miércoles, 12 de diciembre de 2012

París, entre la bohemia y el arte

“El Sena busca el mar / y te hablara de mí. /Y te dirá que me han visto llorar / los puentes de Paris.”

Sí. París es la ciudad de los mil puentes, la ciudad de la luz, la ciudad de la poesía, la ciudad del amor. ¿Y cómo puede cuadrar con todas esas cosas una excursión como la que nos había llevado hasta allí, a través de un autocar cómodo pero prosaico, nada poético, y de un avión más prosaico todavía? París es una ciudad para ser contemplada por la pareja a la que uno ama, sobre todo cuando uno se acerca hasta ella por vez primera, y no con un grupo amplio de personas a las que quizá, sólo quizá, a alguno de ellos ni siquiera has llegado a conocer con anterioridad al viaje. Es cierto que son tus compañeros de trabajo, y que con muchos de ellos has venido conviviendo, y durante demasiadas horas al día además, desde hace varios años. Pero también es cierto que el trabajo es el trabajo y que, incluso, con algunos compañeros puede ser que hayan surgido algunos pequeños roces, roces sin importancia desde luego, y que quizá, sólo quizá, también se hayan decidido a participar en aquella excursión que tú deseas que sea inolvidable.

Luego entonces, allí estábamos los dos, sentados en los asientos de plástico de la cubierta de un batomoux, surcando las aguas del Sena, cruzando bajo los mil puentes de París, alrededor de las islas de San Luis y de la Cite, en la grata compañía de nuestros amigos, rodeados por un grupo numeroso de compañeros, que para tranquilidad nuestra no eran sólo compañeros de trabajo. Y allí, bajo las torres de Notre Dame que herían el cielo, me di cuenta definitivamente de que aquella excursión a París sería, tal y como yo había pensado, inolvidable.

Porque un mismo viaje puede resultar inolvidable o lastimoso; depende que sea de una forma u otra de tantas cosas, que uno no puede controlar todos los aspectos, todas las variables, cuando inicia el camino. Depende de los compañeros del viaje, por supuesto, y del tiempo que nos vaya a hacer en el destino, y del guía que nos haya tocado en suerte para enseñarnos la ciudad. Y nosotros, desde luego, contábamos con un guía excelente, que hizo posible que nos olvidáramos durante toda nuestra estancia en París de la lluvia que, en ocasiones torrencial, llegó a inundar la ciudad del Sena. Ya pudimos darnos cuenta de la calidad de nuestro guía cuando, nada más llegar a París, nos salimos del guión y del programa que llevábamos allí para realizar un breve paseo por los Jardines de Luxemburgo, que rodean al palacio del mismo nombre que es, además, la sede del parlamento francés. Porque París es la ciudad de los mil puentes, pero también es la ciudad de los mil jardines, y de entre ellos, el Parque de Luxemburgo, con sus miles de flores amarillas y violetas, de todos los colores, alrededor de un pequeño lago con patos y con un altísimo surtidor de agua, frente a la hermosa fachada barroca del viejo palacio, destaca por encima de todos los demás.

París es también la ciudad de los mil museos. Por razones lógicas de tiempo no tuvimos más remedio que elegir de entre las múltiples ofertas con las que cuenta la ciudad en este sentido, y nosotros, como todos los viajeros, como todos los turistas, elegimos dos de los mejores museos del mundo, cada uno en su especialidad: el Museo de Orsay y el Museo del Louvre. El Museo de Orsay es el gran templo del arte moderno, sobre todo de esa etapa del arte moderno que va desde los años intermedios del siglo XIX hasta la irrupción definitiva de las vanguardias y de la más pura abstracción, un templo dedicado sobre todo al impresionismo. Allí pudimos admirar algunos de los mejores cuadros de los grandes maestros de este tipo de pintura: Monet, Manet, Pisarro, Degas, Cezanne,.. Pero también pudimos contemplar el más puro exotismo de Ingres, el realismo más ácido de Courbet, el puntillismo de Seurat. Pero también hay espacio para otros pintores llegados desde fuera de Francia, como los prerrafaelitas ingleses (Brown, Burne-Jones,..). Cuando por fin, ebrios de pintura y de escultura, salimos de Orsay, aquella antigua estación de trenes de estilo modernista reconvertida en un estupendo museo, una lluvia torrencial invadía las calles, y era como si el Sena pretendiera salirse de madre e invadirlo todo. Por suerte, aquello apenas duró un breve instante.

¿Y qué decir del Museo del Louvre? Ésta es una de las más grandes pinacotecas del mundo. Su colección de arte antiguo es impresionante, desde Egipto hasta Mesopotamia, desde Grecia y Roma hasta el Islam. Algunas de las obras de arte más conocidas, tanto por los propios expertos como por los simples aficionados, se encuentran en alguna de sus salas, como la hermosa Venus de Milo o la poderosa Victoria de Samotracia que, desde la quilla de su barco de piedra, nos observa desde una de las amplias escaleras que comunican los diferentes pisos del museo. También, por supuesto, se encuentran en este museo algunas de las piezas maestras del Renacimiento, y en este sentido cabe destacar por encima de todas las demás obras de arte, por su belleza y también por la leyenda que se ha creado alrededor de ella a través de los tiempos, la Gioconda, la Mona Lissa de Leonardo. A través de sus salas se puede todavía imaginar cómo era este museo cuando aún era el centro de Francia, el palacio sobre el que gobernaba el monarca que estaba al frente de uno de los países más poderosos de Europa.

París es también la ciudad de las mil torres, y entre todas ellas destaca, desde luego, la reina de todas las torres de Europa, el símbolo de la ciudad más allá de los límites de ésta. Estoy hablando, desde luego, de la Torre Eiffel, un original montaje de mecano, un altar forjado el hierro que no deja de ser un desafío a la fuerza de la gravedad, una flecha enhiesta en el horizonte que se eleva por encima de todo lo demás para herir, con su punta afilada, el cielo de París.

Pero la Torre Eiffel no está sola en el cielo parisino. Hay también otras torres en la ciudad del Sena, como las dos torres que adornar desde los arbotantes de su fachada gótica la catedral de Notre Dame, de Nuestra Señora, convertida al albur de la leyenda y la literatura en el hogar secreto de Quasimodo, el horrible jorobado que en la novela de Victor Hugo se enamora irremediablemente de Esmeralda, la bella gitana; es, desde luego, uno de los más hermosos ejemplos de ese tema literario y mitológico de la bella y la bestia, que enlaza con tantos cuentos de hadas infantiles. O como la torre de Montparnasse, un edificio que cuenta con más de doscientos metros de altura, a cuya terraza todos nosotros subimos con el fin de poder contemplar París desde un punto de vista diferente. Porque París es una ciudad que siempre mira hacia el cielo, y prueba de ello es la estructura singular de sus casas, con sus famosas mansardas, esos grandes ventanales, a la vez decorativos y funcionales, ideados para hacer más habitables los coquetos desvanes parisinos.

Ya por la noche, París se transforma alrededor de la plaza Pigalle y el gran cabaret de París, el Moulin Rouge, un espectáculo maravilloso que ya no es ese viejo espectáculo erótico, sicalíptico, de otros tiempos. Las costumbres ya no son las mismas que hace cien años, cuando el pintor Toulouse-Lautrec arrastraba su cojera y su enanismo por las calles de esta parte de París, habitadas por prostitutas y por navajeros. Algo queda sin embargo en Pigalle de aquella época, algo puede entreverse a través de los escaparates de un sinfín de comercios dedicados al sexo. Y por lo que se refiere al Moulin Rouge, se trata ahora de una mezcla de circo y de revista, de un espectáculo musical que ya no escandaliza a nadie, pero que en su conjunto se ha convertido en una pequeña obra de arte irrepetible, una hermosa manera de que el turista se pueda acercar, siquiera un poquito, a ese otro París que también forma parte de la leyenda.

Y además, tanto el cabaret de Moulin Rouge como la plaza Pigalle siguen siendo, todavía hoy, la puerta de acceso a Montmatre, el barrio más pintoresco de París que cuenta con su ampulosa basílica del Sacre Coeur, esa hermosa tarta de merengue que fue edificada a finales del siglo XIX como homenaje a los numerosos ciudadanos franceses, sobre todo soldados, que perdieron la vida en la sangrienta guerra francoprusiana, y también para expiar de alguna manera la impiedad había supuesto para el corazón de los franceses su segundo imperio. Pero además, Montmartre es también el barrio de los pintores, de los artistas en general, y no es posible andar por sus calles sin vernos obligados a sortear los centenares de puestos de mercadillo en los que los pintores, casi todos desconocidos todavía, cuelgan sus lienzos y sus dibujos. Es la tantas veces cantada bohemia de París, por la que en tiempos pasados tuvieron que pasar tantos y tantos pintores que hoy en día, ellos sí, alcanzan cotizaciones cuando menos interesantes.

“Debajo de un quinqué, la mesa del café / alegre nos reunía, hablando sin cesar, / soñando con llegar la gloria a conseguir. / Y cuando algún pintor hallaba un comprador / y un lienzo le vendía, / solíamos gritar con él y pasear / alegres por París.”

Y para poner punto final a la visita de París, no hay nada mejor que desandar los pocos kilómetros que separan a la capital de Francia de Versalles, la que fue corte de Luis XIV, el Rey Sol. El palacio había sido mandado construir por Luis XIII, pero fue en realidad su hijo quien trasladó definitivamente la corte francesa a este hermoso palacio barroco en 1661, y a partir de ese momento, y durante todo un siglo, este pequeño rincón alejado hasta entonces de todo se convirtió en uno de los focos de poder más importantes de toda Europa. Pasar por sus hermosas salas es como hacer un original viaje en el tiempo a través, como Alicia, de los múltiples espejos que ocupan toda la extensa galería que cubre el ala occidental del palacio. Como lo es también pasear por sus hermosos jardines, poblados con bellas esculturas de piedra con temas mitológicos, y fuentes en las que el agua compite en belleza con la propia arquitectura. Y aunque Versalles pareció alcanzar su final cuando los exaltados revolucionarios franceses acabaron con la monarquía en la cabeza de Luis XVI y de su mujer, María Antonieta, todavía después el singular palacio siguió siendo importante en muchos momentos de la historia; como en 1919, cuando en una de sus salas se firmó aquel tratado de paz que ponía fin a la Primera Guerra Mundial.

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