Muchos
son los conquenses que han pasado a la historia por muy diferentes motivos. En
realidad, no hay nada extraño en este hecho: todos los lugares del mundo, al
menos aquellos que ya tienen una historia consolidada, tienen un número elevado
de sus hijos que ya han conseguido elevarse por encima de esa historia, dando
lustre a su ciudad o a su nación. Estos se asoman a las enciclopedias, a los
estudios especializados, de manera que sus otros hijos, los de ahora, se
sienten identificados con ellos, se sienten orgullosos de haber nacido en el
mismo lugar en los que ellos han nacido. Otras veces, sólo son conocidos por
los estudiosos, por los especialistas. Y en ocasiones, también, han sido
olvidados incluso por ellos, de manera que se ven obligados a permanecer a la
espera de que alguien les descubra y los lleven de nuevo al olimpo de las
páginas escritas.
Uno
de esos personajes olvidados por todos, por los conquenses y por los que no han
nacido en Cuenca, por los especialistas y por los que no lo son, es este
personaje que voy a recuperar en este blog: Se trata de fray Mauro Hispano,
miembro de la orden de frailes menores franciscanos. Personaje completamente
desconocido, Sólo he podido encontrar algunas escasas aportaciones realizadas
por autores como Raúl Álvarez-Moreno[1], Víctor de Lama[2] y José García Oro[3], de las que después se
hizo eco también José Palomares, en una biografía sobre el cardenal Francisco
Jiménez de Cisneros[4].
Y es que este desconocido conquense realizó para el regente una primordial
labor diplomática, en compañía de Pedro Mártir de Anglería.
En
efecto, y con el fin de justificar la toma del reino de Granada, y en la
posterior actuación llevada a cabo por estos en la ciudad nazarí, los Reyes
Católicos enviaron una embajada a Kansu el-Ghuri, penúltimo de los sultanes
mamelucos en Egipto (1501-1516). La embajada se envío en los primeros años del
reinado de éste, entre 1501 y 1502, y estaba a cargo de humanista italiano
Pedro Mártir de Anglería, y en ella también figuraba nuestro conquense, Mauro
Hispano, quien desde el mes de junio de 1501 era custodio de Tierra Santa y
guardián del Monte Sión. Los resultados y memorias de esta legación en oriente
las recopiló el cortesano, que llevaba ya algunos años al servicio de los
propios Reyes Católicos, en su obra Legatio
Babilonica, que fue escrita en 1511.
Para
contextualizar mejor la figura de este conquense completamente desconocido, hay
que tener en cuenta que en aquellos años iniciales de la Edad Moderna, y ya por
poco tiempo, los Santos Lugares se hallaban bajo el poder del sultán mameluco
de Egipto, quien era conocido en occidente como el “soldán de Babilonia (para
muchos de los que vivían en este otro extremo del Mediterráneo, era usual
identificar El Cairo con la antigua Babilonia, que en realidad era el nombre
que recibía ya en tiempos de los romanos la ciudad egipcia). Y aunque es cierto
que se trataba de un país musulmán, y por lo tanto teóricamente enemigo de los
países cristianos, también lo es que, para los egipcios, el poderío de sus
vecinos otomanos era mucho más peligroso. No en vano en 1517, al año siguiente
de la muerte de Kansu el-Ghuri, las tropas otomanas del sultán Selim I
derrotarían definitivamente a su último sucesor, Tuman Bay II, poniendo fin a
doscientos cincuenta años de califato abasí en Egipto, y convirtiendo el país
en una parte del imperio turco, donde permanecería durante los tres siglos
siguientes.
Por
otra parte, los franciscanos se habían asentado en Tierra Santa ya desde la
segunda mitad del siglo XIII, y sobre todo desde que los reyes Roberto I de
Nápoles y su esposa, Sancha de Mallorca, había obtenido de los musulmanes, a
principios de la centuria siguiente, el Cenáculo, lugar en el que, según la
tradición, Cristo celebró con los apóstoles la última cena, lugar que estaba
situado en el Monte Sión, así como el derecho a poder oficiar en la basílica
del Santo Sepulcro, formado así la custodia o provincia franciscana de Tierra
Santa. Desde entonces, la presencia de la orden en Jerusalén se mantuvo
prácticamente inalterada a través de los siglos, bajo la protección de los
sultanes mamelucos hasta que, en 1552, el sultán otomano Solimán el Magnífico
obligó a estos a abandonar los Santos Lugares.
En
este sentido, la orden franciscana delimitó desde un primer momento las áreas
de evangelización, distribuyéndolas en provincias, entre las cuales una fue la
de Tierra Santa, que se extendía por el este de Europa hasta Egipto y el
próximo oriente, incluyendo los territorios de Constantinopla, Asia Menor,
Siria y Palestina, además de las islas de Rodas y Chipre. Después, tras el
capítulo general que se reunió en la ciudad italiana de Pisa, la provincia se
dividió en territorios de menor extensión, que recibían al nombre de custodias,
a cuyo frente se encontraba el padre custodio. Entre las custodias de la
provincia se encontraba, en lugar preminente, la custodia de Tierra Santa, que
comprendía los conventos situados en Jerusalén, y una estrecha franja de tierra
que comprendía las ciudades costeras de Acre, Antioquía, Jafa, Sidón, Tiro y
Trípoli. Sólo en la ciudad santa de Jerusalén, la orden tenía lugares tan
emblemáticos como los del Santo Sepulcro, y el ya citado de Monte Sión. A
partir de 1347 se sumaría la basílica de la Natividad, en Belén, edificada
sobre el lugar en el que se supone que nación Jesús, y durante la segunda mitad
de la misma centuria, un nuevo templo sobre la supuesta tumba de la Virgen
María, en el valle de Josafat.
La
importancia que tenía el padre guardián del convento de Monte Sión era tal, que
incluso el Papa Alejandro VI, poco antes de la fecha en la que nuestro paisano
ocupó el cargo le dio el privilegio de poder armar caballeros a los peregrinos
que llegaban a Tierra Santo, algo que estaba vedados sólo a los reyes: “En 1496 el pontífice Alejandro VI concedió
al Guardián del Monte Sión el privilegio de armar Caballeros del Santísimo
Sepulcro a los peregrinos que visitaban el lugar donde la tradición fijaba la
sepultura de Cristo. Este honor tan especial era privativo sólo de reyes y
príncipes soberanos. También tuvo este derecho el Maestre de Rodas, por
concesión de Inocencio VIII, pero Alejandro VI se lo retiró para otorgárselo al
Guardián del Monte Sión. Dicha concesión fue luego confirmada por los sucesivos
pontífices (León X, Clemente VII y Urbano VIII) y proporcionó a los Frailes
Menores un especial timbre de gloria.”[5]
Volviendo
a la figura del conquense, no acabó con esta misión la actividad diplomática
del franciscano conquense, pues en 1503 sería el propio Kansu el-Ghuri quien le
enviaría en una misión de este tipo por España y Portugal. Por aquellas fechas,
el soldán mameluco, que amenazaba con destruir los Santos Lugares por la
actuación de los Reyes Católicos contra los mudéjares, pretendía, por una
parte, hacer saber a los soberanos españoles sus propias quejas en este
sentido, además de las que tenía sobre el rey de Portugal, Manuel I, en
relación con sus intereses comerciales en el Océano Índico. Antes de partir,
fray Mauro pidió que se le autorizara visitar de nuevo en Jerusalén el Santo
Sepulcro, y autorizado por éste, se le permitió abrir el arca que contenía los
restos de Jesucristo, en cuyo interior se encontraba una piedra de mármol que
fue convertida en seis aras, que fue repartiendo a lo largo del viaje, como
santa reliquia, entre el Papa, el cardenal Carvajal, la reina Isabel, Cisneros,
y el rey Manuel de Portugal. A principios de marzo de 1504 desembarcaba en
Venecia, y desde allí se dirigió a Roma, donde se entrevistó con el Papa Julio
II. Y desde allí marchó a la península
ibérica, logrando entrevistarse con los Reyes Católicos en Medina del Campo,
entre septiembre u octubre de ese mismo año. Sin embargo, el fallecimiento de
la reina Isabel retrasó la última etapa de su viaje, no pudiendo entrevistarse
con el rey portugués hasta la primavera de 1505.
Al
respecto de la misión del conquense, dice José Palomares: “Aunque en la baladronada del soldán había poca sustancia, fray Mauro
regresó con la justificación (en realidad, mistificación) del rey Fernando y su
compromiso de una concesión anual de mil ducados de oro para Tierra Santa. Por
su parte, Manuel I el Afortunado -con fray Enrique de Coímbra, su inteligente
confesor, a la sombra- no se arredró, y expresó la intención de incrementar su
presencia en la India (pensemos, por ejemplo, en el descubrimiento posterior de
las Molucas o islas de las especias. Ambos, sin embargo, coincidían en la idea
de cruzada contra el infiel, o, con palabras del rey portugués, a extinçao de
seita de Maoma.”
Manuel
Fortea Luna, en su monografía sobre la iglesia de la Magdalena, de Olivenza, da
algunas claves más de cómo fue su labor diplomática ante el rey portugués: “Éste [se refiere al propio fray Mauro] llega a Venecia con las cartas del Sultán
en Marzo 1504, se las presenta al Papa a mediados de año en Roma, iniciando su
viaje para Portugal el 26 de Agosto, pero entretenido en la corte de Castilla
(el 26 de Noviembre de 1504 moría la Reina Dª Isabel la Católica) no llegó a
Lisboa hasta junio de 1505. D. Manuel responde al entonces Papa Julio II, a
través de este intermediario fray Mauro, ofreciéndole 2.500 cruzados para el
convento del Monte Sinaí. Desde ese momento el rey tiene un plan en la cabeza:
una nueva Cruzada para liberar los Santos Lugares con la concurrencia de todos
los estados cristianos de Europa. Ello significaría no sólo la defensa de los
Santos Lugares sino la garantía de poder continuar la política comercial en la
India. Bastaría que los cristianos se uniesen, salvando sus discrepancias, con
un ideal común de cristiandad. La liberación de Tierra Santa sería un símbolo
dinamizador para el resto de los objetivos.”
Es
decir, no sólo la misión diplomática tuvo escaso éxito ante el rey portugués, sino
que éste intentó aprovecharla para poner a todos los reyes cristianos en contra
del sultán egipcio, como un firme paso para intentar obtener lo que él en
realidad deseaba: vía libre para el comercio en el Índico. Fray Mauro regresó a
El Cairo después de pasar nuevamente por Roma, y sus explicaciones convencieron
relativamente al sultán. Éste, para disimular un poco con sus aliados indias,
el sultán mameluco envío una pequeña armada al mar Rojo, pero en nada iba a perjudicar
el hecho a la progresiva actividad de los portugueses en la zona.
Basílica del Santo Sepulcro. Jerusalén.
Por
lo que respecta al fraile conquense, poco más es lo que he podido encontrar
sobre su figura. Ni siquiera sabemos realmente si éste era su apellido,
apellido que, por otra parte, no he podido encontrar en documentos propios de
la ciudad correspondientes a esa época en la que vivió nuestro protagonista. El
apelativo con el que es conocido, Mauro Hispano, podía muy bien hacer
referencia a su origen, en el reino de Castilla, con el que quizá sería
conocido entre sus compañeros de Tierra Santa. Y por otra parte, Mártir de
Anglería no le llama nunca por su nombre en la relación, sino como fray Mauro
de San Bernardino, porque dice de él que era natural de esta provincia,
refiriéndose quizá a la división franciscana, y en concreto a la figura de San
Bernardino de Siena, franciscano conventual que había sido canonizado en 1450,
apenas seis años después de su haberse producido su fallecimiento en la ciudad
italiana de Aquila. Y en cuanto respecta a su aspecto físico, aunque no existen
descripciones más claras, el humanista italiano sí habla de “aquellos dos barbudos frailes franciscanos”,
uno de los cuales es el conquense. También lo refiere ofreciendo la misa en la
visita que la expedición realizó a Matarea, el lugar en el que, según la
tradición, vivió la Sagrada Familia durante el tiempo que permanecieron en Egipto.
Sobre
sus últimos días, Víctor de Lama afirma que debió regresar a España una vez
acabada su misión en la corte portuguesa, pues para entonces ya tenía sucesor
como custodio de Tierra Santa, suponiendo que acabaría muriendo finalmente en
Castilla. Quizá sea oportuno pensar que regresó a la ciudad que le había visto
nacer, teniendo en cuenta que, según el propio Lama, en el mes de mayo de 1507,
Anglería le había escrito una carta, celebrando su regreso a España, y
emplazándole para “un próximo encuentro
en la ciudad de Cuenca para recordar aquellos intensos días vividos en El
Cairo”. ¿Se produjo realmente ese encuentro en la ciudad del Júcar? Sería
interesante investigar el tema, pues en ese caso significaría una estancia más
o menos larga en nuestra ciudad del famoso humanista italiano.
Zacarías González Velázquez.
"San Francisco ante el sultán de Egipto". Hacia 1787.
Museo Lázaro Galdiano. Madrid.
[1] ÁLVAREZ
MORENO, RAÚL, Una embajada española al
Egipto de principios del siglo XVI: la Legatio Babilonica de Pedro Mártir de
Anglería. Estudio y edición bilingüe anotada en español. Madrid, Instituto
de Estudios Islámicos, 2013.
[2] LAMA DE
LA CRUZ, VÍCTOR DE, Relatos de viajes por
Egipto en la época de los Reyes Católicos. Madrid, Miraguano, 2013.
[3] GARCÍA
ORO, JOSÉ, “Fray Mauro Hispano, O.F.M.
(1504-1506); un portavoz del Soldán de Babilonia en Europa”, en el libro
conjunto Homenaje al profesor Darío
Cabaneles Rodríguez, O.F.M., con motivo de su LXX aniversario. Granada,
Universidad, 1987.
[4]
PALOMARES, JOSÉ, El cardenal Cisneros.
Iglesia, Estado y cultura. San Pablo, Madrid, 2017.
[5] LAMA DE
LA CRUZ, VÍCTOR DE, Relatos de viajes por
Egipto en la época de los Reyes Católicos. Madrid, Miraguano, 2013. Pp.
128-129.