lunes, 5 de abril de 2021

Jean-Charles de Coucy, obispo de la diócesis francesa de La Rochelle, refugiado en Cuenca en 1812

 

Un asunto digno de tener en cuenta es el relacionado con la estancia en tierras del obispado de Cuenca, a caballo entre los siglos XVIII y XIX, de un grupo de sacerdotes franceses, con el obispo de La Rochelle a la cabeza, que se habían visto obligados a abandonar el país vecino debido a la persecución política a la que estaban siendo sometidos en su país. El dato nos lo proporcionaba ya el historiador y canónigo Trifón Muñoz y Soliva, que en su Episcopologio dice lo siguiente al hablar del obispo Ramón Falcón y Salcedo: “Durante su ausencia tuvo la dirección de esta diócesis su vicario general y provisor D. Manuel Villa [sic], quien aprovechó la ocasión  de hallarse expatriado en Villar de Olalla el obispo de La Rochela [sic], pensionado por los señores obispos y cabildos de Cuenca y Sigüenza, le rogó  le sirviese venir a hacer órdenes, cual lo efectuó, quedando aún de los presbíteros que ordenó D. Benito Saiz, cura párroco de Beamud, y también el referido prelado francés hizo la consagración de óleos, y ofició de pontifical en de esta santa iglesia catedral en la semana mayor”.

           

Ésta era la Semana Santa del año 1812. Pero, ¿qué es lo que se esconde detrás de esta afirmación del cronista y sacerdote conquense? Para comprenderlo mejor, hay que retroceder hasta el año 1790, cuando, en el marco de la revolución francesa, fue promulgada en el país vecino la llamada Constitución Civil del Clero, que eliminaba todos los privilegios especiales que hasta entonces había mantenido la Iglesia en Francia, convirtiéndola en un brazo subordinado al nuevo gobierno. En efecto, el 9 de julio de 1789, los revolucionarios franceses daban un nuevo paso al constituir la Asamblea Nacional Constituyente, que de forma inmediata empezó a promulgar nuevas leyes, tendentes a cambiar por completo la realidad social y política de la nación. Muchas de estas medidas iban dirigidas en contra de la Iglesia, y entre ellas, la aprobación de una profunda desamortización de los bienes eclesiásticos, la desaparición de las fiestas religiosas, e incluso la represión física de muchos sacerdotes, que fueron arrestados y asesinados en los días siguientes en diferentes partes del país.

Una de esas medidas, quizá la más importante, fue la aprobación de la Constitución Civil del Clero, en el mes de julio de 1790. Para llevarla a la práctica, se había creado una comisión, que estaba presidida por un sacerdote, Louis-Alexandre Expilly de la Poipe, quien era rector de la iglesia de Saint-Martin-des-Champs, en Morlaix, quien se convertiría posteriormente en el primer obispo constitucional en Francia. Se trataba de un nuevo ataque frontal en el que, entre otras medidas, se suprimían algunas instituciones antiguas de la Iglesia, como los cabildos diocesanos; se reestructuraba todo el entramado parroquial y diocesano, tomando como modelo, en este último caso, la división civil en departamentos; se proclamaba la elección directa de los obispos por parte del conjunto de los sacerdotes de cada diócesis, así como de sus fieles, eliminando de esta forma la participación del pontífice y del gobierno en los nombramientos; se decretaba la remuneración directa de los sacerdotes por parte del Estado, suprimiendo así cualquier derecho de tipo impositivo, incluido el pago de diezmos; y se otorgaban derechos civiles a los eclesiásticos, dejando la puerta abierta a posibles secularizaciones, en un plano de igualdad respecto al resto de los ciudadanos. Era, en suma, un documentos plenamente regalista, de honda tradición francesa especialmente a lo largo de todo el siglo XVIII, pero llegada a sus últimas consecuencias.

Por la Constitución Civil del Clero se obligaba a todos los religiosos del país vecino a prestar juramento al gobierno, si no querían perder sus cargos. Así, el 4 de enero de 1791, todos los diputados de la asamblea que eran a su vez miembros del clero, fueron obligados a prestar juramento, aunque la mayoría de los obispos que se encontraban en ella se negaron a hacerlo. Y tres días más tarde se iniciaron también los juramentos entre el resto de los eclesiásticos. Como había sucedido en la misma asamblea, fueron muchos los sacerdotes que se negaron a jurar la nueva constitución, entre ellos prácticamente la totalidad de los prelados. Pío VI, por su parte, había considerado la Constitución Civil del Clero como un documento herético y sacrílego, prohibiendo a los clérigos a prestar juramento y obligando a los que ya lo habían hecho a retractarse, lo que significaba la ruptura definitiva entre París y Roma. Se inició entonces, o se aceleró todavía más, la persecución contra todos aquellos sacerdotes que se habían negado a firmar, el llamado clero refractario, sobre todo a partir del mes de agosto de 1792. Así, en el mes de septiembre de ese año,  fueron asesinados, dentro de diversas cárceles francesas, cerca de doscientos sacerdotes, entre ellos varios obispos, y poco tiempo después, una vez proclamada la nueva República Francesa, fueron expulsados del país todos los sacerdotes refractarios. Muchos de ellos fueron acogidos en diferentes diócesis españolas, más de siete mil según los cálculos efectuados, entre ellos dieciocho prelados.

Éste es el marco, como decimos, en el que hay que entender la permanencia, en estos años de finales del XVIII, de un grupo más o menos numeroso de religiosos franceses, tanto en el obispado de Cuenca como en el resto de la diócesis. Pero antes de hablar de este prelado, conviene también hacer constar que en 1801, los problemas entre el gobierno francés y la Iglesia de ese país vecino se habían solucionado, al menos en parte, gracias al concordato que Napoleón Bonaparte firmó con la Santa Sede, que en ese momento estaba regida por Pío VII. En dicho concordato se reconocía al catolicismo, como, literalmente, “la religión de la mayor parte de los franceses”, pero no la religión oficial del Estado; y se aprobaba para el pontífice romano una especie de reconocimiento sobre el nombramiento de los obispos, pues, aunque era el primer cónsul, es decir, el propio Napoleón, el único que podía nombrarlos, se le reservaba al papa la concesión de una “investidura canónica”. No obstante, muchos religiosos franceses siguieron sin aceptar el concordato, provocando de esta forma una escisión con respecto de la Iglesia romana, todavía existente en el país vecino bajo el nombre de la Petite Eglise, y muchos sacerdotes se negaron a regresar a su país.

Ahora sí, uno de esos sacerdotes era el obispo de La Rochelle, sede de una diócesis que estaba situada en la costa este de Francia, frente al golfo de Vizcaya, y que actualmente es la capital del departamento de Charente Marítimo. La ciudad había tenido durante la Edad Media estatuto de puerto libre, que había sido concedido por los duques de Aquitania en 1130, lo que, unido al matrimonio que la duquesa había contraído con el rey de Inglaterra, Enrique II, y a la presencia en la ciudad de caballeros templarios primero, y más tarde de Jerusalén, le hizo crecer económicamente, hasta el punto de llegar a convertirse en uno de los puertos más importantes de esa parte del Océano Atlántico. La diócesis había sido erigida en mayo de 1648, transferida a la ciudad portuaria desde la antigua diócesis de Maillezais, al tiempo que se le adherían los distritos actuales de Marennes, Rochefort y una parte de Saint-Jean-d’Angély.

Cien años más tarde, durante la Revolución, se llevarían a cabo nuevos movimientos geográficos que afectaron tanto a esa sede diocesana como a otras vecinas, dentro del proceso, ya descrito, de igualar geográficamente las diócesis con los departamentos civiles. Así, en primer lugar, las diócesis de La Rochelle y de Saintes fueron unificadas en una misma sede, creando de esta forma la nueva diócesis de Cherente-Inferioure, bajo la dirección de un nuevo obispo constitucional de nuevo nombramiento. Más tarde, el 29 de noviembre de 1801, y en el marco del nuevo concordato firmado cuatro meses antes, las antiguas diócesis de Santes, a excepción de algunos territorios que habían formado parte anteriormente del viejo obispado de Angulema, pasó de nuevo al obispado de La Rochelle, nuevamente constituido como tal, al que ahora se añadían también los territorios dependientes del obispado de Luçon. Finalmente, en 1821, este gran obispado fue de nuevo desmantelado con la independencia, de nuevo, de la diócesis de Luçon, quedando otra vez constituida oficialmente la diócesis de La Rochelle et Saintes, ya sin aquellos territorios que se le habían añadido veinte años antes.



Y dicho esto, queda por fin dilucidar quién era este obispo de La Rochelle, que había celebrado junto al vicario general de la diócesis conquense, Manuel González de Villa, los oficios catedralicios en la Semana Santa de 1812. Y éste no era otro que el polémico Jean-Charles de Coucy. Nacido en 1746 en Econdal, en la región septentrional de las Ardenas, en el seno de una familia nobiliaria, los señores de Coucy, fue un destacado miembro del clero francés, defensor de posiciones claramente monárquicas y absolutistas. A partir de 1776 fue limosnero y capellán de la reina María Antonieta de Austria, la esposa de Luis XVI, así como abad de Isny, y más tarde pasó a formar parte del cabildo diocesano de Reims, por nombramiento directo del monarca absolutista. Y aunque el 28 de octubre de 1789 fue nombrado obispo de La Rochelle, sede en la que sería confirmado por Pío VI el 14 de diciembre de ese mismo año, poco tiempo pudo mantenerse al frente del obispado, al ser desposeído de su cargo, por negarse a firmar la Constitución Civil del Clero, siendo sustituido al frente de la nueva diócesis surgida después de la reconstitución de las sedes, por un obispo constitucional, Isaac-Étienne Robinet.

De esta forma, Coucy se vio obligado a abandonar el país y a exiliarse en España, primeramente en Pamplona, en donde se encontraba ya en junio de 1791. El lugar elegido, por él y por otros muchos obispos franceses, lo era por su cercanía a su patria francesa. La vigilancia efectuada sobre los prelados franceses, y especialmente sobre monseñor Coucy, por la fuerte personalidad de la que hacía gala, por la jerarquía eclesiástica española, provocó no pocos problemas entre los emigrados franceses, lo que provocó las protestas airadas de éste y de Lauzieres de Themines, obispo de Blois, que también se encontraba en su misma situación. Y poco tiempo después, una Real Cédula fechada el 2 de noviembre de 1792 establecía para todos los eclesiásticos franceses la obligatoriedad de residencia a una distancia superior a las veinte leguas de la frontera con su país, lo que llevó a nuestro protagonista a la ciudad de Guadalajara, donde se estableció primeramente en unas celdas que fueron acondicionadas expresamente para él en el convento de Santo Domingo. Con él se establecieron también tres canónigos de su misma diócesis, Armand de la Richardiere, Xavier D’Ayroles y Edward Roynard, y otro de del obispado de Nantes, Pierre Gautier. Guadalajara, hay que recordarlo, formaba entonces parte del arzobispado de Toledo, que en ese momento estaba regida por el cardenal Francisco de Lorenzana, y el deseo del francés por acercarse lo máximo posible a la sede primada le hizo adelantarse a monseñor Le Quien, obispo de Dax, quien había sido el elegido por el propio cardenal primado para que se estableciera en la ciudad alcarreña.

Allí, el obispo francés se dedicó a trabajar activamente en contra del gobierno francés, tal y como lo había hecho antes, durante su permanencia en la capital navarra, y con el fin, sobre todo, de organizar un fondo de asistencia mutua para todos los exiliados católicos franceses, solicitando para ello, además, el apoyo económico de la Iglesia española. También intentó atraer hacia Guadalajara a la totalidad de los ciento sesenta y ocho sacerdotes de su diócesis francesa, que en ese momento se encontraban exiliados en España, lo que da idea de hasta qué punto el problema de la revolución había afectado a toda la Iglesia galicana. Y en 1793, Lorenzana asignaba a Coucy y a los cuatro canónigos que le acompañaban en su exilio, con el fin de poder mantenerse de acuerdo a su dignidad, la cantidad de veinticuatro mil reales al año, a razón de dos mil reales al mes.

Permaneció varios años en la provincia de Guadalajara, y allí estaba todavía en 1801, cuando se negó también a firmar el concordato con la Santa Sede, convirtiéndose así en uno de los religiosos que más activamente contribuyeron al surgimiento del cisma francés. En 1803, Bonaparte solicitaba a Carlos IV el arresto del prelado francés, en virtud de unas supuestas cartas firmadas por el sacerdote. Por esta razón, el 12 de enero de 1804 Pedro Ceballos, ministro de Estado, firmaba un oficio que obligaba a Coucy a trasladarse a algún convento apartado del arzobispado de Sevilla, en el que el prelado francés debía permanecer bajo vigilancia del superior de dicho convento, y ajeno a toda labor pastoral y epistolar. El lugar elegido fue el convento de franciscanos observantes de Umbrete. Allí permaneció hasta el 7 de diciembre de 1805, fecha en la que se le permitió regresar a Guadalajara.

Esta segunda etapa en la ciudad alcarreña se alargó hasta 1811, cuando ésta fue invadida por las tropas napoleónicas, en el marco de la Guerra de la Independencia. Fue en este periodo cuando encontramos a monseñor Coucy en la provincia de Cuenca, y concretamente, como ya hemos dicho, en el pueblo de Villar de Olalla, donde permaneció hasta mediados de 1813. Ya antes de ello, desde el 2 de agosto de 1810, Coucy venía gozando de una renta de dos mil reales mensuales sobre los beneficios de la vacante del arcedianato de Moya, asignación que había venido a sustituir a la que Lorenzana le había otorgado, a él y a los canónigos que entonces lo acompañaban, algunos años antes. Y junto al resto de habitantes del pueblo, tuvo que esconderse literalmente en alguna ocasión, en las cuevas de la Peña del Cuervo, entre Altarejos, Valdeganga y la propia Villar de Olalla, cada vez que los franceses rondaban la comarca. En Villar de Olalla se encontraba todavía el 12 de abril de 1813, fecha en la que remitía una carta al sucesor de Lorenzana en el arzobispado de Toledo, el cardenal Luis de Borbón y Farnesio, nuevo arzobispo de Toldo, para felicitarle por su nombramiento como presidente del Consejo de Regencia.

En 1814, reestablecida de nuevo la monarquía borbónica en el país vecino en la persona de Luis XVIII, acompañó a éste en su exilio temporal en la ciudad flamenca de Gante, durante los llamados “Cien Días”. En 1816 presentó finalmente su renuncia a la diócesis de La Rochelle, siendo nombrado poco tiempo después, en agosto de 1817, arzobispo de Reims, y dos años más tarde se separaba públicamente del cisma de la Petite Eglise. En 1822 fue nombrado además miembro de la Cámara de los Pares, que había sido creada por el monarca francés en 1814, a imitación de la británica Cámara de los Lores, y falleció en su sede de Reims el 9 de marzo de 1824, seis meses antes que su protector, el rey Luis XVIII.

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