viernes, 9 de febrero de 2018

Indignados y comuneros


Cíclicamente, en la historia surgen algunos movimientos que, en esencia, propugnan un anhelo y una búsqueda de libertad, libertad con la que aquellos que inventan tales movimientos no contaban o no creían contar. Son movimientos en los que un grupo de hombres y de mujeres protestan contra el sistema establecido, solicitando, y a veces incluso imponiendo, una serie de cambios que permiten a la sociedad avanzar hacia una nueva manera de ver las cosas más igualitaria y generosa que esa otra sociedad en la que todos esos movimientos han nacido. Se trata también de unos movimientos en los que se busca más el bien común que el bien del individuo, y esta premisa, que puede ser buena en un primer instante, se vuelve perversa cuando se empieza a rascar un poco en las letras de los presupuestos que defienden, cuando se emplea la fuerza para ocupar bienes particulares, y cuando se ataca de forma premeditada la propiedad privada. Y sobre todo, como sucede en ese movimiento particular de los indignados, que triunfó hace algunos años aupado por la crisis económica, cuando es utilizada de manera descarada por un partido político concreto en sus intereses particulares en el momento que llega el periodo de elecciones.

            Sin embargo, no me interesa tanto el presente del movimiento de los indignados como analizar, aunque sea sólo superficialmente, la realidad de ese proceso histórico que cada cierto tiempo vuelve a asomarse de nuevo a las páginas de los libros de historia, y sobre todo, compararlo un poco con el movimiento de los comuneros, que se desarrolló en Castilla al final del primer quinto del siglo XVI, con sus lógicas diferencias históricas; con el que, al parecer, tiene ciertos aspectos comunes, o al menos así lo ha propuesto alguno de sus inventores. Es el mismo movimiento, dicen ellos, que en mayo del 68 se fue extendiendo como la pólvora desde las aulas universitarias hasta el conjunto de la sociedad de la época, principalmente en los países más desarrollados, transformando al conjunto de Europa en algo diferente, y que en Estados Unidos, gracias a hombres como Martin Luther King, devolvió la dignidad a los negros Es el mismo movimiento, siguen diciendo, y aquí las diferencias son más evidentes, que en el siglo XIX, de la mano de las revoluciones burguesas, supuso el final definitivo del Antiguo Régimen y el nacimiento del sistema constitucional en el que todavía nos encontramos. Es, terminan, el mismo movimiento que a finales de la Edad Media, y durante la primera mitad del siglo XVI, dependiendo de las regiones, supuso también el final de una era, el feudalismo, y el principio de una nueva época, quizá no perfecta, desde luego, pero sobre todo más igualitaria que la precedente. Y en este sentido, decimos nosotros, el movimiento comunero lo que pretendía era precisamente lo contrario, luchar contra ese movimiento renovador, mantener las formas medievales contra la modernidad que suponía el imperio de Carlos I.

            Pero, ¿es cierto que el movimiento de los indignados puede compararse siquiera con todos esos movimientos históricos? Como poco debemos decir que es todavía demasiado pronto para afirmar una cosa así: falta aún la perspectiva histórica suficiente que lo demuestre, y además, el movimiento de los indignados se vio sometido demasiado pronto a unas siglas políticas que lo desvirtúan. Sí es cierto, por otra parte, que el movimiento guarda algunos elementos en común con ideologías ya pasadas de moda, como el comunismo o el anarquismo, cuya depravación saltó a la luz hace ya demasiado tiempo como para que nos pillen por sorpresa. Por otra parte, mi análisis quiere ser desde el punto de vista del historiador, no del analista político, por lo que me interesan más los procesos históricos ya culminados, como el liberalismo, que en Cuenca tuvo también su foco de interés, como ya he apuntado en otros trabajos anteriores, y sobre todo al hablar del sacerdote Nicolás García Page, uno de los diputados liberales que más se destacaron en las Cortes de Cádiz.

            También me interesa, sobre todo, el fenómeno de los comuneros, y llegado a este punto tengo que decir que Cuenca también tuvo su héroe comunero, de esa comunería castellana del siglo XVI, la de Padilla, Bravo y Maldonado. Esa es otra historia, desde luego, aunque también resulte así mismo necesario desmitificar de una vez por todas la figura de Luis Carrillo, que así se llamaba el personaje en cuestión, más allá de absurdas leyendas que hablan de cabezas cortadas y puestas a secar al sol en balcones solitarios. En efecto, cuenta la leyenda que en 1520, habiéndose iniciado en Castilla el conflicto de las Comunidades contra el monarca Carlos I, Cuenca, como otras muchas ciudades castellanas, se incorporó en un primer momento a la revuelta. Mandaba los comuneros conquenses Luis Carrillo de Albornoz, quien poco tiempo después de haberse iniciado la rebelión decidió por su cuenta volver a la obediencia real, traicionado de esta forma a sus partidarios, quienes, sin fuerzas suficientes para mantenerse contra el rey, no tuvieron más remedio, ellos también, que solicitar el perdón del recién nombrado emperador.

Poco tiempo después, los comuneros fueron derrotados en Villalar (Valladolid), y sus últimos cabecillas (Juan de Padilla, líder de los comuneros toledanos; Juan Bravo, de los segovianos, y Francisco Maldonado, de los salmantinos) pagaron con su muerte el hecho de haber encabezado la revuelta de las ciudades castellanas. Pero en Cuenca, aquel que había iniciado el levantamiento estaba ahora sufriendo las burlas de sus antiguos compañeros de armas. Esto fue así hasta que un día su esposa, harta ya de las burlas que seguía sufriendo su marido, quiso vengarse de todos ellos: simulando que quería hacer las paces con sus ahora enemigos les invitó a cenar una noche en su casa, y a los postres, hartos ya de comer y de beber los burladores, la mujer dejó pasar a la habitación en la que ellos se encontraban a un grupo de sicarios que ella con anterioridad había contratado, los cuales les degollaron con suma facilidad. A la mañana siguiente, cuenta la leyenda, las cabezas de los antiguos compañeros de Luis Carrillo colgaban de todas las ventanas de su palacio señorial.

¿Qué hay de verdad histórica en la leyenda? Desde luego su protagonista, Luis Carrillo de Albornoz, es un personaje real, como lo es también el palacio, que fue derruido en los años setenta del siglo pasado para construir sobre su solar el nuevo Palacio de Justicia; del viejo edificio quedan aún, como única señal visible de su antigua belleza, las columnas del patio. Se trataba, desde luego, de uno de los personajes más poderosos de la Cuenca del primer tercio del siglo XVI. Señor de Torralba y de Beteta, y de otras poblaciones de la provincia, descendía por una de sus ramas de los Albornoz, que había llegado a Cuenca en los años primeros de la conquista cristiana, y en cuyas ramas genealógicas habían nacido algunos importantes servidores del trono y de la Iglesia. Poco tiempo antes del estallido comunero, en 1517, inició la restauración de la capilla que la familia tenía en la catedral de Cuenca, precisamente en la girola, la actual Capilla de los Caballeros, que se encargaría de terminar pocos años después su hermano, el canónigo Gómez Carrillo de Albornoz, quien además era protonotario y tesorero del cabildo. Y más allá de todo ello, el canónigo fue también uno de los primeros introductores en Cuenca del nuevo estilo renacentista, al haber traído a la ciudad del Júcar, desde Italia, al pintor manchego Fernando Yáñez de la Almedina, quien había sido discípulo de Leonardo da Vinci. Y es que el religioso había pasado algunos años en la península itálica, como alumno del Colegio de los Españoles, que en Bolonia había fundado uno de sus antepasados, el cardenal Gil de Albornoz, y allí había aprendido a disfrutar del nuevo arte que venía desarrollándose en las ciudades italianas.

También la esposa vengativa es, lógicamente, un personaje histórico. Se trataba de Inés de Barrientos, quien era hermana del que había sido algunos años antes obispo de Cuenca, Lope Barrientos. De haber tenido ella el mismo carácter colérico que su hermano, el obispo, hay que creer que la mujer hubiera sido capaz de actuar tal y como describe la leyenda. Inquisidor y hombre de confianza de los reyes Juan II y Enrique IV, gobernó en Castilla a la muerte de Álvaro de Luna. Nombrado obispo de Cuenca en 1444, mantuvo con Diego Hurtado de Mendoza, guardia mayor de la ciudad, un conflicto armado que duró varios años, en cuyo trasfondo, por otra parte, se encontraba el poder real del monarca y el enfrentamiento con los nobles. Está claro que su envío a Cuenca no estaba motivado en realidad por causas puramente religiosas, sino que la verdadedra intención de su nombramiento había sido la de mantener controlados a los nobles conquenses.

Y finalmente, la propia historia coincide con la leyenda de Luis Carrillo. Cuenca fue una de las primeras ciudades en unirse con Toledo cuando ésta iniciaba la guerra contra el emperador. Sin embargo, en el mes de febrero de 1521, “el movimiento comunero estaba herido de muerte por las divisiones internas entre los moderados y los revolucionarios”, en palabras del hispanista francés Joseph Pérez. Éste es, sin duda, el trasfondo que hay detrás de la supuesta traición de Luis Carrillo. Por otra parte, no parece que el conflicto de las comunidades hubiera tenido demasiada influencia entre las familias más poderosas de la ciudad, más allá de la defenestración o la muerte de algunos de sus regidores, como Juan de Ortega. Quizá pudiera estar detrás de este hecho la figura de Fernando de Valdés, quien había iniciado su carrera política a finales de la centuria anterior, como hombre fuerte en la ciudad del primer marqués de Moya, Andrés de Cabrera, y quien desde hacía algunos años se había convertido en su regidor decano. Hay que tener en cuenta que éste era el padre de Alfonso de Valdés, secretario de cartas latinas del emperador a la sombra del canciller Mercurino Gattinara. Este mismo Alfonso de Valdés, por cierto, según la teoría de la profesora Rosa Navarro Durán, catedrática de literatura española de la Universidad Autónoma de Barcelona, es el autor de una de las obras cumbres de la literatura castellana: la “Vida del Lazarillo de Tormes, y de sus fortunas y adversidades.”
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"Ejecución de los comuneros de Castilla", de Antonio Gisbert (1860). Palacio de las Cortes

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