La historia de la arquitectura
española está llena de figuras que, por diversas razones, han permanecido en un
discreto segundo plano a pesar de sus valiosas aportaciones. Uno de estos
personajes es Fray Vicente Sebila, un fraile arquitecto cuya labor estuvo
estrechamente vinculada a la diócesis de Cuenca durante el episcopado de Don
Joseph Flórez Osorio. En efecto, poco es lo que se conoce de este arquitecto,
que llegó a la diócesis conquense de la mano del obispo leonés, con quien ya
había trabajado en su anterior cátedra episcopal, como prelado en la diócesis
de Orihuela, y en cuyo palacio, incluso, vivió durante todo el tiempo que se
mantuvo en la ciudad del Júcar, como maestro mayor de obras del obispado, más
allá de que fue uno de los más estrechos colaboradores del prelado en su
extensa labor como constructor y restaurador de iglesias y de ermitas por toda
la diócesis, y que su pertenencia a una orden como la de los mínimos de San
Francisco de Paula, que no tenía ningún convento en todo el obispado conquense,
hizo que fuera visto con cierta extrañeza y desconfianza por gran parte de los
habitantes de la ciudad en aquel largo periodo. A la diócesis llegó, como ya
hemos dicho, de la mano del nuevo prelado, en 1738, y de Cuenca tuvo que
marcharse en 1759, pocos meses después del fallecimiento de su tutor en la
diócesis.
Su nombre, poco conocido fuera de los círculos especializados, merece un reconocimiento mayor por su contribución al esplendor arquitectónico de la ciudad en el siglo XVIII, y eso es , precisamente, lo que ha venido a hacer en su estudio la doctora Ana López de Atalaya Albaladejo: “Fray Vicente Sebila. Un fraile arquitecto al servicio del obispo de Cuenca D. Joseph Flórez Osorio (1738-1759)”. Se trata de un libro muy necesario, para hacer justicia a un maestro que, durante mucho tiempo, ha sido bastante desconocido, oculto de la crítica y de la opinión pública general, por una corriente que nació hace ya cuarenta o cincuenta años, bajo la égida de Fernando Chueca Goitia, y que se ha venido manteniendo, sin ningún ejercicio de crítica por los diversos estudiosos que han venido trabajando el tema en las últimas décadas: la atribución al arquitecto José Martín de Aldehuela de todo cuanto se construía y reconstruía en Cuenca a lo largo del siglo XVIII. En efecto, sólo muy recientemente, los trabajo, más escrupulosos, de Jesús Barrio Moya o del profesor Pedro Miguel Ibáñez, han empezado a dudar de algunas de esas atribuciones.
En este sentido, la monografía de
López de Atalaya ha terminado de clarificar la importante obra de este
arquitecto, en un periodo en el que las reconstrucciones de iglesias y de
ermitas por toda la diócesis se multiplicaron, al amparo de la labor
constructora del propio prelado. Recogemos, en este sentido, las palabras de la
autora: “Hace aproximadamente treinta años, mientras investigaba en los
archivos conquenses para escribir mi tesis, comencé a percibir que los datos documentales que encontraba no
coincidían con lo que la historiografía local me mostraba. La quiebra se hallaba
en la figura del famoso José Martín, apodado “Aldegüela”, arquitecto al que los
historiadores del arte le habían construido una trayectoria vital y laboral
amplísima sin apenas soporte documental, y con un pleno desconocimiento del
contexto social del entorno conquense del siglo XVIII, de tal manera que había
terminado fagocitando la carrera profesional de fray Vicente. De ahí surgió el
empeño personal de localizar el mayor número posible de datos e informes sobre fray Vicente, con la intención de separar
las experiencias profesionales de ambos maestros. Y sobre todo, resaltar la
figura del arquitecto del Obispo,
otorgándole el lugar y mérito que merece
dentro de la historia de la arquitectura barroca conquense. El soporte
documental procedente de los archivos locales y nacionales me ha permitido
adjudicar con soltura las obras
mostradas, pero la pérdida de fuentes directas me ha obligado,
puntualmente, a recurrir a atribuciones razonadas.
Tal y como he dicho, el obispo y el
arquitecto se conocieron, y trabajaron juntos, en la zona mediterránea, durante
la etapa de Flórez Osorio como obispo de Orihuela. Se conocen algunas obras del
arquitecto realizadas en la zona de Murcia, en donde la orden de los mínimos sí
tenía establecidos algunos conventos, en los cuales, sin duda, ya había
trabajado fray Vicente. Es especialmente interesante el convento que la orden
tenía en Alcantarilla, en el que el futuro maestro mayor de obras del obispado conquense
realizó algunos trabajos, y en los que ya se pueden encontrar varios elementos
que, después, repetirá en las construcciones conquenses. De la misma forma, se
pueden comparar también algunos elementos característicos de las iglesias
murcianas, como en las de San Pedro o en San Nicolás, con los que más tarde
repetirá en la iglesia conquense de San Felipe, o en otras iglesias de la
diócesis. De esta forma se puede decir que, a lo largo del siglo XVIII, y en lo
que a la arquitectura barroca se refiere, se puede apreciar una especie de
camino de ida y vuelta entre Cuenca y Murcia, protagonizadas especialmente por
Jaime Bort y el propio fray Vicente Sebila, de tal manera que, si éste se trajo
a nuestra ciudad importantes elementos arquitectónicos tomados directamente de
las iglesias murcianas, aquél, que había abandonado Cuenca pocos años antes, en
cuya provincia llegó a realizar importantes obras como la ermita del Santo
Rostro de Honrubia, llevó a la comarca murciana, en cuya catedral se encargó de
hacer la nueva portada para sustituir a la antigua portada plateresca que se
hallaba arruinada por las múltiples crecidas del río Segura, algunos elementos
de inspiración conquense. En este sentido hay que destacar el ayuntamiento de
la villa de Caravaca, cuya fachada es
como una transliteración, en pequeño, y en el que los tres arcos abiertos en su
parte inferior son sustituidos por un único arco y dos portadas adinteladas,
del propio ayuntamiento conquense, cuyas trazas había entregado ya antes de su
marcha.
Si
bien la documentación sobre la vida y obra de Fray Vicente Sebila es escasa, se
le atribuyen importantes intervenciones en edificios religiosos de la diócesis.
Su estilo, dentro del barroco tardío, se caracteriza por una cuidada
ornamentación, el uso de estructuras dinámicas y una perfecta integración de la
arquitectura con el programa iconográfico religioso.El obispo Joseph Flórez
Osorio, conocido por su interés en el embellecimiento de la diócesis y su
mecenazgo en diversas obras artísticas y arquitectónicas, encontró en Fray
Vicente Sebila a un colaborador idóneo. Bajo su protección, el fraile
desarrolló una serie de proyectos que contribuyeron a la transformación
urbanística y monumental de Cuenca.
Entre sus posibles contribuciones
destacan la reforma y ampliación de algunos conventos y parroquias de Cuenca,
así como la planificación de espacios destinados al culto. Aunque muchas de
estas obras han sido modificadas con el paso del tiempo, la huella de su
concepción arquitectónica aún puede rastrearse en la fisonomía de algunos
templos de la región. También, por supuesto, algunas construcciones de nueva
planta: Valverdejo, Pozoseco, la hoy arruinada iglesia de Fresneda de la
Sierra, o las de Huertapelayo y Alique, en la actualidad en la provincia vecina
de Guadalajara, entre otras que, por falta de documentación, todavía no han
podido ser atribuidas con total exactitud, aunque la autora sí se las atribuye.
Y entre ellas sí quiero destacar la iglesia del pequeño lugar de Navalón, muy
cerca de la capital de la diócesis, de la que ya hablé en su momento en otro
lugar de este blog (ver “El altar mayor de la iglesia de Navalón”, 19 de enero
de 2018; y “La iglesia de Navalón (Cuenca) en el siglo XVIII”, 20 de agosto de
2019).
Cuando hablamos de arquitectura
histórica, debemos distinguir entre quien fue el constructor final de un
edificio cualquiera, y quien había sido el verdadero autor intelectual de éste,
es decir, entre el autor de las trazas y la persona que finalmente realiza el
proyecto. Y es que lo usual era que, una vez que el arquitecto principal hubiera
elaborado los planos, la construcción final del edificio era pregonada
abiertamente, siendo adjudicada la obra al mejor postor, en una subasta abierta
a la baja; aunque en algunos casos, también, las obras se adjudicaban
directamente, sin subasta, a algún arquitecto que fuera de la confianza del
maestro de obras. En el caso de la iglesia de Navalón, la documentación
existente es bastante clarificadora, tanto en lo que respecta a quién había
realizado las trazas, fray Vicente Sebila, como en lo que se refiere al autor
material, el iniestese Agustín López, aunque la existencia de diferentes
autores que, perteneciendo a la misma familia, compartieron también el mismo
nombre, hace casi imposible saber, con total exactitud, cuál, de todos ellos,
fue el que realizó el templo.
En las diferentes visitas diocesanas
que se realizaron a este pueblo a lo largo del siglo XVIII ya se había hablado
repetidamente de la ruina en la que estaba la iglesia antigua, que se
encontraba extramuros de la población. Por ello, y teniendo en cuenta los
escasos recursos materiales con los que contaba la parroquia, fue el propio
obispo el que sufragó la nueva iglesia, sobre un solar que era propiedad de
Antonio del Castillo y Prast, alférez de guardias reales y descendiente de dos
familias importantes de la capital, los Castillo y los Chirino. Así, en mayo de
1758, fray Vicente Sebila ya había redactado las trazas y las condiciones para
la fabricación de la nueva iglesia, que fue presupuestada y, puesta en subasta,
fue adjudicada finalmente en la persona de Agustín López, por una cantidad de
veinte mil reales, que cobró de la manera que era usual en este tipo de obras:
un tercio antes de iniciarse la obra, otro tercio a mitad de obra, y el último
tercio una vez acabada, y certificada por el maestro de obras del obispado.
Para entonces, fray Vicente Sebila ya se había visto obligado a abandonar la
diócesis, después del fallecimiento de su benefactor, el prelado Flórez Osorio,
por lo que fue su sucesor en el cargo, Bartolomé Ignacio Sánchez, quien tuvo
que dar el visto bueno definitivo a la construcción, lo que hizo en noviembre
de 1760. Y en los años siguientes se procedería a amueblar la iglesia con los
elementos devocionales, propios de este tipo de edificios, obra que corrió a
cargo del tallista Alonso Ruiz, quien se hizo cargo del retablo principal de la
iglesia, del pintor y dorador Julián López, y del maestro organista Julián de
la Orden, el mismo que había hecho los dos órganos del coro de la catedral.
Desde luego, y a pesar de algunas
remodelaciones sufridas por el templo en el siglo XIX, y que provocó la desaparición
del pequeño cimbalillo que, según la documentación, coronaba la espadaña,
transformando los tres huecos para campanas de los que habla la documentación,
en sólo dos vanos, la obra final responde a todas las características propias
de la arquitectura de este maestro de arquitectura: la amplia cornisa, que
rodea toda la iglesia, que procedía incluso, como se ha visto ya, de su época
murciana; la propia cúpula de media naranja, adornada con molduras mixtilíneas
y largos rameados en forma de rayos, dando la apariencia de falsos gallones; las
rocallas de yesería que adornan tanto
las pechinas de la cúpula central como los medallones, con cabezas de
querubines, que adonan los entrecruces de los lunetos; las pilastras que
separan los diferentes tramos en los que se divide la única nave de la iglesia;
el ancho, y a la vez muy corto, crucero,… Quizá el único elemento
característico de fray Vicente que falta en la obra de Navalón es la
tradicional ventana cuatrilobulada, que podemos ver en tantas otras obras del
maestro, repartidas por toda la diócesis.
Su obra, como no podía ser de otra
forma, también se encuentra en la capital de la diócesis, sobre todo en la
restauración de algunas iglesias, que en ocasiones, como ya hemos dicho antes,
han sido repetidamente atribuidas al maestro de Aldehuela; pero también, en
ocasiones, en obras civiles, porque también el Ayuntamiento, algunas veces, y a pesar de que también recibió repetidamente
ciertas críticas por parte de algunos regidores, solicitó su colaboración, por
sus amplios conocimientos en los campos de la arquitectura y de la ingeniería,
para la realización de diversos proyectos, a los que también se hace referencia
en el texto de López de Atalaya. De entre todos esos trabajos realizados en la
ciudad de Cuenca, quizá haya que destacar, precisamente, la construcción del
seminario, que debía sustituir al pequeño y casi ruinoso seminario que antes
había existido cerca de la iglesia de San Pedro; un edificio, por otra parte,
que guarda también importantes paralelismos con el palacio episcopal de
Orihuela, que el mismo maestro mayor había realizado en la anterior etapa que
ambos, el prelado y el arquitecto, habían compartido en la ciudad mediterránea.
Y también, aunque ha sido repetidamente atribuido a José Martín de Aldehuela,
la iglesia de San Felipe, a cuya construcción, el turolense, apenas debió
incorporarse cuando ya se estaba terminando la obra.
Pero, sobre todo, queremos destacar
aquí los trabajos realizados para la catedral de Cuenca. En este sentido
destaca, sobre todo, el conjunto que está conformado por el coro, el trascoro y
los canceles interiores de las puertas; obras de gran interés, a pesar de la
mala prensa que tradicionalmente ha tenido entre los críticos y entre los
visitantes del edificio, sobre todo el trascoro, que, si bien es cierto que
impide la visibilidad completa de las tres naves, refleja el gusto de la época,
como puede observarse en tantas otras catedrales españolas. De su mano como
tracista también salieron otras obras de la catedral, como la creación de la
actual sacristía, sobre un espacio tardogótico que anteriormente había servido
de archivo, la restauración de la sala capitular, y sobre todo, el diseño de
las rejas que cierran la capilla Mayor, que en ese momento terminaba de
inaugurarse, bajo diseño de Ventura Rodríguez; rejas que finalmente realizó el
herrero vizcaíno Rafael de Amezúa.
En definitiva, Fray Vicente Sebila
representa un ejemplo de dedicación y talento en el ámbito de la arquitectura
religiosa del siglo XVIII. Su trabajo, aunque no siempre visible, dejó una
impronta que merece ser rescatada y valorada como parte del legado cultural de
Cuenca. Fue, por otra parte, en lo que a la arquitectura conquense dieciochesca
se refiere, el inventor de algunos elementos decorativos que tradicionalmente
han sido atribuidos a José Martín, como las rocallas o las ventanas
cuatrilobuladas. Y quizá, por otra parte, haya que atribuirse a este
arquitecto, y no, como tantas veces se ha hecho, al arquitecto turolense, el
paralelismo existente entre algunos templos conquenses del siglo XVIII, o
restaurados en esa centuria, con el rococó alemán y centroeuropeo.
Fray Vicente Sebila no fue un
arquitecto al uso. Su formación y trayectoria estuvieron marcadas por su
condición de religioso, lo que le permitió desarrollar una visión
arquitectónica que combinaba el rigor técnico con una profunda espiritualidad.
Su obra estuvo siempre, o casi siempre, al servicio de la Iglesia, con una
clara orientación hacia la funcionalidad y la estética propias del barroco
tardío español. A diferencia de otros arquitectos de su época, Fray Vicente
Sebila no buscó la fama ni el reconocimiento personal. Su vocación religiosa y
su servicio al obispo de Cuenca marcaron una trayectoria discreta, en la que su
labor fue siempre puesta al servicio de la Iglesia antes que de su propio
prestigio. Sin embargo, esto no debe hacer que su figura caiga en el olvido. La
historia de la arquitectura en Cuenca no puede entenderse sin reconocer el papel
que desempeñaron personajes como él, cuya obra silenciosa sigue formando parte
del patrimonio histórico y artístico de la ciudad.