A
lo largo del siglo XV, los diferentes reyes de la dinastía Trastámara
realizaron diversas disposiciones, en el sentido de que el oficio de la
ganadería no era uno de los trabajos que imposibilitaban el acceso de las
familias a las clases privilegiadas de la sociedad, es decir, a la nobleza. Este
hecho, unido a la existencia del Fuero de Cuenca, que había sido concedido a la
ciudad por el monarca Alfonso VIII cuando la tomó a los árabes, en 1177,
otorgándole para siempre una jurisdicción de carácter real, e imposibilitando
con ello que pudiera establecerse en la ciudad la nobleza de tipo feudal,
arraigada a la propiedad de la tierra, llevó consigo que aparecieran en ella
otro tipo de nobleza diferente, la caballería villana, asentada principalmente
en la ganadería y no en la agricultura. Los Albornoz y su afán por acumular señoríos
en lugares estratégicos de la alcarria y la serranía, rodeando de esta forma
todo el espacio que conformaba la llamada “tierra de Cuenca”, donación real
también del propio Alfonso VIII, y ocupando las poblaciones del importante
entramado de cañadas y veredas usados por la ganadería trashumante, es un
ejemplo de ello. Pero otros linajes nobiliarios se fueron asentando también en
la comarca, y fueron ganado, gracias también a la ganadería, nobleza y dineros.
Uno
de esos linajes es el de los Muñoz, familiares de los barones de Escriche, que
era oriundo de la provincia vecina de Teruel. Su origen se remonta al año 1171,
durante la conquista de Teruel, la Tirwal musulmana, por las tropas del rey de
Aragón, Alfonso II el Casto. En aquella acción de guerra participaron también
algunos caballeros castellanos, y entre ellos Munio Sancho, señor La Finojosa,
en la sierra soriana, a quien el monarca aragonés recompensó con la antigua
villa de Escriche, dándole además este título de barón, que en Castilla sería
comparable con el señorío. Cuenta la leyenda que este Munio Sancho mató con sus
propias manos a los cinco toros bravos que los árabes, acosados por los
cristianos, habían soltado con el fin de sembrar el caos en el campamento
cristiano, siendo premiado por esta gesta con un nuevo cuartel, el tercero,
para su escudo de armas: cinco toros negros sobre campo sinople.
Al menos dos de sus hijos, Pascual y Martín Sánchez
Muñoz, volverían de nuevo a Castilla, incorporados a las tropas enviadas por
los sucesivos reyes aragoneses, Alfonso II y Pedro II, para luchar al lado de
su primo Rodrigo Ximénez de Rada, arzobispo de Toledo y consejero del rey
Alfonso VIII, teniendo un peso importante en la batalla de Las Navas de Tolosa,
en 1212. El tercer barón de Escriche fue Gil Sánchez Muñoz, hijo de Martín
Sánchez Muñoz, uno de los dos hermanos que habían luchado en Las Navas al lado de
los reyes de Castilla y de Aragón, esposo de Catalina Martínez de Marcilla,
quien pertenecía a Juan Diego Martínez de Marcilla, el famoso enamorado que,
más allá de la leyenda, había regresado a Teruel después de la batalla de Las
Navas para desposarse con Isabel de Segura. Entre los caballeros castellanos
que habían participado en la conquista de Teruel figuraban varios de este
apellido, Segura, además de cierto Blasco Garcés de Marcilla, quien sin duda
era el más remoto antepasado de Catalina en la ciudad aragonesa.
Fue
precisamente en esta época cuando los miembros de la familia Sánchez Muñoz se
fueron extendiendo por toda la provincia de Teruel, pasando también a las
provincias limítrofes de Valencia y Cuenca. En concreto, fue en la segunda
mitad del siglo XIII cuando dos hermanos de éste, llamados igual que sus dos
tíos, Martín y Pascual Sánchez Muñoz, abandonaron la provincia de Teruel para
asentarse definitivamente en la cercana serranía de Cuenca. El primero, Martín,
se afincó en el pueblo conquense de Valdemeca. Casado con una hermana del
primer señor de Cañete, Juan Hurtado de Mendoza, sus descendientes, los Muñoz y
los Muñoz Cejudo, se fueron extendiendo por otros pueblos cercanos (Tragacete,
Uña, Buenache de la Sierra, …), gracias a las posibilidades que la sierra
ofrecía al desarrollo de la ganadería, de modo que con el tiempo llegarían a
convertirse también en uno de los linajes conquenses más importantes. Algunos
de sus descendientes se asentaron también en la capital.
Uno
de los miembros más destacados de la familia fue Eustaquio Muñoz, fundador de
la capilla homónima de la catedral de Cueca. Había nacido en 1469 en el pueblo
de Buenache de la Sierra, y en los años iniciales del siglo XVI era uno de los
miembros más destacados del cabildo diocesano conquense. En este sentido, y
aunque Anselmo Sanz Serrano, basándose en otros cronistas anteriores, afirma
que había sido deán del cabildo, Jesús Bermejo, basándose en las actas
capitulares, niega este hecho. Sí fue, sin embargo, inquisidor ordinario del
tribunal conquense. Hombre de letras, tal y como se desprende de su testamento,
conservado en el Archivo Diocesano de Cuenca, parece ser que escribió una
historia de la ciudad y una biografía de San Julián, obras ambas que
actualmente se consideran desaparecidas. En 1521, durante el conflicto de las
Comunidades, su casa fue quemada por los revolucionarios. Falleció en 1546, y a
su muerte donó toda su biblioteca, compuesta por numerosos libros que se
hallaban profusamente anotados, con múltiples referencias remarcando los
márgenes, al colegio mayor de San Bartolomé de la universidad de Salamanca. De
sus títulos se desprende que también era aficionado a temáticas de carácter
científico, como la astronomía o la cosmografía. Jesús Bermejo, en su
monografía sobre la catedral de Cuenca, destaca su fuerte personalidad, en el
seno de un cabildo diocesano que en aquella época estaba formado por hombres
realmente doctos e influyentes.
Tal
y como se ha dicho, la capilla del doctor Eustaquio Muñoz comparte espacio en
el plano de la catedral con la capilla de Caballeros, conformando entre las dos
un ángulo privilegiado al comienzo de la girola, en la nave del evangelio.
Aunque las obras comenzaron algunos años más tarde que las de la capilla
familiar de los Carrillo de Albornoz, su portada es todavía claramente
goticista en sus elementos centrales, con un arco polilobulado de factura
isabelina, rematado en un espacio adintelado, que sirve de marco a su vez a un
universo plateresco de entalladuras, en el que cobran vida multitud de
elementos vegetales y animales fabulosos. No sería extraño pensar pues, tal y
como afirma Jesús Bermejo, que esta parte de la capilla hubiera comenzado a
trazarse en los primeros años del siglo XVI.
Pero
no toda la portada se resume a estos elementos de clara tradición gótica, pues
se enmarcan a su vez en otro tipo de elementos mucho más renovadores, propios
ya del renacimiento. Junto a esta fachada principal, hay también una segunda
fachada, o un segundo cuerpo, que se corresponde con la reja del comulgatorio,
que se presenta a modo de gigantesco retablo en piedra. En el centro del
retablo aparece un nicho con una elegante imagen de la Virgen con el Niño en
brazos, y coronando el entablamiento, dos ángeles. Rodean el propio comulgatorio, enmarcados en
cariátides, otros dos nichos, en los que figuran San Jerónimo y San Juan
Bautista, Todo ello se enmarca, en un cuerpo superior que abarca toda la
fachada, con un friso de crestería que ocupa la totalidad de la cornisa. Si la
primera parte de la fachada se relaciona todavía, como hemos visto, con el arte
goticista y plateresco, esta segunda parte es ya puramente renacentista Por su
parte, el interior es ya claramente clasicista, aunque algunos de sus elementos
nos siguen recordando también el plateresco de la fachada. Este dominio
renacentista se puede apreciar sobre todo en la profusa ornamentación de las
ménsulas que soportan las bóvedas, formada por más de cincuenta casetones, y en
las cuatro figuras que, talladas de cuerpo entero, aparecen grabadas en las
enjutas del arco central.
Toda
la decoración de la capilla se debe al escultor Diego de Tiedra, que por
aquellas fechas acababa de llegar a Cuenca, para renovar la aletargada escuela
conquense de escultura, dominada en ese momento por Antonio Flórez y su hijo,
Diego. Es muy probable que fuera llamado por el propio Muñoz para ello, pues se
trata ésta de la primera obra conocida que este tallista realizó en la ciudad
del Júcar. Fue además entallador y arquitecto, e incluso tallador de la Casa de
la Moneda, y es también el autor del altar mayor de la capilla, también de
estilo plateresco. En el nicho principal figura una representación en bulto
redondo de la Virgen con el Niño en brazos, rodeadas ambas figuras por los dos
santos juanes, también niños. En el coronamiento figura el Padre Eterno, en
altorrelieve, y en el banco, en bajorrelieve, Cristo Yacente. Y rodeando a la
figura central hay también sendas calles laterales, separadas de aquélla y
remarcadas por columnas abalaustradas, en las que destacan sobre los diferentes
adornos de mascarones y cabezas de cabra, diversos altorrelieves en los que se
representan figuras relacionadas con la vida de la Virgen (Santa Ana, San
Joaquín, Santa Isabel y Zacarías), tres de los apóstoles (San Pedro, San Pablo
y Santiago), y San Cristóbal, como elemento discordante, pues no pertenece a
ninguna de las dos tradiciones iconográficas.
Y
también son renacentistas las dos rejas, la de la entrada y la del
comulgatorio, que también han sido atribuidas por Jesús Bermejo, como las de la
contigua capilla de Caballeros, al rejero francés Esteban Lemosín.