Mucho es lo que se ha escrito sobre el papel que jugó España
durante la Segunda Guerra Mundial, un papel que fue desde la obligada
neutralidad, provocada por la situación en la que se encontraba el país después
de una guerra fratricida que había durado tres años, pasando por una no
beligerancia, que en realidad suponía también una forma de beligerancia, y por
una colaboración un tanto velada, pero manifestada en la creación de la
División Azul, integrada en la Wehrmacht que combatió en el frente ruso
entre octubre de 1941 y el mismo mes de 1943, hasta, de nuevo, una nueva fase
de neutralidad, sobre todo a partir de la Operación Torch, Operación Antorcha,
desarrollada por los ingleses y los norteamericanos en el mes de noviembre de
1942, y que supuso el desembarco de sus tropas en el norte de África, y el
principio de la victoria de los aliados en el conflicto.
El autor ha definido al espionaje como la última posibilidad
de evitar la guerra entre dos países enfrentados, cuando la diplomacia ha
fracasado. En este sentido, ¿qué papel juega el espionaje, y en concreto el
espionaje realizado por los servicios secretos británicos, en la supuesta
neutralidad española en la Segunda Guerra Mundial? Antes de nada, hay que
recordar que el papel jugado por España, sobre todo en los primeros años de
conflicto, fue más allá de esa supuesta neutralidad. Recordamos la
contraportada del libro: “En contra del mito asentado, España no fue neutral
durante la Segunda Guerra Mundial. Al contrario, se convirtió en un escenario
más del conflicto bélico, con un papel decisivo para que los aliados pudieran
llevar a cabo su desembarco en el norte de África en 1942. Para ello, las
comunicaciones españolas fueron interceptadas por ambos bandos, su producción
controlada, sus medios de prensa fueron censurados, y en su territorio operaron
centenares de espías. Franco sacó un gran rédito de hacer creer, falsamente, a
los españoles, que había librado al país de los horrores de la Segunda Guerra
Mundial, cuando, en realidad, fueron la diplomacia y el espionaje británico,
los que jugaron un papel esencial en el mantenimiento de la neutralidad
española.”
Luis Horrillo, historiador y experto en relaciones
internacionales, ofrece en este libro un análisis riguroso y sorprendente sobre
el papel de los servicios secretos británicos en la España franquista durante
la Segunda Guerra Mundial. A través de una documentación exhaustiva, en gran
parte inédita, el autor desvela cómo el régimen de Franco fue menos dueño de su
destino de lo que a menudo se ha creído, especialmente en lo relativo a la
decisión de mantenerse al margen del conflicto mundial.
Uno de los grandes aciertos del libro es desmontar la idea,
sostenida durante décadas por el relato oficial del franquismo, de que fue
Franco quien, en un gesto de astucia o neutralidad estratégica, decidió no
entrar en la guerra. Horrillo demuestra, sin embargo, que esta decisión fue
tomada en gran medida por los propios bandos en lucha, y especialmente por
Alemania y el Reino Unido, que tenían sólidos motivos para no querer a España
implicada directamente. Por parte alemana, Hitler valoró la posibilidad de
incorporar a España al Eje, pero tras ocupar Francia en 1940, cometió un error
crucial: orientar su política expansionista hacia el Este, en dirección a
Rusia, en lugar de asegurar su retaguardia en el sur de Europa a través de la
península ibérica, era, como es sabido, la Operación Barbarroja, con el fin de
derrotar a su antiguo aliado del Pacto Ribbentrop-Molotov, operación que desde
muy pronto conocían los aliados, quienes informaron a Stalin de las
pretensiones nazis, aunque el propio Stalin desconfió de la veracidad de la
información, lo que generó un nuevo error, ahora por parte de los soviéticos.
Esta omisión estratégica abrió espacio a la acción
británica, que ya había identificado claramente cuál era su objetivo principal
en la región: la defensa de Gibraltar y, con ella, el control del acceso entre
el Mediterráneo y el Atlántico. La activación de la operación Barbarroja por
parte de los nazis hizo que los británicos dejaran de lado la operación
Goldeneye, que ellos habían diseñado para el caso de que España se activara
finalmente en la guerra, de parte de los alemanes, o de que estos invadieran la
península Ibérica. Ésta era un plan secreto británico diseñado por Ian Fleming
—sí, el futuro escritor de novelas de espionaje, creador de James Bond—,
mientras trabajaba para la División de Inteligencia Naval del Reino Unido. Su
objetivo principal era vigilar y proteger el Estrecho de Gibraltar en el caso
de que España, bajo el régimen de Franco, se aliara con la Alemania nazi o
fuera invadida por el Eje. El plan perseguía varios aspectos de vital
importancia: establecer una red de vigilancia y sabotaje en la península
ibérica, mantener comunicaciones seguras entre Londres y Gibraltar mediante
enlaces cifrados, preparar operaciones de guerrilla y sabotaje contra
infraestructuras clave si los nazis tomaban el control de la región, y
coordinar con agentes en Tánger y en Madrid, como Alan Hillgarth, y con aliados
estadounidenses como William Donovan, fundador de la OSS (precursora de la
CIA). Aunque, como hemos dicho, nunca se activó por completo, ya que España no
entró en la guerra, el plan se mantuvo en alerta hasta 1943. Curiosamente,
Fleming usaría más tarde el nombre de la operación, Goldeneye, para su casa en
Jamaica, en donde escribió las novelas de 007, y ese mismo nombre inspiró la
película Goldeneye, la primera de las cuatro en las que el actor irlandés
Pierce Brosnan protagonizó al famoso espía, en 1995.
Por su parte, el Reino Unido, consciente de que el dominio
del Estrecho era vital para su logística, su comercio y sus operaciones
militares, desplegó una estructura de inteligencia bien organizada en la
península. Horrillo describe con detalle cómo, con base central en Madrid, los
servicios secretos británicos establecieron centros operativos en los
principales puertos españoles: Cádiz, Algeciras. La Coruña, San Sebastián,
Sevilla, Barcelona, Valencia, Cartagena y Alicante, entre otros. También
crearon una red en el norte de África, especialmente en Ceuta, Melilla, Tánger
y Tetuán, lugares clave para el control del litoral y la preparación de futuras
operaciones. En este organigrama, Madrid, como capital y sede del Gobierno, fue
la sede principal del espionaje británico, en la que se coordinaban los
informes del resto de puntos de acción. Éstos, tal y como se ha dicho,
coincidían con los principales puertos españoles, tanto en el Atlántico como en
el Mediterráneo.
El libro también subraya la importancia del control del Mediterráneo para el Reino Unido, que necesitaba asegurar su influencia sobre el norte de África y el canal de Suez, y del Atlántico, donde el comercio marítimo y la preparación de operaciones como Antorcha exigían una estrecha vigilancia de los puertos atlánticos, incluidos los de Marruecos. En el Atlántico destacaban las ciudades de Cádiz, La Coruña y San Sebastián. Mientras tanto, en el Mediterráneo, la principal actividad se desarrolló, como no podía ser de otra forma, en torno a Gibraltar. Por eso no es de extrañar que, junto a la “Roca”, las redes se establecieron en los puertos más cercanos, como Cádiz y Algeciras, además de los grandes puertos de Barcelona o de Valencia, además de otras ciudades de gran valor estratégico y militar, como Cartagena y Alicante. Y junto a ello, además, la actividad también se extendió a las plazas norteafricanas: Ceuta, Melilla, Tánger, Tetuán,… Estos puestos funcionaban también como centros logísticos y de contrainteligencia, ya que el espionaje alemán también estaba muy presente en la zona.
Gibraltar, que era posesión británica desde 1713, se convirtió,
durante la Segunda Guerra Mundial, en un activo estratégico vital para el Reino
Unido. Su posición, en el extremo sur de la península ibérica, permitía
controlar el paso entre el océano Atlántico y el mar Mediterráneo, canalizando
el tráfico marítimo y dificultando el acceso de submarinos alemanes al
"mar interior". Horrillo destaca que la defensa de Gibraltar no solo
se centró en la fortificación del Peñón, sino en garantizar que la costa
española adyacente no cayera en manos hostiles. Por eso, el Reino Unido puso
tanto interés en conocer con exactitud todo lo que sucedía en los puertos
cercanos y en establecer redes de espionaje capaces de anticipar movimientos de
tropas, sabotajes o cooperación con los alemanes. Además, Gibraltar fue base de
operaciones para los submarinos, destructores y unidades de inteligencia,
incluyendo operaciones conjuntas con servicios secretos españoles "no
oficiales" que colaboraban, directa o indirectamente, con los británicos.
Horrillo hace constar en el libro, negro sobre blanco, el
verdadero papel, muchas veces controvertido, que jugaron en estas redes algunos
personajes importantes. En este sentido, hay que destacar como tanto los
ingleses como los alemanes sobornaron muchas veces a algunos generales y
ministros del régimen, con el fin, especialmente los primeros, de que nuestro
país se mantuviera neutral en el conflicto: “Los británicos ofrecían comida a
cambio de paz, mientras los alemanes ofrecían guerra a cambio de su ayuda
económica”; quizá sea éste uno de los asuntos que han quedado más claros
después del libro de Horrillo. Y precisamente, junto a la comida -hay que tener
en cuenta que fue su apoyo, precisamente, lo que posibilitó la entrada en el
país del trigo argentino, lo que ayudó a paliar la gran hambruna que España
sentía a principios de los años cuarenta-, los ingleses regaron con dólares y
libras esterlinas las voluntades de aquellos que podían decidir la entrada o no
de España en la guerra.
Uno de esos personajes que tenía capacidad de decidir, pese
a no ser un prestigioso militar ni un político del Gobierno, fue el empresario
Juan March. Mucho se ha escrito del papel jugado por el empresario tanto en la
Guerra Civil como en la Segunda Guerra Mundial, y lo cierto es que se había
dejado seducir por ambos bandos. En efecto, el poderoso financiero mallorquín,
jugó un papel clave en las intrigas de espionaje y diplomacia encubierta
durante la Segunda Guerra Mundial. Aunque España se mantuvo oficialmente
neutral, March actuó como intermediario entre el Reino Unido y altos mandos del
régimen franquista. Algunos investigadores han documentado que March facilitó
operaciones comerciales que beneficiaron indirectamente a la Alemania nazi,
como el tráfico de wolframio, un mineral estratégico, o el uso de barcos españoles
para sortear bloqueos. Sin embargo, también hay pruebas sólidas de su
colaboración con los británicos, como la fundación de Juan March & Co. en
Londres, donde incluso trabajaban agentes del servicio secreto. A través de la
llamada Operación SOBORNOS, March canalizó fondos británicos para sobornar a
generales y figuras influyentes del franquismo con el objetivo de evitar que
España se uniera al Eje. Su cercanía con el poder y su habilidad para moverse
entre intereses opuestos lo convirtieron en una figura indispensable para los
británicos. En resumen, March fue un operador pragmático y oportunista que usó
su influencia para moldear la política exterior española desde las sombras,
beneficiándose económicamente mientras ayudaba a mantener la neutralidad de
España en el conflicto.
En realidad, Juan March no fue el único, en aquel ambiente tenso
marcado por las intrigas y con la guerra de fondo, que mantuvo el juego extraño
del agente doble, o incluso triple. El propio jefe de la Abwehr, la
agencia de espionaje del Tercer Reich, Wilhelm Franz Canaris, participó también
de ese doble juego. Canaris había sido almirante de la Kriegsmarine, la
marina de guerra nazi, y, desde 1935, jefe de la Abwehr. Aunque
inicialmente apoyó al régimen nazi, con el tiempo se convirtió en una figura
ambigua y contradictoria dentro del aparato militar alemán. Desde su posición
en la inteligencia, Canaris llevó a cabo una doble vida: por un lado, dirigía
operaciones de espionaje para el régimen; por otro, saboteaba discretamente los
planes de Hitler y colaboraba con la resistencia alemana y con servicios de
inteligencia aliados, filtrando información a los aliados con el fin de hacer
fracasar los intereses de Hitler, y protegiendo a los judíos y a los opositores
al régimen. Incluso llegó a participar indirectamente en la conspiración del 20
de julio de 1944 para asesinar a Hitler, la llamada Operación Valkiria, el
intento del golpe de estado que un grupo de oficiales de la Wehrmacht
intentó dar en el verano de ese año para poner fin al conflicto armado.
Aunque se sale un poco del principal tema de interés del libro, creo interesante hablar de este plan, que podía haber adelantado tres años el final de la guerra, y que, sin embargo, lo que provocó fue un incremento en el proceso esquizofrénico del dictador nazi. Bajo la cobertura de un antiguo plan, diseñado originalmente por el ejército alemán para mantener el orden interno en caso de que se produjeran disturbios, los golpistas,un grupo de oficiales de la Wehrmacht, intentaron asesinar a Adolf Hitler dentro de su bunker. El 20 de julio de 1944, el coronel Claus von Stauffenberg, un antiguo héroe de la operación Barbarroja y del Africa Korps, donde había resultado gravemente herido -perdió el ojo izquierdo, la mano derecha y dos dedos de la mano izquierda- colocó una bomba en la sala de reuniones de la Guarida del Lobo, el cuartel general de Hitler en Prusia Oriental. Aunque la bomba explotó, Hitler sobrevivió con heridas leves. Tras el atentado fallido, los conspiradores fueron arrestados y ejecutados, y el régimen nazi desató una brutal represión. Se calcula que más de 200 personas fueron ejecutadas y miles arrestados. Canaris fue arrestado por los nazis en julio de 1944, tras descubrirse su implicación en actividades conspirativas. Fue encarcelado y, finalmente, ejecutado el 9 de abril de 1945, apenas unas semanas antes del final de la Guerra. Su muerte fue brutal: fue colgado en el campo de concentración de Flossenbürg tras un juicio sumario ordenado por Heinrich Himmler. Se dice que sus últimas palabras fueron una oración.
Una de las principales operaciones aliadas destacadas en
esta parte del conflicto, cuyo resultado ocupa un lugar central en el libro de
Luis Horrillo, fue la Operación Antorcha -Operation Torch-, nombre en clave del
desembarco aliado en el norte de África en noviembre de 1942. Esta operación
militar implicó a fuerzas británicas y estadounidenses, que atacaron
simultáneamente en tres puntos clave: Casablanca , en el Marruecos francés,
Orán y Argel, en Argelia. El objetivo de la operación era doble: por una parte,
arrebatar a las potencias del Eje el control del norte de África, impidiendo
una expansión hacia Egipto y el canal de Suez; por otra parte, establecer una
base de operaciones para la posterior invasión del sur de Europa (a través de
Italia y los Balcanes). El resultado positivo de la operación fue crucial para
el desarrollo futuro de la Segunda Guerra Mundial, por varios motivos: fue la
primera vez que fuerzas británicas y estadounidenses colaboraron en una operación
militar de gran escala, lo que fortaleció la coordinación entre ambos países;
se abrió un nuevo frente en la guerra, pues, al invadir el norte de África
(Marruecos y Argelia), los aliados obligaron a las fuerzas del Eje a dividir
sus recursos, aliviando la presión sobre la Unión Soviética en el Frente
Oriental; la operación permitió a los Aliados asegurar rutas marítimas clave y
preparar el terreno para futuras campañas, como la invasión de Sicilia y la
posterior entrada en Italia; finalmente, fue una victoria significativa que
elevó la moral aliada y demostró que una ofensiva coordinada podía tener éxito
contra las potencias del Eje.
El impacto de la operación Antorcha en España fue inmediato:
el régimen franquista comprendió que el Eje podía perder la guerra, y comenzó a
distanciarse discretamente de Alemania e Italia, adoptando una actitud más
cercana a los aliados, especialmente al Reino Unido. Horrillo señala este punto
como el verdadero giro diplomático del franquismo en la guerra, lejos de la
pretendida neutralidad. A partir de esta acción, que marcó el principio del fin
para el dominio alemán en África, España comenzó a virar diplomáticamente hacia
los aliados. Horrillo señala cómo, desde ese momento, el régimen franquista
comenzó a mirar con mejores ojos a Gran Bretaña, al percibir el posible
desenlace del conflicto y temer represalias por su inicial cercanía al Eje.
En definitiva, el espionaje británico en la península
ibérica se orientó a un objetivo claro: asegurar el dominio marítimo,
garantizar la neutralidad (o al menos la pasividad) de España, y preparar el
terreno para las grandes operaciones militares que vendrían después. Por su
parte, “El espionaje británico y Franco es una obra reveladora” que nos invita
a repensar el papel real de España durante la Segunda Guerra Mundial, no desde
la óptica de la propaganda franquista, sino desde la mirada pragmática y
calculadora de los servicios de inteligencia británicos. Luis Horrillo, con un
estilo ágil y bien documentado, aporta una visión novedosa que enriquece
nuestra comprensión de las relaciones internacionales en un momento crucial del
siglo XX.