el edificio, pues hacía ya mucho tiempo que la familia, como otras muchas familias nobiliarias de Cuenca, se habían trasladado a Madrid, donde estaba instalada la corte y por lo tanto tenían más posibilidades de promoción, y donde habían edificado ya un nuevo palacio, en la misma calle Mayor, muy cerca, por lo tanto, del alcázar de los Austrias. Pero el autor le sirve el capítulo, además, tal y como hace en otros libros suyos, para adentrar al lector en un entramado urbanístico y palaciego, casi una ciudad dentro de la propia ciudad, que era particular y propio de una familia, la de los Hurtado de Mendoza, que además de marqueses de Cañete habían obtenido también el título de guardas mayores de la ciudad, y que ostentaban de forma hereditaria, en oposición, algunas veces, con los propios regidores de la ciudad, y hasta con el propio obispo de la diócesis.

Y junto al convento de la Merced, el seminario de San Julián, construido en el siglo XVIII a instancias del obispo José Flórez Osorio, para sustituir a los dos edificios que anteriormente habían servido para tales fines: el colegio de Santa Catalina, junto a la iglesia de Santa Cruz, y unas casas, hoy desaparecidas, que se encontraban a espaldas de la iglesia de San Pedro, junto al citado convento de carmelitas. Un edificio bastante conocido, construido a lo largo de tres fases sucesivas, a cuyo conocimiento el autor aporta algunos datos nuevos procedentes de archivo.

Finalmente, el último capítulo de esta segunda entrega lo dedica el autor a una obra de carácter civil, la Casa del Corregidor, aunque para comprender mejor algunos aspectos de su construcción, no deja de lado la construcción que se encuentra junto a él, el mal llamado palacio de los Clemente de Aróstegui. Y es que, tal y como demuestra el doctor Ibáñez, la construcción de este palacio no se debe a esta importancia fami9lia, procedente del pueblo de Villanueva de la Jara y llegada a la ciudad ya en el siglo XVIII, sino a doña Quiteria Salonarde, con cuyos descendientes emparentaron más tarde los Aróstegui, y que era poseedora de una de las cabañas ganaderas más importantes de la ciudad. También en este caso, el autor aporta documentación suficiente para eliminar la tradicional atribución que en la historiografía se ha realizado en favor de Martín de aldehuela, proporcionando además un nombre diferente a su autoría: Luis de Artiaga. Y también aporta documentación suficiente para demostrar que, además de las habitaciones privadas del representante del monarca en la ciudad y de las cárceles reales, el edificio tuvo temporalmente un tercer uso, hasta ahora desconocido: las carnicerías de la ciudad.

Hasta aquí, los dos tomos publicados ya sobre el Barroco en Cuenca. En los próximos años llegarán nuevas entregas sobre el tema. Recordamos aquí las palabras con las que el propio Pedro Miguel iniciaba, a modo de introducción, el primer volumen de la magna obra: “Cuenca recibe en 1996 la distinción de Ciudad Patrimonio de la Humanidad. Tal vez por eso resulte más llamativa la peculiar relación que en esta ciudad ha existido y existe sobre el patrimonio histórico artístico y el público del arte. En pocos casos similares se desvela como el establecimiento de una cierta mirada llega a determinar la conservación y el disfrute de todo un legado cultural. De tal manera, el engendramiento de una abundante literatura, de signo poético por lo general, no ha sido acompañado por una reflexión equivalente sobre su esencia monumental y artística. Desde el último tercio del siglo XVIII, y hasta bien adentrados en el siglo XX, predominan determinados mitos negativos para la substancia patrimonial de Cuenca, luego mantenidos y acrecentados con olvido de las aportaciones efectuadas por la moderna historia del arte. El caso del Barroco es paradigmático al respecto. El resultado, todavía hoy, es un flujo de visitantes hacia escasos y puntuales objetivos dentro del mapa urbano, la catedral y algún museo, y el desconocimiento y falta de valoración del resto del centro histórico. Todo ello se ha visto acrecentado por la inexistencia durante muchos años de un debate riguroso sobre los tratamientos de restauración, puesta en valor y rehabilitación debidos a dicho patrimonio, con riesgo de la pérdida o mistificación de los caracteres históricos que le son propios.”





viernes, 23 de diciembre de 2022

Ande, ande, ande… la Marimorena. Dos versiones sobre el origen de un mismo villancico

 

Ande, ande, ande, la Marimorena,

Ande, ande, ande, que es la Nochebuena.

Éste es, sin duda, uno de los villancicos más conocidos y más cantados cuando llegan estas fechas navideñas, pero pocos son los conquenses que saben que, según una tradición o una leyenda no contrastada por la historia, tiene o puede tener un origen conquense, hasta el pun de que ha servicio de inspiración para una importante empresa de restauración de nuestra ciudad para dar nombre a uno de sus restaurantes: María Moreno, la Marimorena de la canción. Éste no es un blog de restauración, ni tampoco quiere dar demasiado pábulo a las leyendas que no están contrastadas por la historia documentada. Sin embargo, considero que estas fechas, próxima ya la Navidad con todo lo que ello significa, para hablar sobre el origen de un villancico navideño que ha saltado las fronteras de nuestra tierra, del que se han realizado numerosas versiones, algunas de ellas cantadas e incluso grabadas por cantantes y grupos de verdadera importancia, y que son cantadas en las calles y en los hogares de toda España, e incluso fuera de nuestro país.

En efecto, según esa tradición, corría el año 1702. Hacía dos años que había fallecido el último monarca español de la dinastía de los Austrias, dejando el país sumido en una guerra civil -y no tan civil, porque el conflicto dinástico se había extendido a toda Europa-. Cuenca, sabido es, como es resto de Castilla, era partidario de Felipe, el hijo del delfín de Francia, quien era resobrino de María Teresa de Austria, hermana del monarca fallecido; la misma razón de consanguineidad con la dinastía española le correspondía a su oponente a la corona, el archiduque Carlos, hijo del emperador Leopoldo I de Austria, hijo, a su vez, de la infanta María Ana de Austria, hija del rey Felipe III. No es momento, aquí, de analizar asuntos tan peliagudos y graves como una guerra que provocará el cambio de la dinastía, y en asuntos exteriores, el final definitivo del gran imperio español, pero sí de recordar que ésta tendría terribles consecuencias en nuestra ciudad, especialmente sendas entradas en ella de las tropas inglesas. Para comprender mejor el periodo, me remito a la tesis que sobre el tema realizó Víctor Alberto García Heras bajo el título de “ “La Guerra de Sucesión en el interior de Castilla: ciudad, élites de poder y movilidad social (Cuenca, 1690-1720)”. A ella le dediqué ya una entrada en este mismo blog (ver al respecto la entrada “Cuenca durante la Guerra de Sucesión”, 4 de enero de 2020).

Pero vamos a lo que realmente nos interesa. Corría, decía, el año 1702. Leemos en un texto sobre el tema: “Con la venida de los Borbones a España, las costumbres perdieron mucho de seriedad y decoro, del mismo modo degeneraron los valores espirituales. La devoción de las grandes festividades se bastardeó, y lo puramente espiritual degeneró en escándalo y desenfreno. Guardan las crónicas de Cuenca los escándalos y abusos que se cometieron en la Navidad del año 1702 y hacen memoriam del comportamiento de uno de los regidores de la ciudad, el señor conde de Cervera. Se le avisó que en años anteriores se habían producido abusos en la Misa de Gallo, y era conveniente tomar medidas preventivas”. Todo ello no es más que una forma de decirlo. Poco podía atribuirse a la llegada de los Borbones la degeneración de las costumbres, cuando ni siquiera se podía decir que la nueva dinastía había llegado al trono, cuando ni siquiera se podía afirmar con rotundidad que el hecho se hubiera producido -hay que recordar que, en ese momento, la guerra apenas se encontraba en sus etapas iniciales-, y menos cuando se afirma que el proceso se veía repitiendo ya desde los años anteriores.

Sea como sea, le caso es que ese año los regidores de la ciudad, y especialmente don Cristóbal Álvarez de Toledo Milán de Aragón, caballero de la orden de Santiago y señor de Cervera -la transformación del señorío en condado no tendría lugar hasta el año 1790, cuando uno de sus descendientes, Juan Nicolás Álvarez de Toledo y Borja, lo recibió de manos del rey Carlos IV, cuando acudió a las Cortes, en representación de la ciudad de Cuenca, para jurar como príncipe de Asturias al futuro Fernando VII-, acudieron a la zona de la catedral con el fin de evitar que se reprodujeran los desmanes que se habían cometido los años anteriores. Sin embargo, en aquella ocasión, los festejos se habían trasladado hasta los barrios modernos, en la zona del Campo de San Francisco y en los alrededores del cercano convento franciscano, hasta el punto de que incluso en alboroto se había trasladado hasta el interior, donde ya se estaba celebrando la Misa de Gallo. Hasta allí se trasladó la ronda, con el fin de detener a los que habían provocado aquellos alborotos, que estaban dirigidos por una mujer del pueblo, una tal María Moreno.



Continúa afirmando el texto aludido: “Al llegar el regidor con dos alguaciles, vio mucho más de lo que imaginaba. El ruido y el alboroto eran insoportables, porque cada uno de los concurrentes, no sólo los niños, sino también los hombres y alguna mujer, llevaban zambombas, tambor, pandero, rabel y almireces. Todos estos instrumentos los tocaban a voluntad y sin cesar, a lo que se agregaba una continua conversación, de manera que más parecía una p laza pública que un templo. Con razones y amenazas logró imponer silencio en los momentos más solemnes de la Santa Misa, pero la gente, ente beber y charlar, era imposible que oyese la Santa Misa.”

Cuenta la tradición que se hicieron detenciones, entre ellas a aquella mujer que, dice, se llamaba María Moreno, una de las que más ruido hacía, con la ayuda de un caldero de cobre, que golpeaba sin cesar; hasta llega a afirmar la tradición que la mujer era natural del pueblo de Alcantud, y que residía en el barrio del Castillo de la capital. La mujer, que llegó incluso a perderle el respeto al regidor cuando iba a ser detenida, fue condenada a la pena de cien azotes, que el regidor rebajó después a treinta, y a que asistiera obligatoriamente, todas las semanas, a escuchar la doctrina cristiana en el convento de religiosos dominicos de San Pablo, y, sigue diciendo todavía el texto aludido, “lo que era más grave para ella, a que nol bebiera en un año bebidas alcohólicas.” Y cuenta finalmente la leyenda, o quizá se trate de una historia no escrita, “lo curioso de aquel hecho fue que, al llegar la Nochebuena, los mozalbetes, al dar serenatas navideñas por las calles, repetían este cantar o villancico, que se ha hecho famoso en toda España:

Ande, ande, ande, la Marimorena.

Ande, ande, ande, que es la Nochebuena.”

¿Qué hay de verdad y qué hay de simple leyenda en esta historia? Lo cierto es que no debería ser demasiado difícil comprobarla a la luz de los documentos: de ser cierta, debería existir alguna referencia a ello en las actas municipales, o en algún otro documento del propio Archivo Municipal. Pero mientras intentamos dilucidar el asunto, salta a nosotros otra historia, otra tradición, similar a ésta, que tiene como escenario uno de los barrios más populares del Madrid de los Austrias: la Cava Baja. Es cierto que este hecho no se refiere en sí al propio villancico, sino a una frase o refrán que es bien conocido desde hace mucho tiempo: armarse la marimorena. Sin embargo, ¿hasta qué punto puede tratarse de una simple casualidad que ambas cosas, villancico y refrán, hagan referencia a dos nombres idénticos, más cuando se trata de referirnos a hechos o actitudes que están relacionadas con una manera muy propia de generar disturbios provocados por las clases populares? Veamos el origen del refrán, y comparémoslo con el origen del villancico, antes de continuar.

Los hechos a los que se refiere el refrán popular acaecieron algún tiempo antes que los sucesos del villancico, más de un siglo antes. Corría el año 1579. Hacía menos de veinte años que el rey prudente, Felipe II, había convertido a Madrid en capital de España. Allí, y en concreto en la calle que todavía recibe el nombre de la Cava Baja, que corre casi paralela a la calle de Toledo, existía una famosa taberna, que era muy visitada por los soldados que regresaban de combatir en Flandes, o en Italia, o en América, porque el vino que allí se dispensaba tenía fama de ser el mejor de todo Madrid. La taberna era regentada por un matrimonio que estaba formado por un tal Alonso de Zayas y por su esposa, María Morena, y que por eso era así conocida en toda la ciudad por sus parroquianos habituales. No queda claro si ‘Morena’ -dicen los textos- era el apellido o un simple mote por el posible color de su cabello, algo así como María ‘la morena’.

El caso es que, en una ocasión, el matrimonio se negó a servir ese vino a un grupo de soldados que acababan de venir de la guerra. No se sabe por qué motivo, pero sin duda porque los propietarios del establecimiento pensaron que aquellos clientes no debían ser merecedores de probar sus mejores caldos, aunque hay quien dice que el hecho no fue así, que lo que el matrimonio se negó a vender a los soldados eran los cueros, las botas que contenían el vino. Lo cierto es que aquello provocó una gran trifulca, en la que la tabernera no se quedó atrás a la hora de repartir golpes a aquellos soldados, que tan bien habían sabido defender, poco tiempo antes, el honor de los ejércitos españoles. Poco tiempo después llegó la ronda y paró la pelea, y el matrimonio de taberneros fue sometido a un proceso judicial cuyas consecuencias hoy en día no son bien conocidas. Lo que sí son bastante conocidas son sus consecuencias en el idioma español: la frase “armarse la marimorena” quedó para siempre en el acervo popular de nuestro lenguaje, igual que, algún tiempo después, el villancico homónimo quedaría para siempre en el folklore de nuestro país.

Dicho esto, poco parece tener en común el origen de la frase con el del villancico, lo que redunda en la consideración de éste como propiamente conquense. Sin embargo, en la Wikipedia puede leerse una versión intermedia sobre el origen del villancico, una versión que mezcla ambos sucesos como si se tratara de uno sólo. ¿Qué hay de cierto en todo ello? Lo único que podemos decir es que, más allá de toda leyenda o tradición que no cuente con una base documental, existe otro aspecto que también debemos tener en cuenta. ¿Y si realmente la tal María Moreno, la mujer de Alcantud, no hubiera existido en realidad? ¿Y si se tratara solamente de una referencia popular a la propia Virgen María, la verdadera protagonista, junto al propio Niño, de la Navidad?: Ande, ande la María, la Moreneta, como es conocida la Virgen María en muchos lugares de España, sobre todo allí donde son veneradas las misteriosas Vírgenes Negras; venga al portal, porque está a punto de hacer el mismo Dios, su Hijo.

La frase en sí misma puede parecer casi una blasfemia, pero en la tradición popular existen muchos casos similares a éste.

miércoles, 7 de diciembre de 2022

Dos intelectuales conquenses poco conocidos: Francisco Javier García Rodrigo y Juan Catalina García López

 Una de las metas que me marqué desde que empecé a elaborar este blog, es la de dar a conocer a los conquenses sucesos del pasado poco conocidos, o algunos personajes históricos que, conocidos en su tiempo por diferentes facetas, fueron cayendo en el olvido, de manera que son muy pocos los que han oído alguna vez hablar de ellos. Creo que la patria, sea ésta la patria chica o la nación, deben ser siempre agradecidas con sus hijos, sobre todo con aquellos que un día llegaron a ser referentes, por sus obras o por sus actos, del conjunto de la sociedad, incluso de aquellas sociedades que se encuentran muy lejos de lo que hoy en día puede ser considerada como una sociedad modelo. Soy un ferviente defensor de la historia como conocimiento del pasado, como forma de aprender de nuestros errores para construir una sociedad mejor, pero no me considero defensor de una historia "moralista", entendiendo el término como lo entendieron en el Siglo de las Luces. Creo que no se puede juzgar un personaje del pasado, o un hecho antiguo, con los mismos criterios morales con los que hoy juzgaríamos a ese personaje o ese hecho concreto. "Yo soy yo y mis circunstancias", que dijo Ortega.

    Esta entrada es muy diferente a otras entradas anteriores, aunque as motivaciones son las mismas que las demás: sacar a la luz dos personajes conquenses del siglo XIX, que en su momento formaron parte del debate intelectual, aunque el tiempo los ha ido dejando en el olvido, hasta el punto de que ni siquiera son demasiado conocidos en su pueblo natal. Quizá sus propias circunstancias vitales hayan influido en que ello sea así: uno de ellos, aunque nació en la provincia de Cuenca, lo hizo por casualidad, porque su padre había llegado a este pueblo manchego obligado por las circunstancias políticas en las que el país se encontraba sumido. El otro, aunque sí procedía de una familia conquense, vivió casi toda su vida fuera de Cuenca, primero en Guadalajara, durante sus años de bachillerato, y más tarde a caballo entre esta provincia, donde llevó a cabo gran parte de su trabajo de campo como arqueólogo, y Madrid, donde llegó a dirigir el Museo Arqueológico Nacional.

    Y es muy diferente por la sistemática que he querido utilizar en ella. Y es que no es mi intención la de resumir aquí las biografías de dos personajes que he conocido por casualidad. Uno de ellos, el arqueólogo, hace ya algunos meses, durante la lectura de un curioso libro sobre la arqueología española, a la que dediqué ya antes alguna entrada (ver "Una historia, o varias, sobre la arqueología conquense",  de marzo de 2021). El otro, el historiador, ferviente defensor de la Inquisición, más recientemente, por casualidad. En esta ocasión, sólo voy a proporcionar al lector dos enlaces, correspondiente cada uno de ellos a las respectivas referencias de ambos personajes en la WIkipedia. para que sea el lector el que, por sí mismo y sin intermediarios, y con la ayuda de la autoproclamada enciclopedia libre, pueda llegar a tener noticia de ambos personajes.








Francisco Javier García Rodrigo

https://es.wikipedia.org/wiki/Francisco_Javier_Garc%C3%ADa_Rodrigo









Juan Catalina García López

https://es.wikipedia.org/wiki/Juan_Catalina_Garc%C3%ADa_(historiador)

sábado, 26 de noviembre de 2022

Atienza, Recópolis, Ercávica. Escenarios para historia y la literatura

 

En la última entrega de este blog recorríamos, de la mano de Antonio Pérez Henares y de su última novela, “Tierra vieja”, la última, al menos de momento, de la serie de novelas medievales, los campos de las alcarrias de Guadalajara, y de esas tierras del norte de la provincia de Cuenca que conforman la sierra de Altamira, la que en tiempos de los árabes eran llamadas de "Enmedio", precisamente porque se encontraban en el medio de sus tierras y de las de los cristianos. Por ello, no creo que haya una mejor manera de poner colofón a ese texto que hacer un viaje a esas tierras, conocer de primera mano los escenarios que narra el escritor guadalajareño, y eso es lo que vamos a hacer a lo largo de esta nueva entrada.

Atienza es conocida sobre todo por la estrecha relación que mantuvo con el rey Alfonso VIII durante toda su vida, incluso cuando, siendo todavía un niño, aunque amo y señor ya del reino castellano por la temprana muerte de su padre, Sancho III, había sido cercado aquí por las tropas de su tío, Fernando II de León, atraído  a tomar tierras castellanas por los celos mutuos de las dos familias más importantes del reino, los Castro y los Lara, que se disputaban, en un ambiente de inestabilidad propiciado por la minoría de edad del monarca, tanto la tutoría del joven rey como la propia regencia del reino. Así, cercada la ciudad por las tropas del rey leonés, aliado de los Castro, los Lara consiguieron sacarlo de allí y llevarlo hasta Ávila, hecho que marca el inicio de la novela anterior de la serie de Pérez Henares, “El rey pequeño” (ver “Crónica del rey pequeño”, 12 de agosto de 2016). Cuenta la tradición que este hecho nunca sería olvidado por el monarca, que en los años siguientes premiaría a Atienza con algunos privilegios, como también lo haría con la cofradía de los recueros, aquellos arrieros encargados de conducir de un lugar a otro las recuas de las caballerías, que facilitaron la huida del monarca escondiéndolo entre ellos, como si fuera uno más de la comitiva que abandonaba el lugar ante los ojos de los leoneses. Aquel fue el origen de su famosa caballada, una de las fiestas más originales de toda la región castellano-manchega, que todavía celebra la cofradía de la Santísima Trinidad, heredera de aquella antigua cofradía de arrieros, el día de Pentecostés.



Pero la historia de Atienza no es sólo la historia del “Rey pequeño” y su huida, escondido entre las capas pardas de los arrieros. La historia de Atienza está íntimamente unida a la historia de Castilla, y Pérez Henares nos lo recuerda a lo largo de sus novelas históricas: “Varios reyes he conocido -dice el joven Pedro Gómez de Atienza- y todos son Alfonso". En tiempos de Alfonso VI, buena parte del territorio del norte de Guadalajara pasó a manos cristianas, pero Atienza pasaría a depender territorialmente del rey de Zaragoza, Sulayman Al-Muqtádir, hasta que, en 1172, la entonces ciudad fuerte de Atienza fuera conquistada definitivamente por Alfonso I “el Batallador”, rey de Aragón, pero también rey consorte de Castilla, por su matrimonio con la reina Urraca. Por este motivo, y durante algún tiempo, los dos reinos cristianos se mantuvieron en conflicto por la posesión de estos territorios. En 1149, Alfonso VII la dotó de fuero, estableciendo la llamada Comunidad de Villa y Tierra de Atienza, convirtiéndose el lugar en cabeza de una comarca con contaba con más de cien aldeas y una extensión de unos dos mil quinientos kilómetros cuadrados.

Pero la población de las tierras atencinas se remonta ya a tiempos celtíberos. Aquí se encontraba la vieja ciudad de Titrhya, un oppidum arévaco que hizo frente a los romanos al mismo tiempo que Numancia, y en sus inmediaciones se han encontrado restos celtíberos y visigodos. Su castillo, que se levanta sobre una estructura de piedra por encima de la antigua ciudad, y de la que apenas queda ya una estructura octogonal en lo que fue su torre del homenaje, fue considerado por el propio Cid Campeador, según canta el poema, “una peña muy fuerte”, renunciando a su conquista cuando pasaba por aquí, camino del destierro. No obstante, aunque nada queda ya de aquel pasado esplendor, más allá de unos pocos lienzos, concentrados, ya lo he dicho, en la torre del homenaje, y dos aljibes, uno de los cuales conserva todavía parte de su bóveda apuntada, es interesante subir los escalones que, tallados en la piedra, permitían el acceso al propio castillo, a través de una puerta de aparejo formado por grandes piedras colocadas de manera irregular, pero sólida.

 Pero antes de que ello ocurriera, el castillo de Atienza ya había entrado en la historia como escenario de las luchas fratricidas entre el caudillo musulmán Abu ʿAmir Muhammad ben Abi ʿAmir al-Maʿafirí1, que todavía no había sido llamado por los suyos Al-Mansur, “el victorioso” -el Almanzor de las crónicas cristianas-, y su poderoso suegro, el general Ghālib ibn ʿAbd al-Raḥmān. Aquí, en el castillo de Atienza, y en concreto en la desaparecida torre de los infantes, que se encontraba, enfrentada a la torre del homenaje, junto a la única entrada al castillo, y en el marco de una supuesta alianza entre los dos caudillos que no terminó de concretarse, Almanzor perdió parte de los dedos de una mano y fue herido de cierta importancia en la sien, viéndose obligado a huir de Atienza de manera apresurada con el fin de poder salvar su vida.

Después llegarían la conquista definitiva del lugar por Alfonso I, el fuero de Alfonso VII, y la huida de Alfonso VIII, siendo todavía un niño, pero ya revestido del poder real. Desde luego, algo tuvo Atienza con los Alfonsos de la monarquía hispana. Durante toda la Edad Media, conforme la frontera se iba alejando de su territorio, la ciudad fue creciendo. Hasta siete iglesias llegó a tener Atienza en tiempos medievales, convertidas en la actualidad, algunas de ellas, en pequeños museos, en los que el visitante puede extasiarse contemplando tanto el contenido como las hermosas estructuras románicas del propio continente. En la de la Trinidad, que en la actualidad aloja el museo de la cofradía homónima y en el exterior un hermoso ábside románico, guarda también una de sus joyas escultóricas, el Cristo del Perdón, obra de Luis Salvador Carmona, que es gemela del Cristo de la Caridad de Priego; hermosas representaciones, ambas, del tema pasionista del Varón de Dolores. La iglesia de San Bartolomé, que cuenta en el exterior con un hermoso atrio románico con siete arcos de medio punto, y arquivoltas de estilo mudéjar en la portada, cuenta en su interior con un museo paleontológico y de arte sacro, y sobre todo, un hermoso retablo barroco, en el que todavía se venera el Cristo de Atienza, un hermoso calvario románico -en el que, cosa curiosa, también aparece la figura de José de Arimatea, abrazado a Cristo-, que sigue siendo, el patrono titular de la villa.

De todas las iglesias con las que Atienza llegó a contar en tiempos medievales, la única que aún mantiene culto, más allá de la de San Bartolomé y su culto al célebre  Cristo, es la iglesia de San Juan, situada en la Plaza del Trigo o del Mercado, y apoyada su fachada lateral en el arco de Arrebatacapas, una de las puertas principales de entrada a la villa, llamado así porque, según la tradición, hace aquí tanto viento que, cuando sopla con fuerza, despoja a los arrieros de la cofradía de sus pesadas capas, y las deja caer al suelo. El arco separa las dos plazas principales del pueblo: la del Trigo, de planta trapezoidal, porticada al estilo de las hermosas plazas castellanas, y la actualmente llamada de España, de planta triangular, alrededor de la llamada fuente de los Delfines, o de los Tritones, en la que se encuentran el ayuntamiento y algunas casas nobiliarias, distinguibles por los blasones que adornan sus fachadas, entre ellas, aquella en la que nació Juan Bravo de Mendoza. Pocos saben que aquí, y no en Segovia, fue donde nació el bravo comunero, uno de los tres líderes de la revuelta, junto al toledano Juan de Padilla y al salmantino Francisco Maldonado.

     Cuando el viajero se aleja de Atienza, siempre vigilado por la mole pétrea de la meseta en la que un día se alzaba un castillo que en sus tiempos debía ser bastante importante, tiene que elegir entre dos opciones: naturaleza o arte, el románico que todavía mantienen algunos de los pueblos de los alrededores -Villacadima, Campisábalos, Albendiego,…- o el dorado esplendor de las hayas y los abedules en Tejera Negra, uno de los lugares más hermosos de Castilla-La Mancha, enclavado en el Parque Natural de la Sierra Norte de Guadalajara. El excepcional microclima generado alrededor de los ríos Lillas y Zarzas posibilitó la creación de este bosque natural de hayas, una especie arbórea que no es frecuente en cestas latitudes, y que es propio de zonas más septentrionales de Europa. La estación del año en la que nos encontramos, el pleno otoño, cuando los tonos amarillos y rojizos de las hayas, de los abedules, de los robles, visten de oro todo el paisaje, desde las copas de los árboles al propio suelo negruzco, alfombrado con las hojas ya caídas de las ramas, nos obliga a decidirnos por la segunda opción, una decisión que, desde luego, es bastante acertada. El románico de las iglesias seguirá allí, perenne, para cuando nos decidamos a repetir la visita a las tierras de Guadalajara. Sin embargo, las hojas muy pronto se van a caer de las ramas, contribuyendo con su muerte a la belleza del lugar, y aunque otras hojas nacerán de los retoños el año que viene, ya no serán las mismas hojas, sino otras, tan hermosas, desde luego, pero otras.

Para terminar la visita a tierras de Guadalajara, no encontramos mejor manera de hacerlo que visitando el castillo de Zorita, otro de los escenarios predilectos de las novelas de Pérez Henares. Un castillo que había sido mandado construir por el emir Mohammed I de Córdoba para facilitad la defensa del río Tajo a su paso por la kora, o provincia, de Santaver, Santaberiyya, y que, después de ser escenario de varios enfrentamientos entre los propios musulmanes, pasó a manos cristianas, junto a otras fortalezas de la kora, en el tratado de paz que el rey de Toledo, al-Mamun, firmó con Alfonso VI de Castilla (ver las entradas siguientes: “Desmitificando la historia. La verdadera conquista de Cuenca por Alfonso VIII”, 9 de mayo de 2019; “Desde el Pacto de Cuenca hasta la batalla de Uclés. Una parte de nuestra historia medieval”, 15 de julio de 2021). Entregada por el monarca a uno de sus principales guerreros, Minaya Álvar Fáñez, pasó después por periodos de incertidumbre, de manos cristianas a musulmanas y viceversa, hasta que fue tomada definitivamente por los caballeros templarios en 1124. Medio siglo más tarde, en 1174, Alfonso VIII entregó la alcazaba a la orden de Calatrava, que la convirtió en una de sus plazas fuertes más importantes en aquellos años de frontera, y le dio fuero propio en 1180.

Pero el visitante que se acerca a Zorita no debería nunca dejar de acercarse al yacimiento arqueológico de la antigua Recópolis, la ciudad que el rey visigodo Leovigildo regaló a su hijo, Recaredo, junto al propio río Tajo. Es interesante, siempre, pasear por las ruinas de la vieja ciudad, atravesar su calle principal, limitada por tiendas y talleres, y adentrarse desde allí por la zona palatina, a través de una puerta monumental, abierta en tiempos de Leovigildo y cerrada durante la dominación árabe, de la que hoy apenas quedan tres piedras en el suelo, en las que se apoyaban los goznes. Y desde allí, a la antigua basílica, de planta cruciforme, sobre la que después, ya en el siglo XII, se levantaría una iglesia de estilo gótico, que terminaría por transformarse en la ermita de la Virgen de la Oliva.

Lel actual embalse de Buendía separa Recópolis de la antigua ciudad romana de Ercávica. Ercávica fue, en tiempos, una ciudad importante, aunque en la actualidad sólo queda de aquello unas pocas ruinas, levantadas junto al embalse de Buendía, frente a los Baños de la Isabela. La ciudad, que llegó a acuñar moneda en la época de los primeros emperadores, contaba con acuíferos propios, accesibles mediante pozos, por lo que nunca necesitó de acueductos, como otras ciudades romanas. En la actualidad, como es usual siempre que hablamos de arqueología, sólo se encuentra excavada una parte mínima de toda la extensión con la que contaba la ciudad, pero en la parte excavada han salido a la luz materiales de gran importancia, que se conservan entre los fondos del Museo de Cuenca, entre ellos los bustos en mármol de Lucio César y de Agripina, miembros de la familia imperial, de hermosa factura, o una lastra de altar, fabricada en bronce, que contiene los tradicionales elementos litúrgicos y rituales propios del siglo primero de nuestra era. Entre las zonas excavadas destacan el foro, con los edificios públicos propios de estos lugares, la basílica -lugar donde se administraba justicia y donde se hacían las más importantes transacciones económicas- y la curia -antecedente de nuestros actuales ayuntamientos, donde se llevaban a cabo las asambleas y se elegían a los magistrados que debían gobernar la ciudad-., y las casas, una de las cuales se presupone que había sido propiedad de un médico por los materiales encontrados en las excavaciones, propios de su profesión, y porque precisamente ésta se encontraba frente a los restos de los antiguos baños de La Isabela, actualmente, casi siempre, sumergidos por debajo de las aguas del embalse. El balneario, que fue visitado por el rey Fernando VII en busca de su deseado heredero al trono, fue construido sobre unos antiguos baños curativos árabes, que probablemente podrían remontarse, incluso, a ápoca romana, por lo que probablemente en aquel lugar hubiera entonces un templo dedicado a Esculapio, es dios romano de la medicina.

En Ercávica, o Santaver, no se han encontrado, todavía, restos visigodos, a pesar de que la ciudad seguía siendo todavía un enclave importante, que disfrutaba aún de sede episcopal. Muy cerca de aquí, en una zona boscosa de difícil acceso,  se instaló San Donato al frente de sus monjes, cuando huían de África acosados por los vándalos, y aquí vino a instalar su famoso monasterio Servitano. Su último obispo, Sebastián, acompañado del resto de los religiosos que componían su cabildo, abandonó estas tierras por las presiones que sobre los cristianos ejercían ya los musulmanes, y se digirió hacia Galicia, donde, hacia el año 866, fue nombrado por el rey Alfonso III primer obispo de Orense. Tampoco se han encontrado restos de la época musulmana, a pesar de que, durante algún tiempo, la ciudad, llamada ahora Santaberiyya, se había convertido en la capital de una de las provincias del califato, gobernada por los Zennun, un linaje de origen bereber que, arabizado el apellido y transformado en Dhi-l-Nun, terminarían por convertirse en reyes taifas de Toledo y, durante un breve tiempo, también de Valencia (ver “Los Hawwara, desde las montañas de Libia hasta los campos de la provincia de Cuenca”, 19 de agosto de 2021; “Un taller de eboraria musulmana en Cuenca en el siglo XI”, 11 de marzo de 2022). Para entonces, la propia Santaberiyya había dejado de ser una ciudad importante, trasladada como centro de poder a la nueva ciudad de Kunka, Cuenca.








sábado, 5 de noviembre de 2022

“Tierra vieja”, una epopeya sobre las gentes de la frontera

 



Conocí personalmente a Antonio Pérez Henares, “Chani”,  hace algunos años, durante un encuentro que el autor tuvo con sus lectores en Huete, en el marco de una de esas ferias de libro que anualmente celebra la Diputación Provincial de Cuenca en fechas primaverales, y con motivo de la publicación de una de sus novelas, “El rey pequeño”, que tuve también la ocasión de comentar posteriormente en una de las entradas de este blog (ver “Crónica del rey pequeño”, 12 de agosto de 2016). La ocasión que se me daba entonces de participar en este evento era interesante para mí por dos motivos: por el autor de la novela que iba a ser comentada, uno de los escritores españoles a los que yo más admiro, por la calidad de sus novelas y por la sinceridad y moderación que siempre ha manifestado, tanto en sus artículos de prensa como en los debates y las tertulias televisivas en las que ha participado; y por la personalidad del protagonista de la novela, nuestro rey Alfonso VIII, uno de los reyes más importantes de la Castilla medieval, no ya por el hecho de que fue él quien conquistó definitivamente la ciudad de Cuenca para Castilla y para el cristianismo, sino también, sobre todo por ello, porque fue el protagonista principal de la victoria que las huestes cristianas obtuvieron el 1212 en Las Navas de Tolosa. La importancia de esta batalla, que fue saldada con la victoria de Alfonso VIII y del resto de reyes cristianos de la península, ya ha sido puesta de manifiesto muchas veces, y en concreto, y por lo que a este blog se refiere, en otra de las entradas (ver “Alfonso VIII y la batalla de Las Navas de Tolosa,”,  15 de julio de 2018).

En esta ocasión, mi intención es la de comentar la última novela del escritor guadalajareño, “Tierra vieja”. Un libro que, a pesar de sus diferencias, se puede considerar como el cierre perfecto a la saga que inició el autor, hace ya varios años, con la novela “La tierra de Alvar González”, y que continuaría después con “El rey pequeño”, conformando de esta manera lo que podemos considerar como una “trilogía medieval”. Porque si en la primera novelaba la epopeya de estas tierras castellano-manchegas, a caballo entre las provincias de Guadalajara y de Cuenca, en la época de Alvar Fáñez de Minaya -o mejor dicho, como afirma el autor, Minaya Alvar Fáñez, “Mi hermano” Alvar Fáñez, porque así le llamaba el propio Cid campeador, y hasta la reina doña Urraca-, y si en la segunda hacía lo propio con la epopeya del rey Alfonso, el “rey pequeño” porque lo era, porque todavía era un niño cuando accedió al trono, marcados sus primeros años de reinado por la regencia y por las luchas civiles entre los Castro y los Lara, las dos familias más poderosas del reino en aquellos años tan complicados, lo que ahora nos novela Pérez Henares es la epopeya de vivir en la frontera para todos aquellos que, como dice el autor, no tienen nombres, no son reyes, ni obispos, ni grandes señores. La epopeya de aquellos hombres y mujeres que repoblaban las tierras que eran conquistadas a los sarracenos. Humildes trabajadores de la tierra, que no eran poderosos, pero sin los cuales hubiera resultado imposible la epopeya de la Reconquista.

Algunos de los protagonistas de esta última novela habían aparecido ya en “El Rey pequeño”, y entre ellos conviene destacar la figura de Pedro Gómez de Atienza, aquel niño recuero que había ayudado al rey Alfonso a escapar en Atienza, cuando estaba a punto de ser hecho prisionero por las tropas leonesas. Pedro Gómez, que a su vez era nieto de aquel Pedro el Pardo, a quien el mismo Alvar Fáñez había premiado con su amistad en la primera gesta de la trilogía. Ahora, convertido en una persona importante, por su cercanía al propio rey, pero también por su propia personalidad, es respetado por el resto de los personajes, y sobre él es sobre quien va a gravitar todo el engranaje de la repoblación en esta parte de la frontera.

Pero de alguna manera, “Tierra Vieja” también conecta con la tetralogía prehistórica de Antonio Pérez Henares, la serie que empezó a hacerle famoso en el mundo de las letras, y que está formada por las novelas “Nublares”, “El hijo de la garza”, “El último cazador” y “La mirada del lobo”. Y es que, a pesar de los muchos años que separan las dos sagas, el espacio geográfico en el que se desarrollan es el mismo: las mismas alcarrias de Guadalajara y del noroeste de Cuenca. En este sentido, la cueva de Nublares, que sirve de cobijo tanto para Ojo Largo y el resto de los miembros de su clan como para el hijo del Manquillo o el resto de los habitantes de Bujalaro, cuando sienten el peligro y se ven en la necesidad de esconder el ganado, es clarividente. Como tampoco parece que sea una casualidad el apodo de la Garza, la hija del Maula, que no deja de ser un trasunto de una de las principales protagonistas de la tetralogía prehistórica.

“Tierra vieja” es la historia de todos aquellos que no tienen nombre, o, mejor dicho, de todos aquellos que no cuentan con un apellido glorioso que pueda acompañar a su nombre de pila. Son aquellos que sólo cuentan con un adjetivo que pueda darles una característica a los ojos de los otros -el Rubio, el Mozo, el Alto, …-, o una profesión que les diferencie de los demás -el Molinero, el Herrero, el Escudero…-, o un lugar de procedencia, que quizá abandonaron para siempre cuando aún eran niños -El Atienza, el Úbeda, el Bujalaro, …-. Es la epopeya de todos aquellos que, huyendo de un pasado doloroso, a veces inconfesable, escapando de la esclavitud que suponía en las tierras del norte el trabajo de la gleba, o el tener que servir a un señor que a veces tenía incluso derecho de pernada, buscaban en la frontera la libertad que podía ofrecerles un fuero y unas pocas yuntas de tierra propia. Es también, y el autor así lo ha reconocido cada vez que ha tenido oportunidad de hacerlo, la novela que le debía a su padre y a todo un pueblo. Por ello, creo que no hay mejor definición para explicar lo que es “Tierra vieja”, que el mensaje que aparece en la contraportada del libro:

“Se han contado los relatos de los reyes, de los nobles, de las batallas y de los grandes guerreros, pero quienes repoblaron la tierra yerma fueron hombres y mujeres que, con una mano en la estiba del arado y la otra en una lanza, arriesgaron sus vidas por repoblar las tierras perdidas. Entonces, cuando una peligrosa tropa acechaba -y junto a ella la muerte- ellos dibujaron las fronteras que hoy heredamos. En esta novela de prosa evocadora y exhaustivo rigor histórico, Antonio Pérez Henares nos traslada, a golpe entre el siglo XII y el XIII, a las fronteras de la Extremadura castellana por las sierras, las alcarrias, el Tajo y el Guadiana. A través de sus personajes -cristianos y musulmanes, campesinos y pastores, señores y caballeros-, nos muestra la historia de los que sembraban y segaban, de los que levantaron ermitas e hicieron brotar pasiones, amistades, rencores, pueblos y vivencias. Aquellos que dieron humanidad a la tierra y se convirtieron en la semilla de nuestra nación. Esto es Tierra Vieja, y ellos, sus héroes.”

En efecto “Tierra vieja” es la historia de una forma de vida diferente, en la frontera, entre el cayado y la lanza o la ballesta, entre la paz de los surcos de tierra y la sementera y el mido a las algaras de los enemigos, en esas tierras, entre Cuenca y Guadalajara, que hoy se llama la sierra de Altomira, y que entonces era llamada la Sierra de En medio, porque precisamente, estaba en el medio entre las tierras de los árabes y las tierras de los cristianos. Una sierra que, durante mucho tiempo, durante siglo y medio, una etapa crucial para la historia de España, estaba separando dos culturas, dos civilizaciones, diferentes. Hasta que llegó la conquista de Cuenca, en 1177, y se llevó la frontera un poco más al sur, a las estribaciones de las llanuras manchegas, que eran algo más difíciles de defender para los mahometanos. Por ello, a partir de este momento, la frontera empezó a alejarse de las alcarrias, aunque todavía, de vez en cuando, sobre todo a partir de la derrota de Alarcos, el miedo a vivir en la frontera volvía a atenazar a los que allí vivían cada vez que escuchaban acercarse los cascos de los caballos al galope. Así, hasta la victoria en Las Navas de Tolosa, que llevaría definitivamente la frontera hasta más allá de Despeñaperros.

-Esta es una novela histórica, desde luego, pero es también la novela iniciática de un pueblo, Bujalaro, el pueblo natal del autor, pero que podría ser también cualquier otro pueblo de Guadalajara, o de Cuenca, o de Castilla-La Manca, o incluso de cualquier lugar de España. Porque la manera de cultivas la tierra y de trabajar en el campo era la misma, en aquellos años de frontera, en todos los lugares de la península, y lo siguió siendo, a través de los siglos, hasta mucho tiempo después, hasta mediados del siglo pasado, cuando la industrialización del campo, con sus tractores con aire acondicionado y sus grandes cosechadoras, vinieron a alejar a los hombres del campo y a vaciar nuestros pueblos. Ya lo hemos dicho: el libro es un homenaje, una especie de tributo que el autor ha querido hacer a su padre, el último hombre que, según sus propias palabras, había seguido trabajando en Bujalaro de la misma manera en que lo habían hecho sus antepasados, de la misma forma en que lo hicieron, en los años de la frontera, el Maula, que se había quedado en el pueblo cuando los demás lo habían abandonado, conquistado por los cristianos, o el Julián y el Valentín, los dos hermanos que vinieron hasta aquí, huyendo de un pasado inconfesable en las tierras septentrionales de la provincia de León.

El libro parece que termina con la victoria cristiana en Las Navas de Tolosa, y podría ser así, porque, ya lo hemos dicho, es entonces cuando la frontera se aleja con carácter definitivo. Es ahora cuando los habitantes de la frontera, por fin, pueden vivir más tranquilos, lejos ya de las algaras de los musulmanes, en busca de riquezas o de esclavos. Sin embargo, dos hechos posteriores y sucesivos pondrán colofón al texto. Primero, la muerte de Alfonso VIII y de su esposa, Leonor Plantagenet, con sólo unos días de diferencia, que colocó en el trono de Castilla un nuevo “rey pequeño” y devolvió a Castilla la inestabilidad en la que había vivido en los primeros años de su reinado. Otra vez el reino estaba sumido en una regencia, y otra vez las principales familias de Castilla, Los Lara y los Haro -Los Castro hacia ya mucho tiempo que habían caído en desgracia, por culpa de sus propias traiciones, que les habían colocado primero al lado del rey de León, y más tarde, incluso, del propio sultán almohade. Después, la muerte del propio rey Enrique, en un trágico y estúpido accidente, pondría las cosas más difíciles para la regente, la infanta Berenguela, y para los intereses de su hijo, el ya coronado rey Fernando III. Sin embargo, la inteligencia de la infanta logró llevar las cosas a su cauce, en beneficio del propio reino de Castilla, logrando que no sólo fueran los castellanos, sino también los propios leoneses, los que coronaran a su hijo como rey, logrando, de esta manera, la unión definitiva de Castilla y de León.

No quiero cerrar esta entrada sin hacer alguna referencia al protagonismo que Cuenca, ciudad y provincia, también tiene en la última novela de Chani. Y lo tiene no sólo por la propia conquista de la ciudad por parte de Alfonso VIII, la primera que el rey, ya no tan pequeño, pudo obtener en su carrera, y en cuyo cerco, más allá de leyendas y de falsos cronicones (respecto a las mentiras que se han escrito sobre la conquista de Cuenca, y que todavía se tienen por verdades, ver en este blog “Desmitificando la historia. La verdadera conquista de Cuenca por Alfonso VIII”, 9 de mayo de 2019) se produjo la muerte del propio hayo del rey, don Nuño Pérez de Lara, en1177, cuando éste acudió a proteger al monarca cuando un grupo de sarracenos llegó hasta su campamento con el fin de asesinarle. Después, en la batalla de Alarcos, y sobre todo en la de Las Navas, tendrían un papel destacado las mesnadas concejiles de Cuenca y de Huete, e incluso las de Alarcón, algún tiempo después, serían las que lograrían la conquista de la entonces pequeña población de Al Basit, Albacete, convirtiéndola durante algún tiempo en aldea dependiente de su alfoz. Incluso alguno de los personajes inventados por el autor, alguno de los llamados Siete Lanzas, protagonistas de importantes batallas y de pequeñas algaras por tierras de moros, seria originario también de una de las aldeas del alfoz de Huete, Jabalera.

También hay que destacar el papel jugado por alguna de las familias más poderosas del reino en la conquista de Cuenca, y en concreto, por su alférez, Diego López de Haro, cuyos servicios fueron premiados por el monarca entregándole un extenso territorio en la Mancha conquense, concretamente en esa comarca que todavía se sigue llamando de Haro, que él mismo gobernó desde su hoy olvidado castillo, necesitado de una restauración urgente si no queremos perder una parte de nuestra historia. Después, tras la muerte del rey, y en el escenario de la guerra civil que asoló Castilla durante la minoría de edad de Enrique I, destacaría la figura de Alvar Núñez de Lara, el hijo del mismo Nuño Pérez e Lara que había salvad la vida del propio Alfonso VIII a costa de la suya, y que había cambiado sus servicios a Castilla por otros nuevos, en beneficio del rey Alfonso IX de León. Éste, adentrado en tierras conquenses, logró tomar los casillos de Alarcón y de Cañete, aunque una vez derrotado por Fernando III, y obligado a entregar los extensos territorios de los que se había apoderado, ingresó en la orden de Santiago, en cuyo monasterio de Uclés sería enterrado después de su muerte, acaecida en 1218 en Castrejón (Palencia), según el arzobispo Ximénez de Rada, o en Toro (Zamora), según la Crónica General.

El propio Antonio Pérez Henares, durante la presentación de la novela que se llevó a cabo en Cuenca hace algunas semanas, puso el dedo en la llaga sobre la importancia que en los últimos tiempos está teniendo la novela histórica. En efecto, de todas las novelas que se publican actualmente en España, y son muchas, el treinta por ciento son novelas históricas, siendo, con mucha diferencia, el género literario que más éxito está teniendo en la actualidad, seguido, a mucha distancia, por la novela negra. Definitivamente, a la mayor parte de las personas les gusta la historia, porque la historia es una parte de nosotros mismos. Lo que no nos gusta es que los políticos, o incluso los propios historiadores, nos quieran modificar nuestra propia historia en beneficio de una ideología determinada. Por ello, el propio Pérez Henares, junto a otros grandes novelistas que también han escrito novelas históricas -Santiago Posteguillo, Isabel San Sebastián,  Juan Eslava Galán, Javier Sierra, Almudena de Arteaga, Luz Gabás, Julio Calvo Poyato, Carmen Posadas, …- o pintores como Augusto Ferrer Dalmau, el “pintor de batallas”, como ha sido definido, fundaron la asociación Escritores con la Historia. Considero interesante finalizar esta entrada haciendo referencia a esta asociación, y la mejor manera de hacerlo es añadiendo un enlace, en el que el lector puede acceder al texto completo del manifiesto firmado por todos los miembros de la asociación:

http://www.escritoresconlahistoria.es/escritores-con-nuestra-historia/



domingo, 30 de octubre de 2022

Un viaje al sur del marquesado de Villena (II)

 

Dejamos atrás Alcaraz y su castillo con la sensación de que la localidad tenía muchas cosas en común con Cuenca. En efecto, desde su fundación, también en época califal, como la ciudad del Júcar, a caballo entre los siglos X y XI, como Cuenca, hasta su brillante época renacentista, con algunos edificios similares a los de la capital y la provincia conquenses, y con algunos nombres de arquitectos y escultores que se repitan en un lugar y en otro -Francisco de Luna, Esteban Jamete quizá, y por encima de todos Andrés de Vandelvira-, y pasando por la conquista de la ciudad a los musulmanes, realizada también por el mismo rey Alfonso VIII, aunque en esta ocasión después de la victoria de las Navas de Tolosa. En efecto, fue el 23 de mayo de 1213, casi un año más tarde de aquella gloriosa victoria que consiguió abrir definitivamente las puertas de Al Andalus para los cristianos, cuando el monarca, tras un azaroso incendio y siempre con la compañía del arzobispo de Toledo, Rodrigo Ximénez de Rada, el mismo que había alentado también a las tropas españolas al otro lado de Despeñaperros, logró entrar por fin por la Puerta de Granada, la principal puerta que guardaba la entrada a Alcaraz. Derrotados los musulmanes, Alfonso VIII aceptó entonces la incondicional rendición de quien en cese momento gobernaba la ciudad en nombre del califa almohade, y como había pasado en Cuenca cuarenta años antes, entregó a sus nuevos habitantes cristianos un gran alfoz y un fuero, hermano y basado precisamente en el mismo Fuero de Cuenca.

Aquí, en Alcaraz, se firmaría treinta años más tarde, en 1243, el llamado Tratado de Alcaraz, entre el entonces infante Alfonso de Castilla, futuro rey Alfonso X, en representación de su padre, Fernando III, y los representantes de la taifa de Murcia, que por entonces se encontraba en una situación muy difícil, acosada tanto por las tropas de la orden de Santiago como por las del reino nazarí de Granada. La firma, que se llevó a cabo precisamente en el monasterio de Cortes, el que había sido el primer destino de nuestro viaje, situó a la taifa murciana como un importante protectorado del reino de Castilla, posibilitando de esta forma que, a partir de este momento, éste pudiera extenderse también por las tierras murcianas, en detrimento del reino de Aragón, que también tenía intereses económicos y políticos en el territorio.

La visita a Alcaraz debía completarse, el día siguiente, con la visita a un castillo y un territorio tan antiguo, cuando menos, como lo era éste: Chinchilla de Montearagón. Pero antes, durante el tiempo que aún quedaba de día, tendríamos que rendir un pequeño tributo a otras etapas de la historia en un lugar diferente: Riopar. Un pueblo que en realidad es doble. Por un lado, Riopar Viejo, el pueblo primitivo que nació, como otros muchos pueblos de la comarca, en lo alto de la montaña, al amparo de ésta y del extenso alfoz de Alcaraz, con su castillo también, convertido hace ya muchos años en un recoleto cementerio, y su pequeña iglesia, situada a los pies del castillo, escondida entre calles abandonadas, renacidas hoy sólo para los turistas, como si se tratara de una villa medieval en estado fósil, a partir de la restauración que se hizo en algunas de sus casas abandonadas para convertirlas en alojamientos turístico. Hace ya muchos años que Riopar, llamado ahora Riopar Viejo para diferenciarlo del otro, fuera abandonada, porque los habitantes que quedaban en el pueblo se bajaron a la llanura, a lo que se vino a llamar Riopar Nuevo, una población de nuevo cuño creada en la segunda mitad del siglo XVIII, creada al amparo de las Reales Fábricas de Bronce y Latón de San Juan de Alcaraz, que en 1773 había fundado Juan Jorge Graubner, un ingeniero vienés que se había nacionalizado español. Una mina de calamina que existía en sus cercanías, y que permitía la extracción abundante del cinc que, mezclado con el cobre, terminaba por convertirse en latón, fue lo que permitió la instalación de la fábrica en este lugar, tan apartado de la corte. La visita a la fábrica, o lo que de la fábrica había dejado el paso del tiempo, fue también un interesante contrapunto a la visita que aquella misma mañana habíamos realizado, después de visitar Alcaraz, a las ruinas restauradas de Riopar Viejo.

Y por fin, el día siguiente, visitamos Chinchilla, no sin antes haber compartido otro tributo, esta vez con el cine, en dos pueblos que también se encuentran en la provincia de Albacete: Ayna y Lietor. Porque en estos dos pueblos visitamos algunos de los escenarios de una de las películas más hermosas, y quizá más incomprendidas, del cine español: “Amanece que no es poco, la genial comedia surrealista del cineasta albaceteño José Luis Cuerda. En Ayna, uno de los pueblos más hermosos de la provincia de Albacete, quizá también de toda Castilla-La Mancha, visitamos algunos de sus escenarios más inolvidables. Y en Lietor es de especial relevancia la ermita de Nuestra Señora de Belén, un pequeño templo dieciochesco, enteramente pintadas sus paredes al trampantojo, con arquitecturas ilusorias y amplios cortinajes, que enmarcan un ejército de santos y de santas que están coronadas por una alegoría de la muerte; un espacio claramente visible para los conocedores de aquella película del genial realizador, porque es en esta pequeña iglesia donde se celebra la extraña misa que da sentido a la trama.

Chinchilla, ya lo hemos dicho, es uno de los pueblos más antiguos de la provincia de Albacete. Su término municipal ha estado poblado desde los inicios del Neolítico, y hay quien afirma que su fundación, al menos en términos mitológicos, se debe al propio Hércules, allá por el siglo VII a.C. Lo que sí es incuestionable es la gran cantidad de restos arqueológicos que han venido produciéndose en diferentes parajes de su término, al hilo de la antigua Vía Augusta, que cruzaba a los pies de la población actual, y entre los que destaca, por encima de todos, el llamado Sepulcro de Pozo Moro, un antiguo monumento funerario que fue dedicado a algún reyezuelo ibero, y que en la actualidad se encuentra en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid.

Pero más allá de todos esos restos arqueológicos, lo que también es cierto es que fue hacia el año 928, bajo el poder del califato de Córdoba, ,  Chinchilla empezó a adquirir relevancia. Entonces, bajo sucesivos nombres -Ghenghalet, Yinyalá, Sintinyala-, era ya una ciudad importante, y más lo sería en los años siguientes, cuando formaba ya parte del reino taifa de Murcia.  A este reino sería tomada en el año 1242 por las tropas del futuro rey Alfonso X, coaligadas para la ocasión con las tropas aragonesas de Jaime I y con los caballeros calatravos, y sentada entre los dominios castellanos a partir del año siguiente, precisamente después del ya citado Tratado de Alcaraz. Poco tiempo después sería entregada en señorío al infante muchas villas Manuel de Castilla, hermano del propio monarca y primer señor de Villena, y de otras muchas villas, que se extendían por las provincias de Toledo, Segovia, Valladolid, Alicante, Soria, Burgos, o la propia Albacete, y hasta incluso en la de Hueva. A partir de este momento, la historia medieval de la villa iría pareja a la del futuro marquesado de Villena, pues hay que recordar que fue este inmenso señorío, el germen del posterior marquesado homónimo, un estado dentro del Estado, sobre todo, tal y como se ha dicho, durante la segunda mitad del siglo XV.

Y como no podía ser de otra forma, su castillo, levantado por Juan Pacheco, el primer marqués, como atestigua nel escudo heráldico que adorna una de las torres que flanquean su principal entrada, fue también otro de los escenarios más importantes de las guerras civiles que se desarrollaron entre 1475 y 1480, la llamada Guerra del Marquesado, y que enfrentó a las tropas del marqués de Villena con los Reyes Católicos. En junio de 1476, la rebelión de los habitantes del marquesado contra su señor natural se había extendido ya hasta chinchilla, que en realidad era la única ciudad que, como tal, existía en todo el marquesado, y que en ese momento contaba con unos cuatro mil habitantes. Los combates callejeros se extendieron por toda la población, y obligaron a los partidarios del marqués, que eran mino0ría, a guarecerse dentro de los muros del castillo, al amparo de una guarnición importante. El cerco del castillo se estrechó al día siguiente, animados los sublevados por las promesas de la reina Isabel de enviar tropas reales con el fin de apoyarles. No obstante, después de varios meses de cerco, el 11 de septiembre se firmó la tregua entre Isabel y el marqués, por la cual éste será desposeído de todas las fortalezas que ya había perdido durante el transcurso de la guerra, y las que no, como la propia chinchilla o Almansa, serían entregadas en tercería a un representante neutral.

La guerra se recrudeció en los años siguientes, cuando, muerto ya el primer marqués, había sido sucedido en el gobierno del territorio por su hijo, Diego López Pacheco. Para entonces, los reyes habían enviado a Chinchilla al licenciado Fernando de Frías, para que ejerciera como gobernador regio en la ciudad, y éste ordenó un nuevo cerco sobre el castillo, que había sido recuperado algún tiempo antes por las tropas del marqués, y éste, enfurecido, envió el grueso de sus tropas en auxilio de la guarnición del castillo. La reacción de Fernando de Frías, ante la llegada de un importante número de tropas, fue la de huir cobardemente, pero la represión que Diego López Pacheco realizó entonces contra los partidarios de los Reyes Católicos provocó que estos rompieran las treguas, que oficialmente seguían en vigor, y le declararan la guerra al marqués.

Corría ya el año 1479 cuando éste se vio obligado a replegarse hacia los territorios más septentrionales de su extenso señorío, hacia lo que hoy es la provincia de Cuenca principalmente. Fue en este momento cuando la guerra se trasladó a otros escenarios -Iniesta, San Clemente, Villanueva de a Jara, Castillo de Garcimuñoz, Alarcón, la propia Belmonte, capital en ese momento del marquesado, como es sabido, y el lugar en el que habían nacido tanto el padre como el hijo-. También, es el momento cuando aparecen algunos de los capitanes más conocidos -Pedro Ruiz de Alarcón, Rodrigo Manrique, su hijo, Jorge, …. Por otra parte, el fallecimiento, ese mismo año, del rey de Aragón, Juan II, y la coronación como nuevo rey de su hijo, el príncipe Fernando, lo que contribuyó a consolidar la unión dinástica entre los dos reinos, dio a la guerra una nueva dimensión. La capitulación definitiva del segundo marqués, Diego López Pacheco, sería firmada por éste el 28 de febrero del año siguiente, 1480, en su castillo de Belmonte.

La visita al castillo de Chinchilla, como la que habíamos tenido antes a los restos del castillo de Alcaraz, ayuda al visitante al tomar plena conciencia de esta etapa de nuestra historia, tan importante para el devenir posterior de Castilla y de España, pero también de la propia provincia de Cuenca. Y el visitante no puede dejar de pensar en ello cuando se aleja, de regreso otra vez a tierras conquenses, como si el viaje fuera un reflejo de aquel viaje en el tiempo, que se desarrolló a lo largo de seis años cruciales: lo que empezó en Albacete y en Alicante, en 1476, y terminó en cuenca en 1480. Y no puede dejar de pensar, tampoco, en como mucho tiempo después, cuando Javier de Burgos creara la nueva estructuración territorial de España en provincias, en 1833, la propia Chinchilla rivalizó con la ciudad de Albacete, que durante mucho tiempo había sido una simple aldea de la otra, levantada a los pies de su castillo, en su idea de convertirse en la capital de aquella nueva provincia que se iba a crear con el nuevo decreto. También hubo un tiempo que lo fue incluso, y este es un hecho que ignorar la mayor parte de los conquenses, de la propia Alarcón, después de que aquélla hubiera sido tomada a los árabes por las tropas concejiles de la propia localidad conquense, en 1291.

Lo que pasó ca partir de entonces es bien conocido. La antigua aldea, convertida en capital de provincia, llegó a convertirse, en el devenir de los tiempos, en una de las ciudades de mayor crecimiento de toda España, mientras que la antigua ciudad, adormilada alrededor de su viejo castillo, reconvertido para entonces en uno de los penales más duros de todo el país, iba perdiendo paulatinamente población e importancia. La propia decisión de instalar en una oscura venta sin ninguna importancia histórica de la capital el nuevo Parador Nacional de Turismo, en los años sesenta del siglo pasado, que pudo haber estado en el propio castillo de Chinchilla -es conocido el interés que siempre ha tenido Paradores Nacionales de fundar sus instalaciones turísticas, siempre, en edificios históricos, principalmente en castillos o en monumentos-, es un claro ejemplo de este apuesto devenir histórico entre una ciudad y otra.



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