Cíclicamente,
en la historia surgen algunos movimientos que, en esencia, propugnan un anhelo
y una búsqueda de libertad, libertad con la que aquellos que inventan tales
movimientos no contaban o no creían contar. Son movimientos en los que un grupo
de hombres y de mujeres protestan contra el sistema establecido, solicitando, y
a veces incluso imponiendo, una serie de cambios que permiten a la sociedad
avanzar hacia una nueva manera de ver las cosas más igualitaria y generosa que
esa otra sociedad en la que todos esos movimientos han nacido. Se trata también
de unos movimientos en los que se busca más el bien común que el bien del
individuo, y esta premisa, que puede ser buena en un primer instante, se vuelve
perversa cuando se empieza a rascar un poco en las letras de los presupuestos
que defienden, cuando se emplea la fuerza para ocupar bienes particulares, y
cuando se ataca de forma premeditada la propiedad privada. Y sobre todo, como
sucede en ese movimiento particular de los indignados, que triunfó hace algunos
años aupado por la crisis económica, cuando es utilizada de manera descarada
por un partido político concreto en sus intereses particulares en el momento
que llega el periodo de elecciones.
Sin embargo, no me interesa tanto el
presente del movimiento de los indignados como analizar, aunque sea sólo
superficialmente, la realidad de ese proceso histórico que cada cierto tiempo
vuelve a asomarse de nuevo a las páginas de los libros de historia, y sobre
todo, compararlo un poco con el movimiento de los comuneros, que se desarrolló
en Castilla al final del primer quinto del siglo XVI, con sus lógicas
diferencias históricas; con el que, al parecer, tiene ciertos aspectos comunes,
o al menos así lo ha propuesto alguno de sus inventores. Es el mismo movimiento,
dicen ellos, que en mayo del 68 se fue extendiendo como la pólvora desde las
aulas universitarias hasta el conjunto de la sociedad de la época,
principalmente en los países más desarrollados, transformando al conjunto de
Europa en algo diferente, y que en Estados Unidos, gracias a hombres como
Martin Luther King, devolvió la dignidad a los negros Es el mismo movimiento, siguen
diciendo, y aquí las diferencias son más evidentes, que en el siglo XIX, de la
mano de las revoluciones burguesas, supuso el final definitivo del Antiguo
Régimen y el nacimiento del sistema constitucional en el que todavía nos
encontramos. Es, terminan, el mismo movimiento que a finales de la Edad Media,
y durante la primera mitad del siglo XVI, dependiendo de las regiones, supuso
también el final de una era, el feudalismo, y el principio de una nueva época,
quizá no perfecta, desde luego, pero sobre todo más igualitaria que la
precedente. Y en este sentido, decimos nosotros, el movimiento comunero lo que
pretendía era precisamente lo contrario, luchar contra ese movimiento
renovador, mantener las formas medievales contra la modernidad que suponía el
imperio de Carlos I.
Pero, ¿es cierto que el movimiento
de los indignados puede compararse siquiera con todos esos movimientos
históricos? Como poco debemos decir que es todavía demasiado pronto para
afirmar una cosa así: falta aún la perspectiva histórica suficiente que lo
demuestre, y además, el movimiento de los indignados se vio sometido demasiado
pronto a unas siglas políticas que lo desvirtúan. Sí es cierto, por otra parte,
que el movimiento guarda algunos elementos en común con ideologías ya pasadas
de moda, como el comunismo o el anarquismo, cuya depravación saltó a la luz
hace ya demasiado tiempo como para que nos pillen por sorpresa. Por otra parte,
mi análisis quiere ser desde el punto de vista del historiador, no del analista
político, por lo que me interesan más los procesos históricos ya culminados,
como el liberalismo, que en Cuenca tuvo también su foco de interés, como ya he
apuntado en otros trabajos anteriores, y sobre todo al hablar del sacerdote
Nicolás García Page, uno de los diputados liberales que más se destacaron en
las Cortes de Cádiz.
También me interesa, sobre todo, el
fenómeno de los comuneros, y llegado a este punto tengo que decir que Cuenca
también tuvo su héroe comunero, de esa comunería castellana del siglo XVI, la
de Padilla, Bravo y Maldonado. Esa es otra historia, desde luego, aunque
también resulte así mismo necesario desmitificar de una vez por todas la figura
de Luis Carrillo, que así se llamaba el personaje en cuestión, más allá de
absurdas leyendas que hablan de cabezas cortadas y puestas a secar al sol en
balcones solitarios. En efecto, cuenta la leyenda que en 1520, habiéndose
iniciado en Castilla el conflicto de las Comunidades contra el monarca Carlos
I, Cuenca, como otras muchas ciudades castellanas, se incorporó en un primer momento
a la revuelta. Mandaba los comuneros conquenses Luis Carrillo de Albornoz, quien
poco tiempo después de haberse iniciado la rebelión decidió por su cuenta
volver a la obediencia real, traicionado de esta forma a sus partidarios,
quienes, sin fuerzas suficientes para mantenerse contra el rey, no tuvieron más
remedio, ellos también, que solicitar el perdón del recién nombrado emperador.
Poco
tiempo después, los comuneros fueron derrotados en Villalar (Valladolid), y sus
últimos cabecillas (Juan de Padilla, líder de los comuneros toledanos; Juan
Bravo, de los segovianos, y Francisco Maldonado, de los salmantinos) pagaron
con su muerte el hecho de haber encabezado la revuelta de las ciudades
castellanas. Pero en Cuenca, aquel que había iniciado el levantamiento estaba
ahora sufriendo las burlas de sus antiguos compañeros de armas. Esto fue así
hasta que un día su esposa, harta ya de las burlas que seguía sufriendo su
marido, quiso vengarse de todos ellos: simulando que quería hacer las paces con
sus ahora enemigos les invitó a cenar una noche en su casa, y a los postres,
hartos ya de comer y de beber los burladores, la mujer dejó pasar a la habitación
en la que ellos se encontraban a un grupo de sicarios que ella con anterioridad
había contratado, los cuales les degollaron con suma facilidad. A la mañana
siguiente, cuenta la leyenda, las cabezas de los antiguos compañeros de Luis
Carrillo colgaban de todas las ventanas de su palacio señorial.
¿Qué
hay de verdad histórica en la leyenda? Desde luego su protagonista, Luis
Carrillo de Albornoz, es un personaje real, como lo es también el palacio, que
fue derruido en los años setenta del siglo pasado para construir sobre su solar
el nuevo Palacio de Justicia; del viejo edificio quedan aún, como única señal
visible de su antigua belleza, las columnas del patio. Se trataba, desde luego,
de uno de los personajes más poderosos de la Cuenca del primer tercio del siglo
XVI. Señor de Torralba y de Beteta, y de otras poblaciones de la provincia,
descendía por una de sus ramas de los Albornoz, que había llegado a Cuenca en
los años primeros de la conquista cristiana, y en cuyas ramas genealógicas
habían nacido algunos importantes servidores del trono y de la Iglesia. Poco
tiempo antes del estallido comunero, en 1517, inició la restauración de la
capilla que la familia tenía en la catedral de Cuenca, precisamente en la
girola, la actual Capilla de los Caballeros, que se encargaría de terminar
pocos años después su hermano, el canónigo Gómez Carrillo de Albornoz, quien
además era protonotario y tesorero del cabildo. Y más allá de todo ello, el
canónigo fue también uno de los primeros introductores en Cuenca del nuevo
estilo renacentista, al haber traído a la ciudad del Júcar, desde Italia, al
pintor manchego Fernando Yáñez de la Almedina, quien había sido discípulo de
Leonardo da Vinci. Y es que el religioso había pasado algunos años en la
península itálica, como alumno del Colegio de los Españoles, que en Bolonia
había fundado uno de sus antepasados, el cardenal Gil de Albornoz, y allí había
aprendido a disfrutar del nuevo arte que venía desarrollándose en las ciudades
italianas.
También
la esposa vengativa es, lógicamente, un personaje histórico. Se trataba de Inés
de Barrientos, quien era hermana del que había sido algunos años antes obispo
de Cuenca, Lope Barrientos. De haber tenido ella el mismo carácter colérico que
su hermano, el obispo, hay que creer que la mujer hubiera sido capaz de actuar
tal y como describe la leyenda. Inquisidor y hombre de confianza de los reyes
Juan II y Enrique IV, gobernó en Castilla a la muerte de Álvaro de Luna.
Nombrado obispo de Cuenca en 1444, mantuvo con Diego Hurtado de Mendoza,
guardia mayor de la ciudad, un conflicto armado que duró varios años, en cuyo
trasfondo, por otra parte, se encontraba el poder real del monarca y el
enfrentamiento con los nobles. Está claro que su envío a Cuenca no estaba
motivado en realidad por causas puramente religiosas, sino que la verdadedra intención
de su nombramiento había sido la de mantener controlados a los nobles
conquenses.
Y
finalmente, la propia historia coincide con la leyenda de Luis Carrillo. Cuenca
fue una de las primeras ciudades en unirse con Toledo cuando ésta iniciaba la
guerra contra el emperador. Sin embargo, en el mes de febrero de 1521, “el movimiento comunero estaba herido de
muerte por las divisiones internas entre los moderados y los revolucionarios”,
en palabras del hispanista francés Joseph Pérez. Éste es, sin duda, el
trasfondo que hay detrás de la supuesta traición de Luis Carrillo. Por otra
parte, no parece que el conflicto de las comunidades hubiera tenido demasiada
influencia entre las familias más poderosas de la ciudad, más allá de la
defenestración o la muerte de algunos de sus regidores, como Juan de Ortega.
Quizá pudiera estar detrás de este hecho la figura de Fernando de Valdés, quien
había iniciado su carrera política a finales de la centuria anterior, como
hombre fuerte en la ciudad del primer marqués de Moya, Andrés de Cabrera, y
quien desde hacía algunos años se había convertido en su regidor decano. Hay
que tener en cuenta que éste era el padre de Alfonso de Valdés, secretario de
cartas latinas del emperador a la sombra del canciller Mercurino Gattinara. Este
mismo Alfonso de Valdés, por cierto, según la teoría de la profesora Rosa
Navarro Durán, catedrática de literatura española de la Universidad Autónoma de
Barcelona, es el autor de una de las obras cumbres de la literatura castellana:
la “Vida del Lazarillo de Tormes, y de
sus fortunas y adversidades.”
"Ejecución de los comuneros de Castilla", de Antonio Gisbert (1860). Palacio de las Cortes