viernes, 11 de mayo de 2018

Un conquense, guardián y custodio de Tierra Santa en 1501


Muchos son los conquenses que han pasado a la historia por muy diferentes motivos. En realidad, no hay nada extraño en este hecho: todos los lugares del mundo, al menos aquellos que ya tienen una historia consolidada, tienen un número elevado de sus hijos que ya han conseguido elevarse por encima de esa historia, dando lustre a su ciudad o a su nación. Estos se asoman a las enciclopedias, a los estudios especializados, de manera que sus otros hijos, los de ahora, se sienten identificados con ellos, se sienten orgullosos de haber nacido en el mismo lugar en los que ellos han nacido. Otras veces, sólo son conocidos por los estudiosos, por los especialistas. Y en ocasiones, también, han sido olvidados incluso por ellos, de manera que se ven obligados a permanecer a la espera de que alguien les descubra y los lleven de nuevo al olimpo de las páginas escritas.

Uno de esos personajes olvidados por todos, por los conquenses y por los que no han nacido en Cuenca, por los especialistas y por los que no lo son, es este personaje que voy a recuperar en este blog: Se trata de fray Mauro Hispano, miembro de la orden de frailes menores franciscanos. Personaje completamente desconocido, Sólo he podido encontrar algunas escasas aportaciones realizadas por autores como Raúl Álvarez-Moreno[1], Víctor de Lama[2] y José García Oro[3], de las que después se hizo eco también José Palomares, en una biografía sobre el cardenal Francisco Jiménez de Cisneros[4]. Y es que este desconocido conquense realizó para el regente una primordial labor diplomática, en compañía de Pedro Mártir de Anglería.

En efecto, y con el fin de justificar la toma del reino de Granada, y en la posterior actuación llevada a cabo por estos en la ciudad nazarí, los Reyes Católicos enviaron una embajada a Kansu el-Ghuri, penúltimo de los sultanes mamelucos en Egipto (1501-1516). La embajada se envío en los primeros años del reinado de éste, entre 1501 y 1502, y estaba a cargo de humanista italiano Pedro Mártir de Anglería, y en ella también figuraba nuestro conquense, Mauro Hispano, quien desde el mes de junio de 1501 era custodio de Tierra Santa y guardián del Monte Sión. Los resultados y memorias de esta legación en oriente las recopiló el cortesano, que llevaba ya algunos años al servicio de los propios Reyes Católicos, en su obra Legatio Babilonica, que fue escrita en 1511.

Para contextualizar mejor la figura de este conquense completamente desconocido, hay que tener en cuenta que en aquellos años iniciales de la Edad Moderna, y ya por poco tiempo, los Santos Lugares se hallaban bajo el poder del sultán mameluco de Egipto, quien era conocido en occidente como el “soldán de Babilonia (para muchos de los que vivían en este otro extremo del Mediterráneo, era usual identificar El Cairo con la antigua Babilonia, que en realidad era el nombre que recibía ya en tiempos de los romanos la ciudad egipcia). Y aunque es cierto que se trataba de un país musulmán, y por lo tanto teóricamente enemigo de los países cristianos, también lo es que, para los egipcios, el poderío de sus vecinos otomanos era mucho más peligroso. No en vano en 1517, al año siguiente de la muerte de Kansu el-Ghuri, las tropas otomanas del sultán Selim I derrotarían definitivamente a su último sucesor, Tuman Bay II, poniendo fin a doscientos cincuenta años de califato abasí en Egipto, y convirtiendo el país en una parte del imperio turco, donde permanecería durante los tres siglos siguientes.  

Por otra parte, los franciscanos se habían asentado en Tierra Santa ya desde la segunda mitad del siglo XIII, y sobre todo desde que los reyes Roberto I de Nápoles y su esposa, Sancha de Mallorca, había obtenido de los musulmanes, a principios de la centuria siguiente, el Cenáculo, lugar en el que, según la tradición, Cristo celebró con los apóstoles la última cena, lugar que estaba situado en el Monte Sión, así como el derecho a poder oficiar en la basílica del Santo Sepulcro, formado así la custodia o provincia franciscana de Tierra Santa. Desde entonces, la presencia de la orden en Jerusalén se mantuvo prácticamente inalterada a través de los siglos, bajo la protección de los sultanes mamelucos hasta que, en 1552, el sultán otomano Solimán el Magnífico obligó a estos a abandonar los Santos Lugares.

En este sentido, la orden franciscana delimitó desde un primer momento las áreas de evangelización, distribuyéndolas en provincias, entre las cuales una fue la de Tierra Santa, que se extendía por el este de Europa hasta Egipto y el próximo oriente, incluyendo los territorios de Constantinopla, Asia Menor, Siria y Palestina, además de las islas de Rodas y Chipre. Después, tras el capítulo general que se reunió en la ciudad italiana de Pisa, la provincia se dividió en territorios de menor extensión, que recibían al nombre de custodias, a cuyo frente se encontraba el padre custodio. Entre las custodias de la provincia se encontraba, en lugar preminente, la custodia de Tierra Santa, que comprendía los conventos situados en Jerusalén, y una estrecha franja de tierra que comprendía las ciudades costeras de Acre, Antioquía, Jafa, Sidón, Tiro y Trípoli. Sólo en la ciudad santa de Jerusalén, la orden tenía lugares tan emblemáticos como los del Santo Sepulcro, y el ya citado de Monte Sión. A partir de 1347 se sumaría la basílica de la Natividad, en Belén, edificada sobre el lugar en el que se supone que nación Jesús, y durante la segunda mitad de la misma centuria, un nuevo templo sobre la supuesta tumba de la Virgen María, en el valle de Josafat.

La importancia que tenía el padre guardián del convento de Monte Sión era tal, que incluso el Papa Alejandro VI, poco antes de la fecha en la que nuestro paisano ocupó el cargo le dio el privilegio de poder armar caballeros a los peregrinos que llegaban a Tierra Santo, algo que estaba vedados sólo a los reyes: “En 1496 el pontífice Alejandro VI concedió al Guardián del Monte Sión el privilegio de armar Caballeros del Santísimo Sepulcro a los peregrinos que visitaban el lugar donde la tradición fijaba la sepultura de Cristo. Este honor tan especial era privativo sólo de reyes y príncipes soberanos. También tuvo este derecho el Maestre de Rodas, por concesión de Inocencio VIII, pero Alejandro VI se lo retiró para otorgárselo al Guardián del Monte Sión. Dicha concesión fue luego confirmada por los sucesivos pontífices (León X, Clemente VII y Urbano VIII) y proporcionó a los Frailes Menores un especial timbre de gloria.”[5]

Volviendo a la figura del conquense, no acabó con esta misión la actividad diplomática del franciscano conquense, pues en 1503 sería el propio Kansu el-Ghuri quien le enviaría en una misión de este tipo por España y Portugal. Por aquellas fechas, el soldán mameluco, que amenazaba con destruir los Santos Lugares por la actuación de los Reyes Católicos contra los mudéjares, pretendía, por una parte, hacer saber a los soberanos españoles sus propias quejas en este sentido, además de las que tenía sobre el rey de Portugal, Manuel I, en relación con sus intereses comerciales en el Océano Índico. Antes de partir, fray Mauro pidió que se le autorizara visitar de nuevo en Jerusalén el Santo Sepulcro, y autorizado por éste, se le permitió abrir el arca que contenía los restos de Jesucristo, en cuyo interior se encontraba una piedra de mármol que fue convertida en seis aras, que fue repartiendo a lo largo del viaje, como santa reliquia, entre el Papa, el cardenal Carvajal, la reina Isabel, Cisneros, y el rey Manuel de Portugal. A principios de marzo de 1504 desembarcaba en Venecia, y desde allí se dirigió a Roma, donde se entrevistó con el Papa Julio II.  Y desde allí marchó a la península ibérica, logrando entrevistarse con los Reyes Católicos en Medina del Campo, entre septiembre u octubre de ese mismo año. Sin embargo, el fallecimiento de la reina Isabel retrasó la última etapa de su viaje, no pudiendo entrevistarse con el rey portugués hasta la primavera de 1505.

Al respecto de la misión del conquense, dice José Palomares: “Aunque en la baladronada del soldán había poca sustancia, fray Mauro regresó con la justificación (en realidad, mistificación) del rey Fernando y su compromiso de una concesión anual de mil ducados de oro para Tierra Santa. Por su parte, Manuel I el Afortunado -con fray Enrique de Coímbra, su inteligente confesor, a la sombra- no se arredró, y expresó la intención de incrementar su presencia en la India (pensemos, por ejemplo, en el descubrimiento posterior de las Molucas o islas de las especias. Ambos, sin embargo, coincidían en la idea de cruzada contra el infiel, o, con palabras del rey portugués, a extinçao de seita de Maoma.”

Manuel Fortea Luna, en su monografía sobre la iglesia de la Magdalena, de Olivenza, da algunas claves más de cómo fue su labor diplomática ante el rey portugués: “Éste [se refiere al propio fray Mauro] llega a Venecia con las cartas del Sultán en Marzo 1504, se las presenta al Papa a mediados de año en Roma, iniciando su viaje para Portugal el 26 de Agosto, pero entretenido en la corte de Castilla (el 26 de Noviembre de 1504 moría la Reina Dª Isabel la Católica) no llegó a Lisboa hasta junio de 1505. D. Manuel responde al entonces Papa Julio II, a través de este intermediario fray Mauro, ofreciéndole 2.500 cruzados para el convento del Monte Sinaí. Desde ese momento el rey tiene un plan en la cabeza: una nueva Cruzada para liberar los Santos Lugares con la concurrencia de todos los estados cristianos de Europa. Ello significaría no sólo la defensa de los Santos Lugares sino la garantía de poder continuar la política comercial en la India. Bastaría que los cristianos se uniesen, salvando sus discrepancias, con un ideal común de cristiandad. La liberación de Tierra Santa sería un símbolo dinamizador para el resto de los objetivos.”

Es decir, no sólo la misión diplomática tuvo escaso éxito ante el rey portugués, sino que éste intentó aprovecharla para poner a todos los reyes cristianos en contra del sultán egipcio, como un firme paso para intentar obtener lo que él en realidad deseaba: vía libre para el comercio en el Índico. Fray Mauro regresó a El Cairo después de pasar nuevamente por Roma, y sus explicaciones convencieron relativamente al sultán. Éste, para disimular un poco con sus aliados indias, el sultán mameluco envío una pequeña armada al mar Rojo, pero en nada iba a perjudicar el hecho a la progresiva actividad de los portugueses en la zona.
Basílica del Santo Sepulcro. Jerusalén.

Por lo que respecta al fraile conquense, poco más es lo que he podido encontrar sobre su figura. Ni siquiera sabemos realmente si éste era su apellido, apellido que, por otra parte, no he podido encontrar en documentos propios de la ciudad correspondientes a esa época en la que vivió nuestro protagonista. El apelativo con el que es conocido, Mauro Hispano, podía muy bien hacer referencia a su origen, en el reino de Castilla, con el que quizá sería conocido entre sus compañeros de Tierra Santa. Y por otra parte, Mártir de Anglería no le llama nunca por su nombre en la relación, sino como fray Mauro de San Bernardino, porque dice de él que era natural de esta provincia, refiriéndose quizá a la división franciscana, y en concreto a la figura de San Bernardino de Siena, franciscano conventual que había sido canonizado en 1450, apenas seis años después de su haberse producido su fallecimiento en la ciudad italiana de Aquila. Y en cuanto respecta a su aspecto físico, aunque no existen descripciones más claras, el humanista italiano sí habla de “aquellos dos barbudos frailes franciscanos”, uno de los cuales es el conquense. También lo refiere ofreciendo la misa en la visita que la expedición realizó a Matarea, el lugar en el que, según la tradición, vivió la Sagrada Familia durante el tiempo que permanecieron en Egipto.

Sobre sus últimos días, Víctor de Lama afirma que debió regresar a España una vez acabada su misión en la corte portuguesa, pues para entonces ya tenía sucesor como custodio de Tierra Santa, suponiendo que acabaría muriendo finalmente en Castilla. Quizá sea oportuno pensar que regresó a la ciudad que le había visto nacer, teniendo en cuenta que, según el propio Lama, en el mes de mayo de 1507, Anglería le había escrito una carta, celebrando su regreso a España, y emplazándole para “un próximo encuentro en la ciudad de Cuenca para recordar aquellos intensos días vividos en El Cairo”. ¿Se produjo realmente ese encuentro en la ciudad del Júcar? Sería interesante investigar el tema, pues en ese caso significaría una estancia más o menos larga en nuestra ciudad del famoso humanista italiano.

Zacarías González Velázquez. 
"San Francisco ante el sultán de Egipto". Hacia 1787.
Museo Lázaro Galdiano. Madrid.


[1] ÁLVAREZ MORENO, RAÚL, Una embajada española al Egipto de principios del siglo XVI: la Legatio Babilonica de Pedro Mártir de Anglería. Estudio y edición bilingüe anotada en español. Madrid, Instituto de Estudios Islámicos, 2013.
[2] LAMA DE LA CRUZ, VÍCTOR DE, Relatos de viajes por Egipto en la época de los Reyes Católicos. Madrid, Miraguano, 2013.
[3] GARCÍA ORO, JOSÉ, Fray Mauro Hispano, O.F.M. (1504-1506); un portavoz del Soldán de Babilonia en Europa”, en el libro conjunto Homenaje al profesor Darío Cabaneles Rodríguez, O.F.M., con motivo de su LXX aniversario. Granada, Universidad, 1987.
[4] PALOMARES, JOSÉ, El cardenal Cisneros. Iglesia, Estado y cultura. San Pablo, Madrid, 2017.
[5] LAMA DE LA CRUZ, VÍCTOR DE, Relatos de viajes por Egipto en la época de los Reyes Católicos. Madrid, Miraguano, 2013. Pp. 128-129.

Etiquetas