sábado, 19 de mayo de 2018

La diócesis visigoda de Valeria



Cuando el rey Alfonso VIII conquistó Cuenca, según la tradición el 21 de septiembre de 1177, una de las primeras cosas que hizo fue dotar a la nueva ciudad cristiana de una sede episcopal. Según Antonio Chacón, la fundación del nuevo obispado debió llevarse a cabo el día 1 de junio de 1182. Lo que sí está suficientemente demostrado es que fue a propuesta del rey Alfonso VIII, y mediante una bula del papa Lucio III, por la que se le daba a la nueva diócesis los territorios comprendidos en los antiguos obispados visigodos de Valeria y Ercávica. Este hecho se enmarcaba en un proceso ampliamente afianzado por el que se constituían las nuevas diócesis en los territorios que se iban conquistando. Cuando un nuevo territorio era conquistado a los musulmanes, se procedía a asentar en él la nueva población, hecho que podía realizarse de varias formas: entregando la ciudad a las diferentes órdenes de caballería que tenían la doble función de defender militarmente a los habitantes del nuevo territorio conquistado y atenderlo en sus necesidades espirituales; o constituir una nueva sede episcopal. En el caso de Cuenca se eligió esta segunda opción.

            Una vez decidida la instauración de la nueva diócesis, era necesario establecer sus límites territoriales, lo cual se hizo, como era habitual en la Edad Media, haciéndolos coincidir con los de las antiguas diócesis de la Iglesia visigoda. A Cuenca se le dotó en ese momento de las antiguas diócesis de Valeria y Ercávica. En reconocimiento a este hecho histórico, en el año 1410 el obispo de Cuenca, Diego de Anaya, creó una nueva dignidad en el seno del cabildo catedralicio de la diócesis, la de Abad de la Sey.

El territorio de la tercera de las grandes ciudades hispanorromanas que estaban asentadas en lo que hoy es la provincia de Cuenca, Segóbriga,  por un error etimológico, muy lógico en el siglo XII, se le dio en teoría a la ciudad valenciana de Segorbe. Cuando en el siglo XIX se supriman definitivamente los territorios de las órdenes militares, la historiografía tendría ya claro el hecho de que la vieja diócesis paleocristiana se hallaba en el cerro denominado Cabeza de Griego, muy cerca del pueblo de Saelices, en la provincia de Cuenca, y no en Segorbe, y por este motivo su territorio sería foco de tensiones entre el obispado de Cuenca y la nueva sede episcopal de las Órdenes Militares, con sede en Ciudad Real, pues ambos estaban interesados en ocupar su territorio.

Como en casi todos los casos, los colaboradores del monarca castellano se basaron a la hora de establecer los límites jurisdiccionales del nuevo obispado conquense, en la llamada Hitación o División de Wamba. Se trata este documento de una relación de los diversos episcopados de la España visigoda, y la fijación territorial de los mismos, realizada durante el reinado del rey Wamba, a finales del siglo VII (672-680). Según la Hitación de Wamba, que tiene como base la división política del emperador Constantino, cuatro siglos anterior, correspondían a la silla metropolitana de Toledo, además de los tres obispados conquenses de Valeria, Segóbriga y Ercávica, las diócesis de Oretum (Granátula de Calarava, Ciudad Real), Beatia, Mentesa, Acci (Guadix, Granada), Basti (Baeza, Jaén), Urci (en los límites entre entre las provincias de Almería y Murcia), Bigastro (en la provincia de Alicante), Ilice (Elche, Alicante), Setabis (Játiva, Valencia), Denia (en la localidad actual del mismo nombre, en la provincia de Alicante), Valentia (Valencia), Cumplutum (Alcalá de Henares, Madrid), Seguntia (Sigüenza, Guadalajara), Oxoma, Segovia (Segovia) y Palantia (Palencia).

Según la tradición, la redacción efectiva del documento no se debe directamente al propio rey visigodo, sino a Quirico, quien fue sucesor de San Ildefonso en la catedral primada de Toledo, sede que presidió entre los años 667 y 680; fue éste el prelado que  también consagró en Toledo a éste rey godo. No obstante, muchos de los estudiosos actuales del documento convienen en afirmar que se trata de una burda falsificación medieval, pero allá por los siglos XII y XIII era tenida por la una auténtica descripción de todas las diócesis visigodas.

Según este documento, la diócesis visigoda de Valeria se extendía por una parte desde Alpont, que estaría aproximadamente en lo que hoy en día es Alpuente, en la provincia de Valencia, y Tarabella, en la actual Tarazona de la Mancha según Enrique Gozalbes Cravoto, al norte de la provincia de Albacete, o quizá Teruel según otros autores; por la otra, se correspondería, según siempre la División de Wamba, con Figuerola, aproximadamente lo que hoy es Zarzuela, en las estribaciones de la serranía conquense, e Innar, la actual Requena, la capital de la comarca que siempre se ha llamado la Valencia castellana. Como se puede ver, este territorio se corresponde también con la parte sur de lo que después, en la Edad Media, sería la mitad sur del nuevo obispado de Cuenca: “Valeria teneat de Alpont usque in Taravellam, de Figuerola usque Innar”.

Estos límites, hay que tenerlo en cuenta, son siempre aproximados; además, para una mejor comprensión de los mismos es conveniente saber que, como en todos los casos, dos de ellos son interiores de la propia demarcación, mientras que los otros dos hacen referencia en realidad a la propia demarcación geográfica del obispado en sí misma.

Para entender mejor el origen del cristianismo en la submeseta sur, hay que tener en cuenta, más allá de las tradiciones que sitúan a los primeros apóstoles, como Santiago, evangelizando la península, que la cristianización está ligada a la romanización de los territorios. En efecto, dice al respecto Manuel Sotomayor, jesuita, doctor en Historia Eclesiástica por la Universidad Gregoriana de Roma, lo siguiente: “Cuando el cristianismo sale de las fronteras de Palestina y se extiende por el imperio romano, su extensión en él está ligada también a la romanización. Hispania está recibiendo colonos, soldados y mercaderes de Roma y de todas las partes del imperio. Entre todas estas personas que van y vienen hay cristianos, y estos cristianos van propagando a su alrededor la nueva fe. Van surgiendo así pequeñas comunidades en los puntos más dispersos de Hispania, sobre todo en la Bética, la más romanizada. En la organización de cada una de estas comunidades habrá intervenido también alguno o algunos enviados de otras iglesias. La cuestión está en saber de dónde venían esos primeros propagadores. Y es seguro que no vinieron todos de una misma región. La mayoría tuvo que venir de donde venía la mayoría romanizadora: de Italia. Los demás, de todas las partes del imperio, especialmente de aquellas con las que más contacto tenía Hispania y que al mismo tiempo estuviesen lo suficientemente cristianizadas. Porque no hay que olvidar que Hispania y toda la Bética se romanizó muy pronto y su contacto directo con Roma fue siempre muy intenso.”

De esta forma, el autor critica la tesis, durante largo tiempo muy difundida entre algunos de los historiadores de la Iglesia, según la cual la cristianización de la península se llevó a cabo fundamentalmente desde el norte de África. Aunque están atestiguad0s ciertos contactos entre algunas zonas de Hispania con la región de Cartago entre los siglos V y VII, también está claro que para entonces el cristianismo ya había penetrado, como si de una cuña se tratara, entre la población hispanorromana; también en la submeseta sur, como lo atestiguan algunos sarcófagos paleocristianos hallados por la arqueología en diversos puntos de la provincia de Toledo, y que pueden datarse en los cuarenta primeros años del siglo IV.

Este tipo de objetos no eran sólo productos de factura local, pues el mismo autor citado anteriormente ha constatado la exportación de sarcófagos desde Roma a Italia en este periodo: “La importación de sarcófagos cristianos desde Roma es, pues, un fenómeno que se extiende por todo el siglo IV, aunque con mayor intensidad en su primera mitad, y por todas las provincias de la península, a excepción de la Lusitania, en cuanto nos es dado a conocer hasta el momento, correspondiendo, además, la máxima extensión a las provincias Tarraconense y Bética, las más romanizadas.” También, aunque en menor medida, como puede apreciarse en los yacimientos arqueológicos, en la Cartaginense, a la cual petenecían los territorios de la submeseta sur.

No son demasiados los datos que se tienen sobre la antigua diócesis visigoda de Valeria. Un importante foco de información lo proporcionan las actas de algunos de los concilios metropolitanos de Toledo. Entre el año 589 y el 711, se celebraron en España al menos un total de veintiséis concilios, encuentros que los titulares de las diversas diócesis mantenían de forma temporal con el fin de aprobar, de forma colegiada, las medidas y los cánones con los que se debía regular la Iglesia visigoda. Teodoro González, que ha estudiado la importancia de los concilios para el gobierno de la Iglesia visigoda, dice al respecto lo siguiente: “Hemos hablado ya de la convicción que tenían los obispos españoles de formar un colegio. Están persuadidos de que todos eran responsables de la vida espiritual y de la observancia de la disciplina eclesiástica en toda la nación. Todos debían cooperar para solucionar los problemas que se presentasen. Y la mejor forma de resolver los problemas era discutirlos reuniéndose en concilio. De la amplitud e importancia de esos problemas dependía que se convocara un concilio general o provincial”.

De estos encuentros se convocaron en Toledo un total de diecisiete concilios, los dos primeros ya antes del año 589 y el último en el año 694. Gracias a las actas de dichos concilios, que aún se conservan, se conocen los nombres de algunos de los obispos de Valeria en el arco temporal correspondiente al periodo comprendido entre los años 589 y 693. Así, Juan era el obispo que gobernaba la diócesis en el año 589, cuando se convocó el cuarto concilio toledano, cuyas actas firmó de la forma siguiente: “Joanes, Velensis eclessiae episcopus”; Magnencio, que en el año 610 había estado presente n el sínodo de Gundemaro, representó a Valeria en el cuarto concilio de Toledo, celebrado en el año 633, y en el quinto, tres años más tarde; al sexto concilio, del año 646, y al octavo, fechado en 635, asistió como obispo de Valeria Tagoncio; Esteban estuvo en el noveno, del año 655, y en el décimo, celebrado el año siguiente.

De todos ellos, el que más experiencia conciliar llegó a alcanzar, por lo menos en cuanto al número de participaciones se refiere, fue el obispo Esteban, que acudió personalmente al undécimo y al duodécimo concilios. Celebrados respectivamente en los años 675 y 681. Después de haber sido representado por el abad de su diócesis, Vicente en el siguiente encuentro de estas características que se celebró en la ciudad del Tajo, en el año 683, volvió a acudir personalmente a otros tres concilios más, en los años 684, 688 y 693. En el último de estos concilios, el Concilio XVI de Toledo, firmó las actas en primer lugar, por ser el prelado más antiguo de todos los presentes.

Para terminar esta comunicación sobre la diócesis de Valeria, creo conveniente desmentir una antigua leyenda, que hace del papa Bonifacio IV, miembro del séquito de su antecesor San Gregorio, y como él posteriormente elevado a los altares, oriundo de esta ciudad hispanorromana de la provincia de Cuenca. En realidad este pontífice, que ocupó el solio pontificio entre los años 608 y 615, periodo difícil en el que Italia estaba asolada por la guerra, el hambre y la peste, nació en una pequeña localidad del mismo nombre situada en la región de los Abruzzos, una región de la Italia central cuya capital es la ciudad de L’Aquila. En la historiografía no debe confundirse nunca la verdad histórica con la tradición, por muy bella que ésta sea, y afirmar que San Bonifacio IV pudiera ser de alguna forma conquense, más que dar esplendor a la antigua sede episcopal valeriense, lo que hace es sumirla en la bruma del desconcierto.



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