jueves, 24 de junio de 2021

La arqueología del siglo XXI


 En su monografía sobre el yacimiento romano de Baelo Claudia, la hermosa ciudad de la Bética que estaba asentada en la ensenada de Bolonia, al pie del estrecho de Gibraltar, entre éste y la antigua ciudad fenicia de Gades, y frente a la costra africana de la mítica Tangis de la Mauritania (“Baelo Claudia, una ciudad romana de la Bética”, Junta de Andalucía y Casa de Velázquez, Madrid, 1997), el arqueólogo francés Pierre Sillieres escribe lo siguiente: “Hay que señalar que el estudio de un yacimiento arqueológico tan vasto ha mejorado considerablemente con la utilización de nuevas técnicas de levantamiento y análisis de la topografía y la arquitectura, llevadas a Bolonia por los arquitectos del Institut de Reserche su l’Arquitecture Anrique. Por ejemplo, el empleo de un teodolito provisto de un telémetro de onda permite realizar un plano muy exacto de la ciudad antigua. La utilización de un ordenador acoplado al teodolito, la grabación informática de todos los datos, el tratamiento de estos y su restitución mediante una mesa de trazado, han transformado el trabajo del topógrafo. Del mismo modo, el arquitecto, aunque no puede librarse del largo y minucioso levantamiento piedra a piedra, ni del dibujo de los elementos arquitectónicos, utiliza para representar los alzados el método de la ortofotografía, y también acude al ordenador para dar volumen a los edificios. Por último, la fotografía vertical del yacimiento y de sus principales monumentos se ha renovado asimismo gracias a la utilización de un pequeño avión accionado por control remoto.”

La descripción no es más que la aserción de los cambios que en los últimos tiempos se viene produciendo en el estudio arqueológico. En los años míticos de la arqueología, aquellos que se corresponden cronológicamente con los primeros descubrimientos importantes, los años de Heinrich Scliemann y de Hiram Bingham, los años de Howard Carter y de Leonard Woolley, los especialistas, más aventureros que científicos normalmente, abrían zanjas en la tierra sin saber realmente lo que iban a encontrar debajo de sus pies, basándose únicamente, muchas veces, en su propia intuición. Algunas veces, sus piquetas erraban por escasos metros, y otras veces excavaban a varios kilómetros de distancia del lugar en el que las supuestas ruinas de ciudades antiguas se encontraban en realidad, viéndose entonces obligados a abandonar aquellas zanjas, después de un tiempo y un dinero perdidos que, en arqueología, pueden llegar a suponer el abandono definitivo de los trabajos. Otras veces, la intuición de aquellos hombres tenía éxito, y hermosos tesoros como el de Tutankamón volvían a salir a la luz, después de haber permanecido miles de años ocultos bajo la tierra. Pero siempre, tanto cuando acertaban los arqueólogos como cuando se equivocaban, el trabajo de aquellos hombres, realizado de forma escasamente científica y rigurosa, al menos desde el punto de vista actual, en el que la recuperación de los objetos era más importante que la propia información que el yacimiento podía proporcionar en sí mismo, ha debido ser reinterpretado de nuevo bajo ese nuevo prisma científico.

El trabajo del arqueólogo es ahora más sencillo que antes, pero al mismo tiempo resulta también más complejo que nunca. En la actualidad, ya no resulta necesario abrir zanjas en la tierra para saber lo que hay debajo de los pies del arqueólogo, porque las técnicas actuales nos permiten llegar a conocer con bastante aproximación el mapa de una ciudad antigua, aunque sus estructuras se encuentren todavía debajo de la tierra. Los avances que en los últimos tiempos han venido sucediéndose en el campo de la tecnología, como algunos tipos de escáner, permiten al arqueólogo conocer el yacimiento antes incluso de que sus estructuras puedan ser sacadas a la luz, de manera que éste, cuando por fin se decide a abrir de nuevo la tierra en un espacio no explorado, sabe de antemano que bajo sus pies se encuentra una estructura arqueológica o una fosa de enterramiento. Será a partir de este momento, con un trabajo minucioso de rescate de los elementos y del estudio de la estratigrafía, en el que las propias estructuras son tan importantes, o más, que el material recuperado, cuando el arqueólogo pueda realizar la parte más tradicional de su trabajo, la que le ha caracterizado desde los primeros tiempos de la arqueología como ciencia.

Sondeo geofísico realizado por los arqueólogos que estudian la ciudad romana
 de Baelo Claudia (Bolonia, Cádiz). En un color azulado, las estructuras que ya 
han salido a la luz, como el teatro, el foro y las fábricas de salazones. 
En tono verdoso, las estructuras que todavía ermanecen bajo tierra

Durante los primeros tiempos del siglo pasado, con el desarrollo de la aviación y de la propia técnica fotografáfica, la fotografía aérea empezó a ser importante en todos los yacimientos arqueológicos. Las estructuras de piedra que conforman el plano de los templos o de los palacios antiguos, o la propia descomposición de los cadáveres en las viejas necrópolis egipcias o romanas, modifican el sustrato de la tierra al combinarse con ésta, de manera que la vegetación o el cereal no crecen de igual manera allí donde se encuentran en contacto con esas estructuras. El fenómeno traza así en el yacimiento unas líneas que no pueden ser vistas a ras del suelo, pero sí son fáciles de reconocer a vista de pájaro. Yo he podido ver alguna fotografía de este tipo del yacimiento conquense de Segóbriga, realizada a mediados del siglo pasado, en el que puede verse con facilidad, al sur de las ruinas, aproximadamente entre la vieja basílica visigoda y el conjunto monumental formado por el teatro y el anfiteatro, una estructura alargada, todavía no excavada, que, a simple vista, nos recuerda a uno de esos espacios que los romanos utilizaban para realizar sus carreras de cuádrigas, como el que fue recreado para el cine en la película “Ben-Hur”; precisamente, y esa es la cuestión, en el mismo lugar en el que hace no muchos años se produjo el último descubrimiento que este yacimiento nos ha aportado: el circo de la ciudad romana.

Nuevas técnicas y nuevos inventos han venido a añadirse, y a abaratar considerablemente, la fotografía aérea en los yacimientos arqueológicos. Hasta hace poco tiempo, esas fotografías debían realizarse desde costosos aparatos –avionetas, helicópteros o globos aerostáticos-, y muchos yacimientos y muchos arqueólogos no podían permitirse el uso de estos medios. En la actualidad, la fotografía aérea es mucho más sencilla y más barata, gracias al empleo de drones que, equipados con otros elementos, como escáneres, puede realizar además otro tipo de trabajos, de gran utilidad también para el arqueólogo. Y en los últimos tiempos se ha venido a sumar al trabajo arqueológico la fotografía realizada desde satélite, tal y como ha demostrado la arqueóloga norteamericana Sarah Parcak, verdadera especialista en la materia, en su último libro, “La arqueología desde el espacio”, que ha sido publicado en España por la editorial Ariel. En realidad, se trata de llevar esa fotografía aérea hasta sus últimas consecuencias.

En efecto, las fotografías realizadas desde los diferentes satélites, tan útil también en otras parcelas del conocimiento científico y de la geopolítica, nos pueden proporcionar datos interesantes, y de una manera no demasiado costosa, desde luego, no tan costosa como resulta la realización de exploraciones científicas sobre el terreno, de yacimientos ya conocidos. Pero también permite el descubrimiento de nuevos yacimientos, especialmente allí donde, en la actualidad, no pueden realizarse nuevas campañas, bien por las propias dificultades del terreno, como en las selvas amazónicas o ecuatoriales, o bien por ser regiones en guerra, como en Siria o en una parte del actual Irak. La importancia de esta nueva forma de trabajo en arqueología la pone de manifiesto al autora del libro: “En un numero reciente de Nature, un equipo dirigido por el arqueólogo Jonas Gregorio de Souza anunció el descubrimiento, por medio del uso de imágenes de satélite y estudios sobre el terreno, de 81 yacimientos precolombinos, desconocidos anteriormente, en la zona brasileña de la cuenca del Amazonas. Basándose en sus hallazgos, calculamos que podía haber otros 1.300 yacimientos datados entre el 1250 y el 1500 d.C. en sólo del 7% de la Cuenca del Amazonas, lo que en su totalidad serían más de 18.000. Más de un millón de personas podría haber vivido en áreas que hoy en día parecen en buena parte inhóspitas.”

Y más adelante, Parcak continúa: “La imagen térmica infrarroja ofrece asimismo una nueva vía de investigación para los arqueólogos. En cualquier ciudad, en los días más calurosos del verano, el hormigón absorbe calor durante el día y, por la noche, cuando refresca, irradia el calor hacia fuera. Las temperaturas urbanas en las noches de verano pueden ser de entre 3 y 4 grados más altas que en otras zonas con más árboles que les den sombra, lo que hace que las ciudades refuljan literalmente en las imágenes nocturnas de satélite. Los elementos arqueológicos enterrados responden de forma parecida, aunque las diferencias de temperatura son mucho más sutiles. Los arqueólogos ya han usado cámaras térmicas infrarrojas para detectar cámaras rituales subterráneas, conocidas como kivas, en el cañón del Chaco, en Nuevo México. Esto da vía libre a la posibilidad de emplear la misma clase de imágenes para identificar tumbas enterradas en otros entornos desérticos (tal vez incluso en el Valle de los Reyes, en Egipto, donde los arqueólogos llevamos años buscando sepulcros antiguos). Sólo es necesario asegurarse de que las imágenes con las que cuentas se han tomado en el momento apropiado del día y la época del año adecuada, para captar las máximas diferencias de temperatura”.

Pero el asunto, sin embargo, no es tan sencillo como puede parecernos, porque siempre será conveniente realizar después, en la medida en la que sea posible, realizar in situ los trabajos que permitirán confirmar la importancia de los descubrimientos realizados. Y también en esta parte del trabajo, los arqueólogos cuentan con otros medios, algunos de los cuales son similares a los ya descritos. Y no sólo eso; también nuevas vías de conocimiento, nuevas técnicas, que los estudiosos de la edad gloriosa ni siquiera podrían haber llegado a imaginar. Recogemos, de nuevo, las palabras de Sarah Parcak: “Hoy en día, las herramientas clave son la magnetometría, la resistividad y el radar de penetración terrestre. Y estas mismas herramientas físicas forman un pedazo de equipo inmenso, que además cuesta Dios y ayuda manejar, ya que los usuarios se recorren cientos de kilómetros a pie a lo largo de una campaña de prospección media. Sin embargo, con la progresiva mejora de estos aparatos, los sistemas de levantamiento cartográfico, al igual que otros dispositivos, irán reduciéndose, y sus partes pesarán menos. Podemos abrigar la esperanza -y qué especialista en magnetometría encorvado y con dolor de pies no lo haría- de que algún día los sistemas se podrán cargar en drones autónomos.”

Pero además, y con ello queremos cerrar este breve comentario, la fotografía aérea, y sobre todo la fotografía por satélite, nos permiten también confirmar hasta qué punto se ha sucedido en yacimientos conocidos y valiosos para nuestro patrimonio, especialmente en el próximo oriente, han sido dañados por el mayor de los peligros que acechan a la arqueología moderna: el saqueo de los mal llamados “buscadores de tesoros”. La comparación de fotografías por satélite realizadas en diferentes momentos, puede poner a la luz la existencia de pozos de saqueo, e incluso las huellas dejadas allí por el empleo de pesadas excavadoras, como se ha podido demostrar en lugares tan importantes como Saqqara, la necrópolis principal de la vieja capital egipcia de Menfis, que en algunas ocasiones han llegado a destruir completamente el yacimiento. Ya que resulta imposible, en algunos lugares del mundo, combatir la destrucción de nuestro patrimonio cultural, tener un conocimiento pormenorizado de cómo se produce esa destrucción es una manera más de combatirla y, sobre todo, de concienciar al conjunto de los ciudadanos de la extensión de esa lacra.

Fotografías de satélite y mediante dron del yacimiento de la ciudad nabatea de Petra, 
en Jordania, donde Sarah Parcak ha podido descubrir una gran plataforma cuadrangular,
 todavía bajo tierra. 

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