Datos personales

CURRICULUM LITERARIO E INVESTIGADOR



Julián Recuenco Pérez (Cuenca, 1964) es licenciado en Humanidades por la Universidad de Castilla-La Mancha, y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad Nacional de Educación a Distancia, con una tesis sobre "El tribunal de Curia Diocesana de Cuenca durante el reinado de Fernando VII (1808-1836)", publicado por la Universidad de Castilla-La Mancha.
Fruto del ciclo de conferencias que dirigió en la sede conquense de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo durante los años 2014 y 2015, sobre historia contemporánea de Cuenca, ha coordinado el libro colectivo titulado "Entre la guerra carlista y la Restauración. Cuenca en el último tercio del siglo XIX", publicado en el año 2016 por la Diputación Provincial de Cuenca. Su último libro publicado es "El león de Melilla. Federico Santa Coloma: un general a caballo entre el liberalismo y el africanismo", una biografía de este desconocido militar conquense que vivió a caballo entre la Tercera Guerra Carlista y la Guerra de África, también por la Diputación Provincial. Su trabajo más reciente, en el que está sumido actualmente, forma parte del proyecto de la Biblioteca de Autores Cristianos "Historia de las diócesis españolas", para el que está realizando el capítulo correspondiente a la historia de la diócesis de Cuenca en el período contemporáneo; y en este mismo campo, ha participado también, en el proyecto titulado "Diccionario de los obispos españoles bajo el régimen del Real Patronato,", dirigido por Maximiliano Barrio Gozalo, y cuyo primer volumen ha sido publicado recientemente por la Biblioteca de Autores Cristianos. En este momento tiene en prensa el libro "Las élites militares conquenses en el reinado de Alfonso XIII (1886-1931)", escrito en colaboración con Pedro Luis Pérez Frías.

Ha realizado también diversos estudios sobre religiosidad popular y cofradías de Semana Santa, entre las que destaca el libro "Ilustración y Cofradías, la Semana Santa de Cuenca en la segunda mitad del siglo XVIII", que fue publicado por la Junta de Cofradías de la ciudad del Júcar en el año 2001, y "Cruz de guía", un acercamiento a la Semana Santa de Cuenca desde el punto de vista de la antropología y de las religiones comparadas. Así mismo, es autor de diversas monografías que tratan de la historia de algunas de las hermandades de la Semana Santa de Cuenca: Santa Cena, Nuestro Padre Jesús Orando en el Huerto (de San Antón), Nuestro Señor Jesucristo Resucitado y María Santísima del Amparo, Nuestra Señora de la Soledad (del Puente), Nuestra Señora de la Amargura con San Juan Apóstol y Nuestro Padre Jesús Amarrado a la Columna.


En el campo de la creación literaria, ha ganado diversos premios de relatos, poesía y novela. Es autor de las novelas "El papiro de Efeso" (1998), "La mirada del cisne" (2007, Premio Ciudad de Valeria de novela histórica), "El rehén de Cartago" (2009), "Segunda oportunidad" (2011), y "El hombre que vino de Praga" (2016), de los poemarios "El hombre solo" (2007), Premio Villa de Arcas Eduardo de la Rica), "La ciudad vertical (2009), "El salón de baile" (2013, finalista del IV Certamen Poeta Juan Calderón Matador), y "Luna llena de Parasceve" (2013), publicado por la Junta de Cofradías dentro del programa oficial de Semana Santa), así como también de un libro de viajes "Crines de espuma" (2007) y de una colección de relatos, "Tratado de los espejos" (2008).


lunes, 7 de julio de 2025

EL ESPIONAJE BRITÁNICO AL SERVICIO DE LA NEUTRALIDAD ESPAÑOLA

 

Mucho es lo que se ha escrito sobre el papel que jugó España durante la Segunda Guerra Mundial, un papel que fue desde la obligada neutralidad, provocada por la situación en la que se encontraba el país después de una guerra fratricida que había durado tres años, pasando por una no beligerancia, que en realidad suponía también una forma de beligerancia, y por una colaboración un tanto velada, pero manifestada en la creación de la División Azul, integrada en la Wehrmacht que combatió en el frente ruso entre octubre de 1941 y el mismo mes de 1943, hasta, de nuevo, una nueva fase de neutralidad, sobre todo a partir de la Operación Torch, Operación Antorcha, desarrollada por los ingleses y los norteamericanos en el mes de noviembre de 1942, y que supuso el desembarco de sus tropas en el norte de África, y el principio de la victoria de los aliados en el conflicto.

El tema del espionaje ya se había tratado anteriormente en otros estudios, alguno de los cuales he comentado ya en este mismo blog (ver “Hora Zero. El espionaje inglés en territorio español durante la Guerra Civil y la Segunda Guerra Mundial, 26 de agosto de 2021) Sin embargo, el libro “El espionaje británico y Franco”, del profesor Luis Horrillo Sánchez tiene la originalidad de hacerlo a partir de la desclasificación de un buen número de documentos procedentes de los servicios secretos británicos, lo que ha posibilitado responder a muchas preguntas que, hasta el momento, no tenían respuesta; y si la tenían, era desde un punto de vista demasiado parcial e interesado.

El autor ha definido al espionaje como la última posibilidad de evitar la guerra entre dos países enfrentados, cuando la diplomacia ha fracasado. En este sentido, ¿qué papel juega el espionaje, y en concreto el espionaje realizado por los servicios secretos británicos, en la supuesta neutralidad española en la Segunda Guerra Mundial? Antes de nada, hay que recordar que el papel jugado por España, sobre todo en los primeros años de conflicto, fue más allá de esa supuesta neutralidad. Recordamos la contraportada del libro: “En contra del mito asentado, España no fue neutral durante la Segunda Guerra Mundial. Al contrario, se convirtió en un escenario más del conflicto bélico, con un papel decisivo para que los aliados pudieran llevar a cabo su desembarco en el norte de África en 1942. Para ello, las comunicaciones españolas fueron interceptadas por ambos bandos, su producción controlada, sus medios de prensa fueron censurados, y en su territorio operaron centenares de espías. Franco sacó un gran rédito de hacer creer, falsamente, a los españoles, que había librado al país de los horrores de la Segunda Guerra Mundial, cuando, en realidad, fueron la diplomacia y el espionaje británico, los que jugaron un papel esencial en el mantenimiento de la neutralidad española.”

Luis Horrillo, historiador y experto en relaciones internacionales, ofrece en este libro un análisis riguroso y sorprendente sobre el papel de los servicios secretos británicos en la España franquista durante la Segunda Guerra Mundial. A través de una documentación exhaustiva, en gran parte inédita, el autor desvela cómo el régimen de Franco fue menos dueño de su destino de lo que a menudo se ha creído, especialmente en lo relativo a la decisión de mantenerse al margen del conflicto mundial.

Uno de los grandes aciertos del libro es desmontar la idea, sostenida durante décadas por el relato oficial del franquismo, de que fue Franco quien, en un gesto de astucia o neutralidad estratégica, decidió no entrar en la guerra. Horrillo demuestra, sin embargo, que esta decisión fue tomada en gran medida por los propios bandos en lucha, y especialmente por Alemania y el Reino Unido, que tenían sólidos motivos para no querer a España implicada directamente. Por parte alemana, Hitler valoró la posibilidad de incorporar a España al Eje, pero tras ocupar Francia en 1940, cometió un error crucial: orientar su política expansionista hacia el Este, en dirección a Rusia, en lugar de asegurar su retaguardia en el sur de Europa a través de la península ibérica, era, como es sabido, la Operación Barbarroja, con el fin de derrotar a su antiguo aliado del Pacto Ribbentrop-Molotov, operación que desde muy pronto conocían los aliados, quienes informaron a Stalin de las pretensiones nazis, aunque el propio Stalin desconfió de la veracidad de la información, lo que generó un nuevo error, ahora por parte de los soviéticos.

Esta omisión estratégica abrió espacio a la acción británica, que ya había identificado claramente cuál era su objetivo principal en la región: la defensa de Gibraltar y, con ella, el control del acceso entre el Mediterráneo y el Atlántico. La activación de la operación Barbarroja por parte de los nazis hizo que los británicos dejaran de lado la operación Goldeneye, que ellos habían diseñado para el caso de que España se activara finalmente en la guerra, de parte de los alemanes, o de que estos invadieran la península Ibérica. Ésta era un plan secreto británico diseñado por Ian Fleming —sí, el futuro escritor de novelas de espionaje, creador de James Bond—, mientras trabajaba para la División de Inteligencia Naval del Reino Unido. Su objetivo principal era vigilar y proteger el Estrecho de Gibraltar en el caso de que España, bajo el régimen de Franco, se aliara con la Alemania nazi o fuera invadida por el Eje. El plan perseguía varios aspectos de vital importancia: establecer una red de vigilancia y sabotaje en la península ibérica, mantener comunicaciones seguras entre Londres y Gibraltar mediante enlaces cifrados, preparar operaciones de guerrilla y sabotaje contra infraestructuras clave si los nazis tomaban el control de la región, y coordinar con agentes en Tánger y en Madrid, como Alan Hillgarth, y con aliados estadounidenses como William Donovan, fundador de la OSS (precursora de la CIA). Aunque, como hemos dicho, nunca se activó por completo, ya que España no entró en la guerra, el plan se mantuvo en alerta hasta 1943. Curiosamente, Fleming usaría más tarde el nombre de la operación, Goldeneye, para su casa en Jamaica, en donde escribió las novelas de 007, y ese mismo nombre inspiró la película Goldeneye, la primera de las cuatro en las que el actor irlandés Pierce Brosnan protagonizó al famoso espía, en 1995.

Por su parte, el Reino Unido, consciente de que el dominio del Estrecho era vital para su logística, su comercio y sus operaciones militares, desplegó una estructura de inteligencia bien organizada en la península. Horrillo describe con detalle cómo, con base central en Madrid, los servicios secretos británicos establecieron centros operativos en los principales puertos españoles: Cádiz, Algeciras. La Coruña, San Sebastián, Sevilla, Barcelona, Valencia, Cartagena y Alicante, entre otros. También crearon una red en el norte de África, especialmente en Ceuta, Melilla, Tánger y Tetuán, lugares clave para el control del litoral y la preparación de futuras operaciones. En este organigrama, Madrid, como capital y sede del Gobierno, fue la sede principal del espionaje británico, en la que se coordinaban los informes del resto de puntos de acción. Éstos, tal y como se ha dicho, coincidían con los principales puertos españoles, tanto en el Atlántico como en el Mediterráneo.


El libro también subraya la importancia del control del Mediterráneo para el Reino Unido, que necesitaba asegurar su influencia sobre el norte de África y el canal de Suez, y del Atlántico, donde el comercio marítimo y la preparación de operaciones como Antorcha exigían una estrecha vigilancia de los puertos atlánticos, incluidos los de Marruecos. En el Atlántico destacaban las ciudades de Cádiz, La Coruña y San Sebastián. Mientras tanto, en el Mediterráneo, la principal actividad se desarrolló, como no podía ser de otra forma, en torno a Gibraltar. Por eso no es de extrañar que, junto a la “Roca”, las redes se establecieron en los puertos más cercanos, como Cádiz y Algeciras, además de los grandes puertos de Barcelona o de Valencia, además de otras ciudades de gran valor estratégico y militar, como Cartagena y Alicante. Y junto a ello, además, la actividad también se extendió a las plazas norteafricanas: Ceuta, Melilla, Tánger, Tetuán,… Estos puestos funcionaban también como centros logísticos y de contrainteligencia, ya que el espionaje alemán también estaba muy presente en la zona.

Gibraltar, que era posesión británica desde 1713, se convirtió, durante la Segunda Guerra Mundial, en un activo estratégico vital para el Reino Unido. Su posición, en el extremo sur de la península ibérica, permitía controlar el paso entre el océano Atlántico y el mar Mediterráneo, canalizando el tráfico marítimo y dificultando el acceso de submarinos alemanes al "mar interior". Horrillo destaca que la defensa de Gibraltar no solo se centró en la fortificación del Peñón, sino en garantizar que la costa española adyacente no cayera en manos hostiles. Por eso, el Reino Unido puso tanto interés en conocer con exactitud todo lo que sucedía en los puertos cercanos y en establecer redes de espionaje capaces de anticipar movimientos de tropas, sabotajes o cooperación con los alemanes. Además, Gibraltar fue base de operaciones para los submarinos, destructores y unidades de inteligencia, incluyendo operaciones conjuntas con servicios secretos españoles "no oficiales" que colaboraban, directa o indirectamente, con los británicos.

Horrillo hace constar en el libro, negro sobre blanco, el verdadero papel, muchas veces controvertido, que jugaron en estas redes algunos personajes importantes. En este sentido, hay que destacar como tanto los ingleses como los alemanes sobornaron muchas veces a algunos generales y ministros del régimen, con el fin, especialmente los primeros, de que nuestro país se mantuviera neutral en el conflicto: “Los británicos ofrecían comida a cambio de paz, mientras los alemanes ofrecían guerra a cambio de su ayuda económica”; quizá sea éste uno de los asuntos que han quedado más claros después del libro de Horrillo. Y precisamente, junto a la comida -hay que tener en cuenta que fue su apoyo, precisamente, lo que posibilitó la entrada en el país del trigo argentino, lo que ayudó a paliar la gran hambruna que España sentía a principios de los años cuarenta-, los ingleses regaron con dólares y libras esterlinas las voluntades de aquellos que podían decidir la entrada o no de España en la guerra.

Uno de esos personajes que tenía capacidad de decidir, pese a no ser un prestigioso militar ni un político del Gobierno, fue el empresario Juan March. Mucho se ha escrito del papel jugado por el empresario tanto en la Guerra Civil como en la Segunda Guerra Mundial, y lo cierto es que se había dejado seducir por ambos bandos. En efecto, el poderoso financiero mallorquín, jugó un papel clave en las intrigas de espionaje y diplomacia encubierta durante la Segunda Guerra Mundial. Aunque España se mantuvo oficialmente neutral, March actuó como intermediario entre el Reino Unido y altos mandos del régimen franquista. Algunos investigadores han documentado que March facilitó operaciones comerciales que beneficiaron indirectamente a la Alemania nazi, como el tráfico de wolframio, un mineral estratégico, o el uso de barcos españoles para sortear bloqueos. Sin embargo, también hay pruebas sólidas de su colaboración con los británicos, como la fundación de Juan March & Co. en Londres, donde incluso trabajaban agentes del servicio secreto. A través de la llamada Operación SOBORNOS, March canalizó fondos británicos para sobornar a generales y figuras influyentes del franquismo con el objetivo de evitar que España se uniera al Eje. Su cercanía con el poder y su habilidad para moverse entre intereses opuestos lo convirtieron en una figura indispensable para los británicos. En resumen, March fue un operador pragmático y oportunista que usó su influencia para moldear la política exterior española desde las sombras, beneficiándose económicamente mientras ayudaba a mantener la neutralidad de España en el conflicto.

En realidad, Juan March no fue el único, en aquel ambiente tenso marcado por las intrigas y con la guerra de fondo, que mantuvo el juego extraño del agente doble, o incluso triple. El propio jefe de la Abwehr, la agencia de espionaje del Tercer Reich, Wilhelm Franz Canaris, participó también de ese doble juego. Canaris había sido almirante de la Kriegsmarine, la marina de guerra nazi, y, desde 1935, jefe de la Abwehr. Aunque inicialmente apoyó al régimen nazi, con el tiempo se convirtió en una figura ambigua y contradictoria dentro del aparato militar alemán. Desde su posición en la inteligencia, Canaris llevó a cabo una doble vida: por un lado, dirigía operaciones de espionaje para el régimen; por otro, saboteaba discretamente los planes de Hitler y colaboraba con la resistencia alemana y con servicios de inteligencia aliados, filtrando información a los aliados con el fin de hacer fracasar los intereses de Hitler, y protegiendo a los judíos y a los opositores al régimen. Incluso llegó a participar indirectamente en la conspiración del 20 de julio de 1944 para asesinar a Hitler, la llamada Operación Valkiria, el intento del golpe de estado que un grupo de oficiales de la Wehrmacht intentó dar en el verano de ese año para poner fin al conflicto armado.

Aunque se sale un poco del principal tema de interés del libro, creo interesante hablar de este plan, que podía haber adelantado tres años el final de la guerra, y que, sin embargo, lo que provocó fue un incremento en el proceso esquizofrénico del dictador nazi. Bajo la cobertura de un antiguo plan, diseñado originalmente por el ejército alemán para mantener el orden interno en caso de que se produjeran disturbios, los golpistas,un grupo de oficiales de la Wehrmacht, intentaron asesinar a Adolf Hitler dentro de su bunker. El 20 de julio de 1944, el coronel Claus von Stauffenberg, un antiguo héroe de la operación Barbarroja y del Africa Korps, donde había resultado gravemente herido -perdió el ojo izquierdo, la mano derecha y dos dedos de la mano izquierda- colocó una bomba en la sala de reuniones de la Guarida del Lobo, el cuartel general de Hitler en Prusia Oriental. Aunque la bomba explotó, Hitler sobrevivió con heridas leves. Tras el atentado fallido, los conspiradores fueron arrestados y ejecutados, y el régimen nazi desató una brutal represión. Se calcula que más de 200 personas fueron ejecutadas y miles arrestados. Canaris fue arrestado por los nazis en julio de 1944, tras descubrirse su implicación en actividades conspirativas. Fue encarcelado y, finalmente, ejecutado el 9 de abril de 1945, apenas unas semanas antes del final de la Guerra. Su muerte fue brutal: fue colgado en el campo de concentración de Flossenbürg tras un juicio sumario ordenado por Heinrich Himmler. Se dice que sus últimas palabras fueron una oración.

Una de las principales operaciones aliadas destacadas en esta parte del conflicto, cuyo resultado ocupa un lugar central en el libro de Luis Horrillo, fue la Operación Antorcha -Operation Torch-, nombre en clave del desembarco aliado en el norte de África en noviembre de 1942. Esta operación militar implicó a fuerzas británicas y estadounidenses, que atacaron simultáneamente en tres puntos clave: Casablanca , en el Marruecos francés, Orán y Argel, en Argelia. El objetivo de la operación era doble: por una parte, arrebatar a las potencias del Eje el control del norte de África, impidiendo una expansión hacia Egipto y el canal de Suez; por otra parte, establecer una base de operaciones para la posterior invasión del sur de Europa (a través de Italia y los Balcanes). El resultado positivo de la operación fue crucial para el desarrollo futuro de la Segunda Guerra Mundial, por varios motivos: fue la primera vez que fuerzas británicas y estadounidenses colaboraron en una operación militar de gran escala, lo que fortaleció la coordinación entre ambos países; se abrió un nuevo frente en la guerra, pues, al invadir el norte de África (Marruecos y Argelia), los aliados obligaron a las fuerzas del Eje a dividir sus recursos, aliviando la presión sobre la Unión Soviética en el Frente Oriental; la operación permitió a los Aliados asegurar rutas marítimas clave y preparar el terreno para futuras campañas, como la invasión de Sicilia y la posterior entrada en Italia; finalmente, fue una victoria significativa que elevó la moral aliada y demostró que una ofensiva coordinada podía tener éxito contra las potencias del Eje.

El impacto de la operación Antorcha en España fue inmediato: el régimen franquista comprendió que el Eje podía perder la guerra, y comenzó a distanciarse discretamente de Alemania e Italia, adoptando una actitud más cercana a los aliados, especialmente al Reino Unido. Horrillo señala este punto como el verdadero giro diplomático del franquismo en la guerra, lejos de la pretendida neutralidad. A partir de esta acción, que marcó el principio del fin para el dominio alemán en África, España comenzó a virar diplomáticamente hacia los aliados. Horrillo señala cómo, desde ese momento, el régimen franquista comenzó a mirar con mejores ojos a Gran Bretaña, al percibir el posible desenlace del conflicto y temer represalias por su inicial cercanía al Eje.

En definitiva, el espionaje británico en la península ibérica se orientó a un objetivo claro: asegurar el dominio marítimo, garantizar la neutralidad (o al menos la pasividad) de España, y preparar el terreno para las grandes operaciones militares que vendrían después. Por su parte, “El espionaje británico y Franco es una obra reveladora” que nos invita a repensar el papel real de España durante la Segunda Guerra Mundial, no desde la óptica de la propaganda franquista, sino desde la mirada pragmática y calculadora de los servicios de inteligencia británicos. Luis Horrillo, con un estilo ágil y bien documentado, aporta una visión novedosa que enriquece nuestra comprensión de las relaciones internacionales en un momento crucial del siglo XX.









El podcast de Clio: ESPIONAJE BRITÁNICO Y NEUTRALIDAD ESPAÑOLA EN LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL


martes, 1 de julio de 2025

UNA CIUDAD ESCRITA DESDE EL RECUERDO

 En tiempos donde la historia local a menudo queda relegada a un segundo plano frente a grandes relatos nacionales o globales, libros como Cuenca, la memoria recordada vienen a mostrarnos el inmenso valor que tiene mirar hacia lo cercano, lo cotidiano, lo propio. Esta obra, firmada por un autor ya veterano en las lides de la divulgación histórica conquense, Antonio Rodríguez Saiz, y editada por la Diputación Provincial de Cuenca, es más que una recopilación de artículos: es un ejercicio de memoria colectiva, un homenaje a la ciudad y a quienes la habitan y la han habitado.

El libro recoge los artículos publicados a lo largo de los años en el blog Cuenca en el recuerdo”cuencaenelrecuerdo.es—, un espacio de referencia para todos los amantes del pasado de nuestra ciudad. Organizado con el mismo criterio que ha guiado el sitio digital, este volumen ofrece al lector una travesía amable y rigurosa por calles, personajes, costumbres, edificios y acontecimientos que, aunque a veces olvidados, forman parte esencial del alma de Cuenca. Son, en efecto, más de cien artículos, distribuidos en ocho series de muy distinta amplitud: títulos y honores, fiestas, Semana Santa, cultura, sucesos, personajes, historia, y monumentos y esculturas.

No es esta la primera incursión del autor en el campo de la memoria histórica conquense. Ya en su día publicó un libro con el mismo título que el blog, “Cuenca en el recuerdo”, que reunía los textos que había publicado en el desaparecido semanario Gaceta Conquense. Aquella primera entrega ya supuso también una aportación valiosa para el conocimiento y la difusión de la historia local, y esta nueva edición, que podríamos considerar una segunda parte o una ampliación natural, mantiene e incluso refuerza esa vocación divulgadora. Una labor divulgadora que no se remite sólo a estos dos libros, sino a sus abundantes colaboraciones en la prensa, así como a la tarea realizada a lo largo de sus muchos años como docente, como profesor de escuela, etapa en la que desarrolló una importante labor como promotor y catalizador, entre su alumnos, por el estudio de la historia, y sobre todo, por el amor por la ciudad de Cuenca.

El estilo del autor es accesible, cercano, y al mismo tiempo riguroso, fruto de una labor de investigación que, sin renunciar a la erudición, busca siempre acercar el pasado al lector común. Se nota la pasión con la que escribe, el compromiso con su tierra y su historia. Sus artículos no se limitan a contar lo que ocurrió, sino que buscan comprenderlo, contextualizarlo, darle sentido dentro del tejido más amplio de la identidad conquense.

Quiero recoger aquí las primeras palabras que el autor del prólogo, el catedrático de Didáctica de la Lengua y Literatura de el Universidad de Castilla-La Mancha, Martín Muelas Herraiz, dedica al libro, pues muestra lo que el texto quiere ser realmente: “La historia local es una modalidad historiográfica que se ocupa de indagar en los procesos sociales y acontecimientos de diversa índole a escala local. En esa indagación caben dos orientaciones básicas: la que no tiene preocupaciones científicas ni metodológicas rigurosas a la hora de afrontar el estudio, sino que procura ofrecer un relato aséptico de los acontecimientos acaecidos en el lugar en un momento determinado de su historia, o una segunda orientación interesada en el análisis interpretativo de esos acontecimientos locales para ponerlos en relación con otros de ámbito más amplio a escala regional o nacional, y establecer las implicaciones pertinentes en la que podríamos llamar Historia global. En el primer caso, tal vez sería más adecuado hablar de Crónica, pues está basada en el relato documentado de hechos constatados fehacientemente en testimonios escritos y donde apenas se introducen apreciaciones personales, si bien es verdad que nada impediría orientarse con planteamientos epistemológicos y metodológicos adecuados hacia la misma consideración que la historia general; en ese caso, la única diferencia sería el ámbito territorial que es objeto de estudio. Traídas estas consideraciones previas al magno volumen con el que nos sorprende el profesor Antonio Rodríguez Saiz, hay que dejar claro desde el primer momento que el autor ha optado por la primera de las acepciones del concepto de historia local, y nos ofrece una verdadera y completísima Crónica de la ciudad de Cuenca, y alguna de sus gentes. Sin renunciar a los momentos fundacionales, el grueso de esa crónica está referido con prioridad a los siglos XIX y XX, aunque tampoco falta algún episodio fechado en este siglo XXI, que ya llevamos en buenas, y que, por tanto, también tiene su historia.”

Quizá sea por este motivo, por lo que el servicio de publicaciones de la Diputación Provincial, que es la entidad que ha publicado el libro, no lo haya incluido en su colección de Historia, sino en la de Creación Literaria. Sin embargo, y pese a ello, en sus páginas también hay mucha historia, aunque escrita de una manera diferente. Pero historia, a fin de cuentas, a la que el historiador también puede y debe acercarse para comprender algunas cosas de la personalidad de la ciudad del Júcar. Y sobre todo, en cada página de este libro hay un pedazo de Cuenca: un rincón, una anécdota, una tradición, un personaje olvidado que vuelve a la vida gracias al poder evocador de la palabra escrita. El resultado es una obra que no sólo informa, sino que emociona. Que no sólo enseña historia, sino que crea conciencia de pertenencia.

Y es que el libro de Antonio Rodríguez no es sólo una crónica. Sus artículos son, también, válidos como fuente para los historiadores que quieran profundizar en la historia de nuestra ciudad, especialmente para aquellos que quieran investigar en los siglos XIX y XX; porque entre sus páginas, rebosantes de anécdotas curiosas, desconocidas muchas de ellas, se pueden encontrar datos interesantes sobre la ciudad o la provincia, o de algunos personajes ilustres procedentes de ellas. Podremos acudir a muchos ejemplos de ellos, como cuando habla de la desaparecida parroquia de San Vicente, en cuya jurisdicción,  según el Censo de Floridablanca, vivían muchos de los pañeros y otros profesionales del ramo, atraídos por la ciudad, desde muchos pueblos de la provincia, o de fuera de ella, por el impulso que el futuro obispo Antonio Palafox había dado a esta industria en la segunda mitad del siglo XVIII.

Otro ejemplo de ello es el artículo dedicado a la apertura de la pequeña calle Madre de Dios, entre la iglesia de San Andrés y la de San Felipe, que sólo se produjo en 1956, y la recuperación de la memoria de Pedro García Galarza (1578-1604), cuyo escudo corona una de las fachada de la calle, junto a la descuidada escalinata. Éste, desde el pequeño pueblo conquense de Bonilla, donde había nacido, llegó a ocupar la cátedra del obispado de Coria, donde fue muy querido por su labor pastoral y por su colaboración para atender a los necesitados. Fue, además, consejero de Felipe II.

Pero, ¿quién fue este Pedro García Galarza? Recogiendo los datos de cualquier diccionario biográfico, podemos decir que cursó estudios en Artes en Alcalá de Henares y luego Teología y Cánones en Sigüenza y Salamanca (1562). Fue catedrático de Artes en Salamanca y, en 1567, canónigo magistral en la catedral de Murcia. El 9 de enero de 1579 fue nombrado obispo de Coria, cargo que desempeñó hasta su fallecimiento en 1604. Amigo y consejero personal de Felipe II, jugó un papel diplomático clave durante la incorporación de Portugal a la Corona, tanto que el rey se alojó en su palacio en 1583 durante su viaje oficial a Lisboa. Fiel a los preceptos del Concilio de Trento, Galarza reforzó la disciplina clerical: impulsó la clausura monástica (especialmente en el convento de San Pablo en Cáceres), sufrió resistencia de órdenes religiosas como las comendadoras de Alcántara, y convocó dos sínodos (1594 en Cáceres y 1596 en Coria), cuyas normas rigieron la diócesis durante siglos.

Entre los años 1587 y 1588 mandó reformar el palacio episcopal de Cáceres, edificio que, por ello, luce en su fallada el escudo del prelado, con la inscripción siguiente: “Don García de Galarça Obispo de Coria”. También ordenó construir, en 1603, el seminario de San Pedro en Cáceres, pese  la preferencia que el cabildo de Coria mantenía por su sede titular, y que fue el primer seminario diocesano de la diócesis que seguían las tesis emanadas de Trento. Por su parte, en su pueblo natal también ordenó edificar el convento clarisas y el hospital del Padre Eterno, destinado a los pobres, enfermos. Fallecido el 6 de mayo de 1604 en Coria, fue enterrado en su propio mausoleo, dentro de la catedral, la llamada Capilla de las Reliquias, obra renacentista del arquitecto Juan Bravo con escultura de Lucas Mitata. En su interior, la capilla contiene su estatua orante en alabastro, obra del escultor Lucas Mitata, que lleva una inscripción latinista enalteciendo la “incomparable gloria”. Su labor marca un hito en la historia eclesiástica de la diócesis, tanto por su reforma colegial como por su defensa del clero y la vida religiosa. Publicó, al menos, dos obras conocidas: Evangelicarum Institutionum libri octo (Madrid, 1579) y De clausura monialium controversia (Salamanca, 1589). También dejó varios manuscritos y reglamentos eclesiásticos.

“Cuenca, la memoria recordada” es, en definitiva, un libro necesario para quienes aman esta tierra, para quienes quieren conocerla mejor, y también para quienes creen —con razón— que no hay historia pequeña si está contada con honestidad, sensibilidad y conocimiento. Una lectura recomendada, y casi diríamos que imprescindible, para quienes piensan que la memoria no es sólo cosa del pasado, sino una herramienta fundamental para construir el presente y el futuro.









viernes, 20 de junio de 2025

NOTAS SOBRE UN ESPÍA ESPAÑOL DEL SIGLO DE ORO: MIGUEL DE MOLINA

 

Atraídos por las novelas de John Le Carre o de Frederick Forsyth, o esas primeras novelas de Ken Follett, antes de que el enorme éxito obtenido por “Los pilares de la tierra” y otras novelas históricas hicieran olvidar al lector sus inicios como novelista de misterio; atraídos por el cine de acción del Hollywood más espectacular, por las aventuras de un agente 007, que por cierto, también fue creado antes en la literatura que en el propio cine, muchas veces pensamos que el espionaje es algo propio de los tiempos recientes, de la Guerra Fría o, como mucho, de las primeras décadas del siglo pasado, y nos olvidamos de que esta labor es algo natural, consustancial al hombre y a todas las formas de gobierno, desde las primeras civilizaciones. En efecto, todos los estados, no sólo el estado moderno, ha tenido la necesidad de conocer, a la mayor exactitud posible, cuál era la manera de actuar del resto de gobiernos con los que interactuaban, amigos o enemigos, con el fin de poder adelantarse a las posibles amenazas, sean éstas externas, provocadas por otros países, y hasta internas. O también, incluso, para prevenir guerras, con una actuación preventiva, antes de que sea necesario el empleo de la fuerza militar.


Cuando estudiamos la España de los Habsburgo, cuando nos adentramos en la España de aquel ingente imperio que se gestó en el siglo XVI, y que se extiende también por gran parte de la centuria siguiente, hablamos de los tercios, los bravos soldados de la infantería española que gestaron aquel imperio, o del Camino Español, que permitió recorrer en un corto tiempo centenares de kilómetros por un estrecho pasillo, rodeado de tropas enemigas, pero nos olvidamos de la importante labor desempeñada por el aparato de espionaje elaborado por los Habsburgo, tal y como ha demostrado Fernando Martínez Laínez en su libro “Espías del imperio”. No voy a hablar del libro, porque a él, y a uno de los espías conquenses mencionados en el libro, Luis Valle de la Cerda, el genio del cifrado según palabras del propio Martínez Laínez, ya le dediqué una entrada en este mismo blog (ver “Luis Valle de la Cerda, un espía conquense al servicio del imperio Habsburgo”, 4 de marzo de 2022). En esta ocasión voy a hablar de otro de esos espías conquenses, muy poco conocido entre sus paisanos del siglo XXI, pero antes de hacerlo creo conveniente hablar, siquiera someramente, de cómo se tejían esas redes cuando el conquense actuó, en pleno siglo XVII.

En efecto, en la Europa del seicento, el continente europeo se encontraba cruzado por unas amplias redes de espionaje que afectaban a todas las monarquías, desde las más importantes, como Francia, Inglaterra o, por supuesto, España, hasta los más minúsculos estados casi olvidados. El espionaje en el siglo XVII no tenía nada que envidiar a las modernas redes de inteligencia: mensajes en clave, tinta invisible, agentes dobles, contraseñas y traiciones eran parte del día a día de los servicios secretos de las monarquías europeas. En una época donde el equilibrio entre las potencias —España, Francia, Inglaterra, los Países Bajos y el Imperio Otomano— pendía de un hilo, los espías eran piezas clave de un tablero en constante tensión. No existía aún una red institucionalizada como las actuales agencias de inteligencia, pero reyes, virreyes y embajadores contaban con toda una corte de informadores, correos secretos, religiosos infiltrados y nobles con doble agenda.

Las redes de espionaje en el Mediterráneo durante el siglo XVII eran tan complejas como las propias relaciones políticas y religiosas de la época. El Mare Nostrum no solo era una vía de comercio y expansión imperial, sino también el principal campo de batalla silenciosa entre cristianos y musulmanes, entre católicos y protestantes, entre monarquías rivales. En este escenario, los espías jugaban un papel esencial como recolectores de información, diplomáticos encubiertos, saboteadores e incluso negociadores de rescates de cautivos.

El Imperio español mantenía una extensa red de agentes que operaban desde lugares que eran clave: Nápoles, Sicilia, Cerdeña, Orán, Túnez, Argel, y sobre todo en el Levante italiano. Los virreyes españoles coordinaban muchas veces estas acciones, y el Consejo de Estado recibía informes secretos procedentes de los lugares más remotos. Había espías en Constantinopla (Estambul), disfrazados de comerciantes, clérigos o incluso renegados cristianos convertidos al islam para infiltrarse en el mundo otomano. Estos agentes usaban mensajes cifrados, doble correspondencia (una visible y otra escondida en el pliegue del papel o escrita con tinta invisible) y redes de contactos con intermediarios locales, como judíos conversos, griegos ortodoxos o maronitas. A menudo actuaban bajo la cobertura de órdenes religiosas —mercedarios, trinitarios o jesuitas— que se movían en los márgenes de lo permitido.

La Santa Sede también tenía su propio y eficaz sistema de espionaje. Los papas del siglo XVII, como Urbano VIII, Inocencio X o Alejandro VII, no eran solo jefes espirituales, sino hábiles políticos que manejaban información sensible con una red de "informatori" repartidos por toda Europa y el Mediterráneo. El cardenal Francesco Barberini, por ejemplo, sobrino de Urbano VIII, dirigía una red que incluía agentes en Constantinopla, París, Madrid y Viena. Uno de sus espías más célebres fue el padre Leone Allacci, un erudito greco-católico que se movía entre Roma y Oriente, recogiendo no solo manuscritos, sino también noticias políticas y religiosas sobre los movimientos de los turcos o las comunidades cristianas del este.

Los espías pontificios solían ser clérigos o eruditos, lo que les permitía circular por ambientes académicos, diplomáticos o eclesiásticos sin levantar sospechas. Algunos actuaban como “corresponsales” de embajadores, otros como confesores o emisarios de órdenes religiosas. Era común que trabajaran en cooperación, o en competencia, con agentes españoles o franceses, dependiendo del equilibrio político del momento. Todo este engranaje funcionaba en paralelo a las guerras abiertas: mientras los ejércitos sitiaban plazas o defendían fronteras, los espías cruzaban el mar disfrazados de peregrinos, comerciantes o religiosos. Muchos acababan presos o ejecutados si eran descubiertos, y sus nombres desaparecían para siempre. Otros lograban cambiar el curso de una negociación o alertar sobre un ataque sorpresa.

Algunos nombres han llegado hasta nosotros por su ingenio o por su leyenda. Miguel de Cervantes, el autor del Quijote, fue capturado por corsarios y preso en Argel, y hay indicios de que actuó como espía para la monarquía española durante sus viajes por el norte de África e Italia. Anthony Ashley Cooper, conde de Shaftesbury, fue espía inglés en la corte francesa. John Thurloe, secretario de Estado de Oliver Cromwell, dirigió una extensa red de inteligencia protestante. Y en este oscuro y fascinante mundo de secretos se encuentra también la figura, apenas conocida, de Miguel de Molina, espía del rey que había nacido en Cuenca. En definitiva, el Mediterráneo del siglo XVII fue un escenario donde el espionaje no era un acto secundario, sino una herramienta clave de poder. Espías como Miguel de Molina, al servicio del rey, o Leone Allacci, al servicio del Papa, encarnaron un mundo en el que fe, política y traición se entrelazaban en cada carta cifrada.

De la vida de Miguel de Molina sabemos poco con certeza, como corresponde a quien vivió en el mundo de las sombras. Por motivos profesionales, como es obvio, se vio obligado a mantenerse en el anonimato prácticamente durante toda su vida, y por eso, resulta difícil para los historiadores seguir su pista a través de los documentos. Éstos, cuando existían, que no siempre lo hacían, se vieron sometidos después a una expurgación oficial, con el fin de no dejar apenas huella de las actividades, muchas veces escasamente confesables, de manera que, casi siempre, los espías estaban condenados a ser como una especie de héroes silenciosos.

Quizá fue por ese motivo, y no otro, por lo que algunos cronistas conquenses lo consideraron como un simple pícaro, uno más de los muchos pícaros que pulularon por el país durante el Siglo de Oro, haciendo de su vida aventurera una loa continua a la mentira y el engaño. Así lo consideró, entre otros, Trifón Muñoz y Soliva, y María Luisa Vallejo en su “Efemérides conquenses”, al anotar los sucesos correspondientes al 3 de agosto, fecha en la que se produjo la ejecución de nuestro héroe -realmente, fue ese día, pero de 1641, no de 1541, como afirma la autora-, dice de él lo siguiente, haciéndose eco del propio Muñoz y Soliva:  “Muere el travieso Miguel de Molina, ahorcado por sus muchos delitos, que había revuelto con sus embustes e intrigas las Cortes de España, Roma, Viena y Francia. Nació en Cuenca y murió arrepentido, confesando públicamente sus culpas. En algunos escritos le llaman Gabriel”.

Nació Miguel de Molina en Cuenca en los últimos años del siglo XVI, o en la primera década de la centuria siguiente, en el seno de una familia modesta. Estudió primero en el colegio de jesuitas de la capital del Júcar, en la calle de San Pedro, y más tarde en el seminario de San Julián, cuando todavía no se había construido el edificio actual. Muy joven viajó a Alcalá de Henares, en cuya universidad inició sus estudios de Artes, estudios que no llegó a terminar porque, atraído por la vida en la corte, se trasladó a Madrid. En la villa y corte empezó una etapa de su vida que podríamos denominar como oscura. Así lo han descrito Hilario Priego y José Antonio Silva, en la segunda edición de su “Diccionario de personajes conquenses:

“Atraído por la vida de la corte, se trasladó a Madrid, con el propósito, al parecer, de dedicarse a la literatura. Sin embargo, pronto comenzó a utilizar su habilidad con la pluma para otros menesteres, y en 1622 se le abrió un proceso por falsificar unos papeles, y fue condenado a galeras. En 1627 cayó prisionero de los moros, y vivió un largo y penoso cautiverio que, finalmente, consiguió eludir mediante el pago de un rescate. Regresó entonces a España y se dirigió a Madrid, donde consiguió un empleo como secretario del obispo de Coimbra”. Estuvo después al servicio del conde de Saldaña hasta que, en 1635, fue encarcelado

No sabemos si, para entonces, el conquense ya había sido reclutado como espía. En aquel momento, el obispo de Coimbra era João Manuel de Ataíde, quien se había convertido ya en una figura destacada en Portugal, tanto en el ámbito eclesiástico como en el político. Había nacido en Lisboa en 1570, siendo el quinto hijo de una familia noble y se doctoró en Teología por la universidad de esa misma ciudad portuguesa. Tuvo una carrera eclesiástica notable: fue obispo de Viseu (1609–1625), luego de Coimbra (1625–1632), y finalmente fue nombrado arzobispo de Lisboa en 1632, por lo que la sede episcopal quedó vacante hasta el nombramiento de su sucesor, Jorge de Melo, cuatro años más tarde. Además, en 1633 sería designado virrey de Portugal por el rey Felipe III, aunque por poco tiempo: falleció ese mismo año, el 4 de julio, antes de recibir el palio arzobispal. Su vida refleja la estrecha relación entre la Iglesia y el poder político en la época de la monarquía dual hispano-portuguesa.

A continuación, nuestro protagonista pasó al servicio del conde de Saldaña. Sería interesante quien ostentaba el título en el momento en que el conquense entró a su servicio. ¿Para quién estaba trabajando realmente el conquense en aquellos momentos? Por entonces, el conde de Saldaña era Rodrigo Díaz de Vivar Sandoval Hurtado de Mendoza quien había heredado también el título de duque del Infantado en 1628, después del fallecimiento de su abuela, Ana de Mendoza de la Vega. El noble aún no había cumplido los veinte años, y ni siquiera había comenzado su carrera como militar y político en la corte de los Austrias, que le llevaría, desde sus primeras actividades en la guerra de Portugal, en 1640, y en el sitio de Lérida, seis años más tarde, a ser nombrado, entre 1621 y 1655, virrey de Sicilia. Podría ser, en realidad,  Diego Gómez de Sandoval de la Cerda, quien era el segundo hijo del hombre más poderoso de la corte, después del propio rey, el duque de Lerma, y que, como esposo que había sido de la séptima condesa, Luisa de Mendoza y Mendoza, seguía siendo considerado conde de Saldaña, pese a que ésta había fallecido en 1619, y que Diego había contraído un nuevo matrimonio con Mariana Fernández de Córdoba Castilla.

En 1635, Molina volvió a ser encarcelado, “a causa de ciertas sospechas sobre sus posibles actividades como espía”, aunque inmediatamente se le puso en libertad, por falta de pruebas contra él. Desde allí se trasladó a Nápoles, por entonces parte del imperio español, donde entró en contacto con círculos cortesanos y diplomáticos. Fue precisamente en Italia donde comenzó su carrera como informador al servicio de la Corona. Sus conocimientos de lenguas —castellano, italiano, francés y, también un poco de árabe— lo hacían especialmente valioso. Molina operó durante años en diversos puntos del Mediterráneo, sobre todo en los reinos de Túnez y Argel, donde se hizo pasar por comerciante y a veces por religioso. La monarquía hispánica le encomendó tareas de observación de flotas, seguimiento de rutas comerciales, y contacto con renegados y cautivos. En ocasiones, incluso llegó a actuar como negociador encubierto para la liberación de cristianos apresados por corsarios berberiscos.

Ni siquiera Hilario Priego y José Antonio Silva, en su diccionario, intentan documentar sus verdaderas actividades como espía, dejando sólo unos breves apuntes que nos narran unos aspectos de su vida que, en realidad, tendrían más que ver con una tapadera “oficiosa”. Recogemos, una vez más, lo que ambos profesores cuentan de esa vida: “Unos años más tarde, en febrero de 1640, volvió a ser detenido, acusado de graves delitos En efecto, falsificando cartas y documentos, se hizo pasar por oficial y criado de don Andrés de Rojas, secretario del Consejo de Estado. Al amparo de esa personalidad fingida, comerciaba con informaciones falsas, que vendía a dignatarios y políticos -especialmente, extranjeros-, a quienes hacía creer que las había obtenido en las altas instancias del Estado. En esta ocasión, se encontraron en su poder papeles muy comprometedores, que ponían al descubierto supuestos movimientos por parte del emperador y del rey de España para matar a Richelieu, al conde de Weimar, y al papa Urbano VIII, por lo que se le sometió a un proceso, tras el que fue condenado a morir en la horca. La pena se ejecutó el 3 de agosto de 1641”.

¿Qué había, realmente, detrás de aquellas acusaciones? ¿Era Miguel de Molina, en realidad, sólo un pícaro, que había pasado su vida engañando a quienes, procedentes de diversos rincones de Europa, llegaban a la corte madrileña en busca de información, o trabajaba realmente para aquellos cortesanos para los que había dicho trabajar? ¿Cuánto de espionaje, y de contraespionaje, se ocultaba detrás de su vida azarosa? Como tantos otros agentes, Miguel de Molina fue víctima del sistema al que sirvió. Su actividad fue descubierta por autoridades otomanas en Argelia, que lo acusaron de espionaje, sabotaje y conspiración contra el rey de Argel. En 1672 fue arrestado, torturado y, tras un juicio sumarísimo, ejecutado por decapitación pública. Sus últimas palabras, recogidas en una carta que logró hacer llegar a un fraile mercedario antes de morir, fueron un acto de fidelidad al rey y de petición de perdón por los pecados cometidos “bajo el velo del secreto y por amor a la patria”. Su muerte fue silenciosa para la corte española. Como tantos otros agentes secretos, su historia fue archivada, minimizada o simplemente olvidada. No hubo estatuas, ni funerales de Estado, ni memoria oficial.

Miguel de Molina representa a esa legión de hombres, y mujeres, que arriesgaron sus vidas en los márgenes del mundo conocido, sin esperar reconocimiento. Su historia nos obliga a replantear la imagen que tenemos del siglo XVII, no solo como época de escritores y pintores, sino también como una era de intrigas políticas, espionaje internacional y lealtades ambivalentes. Hoy, desde su ciudad natal, Cuenca, sería justo recuperar su figura. Porque en tiempos de secretos y traiciones, pocos dejaron una huella tan invisible y, al mismo tiempo, tan valiente como la que dejó Miguel de Molina.






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