sábado, 26 de noviembre de 2022

Atienza, Recópolis, Ercávica. Escenarios para historia y la literatura

 

En la última entrega de este blog recorríamos, de la mano de Antonio Pérez Henares y de su última novela, “Tierra vieja”, la última, al menos de momento, de la serie de novelas medievales, los campos de las alcarrias de Guadalajara, y de esas tierras del norte de la provincia de Cuenca que conforman la sierra de Altamira, la que en tiempos de los árabes eran llamadas de "Enmedio", precisamente porque se encontraban en el medio de sus tierras y de las de los cristianos. Por ello, no creo que haya una mejor manera de poner colofón a ese texto que hacer un viaje a esas tierras, conocer de primera mano los escenarios que narra el escritor guadalajareño, y eso es lo que vamos a hacer a lo largo de esta nueva entrada.

Atienza es conocida sobre todo por la estrecha relación que mantuvo con el rey Alfonso VIII durante toda su vida, incluso cuando, siendo todavía un niño, aunque amo y señor ya del reino castellano por la temprana muerte de su padre, Sancho III, había sido cercado aquí por las tropas de su tío, Fernando II de León, atraído  a tomar tierras castellanas por los celos mutuos de las dos familias más importantes del reino, los Castro y los Lara, que se disputaban, en un ambiente de inestabilidad propiciado por la minoría de edad del monarca, tanto la tutoría del joven rey como la propia regencia del reino. Así, cercada la ciudad por las tropas del rey leonés, aliado de los Castro, los Lara consiguieron sacarlo de allí y llevarlo hasta Ávila, hecho que marca el inicio de la novela anterior de la serie de Pérez Henares, “El rey pequeño” (ver “Crónica del rey pequeño”, 12 de agosto de 2016). Cuenta la tradición que este hecho nunca sería olvidado por el monarca, que en los años siguientes premiaría a Atienza con algunos privilegios, como también lo haría con la cofradía de los recueros, aquellos arrieros encargados de conducir de un lugar a otro las recuas de las caballerías, que facilitaron la huida del monarca escondiéndolo entre ellos, como si fuera uno más de la comitiva que abandonaba el lugar ante los ojos de los leoneses. Aquel fue el origen de su famosa caballada, una de las fiestas más originales de toda la región castellano-manchega, que todavía celebra la cofradía de la Santísima Trinidad, heredera de aquella antigua cofradía de arrieros, el día de Pentecostés.



Pero la historia de Atienza no es sólo la historia del “Rey pequeño” y su huida, escondido entre las capas pardas de los arrieros. La historia de Atienza está íntimamente unida a la historia de Castilla, y Pérez Henares nos lo recuerda a lo largo de sus novelas históricas: “Varios reyes he conocido -dice el joven Pedro Gómez de Atienza- y todos son Alfonso". En tiempos de Alfonso VI, buena parte del territorio del norte de Guadalajara pasó a manos cristianas, pero Atienza pasaría a depender territorialmente del rey de Zaragoza, Sulayman Al-Muqtádir, hasta que, en 1172, la entonces ciudad fuerte de Atienza fuera conquistada definitivamente por Alfonso I “el Batallador”, rey de Aragón, pero también rey consorte de Castilla, por su matrimonio con la reina Urraca. Por este motivo, y durante algún tiempo, los dos reinos cristianos se mantuvieron en conflicto por la posesión de estos territorios. En 1149, Alfonso VII la dotó de fuero, estableciendo la llamada Comunidad de Villa y Tierra de Atienza, convirtiéndose el lugar en cabeza de una comarca con contaba con más de cien aldeas y una extensión de unos dos mil quinientos kilómetros cuadrados.

Pero la población de las tierras atencinas se remonta ya a tiempos celtíberos. Aquí se encontraba la vieja ciudad de Titrhya, un oppidum arévaco que hizo frente a los romanos al mismo tiempo que Numancia, y en sus inmediaciones se han encontrado restos celtíberos y visigodos. Su castillo, que se levanta sobre una estructura de piedra por encima de la antigua ciudad, y de la que apenas queda ya una estructura octogonal en lo que fue su torre del homenaje, fue considerado por el propio Cid Campeador, según canta el poema, “una peña muy fuerte”, renunciando a su conquista cuando pasaba por aquí, camino del destierro. No obstante, aunque nada queda ya de aquel pasado esplendor, más allá de unos pocos lienzos, concentrados, ya lo he dicho, en la torre del homenaje, y dos aljibes, uno de los cuales conserva todavía parte de su bóveda apuntada, es interesante subir los escalones que, tallados en la piedra, permitían el acceso al propio castillo, a través de una puerta de aparejo formado por grandes piedras colocadas de manera irregular, pero sólida.

 Pero antes de que ello ocurriera, el castillo de Atienza ya había entrado en la historia como escenario de las luchas fratricidas entre el caudillo musulmán Abu ʿAmir Muhammad ben Abi ʿAmir al-Maʿafirí1, que todavía no había sido llamado por los suyos Al-Mansur, “el victorioso” -el Almanzor de las crónicas cristianas-, y su poderoso suegro, el general Ghālib ibn ʿAbd al-Raḥmān. Aquí, en el castillo de Atienza, y en concreto en la desaparecida torre de los infantes, que se encontraba, enfrentada a la torre del homenaje, junto a la única entrada al castillo, y en el marco de una supuesta alianza entre los dos caudillos que no terminó de concretarse, Almanzor perdió parte de los dedos de una mano y fue herido de cierta importancia en la sien, viéndose obligado a huir de Atienza de manera apresurada con el fin de poder salvar su vida.

Después llegarían la conquista definitiva del lugar por Alfonso I, el fuero de Alfonso VII, y la huida de Alfonso VIII, siendo todavía un niño, pero ya revestido del poder real. Desde luego, algo tuvo Atienza con los Alfonsos de la monarquía hispana. Durante toda la Edad Media, conforme la frontera se iba alejando de su territorio, la ciudad fue creciendo. Hasta siete iglesias llegó a tener Atienza en tiempos medievales, convertidas en la actualidad, algunas de ellas, en pequeños museos, en los que el visitante puede extasiarse contemplando tanto el contenido como las hermosas estructuras románicas del propio continente. En la de la Trinidad, que en la actualidad aloja el museo de la cofradía homónima y en el exterior un hermoso ábside románico, guarda también una de sus joyas escultóricas, el Cristo del Perdón, obra de Luis Salvador Carmona, que es gemela del Cristo de la Caridad de Priego; hermosas representaciones, ambas, del tema pasionista del Varón de Dolores. La iglesia de San Bartolomé, que cuenta en el exterior con un hermoso atrio románico con siete arcos de medio punto, y arquivoltas de estilo mudéjar en la portada, cuenta en su interior con un museo paleontológico y de arte sacro, y sobre todo, un hermoso retablo barroco, en el que todavía se venera el Cristo de Atienza, un hermoso calvario románico -en el que, cosa curiosa, también aparece la figura de José de Arimatea, abrazado a Cristo-, que sigue siendo, el patrono titular de la villa.

De todas las iglesias con las que Atienza llegó a contar en tiempos medievales, la única que aún mantiene culto, más allá de la de San Bartolomé y su culto al célebre  Cristo, es la iglesia de San Juan, situada en la Plaza del Trigo o del Mercado, y apoyada su fachada lateral en el arco de Arrebatacapas, una de las puertas principales de entrada a la villa, llamado así porque, según la tradición, hace aquí tanto viento que, cuando sopla con fuerza, despoja a los arrieros de la cofradía de sus pesadas capas, y las deja caer al suelo. El arco separa las dos plazas principales del pueblo: la del Trigo, de planta trapezoidal, porticada al estilo de las hermosas plazas castellanas, y la actualmente llamada de España, de planta triangular, alrededor de la llamada fuente de los Delfines, o de los Tritones, en la que se encuentran el ayuntamiento y algunas casas nobiliarias, distinguibles por los blasones que adornan sus fachadas, entre ellas, aquella en la que nació Juan Bravo de Mendoza. Pocos saben que aquí, y no en Segovia, fue donde nació el bravo comunero, uno de los tres líderes de la revuelta, junto al toledano Juan de Padilla y al salmantino Francisco Maldonado.

     Cuando el viajero se aleja de Atienza, siempre vigilado por la mole pétrea de la meseta en la que un día se alzaba un castillo que en sus tiempos debía ser bastante importante, tiene que elegir entre dos opciones: naturaleza o arte, el románico que todavía mantienen algunos de los pueblos de los alrededores -Villacadima, Campisábalos, Albendiego,…- o el dorado esplendor de las hayas y los abedules en Tejera Negra, uno de los lugares más hermosos de Castilla-La Mancha, enclavado en el Parque Natural de la Sierra Norte de Guadalajara. El excepcional microclima generado alrededor de los ríos Lillas y Zarzas posibilitó la creación de este bosque natural de hayas, una especie arbórea que no es frecuente en cestas latitudes, y que es propio de zonas más septentrionales de Europa. La estación del año en la que nos encontramos, el pleno otoño, cuando los tonos amarillos y rojizos de las hayas, de los abedules, de los robles, visten de oro todo el paisaje, desde las copas de los árboles al propio suelo negruzco, alfombrado con las hojas ya caídas de las ramas, nos obliga a decidirnos por la segunda opción, una decisión que, desde luego, es bastante acertada. El románico de las iglesias seguirá allí, perenne, para cuando nos decidamos a repetir la visita a las tierras de Guadalajara. Sin embargo, las hojas muy pronto se van a caer de las ramas, contribuyendo con su muerte a la belleza del lugar, y aunque otras hojas nacerán de los retoños el año que viene, ya no serán las mismas hojas, sino otras, tan hermosas, desde luego, pero otras.

Para terminar la visita a tierras de Guadalajara, no encontramos mejor manera de hacerlo que visitando el castillo de Zorita, otro de los escenarios predilectos de las novelas de Pérez Henares. Un castillo que había sido mandado construir por el emir Mohammed I de Córdoba para facilitad la defensa del río Tajo a su paso por la kora, o provincia, de Santaver, Santaberiyya, y que, después de ser escenario de varios enfrentamientos entre los propios musulmanes, pasó a manos cristianas, junto a otras fortalezas de la kora, en el tratado de paz que el rey de Toledo, al-Mamun, firmó con Alfonso VI de Castilla (ver las entradas siguientes: “Desmitificando la historia. La verdadera conquista de Cuenca por Alfonso VIII”, 9 de mayo de 2019; “Desde el Pacto de Cuenca hasta la batalla de Uclés. Una parte de nuestra historia medieval”, 15 de julio de 2021). Entregada por el monarca a uno de sus principales guerreros, Minaya Álvar Fáñez, pasó después por periodos de incertidumbre, de manos cristianas a musulmanas y viceversa, hasta que fue tomada definitivamente por los caballeros templarios en 1124. Medio siglo más tarde, en 1174, Alfonso VIII entregó la alcazaba a la orden de Calatrava, que la convirtió en una de sus plazas fuertes más importantes en aquellos años de frontera, y le dio fuero propio en 1180.

Pero el visitante que se acerca a Zorita no debería nunca dejar de acercarse al yacimiento arqueológico de la antigua Recópolis, la ciudad que el rey visigodo Leovigildo regaló a su hijo, Recaredo, junto al propio río Tajo. Es interesante, siempre, pasear por las ruinas de la vieja ciudad, atravesar su calle principal, limitada por tiendas y talleres, y adentrarse desde allí por la zona palatina, a través de una puerta monumental, abierta en tiempos de Leovigildo y cerrada durante la dominación árabe, de la que hoy apenas quedan tres piedras en el suelo, en las que se apoyaban los goznes. Y desde allí, a la antigua basílica, de planta cruciforme, sobre la que después, ya en el siglo XII, se levantaría una iglesia de estilo gótico, que terminaría por transformarse en la ermita de la Virgen de la Oliva.

Lel actual embalse de Buendía separa Recópolis de la antigua ciudad romana de Ercávica. Ercávica fue, en tiempos, una ciudad importante, aunque en la actualidad sólo queda de aquello unas pocas ruinas, levantadas junto al embalse de Buendía, frente a los Baños de la Isabela. La ciudad, que llegó a acuñar moneda en la época de los primeros emperadores, contaba con acuíferos propios, accesibles mediante pozos, por lo que nunca necesitó de acueductos, como otras ciudades romanas. En la actualidad, como es usual siempre que hablamos de arqueología, sólo se encuentra excavada una parte mínima de toda la extensión con la que contaba la ciudad, pero en la parte excavada han salido a la luz materiales de gran importancia, que se conservan entre los fondos del Museo de Cuenca, entre ellos los bustos en mármol de Lucio César y de Agripina, miembros de la familia imperial, de hermosa factura, o una lastra de altar, fabricada en bronce, que contiene los tradicionales elementos litúrgicos y rituales propios del siglo primero de nuestra era. Entre las zonas excavadas destacan el foro, con los edificios públicos propios de estos lugares, la basílica -lugar donde se administraba justicia y donde se hacían las más importantes transacciones económicas- y la curia -antecedente de nuestros actuales ayuntamientos, donde se llevaban a cabo las asambleas y se elegían a los magistrados que debían gobernar la ciudad-., y las casas, una de las cuales se presupone que había sido propiedad de un médico por los materiales encontrados en las excavaciones, propios de su profesión, y porque precisamente ésta se encontraba frente a los restos de los antiguos baños de La Isabela, actualmente, casi siempre, sumergidos por debajo de las aguas del embalse. El balneario, que fue visitado por el rey Fernando VII en busca de su deseado heredero al trono, fue construido sobre unos antiguos baños curativos árabes, que probablemente podrían remontarse, incluso, a ápoca romana, por lo que probablemente en aquel lugar hubiera entonces un templo dedicado a Esculapio, es dios romano de la medicina.

En Ercávica, o Santaver, no se han encontrado, todavía, restos visigodos, a pesar de que la ciudad seguía siendo todavía un enclave importante, que disfrutaba aún de sede episcopal. Muy cerca de aquí, en una zona boscosa de difícil acceso,  se instaló San Donato al frente de sus monjes, cuando huían de África acosados por los vándalos, y aquí vino a instalar su famoso monasterio Servitano. Su último obispo, Sebastián, acompañado del resto de los religiosos que componían su cabildo, abandonó estas tierras por las presiones que sobre los cristianos ejercían ya los musulmanes, y se digirió hacia Galicia, donde, hacia el año 866, fue nombrado por el rey Alfonso III primer obispo de Orense. Tampoco se han encontrado restos de la época musulmana, a pesar de que, durante algún tiempo, la ciudad, llamada ahora Santaberiyya, se había convertido en la capital de una de las provincias del califato, gobernada por los Zennun, un linaje de origen bereber que, arabizado el apellido y transformado en Dhi-l-Nun, terminarían por convertirse en reyes taifas de Toledo y, durante un breve tiempo, también de Valencia (ver “Los Hawwara, desde las montañas de Libia hasta los campos de la provincia de Cuenca”, 19 de agosto de 2021; “Un taller de eboraria musulmana en Cuenca en el siglo XI”, 11 de marzo de 2022). Para entonces, la propia Santaberiyya había dejado de ser una ciudad importante, trasladada como centro de poder a la nueva ciudad de Kunka, Cuenca.








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