El siglo XIX se inicia en España con una coyuntura histórica importante:
la Guerra de la Independencia. Sin embargo, esa guerra contra el francés no se
hubiera producido de no haber existido antes todo un proceso social de cambio
que estaba haciéndose tambalear en toda Europa, y también en parte del
continente americano, todo el sistema del Antiguo Régimen. Y es que tanto la
revolución americana y su declaración de independencia (1776) como también la
revolución francesa (1789), crearon una nueva estructura social y política, el
liberalismo, que se extendería rápidamente a partir de ese momento, y sobre
todo en las primeras décadas de la centuria siguiente por el resto de Europa y
de América. Todo ello supondría un fuerte enfrentamiento entre dos mundos
opuestos, dos maneras diferentes de enfrentarse con la realidad, dos eras
históricas enfrentadas entre sí como dos grandes placas tectónicas. Y el
terremoto provocado por ese choque brutal traería como consecuencia el resquebrajamiento
definitivo de una de esas dos grandes placas, la más débil de las dos porque
para entonces ya estaba desgastada por tres largos siglos de enfrentamientos
sociales.
No se puede entender la Guerra de la Independencia si se no se tiene en
cuenta este hecho, como no se puede entender tampoco la guerra de la
independencia en Cuenca si no se tiene en cuenta el espacio geográfico que
ocupa nuestra provincia, como nudo estratégico de vital importancia a caballo
entre dos de las ciudades más importantes del país: Madrid, la capital del
reino y lugar donde se asienta la corte de José I, y Valencia, uno de los
puertos con más posibilidades. Por eso,
la provincia fue en varias ocasiones escenario para algunas de las más
importantes batallas, y en ese sentido la batalla de Uclés (1809), en la que
perdieron la vida alrededor de mil patriotas y más de seis mil fueron
capturados por los franceses, fue paradigmática, asegurando a los franceses su
posición de dominio en Castilla La Nueva al tiempo que permitía al rey
usurpador su asentamiento en la corte madrileña. Por eso, también la ciudad fue
en repetidas ocasiones tomada por las tropas francesas y las españolas, y
sufrió de unas y de otras sangrientas represalias. José Luis Muñoz ha estudiado
ese momento doloroso de la ciudad del Júcar en uno de sus libros, Crónica de la guerra de la independencia,
a partir de los datos proporcionados por los libros de actas del Ayuntamiento
conquense.
Sin embargo, aún falta por hacer un estudio más pormenorizado de lo que
supuso la tragedia de la guerra en el conjunto de la provincia, como también en
los que respecta al punto de vista del nuevo hecho social representado por el
liberalismo. Desde el punto de vista de la historia económica, no cabe duda de
que la guerra produjo en toda la provincia una grave crisis de subsistencia,
que provocó también un declive humano y demográfico, como ha demostrado David
Sven Reher en su trabajo Familia,
población y sociedad en la provincia de Cuenca, 1700-1970, que fue
publicado por el Centro de Investigaciones Sociológicas. Por otra parte, tanto
la guerra como el incipiente liberalismo que en aquel momento estaba empezando
a nacer también en una pequeña ciudad de provincias como Cuenca, provocó un
cambio sustancial en las élites de poder, fácilmente rastreable a través de las
personas que formaron parte de la junta provincial de Cuenca y también de
aquellos que representaron a nuestra provincia en las Cortes de Cádiz. También,
y por lo que a las élites intelectuales se refiere, por las personas que
firmaron toda esa cantidad de oraciones, cartas, manifiestas, que fueron
impresos en nuestra ciudad durante todo el primer tercio del siglo XIX, a los
cuales ya hemos aludido más arriba. Y al contrario de lo que muchas veces se ha
escrito, dando demasiadas cosas por supuestas sin haber realizado antes un
ejercicio básico de reflexión, crítica y análisis. Tampoco la Iglesia conquense
fue en absoluto ajena a esa nueva realidad social que estaba naciendo, al menos
por lo que a este primer período se refiere.
Los miembros de la junta provincial que se había creado en Cuenca en los
años iniciales de la guerra representaban todavía en una parte a las grandes
instituciones heredadas del Antiguo Régimen: la Iglesia, con un prelado a la
cabeza, Ramón Falcón y Salcedo, y el canónigo ilustrado Juan Antonio
Rodrigálvarez, que había llegado a la ciudad a finales del siglo XVIII de la
mano del anterior obispo Antonio Palafox, antes de que éste hubiera llegado a
acceder a la cátedra episcopal; el Ayuntamiento, representado por el
corregidor, Ramón Gundín de Figueroa, y por uno de sus regidores, Ignacio
Rodríguez de Fonseca, y el intendente
Baltasar Fernández, figura característica de la administración borbónica. Junto
a ellos, y representando ya a las nuevas élites burguesas e intelectuales,
Santiago Antelo y Coronel, que era notario del tribunal eclesiástico de la
diócesis, los propietarios Bernabé Grande y Pascual de López, y dos
funcionarios de la administración ciudadana, Francisco Escobar y Tomás de Vela.
También en el grupo de los representantes a Cortes se puede apreciar aún
esa dicotomía entre Antiguo y Nuevo Régimen. Durante las primeras legislaturas
representaron a nuestra provincia algunos miembros del estado noble, como el
conde de Buenavista Cerro, Diego Ventura de Mena, y Alfonso Núñez de Haro y
también algún miembro del sector eclesiástico, en esta ocasión el canónigo
Felipe Miralles, junto a un consejero de estado, Manuel de Rojas, y un
catedrático de la universidad de Alcalá, Diego Parada, que a su vez era descendiente
de uno de los linajes nobiliarios más arraigados en la ciudad de Huete. Y el
propio Ayuntamiento de Cuenca, que también tenía derecho a un representante en
Cortes, estaba representado por otro de sus regidores, Policarpo Zorraquín. Por
su parte, Manuel de Rojas tuvo que ser sustituido tras su muerte, acaecida al
poco tiempo del inicio de la legislatura, por el militar de Zafra de Záncara,
Fernando Casado Torres, ingeniero naval que había llegado a ser, en
representación del gobierno de Carlos III, asesor de la propia zarina Catalina
de Rusia. Y por lo que respecta a las últimas legislaturas, es en este momento
cuando se observa un mayor peso del liberalismo, al confluir los cuatro
representantes dentro de este sector ideológico a pesar de que entre ellos
había también algunos sacerdotes. Estos cuatro representantes fueron Antonio
Cuartero, Juan Antonio Domínguez, Andrés Navarro y Nicolás García Page. Sobre
éste último hablaremos más detenidamente más tarde, al haber extendido su
representación, y también su influencia al conjunto de la sociedad conquense,
también al trienio liberal.
El regreso de Fernando VII al trono madrileño supuso temporalmente la
victoria del viejo conservadurismo. Un Fernando VII que visitó en varias
ocasiones la provincia de Cuenca; un Fernando VII que viajó en 1826 en compañía
de su tercera esposa, María Amalia de Sajonia a los ya famosos baños del Real
Sitio del Solán de Cabras con el fin de obtener la ansiada paternidad que
hubiera contribuido a dar una cierta tranquilidad política al país. Sin
embargo, esa victoria del Antiguo Régimen sería sólo un espejismo. En 1820
vuelven a hacerse con el poder los liberales, y aunque esta victoria de los
liberales sería en principio muy breve, apenas tres años a los que sucedieron otros
diez años aún de reacción, la década ominosa, la suerte estaría echada a favor
del liberalismo. La muerte de Fernando VII en 1833 llevaría consigo la derrota
del antiguo sistema político y social, y la victoria, ahora sí definitiva, del
liberalismo español.
Pero aún faltarían trece años para eso. En 1820 las tensiones, en España
y en Cuenca, están todavía en plena ebullición. El trienio liberal en Cuenca ha
sido estudiado, principalmente en lo que a los aspectos religiosos se refiere
en mi tesis doctoral, que dediqué al tribunal de curia diocesana de Cuenca
durante el reinado de Fernando VII, publicada posteriormente en formato de
libro bajo el título La actuación del
tribunal diocesano de Cuenca en la crisis del Antiguo Régimen (1808-1833),
así como en algunos artículos monográficos. Al igual que en todas las ciudades
del país, también el Ayuntamiento de Cuenca juró en 1820 la constitución, y a
partir de ese momento se hacía con el poder tanto en la capital como en los
pueblos más importantes de la provincia los miembros del partido liberal, que
estaban formados ya en ese momento por los miembros más destacados de la
burguesía, el comercio, y las llamadas profesiones liberales. Surgen en ese
momento algunos apellidos importantes, como los Aguirre, que son los mismos que
inmediatamente después, durante las primeras desamortizaciones, van a poder
enriquecerse con la adquisición de bienes y tierras procedentes de la Iglesia,
la nobleza, y el común de algunos pueblos de la provincia.
Y surgen también, en Cuenca como en el resto de España, las llamadas
sociedades patrióticas y las sociedades secretas. En la capital de la provincia
se había instalado muy pronto una merindad de la sociedad secreta de los
comuneros, que había sido incluso fundada por Manuel López Ballesteros,
secretario del gobierno constitucional y hermano del propio ministro de la
Gobernación, y diversas torres comuneras a lo ancho de toda la provincia:
Horcajo de Santiago, Villarrobledo, Tarazona de la Mancha, La Roda, San
Clemente, Belmonte, Mota del Cuervo, Almendros, Palomares del Campo,
Torrejoncillo del Rey, Saelices, Sisante y Villarejo de Fuentes. A todos estos
pueblos hay que añadir también algunos otros que todavía estaban en período de
formación en 1823, como Alcocer, Valdeolivas y Valera de Abajo. De todo ello se
desprende que el peso del liberalismo en el conjunto de la provincia es muy
importante.
Como ya he dicho anteriormente, el peso de la Iglesia en este primer
liberalismo conquense es importante. Cuando al aventurero francés Jorge
Bessieres, líder de una partida absolutista muy activa por las tierras de
Guadalajara y Cuenca, pudo entrar por fin en la ciudad, iniciando una fortísima
represión contra los partidarios del liberalismo, pudo descubrir dentro de la
catedral, y en concreto escondidos dentro de un armario en la sacristía de la
capilla de caballeros, la documentación y los sellos de la merindad conquense
de la sociedad secreta de los comuneros. Y estaban allí escondidos precisamente
porque a la sociedad pertenecían algunos eclesiásticos destacados de la
diócesis: Manuel Molina, capellán de coro de la catedral; Isidro Calonge,
religioso mercedario exclaustrado; y Juan José Aguirre, racionero del cabildo
diocesano. Estos tres religiosos serían represaliados a partir de 1823 por el
tribunal diocesano de Cuenca, como lo serían también algunos otros
eclesiásticos que, si bien no hay constancia de que pertenecieran a la sociedad
secreta, sí defendieron durante el trienio posturas liberales: Segundo Cayetano
García y Juan Nepomuceno Fuero, canónigos de la catedral; Francisco González y
Francisco Ayllón, prebendados de ésta; Gabriel José Gil, dignidad de tesorero;
José Frías, capellán de coro, y los sacerdotes Prudencio del Olmo, Valentín
Collado Recuenco, Nicolás Escolar y Noriega, Manuel Lorenzo de Cañas, Francisco
Anguix y Jerónimo Monterde.
Mención especial en este sentido merece, por su irradiación hacia el
conjunto del país, la figura del anteriormente mencionado Nicolás García Page,
figura que merecería por sí mismo un estudio monográfico, y al que en alguna
ocasión nos hemos acercado algunos, tanto en mi tesis doctoral como Manuel
Amores, si bien éste lo hizo principalmente sobre su proceso y exilio, sufridos
a partir de 1814. Nacido en 1771 en Ribagorda, en la comarca del Campichuelo
conquense, párroco de la iglesia de San Andrés de la capital conquense,
catedrático a partir de 1799 en el seminario conciliar de San Julián, fue
elegido para representar a Cuenca los dos últimos años de las Cortes de Cádiz,
donde destacó como uno de los más combativos liberales. Por ello fue uno de los
detenidos por Eguía en 1814 y alojado en la madrileña Cárcel de Corte, de donde
salió sin juicio previo para su destierro en el convento franciscano de La
Salceda (Guadalajara). En 1820, de nuevo en el poder los liberales, fue
premiado con una de las canonjías del cabildo conquense y seguidamente elegido
nuevamente como representante de la provincia en las cortes del trienio. En
1823 fue capturado por una partida absolutista que estuvo a punto de ajusticiarle,
logrando salvar la vida gracias a la actuación de un regimiento del ejército
liberal, que había conseguido rescatarle, con la cual, convertido en el
capellán de la unidad, huyó a Cádiz durante el repliegue de estos. Exiliado en
Inglaterra y sustituido como canónigo de la diócesis por otro sacerdote menos
afecto al sistema liberal, regresó a Madrid en 1834, ciudad en la que
fallecería apenas dos años más tarde.
Prácticamente desconocida es la figura del militar liberal José Ruiz de
Albornoz (Villar de Cañas, 1780 – Requena, Valencia, 1836). Ya en la guerra
contra los franceses se había destacado en algunas de las batallas más
importantes, como en las de Bailén, Uclés y Ocaña. Subteniente del batallón
provincial de Cuenca, combatió en 1823 contra las partidas absolutistas,
principalmente la del propio Bessieres. Después, ya en la guerra carlista, y
ascendido a coronel, acometió la defensa de Requena, cercada por las tropas de
Ramón Cabrera, hecho por el cual fue condecorado con la Cruz Laureada de San Fernando,
la más importante que existe en el ejército español.
Un período éste en el que se transformaron todas las instituciones, y se
crearon también algunas instituciones nuevas. Entre estas nuevas instituciones
tendría una importancia superlativa la Diputación Provincial, que quedó
constituida el 13 de abril de 1813 bajo la presidencia de Ignacio Rodríguez de
Fonseca, si bien esa creación no se haría estable hasta algunas décadas más
tarde, tras la victoria definitiva del liberalismo. Aunque los orígenes de la
Diputación han sido estudiados ya por José Luis Muñoz, también la personalidad
de su primer presidente sería merecedora de un estudio monográfico. Oriundo de
Villar de Cañas, regidor perpetuo de Cuenca y miembro, como ya se ha visto, de
su junta provincial en los años de la usurpación napoleónica, fue tomado como
rehén junto a otros ciudadanos conquenses por el mariscal Víctor, el mismo que
había ganado la batalla de Uclés, y conducido a pie durante muchos kilómetros.
Su fuerte personalidad, puesta de manifiesto tanto en el Ayuntamiento como en
la Diputación, le llevaría de nuevo a la cárcel el 27 de agosto de 1814, ahora
por una decisión absoluta y despótica del gobierno del monarca absolutista y
déspota Fernando VII.