Cuando el rey Alfonso
VIII conquistó Cuenca, según la tradición el 21 de septiembre de 1177, una de
las primeras cosas que hizo fue dotar a la nueva ciudad cristiana de una sede
episcopal. Según Antonio Chacón, la fundación del nuevo obispado debió llevarse
a cabo el día 1 de junio de 1182. Lo que sí está suficientemente demostrado es
que fue a propuesta del rey Alfonso VIII, y mediante una bula del papa Lucio
III, por la que se le daba a la nueva diócesis los territorios comprendidos en
los antiguos obispados visigodos de Valeria y Ercávica. Este hecho se enmarcaba
en un proceso ampliamente afianzado por el que se constituían las nuevas
diócesis en los territorios que se iban conquistando. Cuando un nuevo
territorio era conquistado a los musulmanes, se procedía a asentar en él la
nueva población, hecho que podía realizarse de varias formas: entregando la
ciudad a las diferentes órdenes de caballería que tenían la doble función de
defender militarmente a los habitantes del nuevo territorio conquistado y
atenderlo en sus necesidades espirituales; o constituir una nueva sede
episcopal. En el caso de Cuenca se eligió esta segunda opción.
Una
vez decidida la instauración de la nueva diócesis, era necesario establecer sus
límites territoriales, lo cual se hizo, como era habitual en la Edad Media,
haciéndolos coincidir con los de las antiguas diócesis de la Iglesia visigoda.
A Cuenca se le dotó en ese momento de las antiguas diócesis de Valeria y
Ercávica. En reconocimiento a este hecho histórico, en el año 1410 el obispo de
Cuenca, Diego de Anaya, creó una nueva dignidad en el seno del cabildo
catedralicio de la diócesis, la de Abad de la Sey.
El territorio de la tercera de las
grandes ciudades hispanorromanas que estaban asentadas en lo que hoy es la
provincia de Cuenca, Segóbriga, por un
error etimológico, muy lógico en el siglo XII, se le dio en teoría a la ciudad
valenciana de Segorbe. Cuando en el siglo XIX se supriman definitivamente los
territorios de las órdenes militares, la historiografía tendría ya claro el
hecho de que la vieja diócesis paleocristiana se hallaba en el cerro denominado
Cabeza de Griego, muy cerca del pueblo de Saelices, en la provincia de Cuenca,
y no en Segorbe, y por este motivo su territorio sería foco de tensiones entre
el obispado de Cuenca y la nueva sede episcopal de las Órdenes Militares, con
sede en Ciudad Real, pues ambos estaban interesados en ocupar su territorio.
Como en casi todos los casos,
los colaboradores del monarca castellano se basaron a la hora de establecer los
límites jurisdiccionales del nuevo obispado conquense, en la llamada Hitación o
División de Wamba. Se trata este documento de una relación de los diversos
episcopados de la España visigoda, y la fijación territorial de los mismos,
realizada durante el reinado del rey Wamba, a finales del siglo VII (672-680).
Según la Hitación de Wamba, que tiene como base la división política del
emperador Constantino, cuatro siglos anterior, correspondían a la silla
metropolitana de Toledo, además de los tres obispados conquenses de Valeria,
Segóbriga y Ercávica, las diócesis de Oretum (Granátula de Calarava, Ciudad
Real), Beatia, Mentesa, Acci (Guadix, Granada), Basti (Baeza, Jaén), Urci (en
los límites entre entre las provincias de Almería y Murcia), Bigastro (en la
provincia de Alicante), Ilice (Elche, Alicante), Setabis (Játiva, Valencia),
Denia (en la localidad actual del mismo nombre, en la provincia de Alicante),
Valentia (Valencia), Cumplutum (Alcalá de Henares, Madrid), Seguntia (Sigüenza,
Guadalajara), Oxoma, Segovia (Segovia) y Palantia (Palencia).
Según la tradición, la
redacción efectiva del documento no se debe directamente al propio rey
visigodo, sino a Quirico, quien fue sucesor de San Ildefonso en la catedral
primada de Toledo, sede que presidió entre los años 667 y 680; fue éste el
prelado que también consagró en Toledo a
éste rey godo. No obstante, muchos de los estudiosos actuales del documento
convienen en afirmar que se trata de una burda falsificación medieval, pero
allá por los siglos XII y XIII era tenida por la una auténtica descripción de
todas las diócesis visigodas.
Según este documento, la
diócesis visigoda de Valeria se extendía por una parte desde Alpont, que
estaría aproximadamente en lo que hoy en día es Alpuente, en la provincia de
Valencia, y Tarabella, en la actual Tarazona de la Mancha según Enrique
Gozalbes Cravoto, al norte de la provincia de Albacete, o quizá Teruel según
otros autores; por la otra, se correspondería, según siempre la División de
Wamba, con Figuerola, aproximadamente lo que hoy es Zarzuela, en las
estribaciones de la serranía conquense, e Innar, la actual Requena, la capital
de la comarca que siempre se ha llamado la Valencia castellana. Como se puede
ver, este territorio se corresponde también con la parte sur de lo que después,
en la Edad Media, sería la mitad sur del nuevo obispado de Cuenca: “Valeria
teneat de Alpont usque in Taravellam, de Figuerola usque Innar”.
Estos límites, hay que tenerlo en
cuenta, son siempre aproximados; además, para una mejor comprensión de los
mismos es conveniente saber que, como en todos los casos, dos de ellos son
interiores de la propia demarcación, mientras que los otros dos hacen
referencia en realidad a la propia demarcación geográfica del obispado en sí
misma.
Para entender mejor el
origen del cristianismo en la submeseta sur, hay que tener en cuenta, más allá
de las tradiciones que sitúan a los primeros apóstoles, como Santiago,
evangelizando la península, que la cristianización está ligada a la
romanización de los territorios. En efecto, dice al respecto Manuel Sotomayor,
jesuita, doctor en Historia Eclesiástica por la Universidad Gregoriana de Roma,
lo siguiente: “Cuando el cristianismo sale de las fronteras de Palestina y
se extiende por el imperio romano, su extensión en él está ligada también a la
romanización. Hispania está recibiendo colonos, soldados y mercaderes de Roma y
de todas las partes del imperio. Entre todas estas personas que van y vienen
hay cristianos, y estos cristianos van propagando a su alrededor la nueva fe.
Van surgiendo así pequeñas comunidades en los puntos más dispersos de Hispania,
sobre todo en la Bética, la más romanizada. En la organización de cada una de
estas comunidades habrá intervenido también alguno o algunos enviados de otras
iglesias. La cuestión está en saber de dónde venían esos primeros propagadores.
Y es seguro que no vinieron todos de una misma región. La mayoría tuvo que
venir de donde venía la mayoría romanizadora: de Italia. Los demás, de todas
las partes del imperio, especialmente de aquellas con las que más contacto
tenía Hispania y que al mismo tiempo estuviesen lo suficientemente
cristianizadas. Porque no hay que olvidar que Hispania y toda la Bética se
romanizó muy pronto y su contacto directo con Roma fue siempre muy intenso.”
De esta forma, el autor
critica la tesis, durante largo tiempo muy difundida entre algunos de los
historiadores de la Iglesia, según la cual la cristianización de la península
se llevó a cabo fundamentalmente desde el norte de África. Aunque están
atestiguad0s ciertos contactos entre algunas zonas de Hispania con la región de
Cartago entre los siglos V y VII, también está claro que para entonces el
cristianismo ya había penetrado, como si de una cuña se tratara, entre la
población hispanorromana; también en la submeseta sur, como lo atestiguan
algunos sarcófagos paleocristianos hallados por la arqueología en diversos
puntos de la provincia de Toledo, y que pueden datarse en los cuarenta primeros
años del siglo IV.
Este tipo de objetos no
eran sólo productos de factura local, pues el mismo autor citado anteriormente
ha constatado la exportación de sarcófagos desde Roma a Italia en este periodo:
“La importación de sarcófagos cristianos desde Roma es, pues, un fenómeno
que se extiende por todo el siglo IV, aunque con mayor intensidad en su primera
mitad, y por todas las provincias de la península, a excepción de la Lusitania,
en cuanto nos es dado a conocer hasta el momento, correspondiendo, además, la
máxima extensión a las provincias Tarraconense y Bética, las más romanizadas.” También,
aunque en menor medida, como puede apreciarse en los yacimientos arqueológicos,
en la Cartaginense, a la cual petenecían los territorios de la submeseta sur.
No son demasiados los
datos que se tienen sobre la antigua diócesis visigoda de Valeria. Un
importante foco de información lo proporcionan las actas de algunos de los
concilios metropolitanos de Toledo. Entre el año 589 y el 711, se celebraron en
España al menos un total de veintiséis concilios, encuentros que los titulares
de las diversas diócesis mantenían de forma temporal con el fin de aprobar, de
forma colegiada, las medidas y los cánones con los que se debía regular la
Iglesia visigoda. Teodoro González, que ha estudiado la importancia de los
concilios para el gobierno de la Iglesia visigoda, dice al respecto lo
siguiente: “Hemos hablado ya de la convicción que tenían los obispos
españoles de formar un colegio. Están persuadidos de que todos eran
responsables de la vida espiritual y de la observancia de la disciplina
eclesiástica en toda la nación. Todos debían cooperar para solucionar los
problemas que se presentasen. Y la mejor forma de resolver los problemas era
discutirlos reuniéndose en concilio. De la amplitud e importancia de esos
problemas dependía que se convocara un concilio general o provincial”.
De estos encuentros se
convocaron en Toledo un total de diecisiete concilios, los dos primeros ya
antes del año 589 y el último en el año 694. Gracias a las actas de dichos
concilios, que aún se conservan, se conocen los nombres de algunos de los
obispos de Valeria en el arco temporal correspondiente al periodo comprendido
entre los años 589 y 693. Así, Juan era el obispo que gobernaba la diócesis en
el año 589, cuando se convocó el cuarto concilio toledano, cuyas actas firmó de
la forma siguiente: “Joanes, Velensis eclessiae episcopus”; Magnencio,
que en el año 610 había estado presente n el sínodo de Gundemaro, representó a
Valeria en el cuarto concilio de Toledo, celebrado en el año 633, y en el
quinto, tres años más tarde; al sexto concilio, del año 646, y al octavo,
fechado en 635, asistió como obispo de Valeria Tagoncio; Esteban estuvo en el
noveno, del año 655, y en el décimo, celebrado el año siguiente.
De todos ellos, el que
más experiencia conciliar llegó a alcanzar, por lo menos en cuanto al número de
participaciones se refiere, fue el obispo Esteban, que acudió personalmente al
undécimo y al duodécimo concilios. Celebrados respectivamente en los años 675 y
681. Después de haber sido representado por el abad de su diócesis, Vicente en
el siguiente encuentro de estas características que se celebró en la ciudad del
Tajo, en el año 683, volvió a acudir personalmente a otros tres concilios más,
en los años 684, 688 y 693. En el último de estos concilios, el Concilio XVI de
Toledo, firmó las actas en primer lugar, por ser el prelado más antiguo de
todos los presentes.
Para terminar esta
comunicación sobre la diócesis de Valeria, creo conveniente desmentir una
antigua leyenda, que hace del papa Bonifacio IV, miembro del séquito de su
antecesor San Gregorio, y como él posteriormente elevado a los altares, oriundo
de esta ciudad hispanorromana de la provincia de Cuenca. En realidad este pontífice,
que ocupó el solio pontificio entre los años 608 y 615, periodo difícil en el
que Italia estaba asolada por la guerra, el hambre y la peste, nació en una
pequeña localidad del mismo nombre situada en la región de los Abruzzos, una
región de la Italia central cuya capital es la ciudad de L’Aquila. En la
historiografía no debe confundirse nunca la verdad histórica con la tradición,
por muy bella que ésta sea, y afirmar que San Bonifacio IV pudiera ser de
alguna forma conquense, más que dar esplendor a la antigua sede episcopal
valeriense, lo que hace es sumirla en la bruma del desconcierto.