miércoles, 28 de febrero de 2024

El rey Alfonso XIII, en clave patriota

Como una “radiografía inédita de Alfonso XIII, el rey que quiso modernizar España (devolviéndola al pasado)”. Así ha definido David Barreira, en una entrevista realizada para el periódico digital El Español, el último libro del historiador Javier Moreno Luzón, catedrático de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales en la Universidad Complutense de Madrid; un texto cuya primera edición fue publicada en enero de 2023, y que supone una nueva mirada histórica a una figura controvertida, la de Alfonso XIII, desde el punto de vista de su patriotismo y de su amor a España. Un amor muy particular, es cierto, pero que le marcó durante gran parte de su actuación política, desde el primer momento de su reinado hasta incluso los años de su exilio, en diferentes ciudades europeas, y que culminó por fin después de su fallecimiento, en Roma, al ordenar que su féretro fuera cubierto con la bandera de España y con el manto de la Virgen del Pilar.

La figura del rey Alfonso XIII, en la mirada del catedrático Javier Moreno Luzón, se realiza desde diversos puntos de vista, todos ellos interesantes, y todos ellos desde el punto de vista de su relación con España: las fiestas reales; sus viajes por España, y también fuera del país, su relación con el Patrimonio Nacional o con el ejército, en un rey al que le gustaba vestirse de militar, y sentirse como uno más de aquellos oficiales a los que siempre trató como verdaderos camaradas; su religiosidad, que le llevó a extender por todo el país la devoción al Sagrado Corazón de Jesús o a la Virgen del Pilar, a la que convirtió en patrona de la Guardia Civil y cuya fiesta fue santificada como el Día de la Raza; su relación con la propia historia gloriosa de España, adoptando los grandes mitos nacionales, como el Cid Campeador o los Tercios. De entre todos ellos, quizá sea destacable todo lo referente a sus relaciones con el estamento militar.

En este sentido, el estallido de la Primera Guerra Mundial situó al rey ante sus contradicciones, las mismas contradicciones a las que tenía que enfrentarse buena parte de la sociedad española, dividida entre aliadófilos y germanófilos. Hay que recordar que, si bien por las venas del monarca circulaba una parte de sangre alemana, por parte de su madre, María Cristina de Habsburgo, su propia esposa, la reina Victoria Eugenia de Battemberg, era inglesa, nieta además de la emperatriz Victoria -hija de la princesa Beatriz y de Enrique de Battemberg- y sobrina del rey Eduardo VII; e incluso uno de sus hermanos, el príncipe Mauricio de Battemberg, teniente del Real Cuerpo de Fusileros del Rey, falleció en la guerra, en 1914, a consecuencia de las heridas sufridas durante la batalla de Ypres, que no pudieron ser curadas debido a la hemofilia que padecía, como algunos otros miembros de la familia real.

Por otra parte, como buen militar que era -al menos, él así lo sentía-, no pudo dejar de sentir en sus propias carnes las derrotas que el ejército español sufrió en Marruecos, principalmente la de la batalla de Annual. En este sentido, es de destacar la enorme ola de solidaridad, y también de patriotismo, que la crisis de 1921 provocó en toda España, a la que se sumó también, no sólo con palabras sino también con actos, el conjunto de la familia real. Por ello, no es de extrañar, como consecuencia de aquel sentimiento, la alegría que le supuso la creación del llamado Tercio de Extranjeros -la famosa Legión, que con el tiempo habría de convertirse en una de las principales unidades de élite del ejército español-, y la familiaridad, que, desde un primer momento, el monarca mantuvo con su fundador, el teniente coronel Millán Astray, al que nombró gentilhombre de cámara, uno de los honores más importantes dentro de la casa del rey.

Otro asunto importante a tener en cuenta es el referente a su relación con los nacionalismos periféricos, especialmente el catalán, que en los primeros años del siglo XX estaba aún en fase naciente, pero que muy poco tiempo más tarde, durante la Segunda República, terminaría por convertirse en uno de los principales focos de desestabilización del Estado. Fueron varios los viajes que el monarca realizó a Cataluña, en un intento por atraerse a la Lliga Regionalista y al conjunto del conservadurismo catalán, en una de las regiones en las que más implantación había conseguido toda la izquierda, incluso la republicana y la anarquista. No es casualidad, por ejemplo, que fuera en Barcelona donde se desarrolló, en 1909, la Semana Trágica, en la que la movilización del ejército de reserva prendió la espita para el estallido revolucionario, a consecuencia del cual perdieron la vida un número indeterminado de personas -en todo caso, entre cien y ciento cincuenta, según las fuentes-, y fueron quemados decenas de edificios, muchos de ellos de carácter religioso.

En todo caso, el crecimiento del catalanismo estaba en relación con el desarrollo generalizado de los movimientos nacionalistas en toda Europa, y también en América, que fueron consecuencia directa de la finalización de la Primera Guerra Mundial, al hilo de los postulados del presidente norteamericano, Woodrow Wilson. Recogemos lo que Javier Moreno ha escrito respecto a ello: “La victoria aliada en la guerra conllevaba asimismo la aplicación de los principios enunciados por el presidente norteamericano Woodrow Wilson, jefe moral de los vencedores, entre los cuales sobresalía el de autogobierno de los pueblos. Aunque el concepto se refería de modo preferente al establecimiento de regímenes democráticos, los nacionalistas de todas partes lo interpretaron como el refrendo a una autodeterminación nacional que implicase el derribo de imperios multinacionales y la coincidencia de estados y naciones. Algo que, con regular fortuna, condujo a desbaratar Austria-Hungría y a redibujar el mapa de Europa central. En España, la perspectiva wilsoniana dio nuevas energías a catalanistas y nacionalistas vascos, y extendió las demandas territoriales a otras zonas. Una fiebre que entre 1918 y 1919 puso sobre la mesa, en términos que parecían factibles, la aprobación de sendas recetas autonómicas para Cataluña y el País Vasco y Navarra, pero que produjo como respuesta una crecida del españolismo que, mezclada con el auge de las protestas sindicalistas, acabó por hundir un posible arreglo. Alfonso XIII adquirió una doble relevancia en el proceso. Por una parte, como uno de los negociadores clave con el catalanismo y como sostén de los gobiernos, sin mayoría en las Cortes tras el fracaso de las concentraciones multipartidistas. Por otra, como emblema y valladar para los defensores de la unidad de España, que veían en las reivindicaciones catalanas una inminente ruptura de la soberanía nacional. Enfrentado a semejante dilema, se decantó por estos últimos.” Leyendo esta última frase, ¿cómo olvidar el discurso, claro y respetuoso con lo que debe representar la corona como institución en este siglo XXI, que su bisnieto, Felipe VI, pronunció ante la televisión a raíz de los altercados nacionalistas de 1 de octubre?

Desde el punto de vista de la política interior, es cierto que Alfonso XIII, desde un primer momento, realizó injerencias tanto en el gobierno como en el parlamento, participando más en la política de lo que aconseja cualquier monarquía parlamentaria actual, pero también lo es que ese intervencionismo no se alejaba demasiado de lo que entonces sucedía en el resto de las monarquías europeas, todas también constitucionalistas excepto las de Rusia y Turquía. En todas ellas, desde Alemania a Inglaterra, desde Bélgica a Italia, la corona se había constituido en una especie de cuarto poder, una especie de árbitro entre los otros tres poderes del Estado. Así lo reconoce el autor del libro: “De acuerdo con estas premisas, la Constitución atribuía al monarca múltiples funciones. Algunas de las más importantes se referían al Gobierno y al Parlamento. El poder ejecutivo le correspondía por entero, así que podía nombrar y despedir con total libertad a sus ministros, cuyo refrendo precisaba -como se ha señalado más arriba- para que se ejecutaran sus órdenes. Es decir, la firma del ministro responsable tenía que acompañar siempre a la del rey. En cuanto al legislativo, lo compartía con las Cortes bicamerales -compuesta por el Congreso de Diputados y el Senado, con atribuciones equivalentes-, lo que le daba derecho a vetar la legislación; nombraba a buena parte de los senadores y disolvía ambas cámaras sin más requisito que volverlas a convocar y reunir en el plazo de tres meses. Como se verá más adelante, tanto el baile ministerial como la disolución de las Cortes compondrían las piezas más codiciadas del juego político. Respecto a la justicia, su principal competencia se circunscribía a los indultos. Más allá, el rey constitucional ostentaba el mando supremo del ejército y la marina, y concedía los grados militares, otro de los caballos de batalla política en el reinado de Alfonso XIII, y dirigía la política exterior.”

Por otra parte, también es cierto que esas mismas prerrogativas afectaron también a la época de su padre, Alfonso XII, aunque éste nunca se mostró tan proclive a entrar en política como lo haría su sucesor, y como ya se había empezado a ver durante la regencia de María Cristina de Habsburgo. Sin embargo, los tiempos no eran iguales, y en un momento como la Restauración, con gobiernos fuertes que vinieron a poner fin a una etapa en la que se sucedieron los pronunciamientos militares, e incluso las guerras civiles, nunca se hizo necesaria la intervención del monarca. Por otra parte, y recogemos de nuevo las palabras de Moreno Luzón, que valen tanto para Alfonso XII como para su hijo, “la transmutación del monarca en rey-soldado, mando supremo con capacidad para mantener las tentaciones golpistas, contribuía asimismo a apartar a los militares de los vaivenes gubernamentales.”

En definitiva, si el rey intervino en política fue precisamente por la crisis de gobierno en la que, de manera crónica, se había convertido la política española durante el primer tercio del siglo XX; una crisis en la que estaban sumidos los dos partidos de gobierno que habían protagonizado, junto al propio rey Alfonso XII, la etapa de la Restauración, la misma que, con todos sus problemas y sus errores, había provocado durante los dos decenios anteriores, por primera vez en mucho tiempo, un periodo de paz y de estabilidad. Durante el reinado de su hijo, Alfonso XIII, volverían otra vez los gobiernos cortos, que apenas duraban en ocasiones unos pocos meses, incluso algunas semanas. Es cierto que, conforme avanzaba el siglo XX, esa participación real en la política interior se fue haciendo cada vez más acuciante, pero aquello era una consecuencia lógica del deterioro de la clase política. Para 1923, el sistema de la Restauración había decaído enormemente: los sucesivos gobiernos vivían ahora en una continua desestabilización, y en ese sentido, izar en el gobierno, como dictador, a Miguel Primo de Rivera no estaba del todo fuera de la lógica y del contexto histórico de la Europa de entreguerras; como tampoco lo estaba la caída del dictador unos años más tarde, en la que también intervino el monarca, toda vez que el propio dictador tampoco había logrado resolver los problemas en los que el país estaba sumido.

Por otra parte, si bien es cierto que, en algunas ocasiones, Alfonso XIII se manifestó en favor del fascismo italiano, y así lo demostró en diversas ocasiones, sobre todo durante la visita real que realizó a Italia en 1923, el hecho no deja de ser reflejo de las contradicciones en las que usualmente suelen caer todos los políticos en sus relaciones internacionales, como son buenos ejemplos, en la actualidad, las relaciones que muchos países, España también, mantienen con países como Arabia Saudí o Marruecos, al mismo tiempo que critican la falta de protección de los derechos humanos que caracterizan a aquellos gobiernos.

A modo de resumen, citamos de nuevo las palabras del propio Moreno Luzón en este sentido: “Alfonso XIII salió de aquellos embates como protagonista absoluto de la política española. Pasada la calma del Gobierno largo de Maura, se había implicado más y más en el hervidero partidista, al cambiar a Maurda por Moret, a Moret por Canalejas, a García Prieto por Romanones, y a Romanones por ato; al sostener primero a Canalejas y luego a Romanones, el rey se alejaba más aún de un rol meramente representativo para convertirse en el actor que daba la cara en cada crisis. Los notables de los partidos gubernamentales, también los republicanos, acudían a él para que les diera la razón y el poder, para que despidiese o vetara a sus contrarios, en un juego sin fin que ponía a la corona en mitad de las discusiones públicas, en la prensa y en el Parlamento. Nada más ajeno a la máxima ya citada de Walter Bagehot -según la cual el monarca perfecto parece mandar, pero jamás parece luchar-, que su publicitado duelo teatral con Maura. Y es que sus polémicas injerencias se multiplicaban no sólo a causa de las divisiones internas en las formaciones caciquiles, ya conocidas, aunque más profundas que nunca, sino también por el choque violento entre las estrategias de ambos partidos gubernamentales. En España aún faltaba un elemento clave en los regímenes constitucionales más avanzados: unas elecciones fiables, donde dirimir las diferencias ante el tribunal de la ciudadanía, que dieran a las cámaras parlamentarias la legitimidad necesaria para recortar las intervenciones regias.”

En definitiva, probablemente, el escritor republicano Vicente Blasco Ibáñez tenía muchas razones cuando olvidó su buena literatura para publicar, primero en francés y más tarde en castellano, su famoso libelo contra el monarca. Desde 1931, proclamada la Segunda República, y recogemos de nuevo las palabras de Moreno Luzón, “tanto Madrid como otras localidades se vieron invadidas por una especie de damnatio memoriae, como las que se cernieron sobre la memoria de algunos emperadores romanos, que de alguna forma influyeron, y siguen influyendo, sobre su imagen pública”. Alfonso XIII, desde luego, no fue un santo, ningún personaje histórico lo es, más allá de aquellos -y no en todos los casos- que han sido ascendidos a los altares por los pontífices romanos. Alfonso XIII, como tantos otros personajes históricos, fue un hombre de su época, que se vio obligado, como todos, a vivir entre las tensiones y las contradicciones propias de aquellos años, en sí mismo ya contradictorios: los años de la desesperanza provocada por la crisis de final de siglo, y al mismo tiempo esperanzadores para superar los fantasmas de la derrota del 98; los años de la Primera Guerra Mundial y el desarrollo de los fascismos, que intentaron, a su modo, dar salida a las propias tensiones provocadas por una paz de Versalles, mal diseñada por los políticos; los años felices de la belle epoque y los años de la gran depresión y el crack del 29.

Se le ha achacado, y probablemente fue así, que su posición al frente del Estado le permitió realizar algunos negocios no del todo legales, pero en aquella época fueron muchos los políticos que también los hicieron. Se le ha achacado, también, haberse metido demasiado en política, haber hecho caer gobiernos, y así fue, sobre todo en sus últimos años de reinado. En este sentido, debemos recogen, por última vez, las palabras del autor de esta monografía, referentes a la obligada abdicación del monarca: “Cuando un año antes se discutía el remplazo de Primo de Rivera, Romanones había escrito al general Berenguer que Alfonso XIII tenía que elegir entre ser Jorge V del Reino Unido o Fernando I de Bulgaria. Es decir, un respetado monarca parlamentario o un zar forzado a abdicar y exiliarse. Aunque no hubo un abandono formal, había acabado como el segundo. En su mensaje de adiós, el rey patriota confesaba que había perdido del favor de su pueblo y lanzó una justificación dramática: se iba, hasta que los españoles decidiesen otra cosa, para no provocar una guerra civil. Tal vez había errado, reconocía, pero nadie podía discutirle su pasión por España.” 


Alfonso XIII vestido de húsar

Román Navarro García de Vinuesa, 1912

Museo del Prado

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