viernes, 4 de mayo de 2018

Los Muñoz, un linaje castellano-aragonés ligado a la ganadería


A lo largo del siglo XV, los diferentes reyes de la dinastía Trastámara realizaron diversas disposiciones, en el sentido de que el oficio de la ganadería no era uno de los trabajos que imposibilitaban el acceso de las familias a las clases privilegiadas de la sociedad, es decir, a la nobleza. Este hecho, unido a la existencia del Fuero de Cuenca, que había sido concedido a la ciudad por el monarca Alfonso VIII cuando la tomó a los árabes, en 1177, otorgándole para siempre una jurisdicción de carácter real, e imposibilitando con ello que pudiera establecerse en la ciudad la nobleza de tipo feudal, arraigada a la propiedad de la tierra, llevó consigo que aparecieran en ella otro tipo de nobleza diferente, la caballería villana, asentada principalmente en la ganadería y no en la agricultura. Los Albornoz y su afán por acumular señoríos en lugares estratégicos de la alcarria y la serranía, rodeando de esta forma todo el espacio que conformaba la llamada “tierra de Cuenca”, donación real también del propio Alfonso VIII, y ocupando las poblaciones del importante entramado de cañadas y veredas usados por la ganadería trashumante, es un ejemplo de ello. Pero otros linajes nobiliarios se fueron asentando también en la comarca, y fueron ganado, gracias también a la ganadería, nobleza y dineros.

Uno de esos linajes es el de los Muñoz, familiares de los barones de Escriche, que era oriundo de la provincia vecina de Teruel. Su origen se remonta al año 1171, durante la conquista de Teruel, la Tirwal musulmana, por las tropas del rey de Aragón, Alfonso II el Casto. En aquella acción de guerra participaron también algunos caballeros castellanos, y entre ellos Munio Sancho, señor La Finojosa, en la sierra soriana, a quien el monarca aragonés recompensó con la antigua villa de Escriche, dándole además este título de barón, que en Castilla sería comparable con el señorío. Cuenta la leyenda que este Munio Sancho mató con sus propias manos a los cinco toros bravos que los árabes, acosados por los cristianos, habían soltado con el fin de sembrar el caos en el campamento cristiano, siendo premiado por esta gesta con un nuevo cuartel, el tercero, para su escudo de armas: cinco toros negros sobre campo sinople.

Al menos dos de sus hijos, Pascual y Martín Sánchez Muñoz, volverían de nuevo a Castilla, incorporados a las tropas enviadas por los sucesivos reyes aragoneses, Alfonso II y Pedro II, para luchar al lado de su primo Rodrigo Ximénez de Rada, arzobispo de Toledo y consejero del rey Alfonso VIII, teniendo un peso importante en la batalla de Las Navas de Tolosa, en 1212. El tercer barón de Escriche fue Gil Sánchez Muñoz, hijo de Martín Sánchez Muñoz, uno de los dos hermanos que habían luchado en Las Navas al lado de los reyes de Castilla y de Aragón, esposo de Catalina Martínez de Marcilla, quien pertenecía a Juan Diego Martínez de Marcilla, el famoso enamorado que, más allá de la leyenda, había regresado a Teruel después de la batalla de Las Navas para desposarse con Isabel de Segura. Entre los caballeros castellanos que habían participado en la conquista de Teruel figuraban varios de este apellido, Segura, además de cierto Blasco Garcés de Marcilla, quien sin duda era el más remoto antepasado de Catalina en la ciudad aragonesa.

Fue precisamente en esta época cuando los miembros de la familia Sánchez Muñoz se fueron extendiendo por toda la provincia de Teruel, pasando también a las provincias limítrofes de Valencia y Cuenca. En concreto, fue en la segunda mitad del siglo XIII cuando dos hermanos de éste, llamados igual que sus dos tíos, Martín y Pascual Sánchez Muñoz, abandonaron la provincia de Teruel para asentarse definitivamente en la cercana serranía de Cuenca. El primero, Martín, se afincó en el pueblo conquense de Valdemeca. Casado con una hermana del primer señor de Cañete, Juan Hurtado de Mendoza, sus descendientes, los Muñoz y los Muñoz Cejudo, se fueron extendiendo por otros pueblos cercanos (Tragacete, Uña, Buenache de la Sierra, …), gracias a las posibilidades que la sierra ofrecía al desarrollo de la ganadería, de modo que con el tiempo llegarían a convertirse también en uno de los linajes conquenses más importantes. Algunos de sus descendientes se asentaron también en la capital.

Uno de los miembros más destacados de la familia fue Eustaquio Muñoz, fundador de la capilla homónima de la catedral de Cueca. Había nacido en 1469 en el pueblo de Buenache de la Sierra, y en los años iniciales del siglo XVI era uno de los miembros más destacados del cabildo diocesano conquense. En este sentido, y aunque Anselmo Sanz Serrano, basándose en otros cronistas anteriores, afirma que había sido deán del cabildo, Jesús Bermejo, basándose en las actas capitulares, niega este hecho. Sí fue, sin embargo, inquisidor ordinario del tribunal conquense. Hombre de letras, tal y como se desprende de su testamento, conservado en el Archivo Diocesano de Cuenca, parece ser que escribió una historia de la ciudad y una biografía de San Julián, obras ambas que actualmente se consideran desaparecidas. En 1521, durante el conflicto de las Comunidades, su casa fue quemada por los revolucionarios. Falleció en 1546, y a su muerte donó toda su biblioteca, compuesta por numerosos libros que se hallaban profusamente anotados, con múltiples referencias remarcando los márgenes, al colegio mayor de San Bartolomé de la universidad de Salamanca. De sus títulos se desprende que también era aficionado a temáticas de carácter científico, como la astronomía o la cosmografía. Jesús Bermejo, en su monografía sobre la catedral de Cuenca, destaca su fuerte personalidad, en el seno de un cabildo diocesano que en aquella época estaba formado por hombres realmente doctos e influyentes.

Tal y como se ha dicho, la capilla del doctor Eustaquio Muñoz comparte espacio en el plano de la catedral con la capilla de Caballeros, conformando entre las dos un ángulo privilegiado al comienzo de la girola, en la nave del evangelio. Aunque las obras comenzaron algunos años más tarde que las de la capilla familiar de los Carrillo de Albornoz, su portada es todavía claramente goticista en sus elementos centrales, con un arco polilobulado de factura isabelina, rematado en un espacio adintelado, que sirve de marco a su vez a un universo plateresco de entalladuras, en el que cobran vida multitud de elementos vegetales y animales fabulosos. No sería extraño pensar pues, tal y como afirma Jesús Bermejo, que esta parte de la capilla hubiera comenzado a trazarse en los primeros años del siglo XVI.


Pero no toda la portada se resume a estos elementos de clara tradición gótica, pues se enmarcan a su vez en otro tipo de elementos mucho más renovadores, propios ya del renacimiento. Junto a esta fachada principal, hay también una segunda fachada, o un segundo cuerpo, que se corresponde con la reja del comulgatorio, que se presenta a modo de gigantesco retablo en piedra. En el centro del retablo aparece un nicho con una elegante imagen de la Virgen con el Niño en brazos, y coronando el entablamiento, dos ángeles.  Rodean el propio comulgatorio, enmarcados en cariátides, otros dos nichos, en los que figuran San Jerónimo y San Juan Bautista, Todo ello se enmarca, en un cuerpo superior que abarca toda la fachada, con un friso de crestería que ocupa la totalidad de la cornisa. Si la primera parte de la fachada se relaciona todavía, como hemos visto, con el arte goticista y plateresco, esta segunda parte es ya puramente renacentista Por su parte, el interior es ya claramente clasicista, aunque algunos de sus elementos nos siguen recordando también el plateresco de la fachada. Este dominio renacentista se puede apreciar sobre todo en la profusa ornamentación de las ménsulas que soportan las bóvedas, formada por más de cincuenta casetones, y en las cuatro figuras que, talladas de cuerpo entero, aparecen grabadas en las enjutas del arco central.

Toda la decoración de la capilla se debe al escultor Diego de Tiedra, que por aquellas fechas acababa de llegar a Cuenca, para renovar la aletargada escuela conquense de escultura, dominada en ese momento por Antonio Flórez y su hijo, Diego. Es muy probable que fuera llamado por el propio Muñoz para ello, pues se trata ésta de la primera obra conocida que este tallista realizó en la ciudad del Júcar. Fue además entallador y arquitecto, e incluso tallador de la Casa de la Moneda, y es también el autor del altar mayor de la capilla, también de estilo plateresco. En el nicho principal figura una representación en bulto redondo de la Virgen con el Niño en brazos, rodeadas ambas figuras por los dos santos juanes, también niños. En el coronamiento figura el Padre Eterno, en altorrelieve, y en el banco, en bajorrelieve, Cristo Yacente. Y rodeando a la figura central hay también sendas calles laterales, separadas de aquélla y remarcadas por columnas abalaustradas, en las que destacan sobre los diferentes adornos de mascarones y cabezas de cabra, diversos altorrelieves en los que se representan figuras relacionadas con la vida de la Virgen (Santa Ana, San Joaquín, Santa Isabel y Zacarías), tres de los apóstoles (San Pedro, San Pablo y Santiago), y San Cristóbal, como elemento discordante, pues no pertenece a ninguna de las dos tradiciones iconográficas.

Y también son renacentistas las dos rejas, la de la entrada y la del comulgatorio, que también han sido atribuidas por Jesús Bermejo, como las de la contigua capilla de Caballeros, al rejero francés Esteban Lemosín.


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