Ya he comentado en alguna otra
ocasión la importancia que los testamentos pueden tener para conocer mejor
diferentes aspectos de la historia, como la economía. También, en algunas
ocasiones, para el estudio de las sociedades en un momento concreto de la historia.
En este sentido, puede resultar interesante el testamento que redactó el 2 de
febrero de 1799 don Joaquín de Sandoval Blasco de Orozco, sexto conde de La
Ventosa, hijo de su anterior poseedor, Alonso Jacinto de Sandoval y Rojas de
Portocarrero, y de Mariana Blasco de Orozco y Carreño, ante el notario
conquense Juan Bernardo Martínez[1].
El título había sido concedido en 1618
por Felipe III a Pedro Coello de Rivera
y Zapata de Cisneros, caballero de la orden de Calatrava, octavo señor
de Villarejo de la Peñuela y Cabrejas, y esposo de Constanza de Sandoval y
Coello, su sobrina segunda, y señora de La Ventosa. Los condes tenían casa
abierta en el propio pueblo de La Ventosa, en Cuenca y en Madrid, y
representaban a esa nueva nobleza conquense que había venido a sustituir en el
siglo XVII a la alta nobleza cortesana de la época de los Austrias mayores, a
cuyo frente se situaban los marqueses de Moya y de Cañete.
La diferencias de este testamento
con otros documentos similares, como el
ya estudiado testamento del empresario Melchor José de Ortineri, estudiado en
la entrada anterior, como no podía ser de otra forma, se establece ya a partir
de la primera de las cláusulas. Así, el sexto conde de La Ventosa, después de
encomendar su alma a Dios, encomendaba que en el momento de su muerte fuera
enterrado con toda la pompa adecuada a su condición nobiliaria: “Sy mi fallezimiento fuera en esta villa, y
es mi voluntad que luego que se berifique, se de aviso al pueblo, con soltar la
campana del relox solamente, por ser prenda y dádiva de mis antezesores, sin
entenderse esta circunstancia con las campanas de la iglesia, pues éstas restañarán
según la costumbre.” A continuación, señala el testatario cuidadosamente la
manera en la que deberá arreglarse el cadáver, desde el arreglo del cabello y
la barba, hasta las vestiduras con las que habría de ser cubierto: “Camisa guarnecida y corbatín, y se le
calzará con calzeras y medias blancas de seda, zapatos decentes y evillas de
plata, y se le vestirá con calzones, chupa y casaca del uniforme de Reales
Guardias Españolas, donde e servido, la espada de plata, el sombrero de
uniforme, con galón y divisa encarnada, bastón y peluquín.”
También se estipula en la misma
cláusula el lugar en el que debía colocarse el cuerpo hasta el momento en que
fuera conducido para su entierro: la habitación grande del piso superior de la
casa señorial que la familia tenía en el propio pueblo de La Ventosa, que había
servido a sus antepasados para jugar a la pelota. También, por supuesto, la
manera en la que debía ser colocado allí el cadáver, ni colchones ni colgaduras
que adornaran la estancia, sólo con unos almohadones en la cabeza y unas cubiertas
de color debajo del cuerpo, y seis hachas de cera alrededor del féretro, que
llevarían los mayordomos de la hermandad de la Vera Cruz a cambio de la limosna
acostumbrada. Velarían el cuerpo, durante todo el tiempo que estuviera presente
en la estancia, los cuatro regidores y los dos alguaciles de la localidad,
alternándose por mitades. Así permanecería éste durante las siguientes
veinticuatro horas después de su fallecimiento, permitiendo la presencia allí
de todos los vecinos de La Ventosa que desearan acudir.
Iglesia de La Ventosa.
Y al día siguiente se procedería
al entierro, al que acudirían todas las cofradías de La Ventosa, con sus
insignias. Éstas, con las autoridades, acompañarían el féretro que, con caja
descubierta, sería llevado a hombros por los regidores y los alcaldes del
pueblo. Se estipula también el camino que llevaría desde la casa señorial a la
iglesia la procesión mortuoria, e incluso las tres paradas que se debían hacer,
una de ellas ante el edificio del ayuntamiento. Y por fin en la iglesia, se
procedería al funeral, “donde se cantará
la noturno con tres lecciones, misa de cuerpo presente si fuese ora, y si no al
día siguiente, y todo se ará con diáconos y acólitos, y concluida la misa se le
dará sepoltura al cuerpo que asta este acto estará descubierto.” En este
momento, se cubrirá el cadáver con el hábito de los franciscanos descalzos, y
se enterraría en la sepultura familiar, en el presbiterio de la iglesia, en el
lado del Evangelio.
El asunto referido a la sepultura
familiar, sin embargo, se encontraba sometido a un proceso de litigio en la
Real Chancillería de Granada, por lo que el conde estipulaba al mismo tiempo
que, en el caso de que fuera ganado el pleito, fuera trasladado también a ese
mismo lugar el cuerpo de su hija, María Antonia Marcelina de Sandoval y Muñiz,
que desde su fallecimiento se encontraba enterrada en la iglesia parroquial de
San Juan, en la capital conquense. Pero en el caso de que en el momento de su
fallecimiento no hubiera concluido este pleito, ordenaba también que a la
llegada de la media noche del día de su fallecimiento, su cuerpo fuera
despojado del uniforme de los Guardias Reales y, vestido ya con el hábito de
los franciscanos descalzos, fuera conducido en carruaje a la capital conquense,
acompañado por las autoridades de La Ventosa hasta salir de su término
municipal. Y una vez en Cuenca, su cuerpo sería velado, hasta el momento de su
entierro, en el cuarto bajo de su casa solariega, en la calle de San Juan.
Acabado el velatorio, sería enterrado también en la misma iglesia de San Juan,
en la sepultura en la que su hija estaba enterrada.
Tanto en un caso como en otro,
tanto si el entierro se celebraba en la capital conquense, como si era en La
Ventosa, el conde ordenaba la celebración de cien misas rezadas en beneficio de
su alma, veinticinco de ellas por el párroco de La Ventosa, otras veinticinco
por el resto de eclesiásticos de la villa (o por el párroco de San Juan, en el
caso de que el entierro se realizada en la capital de la diócesis), y las
cincuenta restantes, en los diferentes conventos de la ciudad. Del mismo modo, y como era también usual en
todos los testamentos, legaba lo acostumbrados a los Santos Lugares de
Jerusalén, y a la obra de redención de cautivos.
Después de todas estas cláusulas,
relacionadas sólo, como hemos visto, con la manera de proceder al entierro, la
cláusula octava da la información preceptiva de sus vínculos familiares. Así,
el conde declaraba estar casado con Francisca Muñiz Soto y Luna, hija de
Francisco Muñiz, natural de Ceuta, gobernador del fuerte de San Carlos, en
Nicaragua, y de Francisca Soto y Luna, natural a su vez de la localidad
extremeña de Bienvenida. Aquélla, la esposa del conde, era a su vez viuda del
coronel Domingo de Molina, que en el momento de su fallecimiento era gobernador
de la villa de Motril (Granada), con el que había tenido dos hijos, Fernando y
Carlos de Molina, de once y nueve años respectivamente, y que en aquel momento
se encontraban aún con ellos en la casa familiar. También se menciona la
existencia de otro hijo del citado Domingo de Molina, habido con otro
matrimonio anterior de éste, Agustín de Molina, que en ese momento se
encontraba sirviendo en el regimiento Inmemorial del Rey, con el grado de
teniente. Por su parte, el conde había tenido de su matrimonio con Francisca
Muñoz, dos hijas, la citada Marcelina, que había fallecido a la edad de tres
años, y María Cayetana de Sandoval y Muñiz, que apenas contaba en aquel momento
con un año de edad, que, como heredera “
lexítima y única, le corresponden todos los maiorazgos, vínculos y sus
productos que oy poseo, y los que puedan en adelante pertenecer por las casas,
maiorazgos y grandezas a que tengo derecho, como son el señorío y rentas de Villarejo de la Peñuela, y mediato
a él después del fallecimiento de la señora que oy lo posé, y otra hermana
suya, si muriesen sin subcesión.”
En el mismo documento se
mencionan también los derechos que su hija pudiera tener sobre otros títulos y
señoríos, como el señorío de Montalbo, al haber estado casada la hija del
fundador de este señorío con uno de sus abuelos, y el condado de Priego, por
Elvira de Quiñones, hija del segundo conde de Priego y esposa también de uno de
sus antepasados, Gutierre Sandoval, sexto señor de la Ventosa. También declara
sus derechos legítimos, en razón a su pertenencia a la casa Sandoval, aunque
lejanos, sobre el ducado de Lerma (con sus adyacentes marquesados de Cea, Denia
y Ampudia), así como a los ducados del Infantado y de Medinaceli, por su cuarto
abuelo, Melchor de Sandoval. Todo ello lo hacía apoyado en el árbol genealógico que tenía hecho, “lo dexo prevenido en orden a los derechos,
para que, si Dios conserva la vida de mi hija, y tomase estado de matrimonio
con persona correspondiente a sus circunstancias, tenga esta noticia tan
importante, por si le acomodase usar della.”
En cuanto a las estipulaciones
meramente económicas, y una vez asegurada la totalidad de la herencia para su
hija Cayetana, reconoce en primer lugar que su esposa había aportado al
matrimonio la cantidad de 25.725 reales, las que ordena el conde devolverle en
razón del testamento, además de otros mil ducados “por razón del exceso que le llevó en mi edad de sesenta años, a
treinta y quatro que ella tenía”, además de los cien doblones que
correspondían a la herencia de su tío, Bernardo Blasco de Orozco, que había
fallecido en la casa familiar de Madrid. Por otra parte, encomendaba también a
su administrador en la ciudad de Cuenca, Juan Antonio López Malo, notario de
número de la ciudad, para que continuara al servicio de la casa familiar, y en
concreto de su viuda y de su hija, tan bien como lo había hecho hasta entonces,
agradeciéndole además “de aberme salvado
de la dejación que estuve padeciendo mucho tiempo por el sequestro de mis
rentas por la Real Hacienda, para el pago a ésta de más de ciento y cinquenta
mil reales que se le debía, y también de otra deuda a particulares, y
expezialmente la de su suegro, don Juan Antonio Honrubia, de que se hizo cargo
dicho mi apoderado, de cuya cantidad le falta que le reintegrase diez y ocho
mil reales, y hasta tanto que estos se le pagasen, no se le pueda remover de
dicha administración.” Como se puede ver, el hecho de pertenecer al sector
nobiliario no es garantía siempre de un poder económico por encima del resto de
la sociedad. Y es que la pertenencia a este grupo social llevaba consigo
también ciertas obligaciones que, en ocasiones, suponen gastos importantes de
dinero que, en ocasiones, no son fáciles de cumplir.
Finalmente, el conde nombraba
como albaceas suyos a su propia esposa, Francisca Muñiz, a su suegro, Francisco
Muñiz, “a mi hermano el marqués de
Pontejos” (en realidad se trataba de su cuñado, Antonio Bruno de Pontejos y
Sesma), a la persona que en el futuro
pudiera contraer matrimonio con la hija de éste, Mariana de Pontejos y
Sandoval, a sus dos apoderados y administradores, tanto en Madrid como en
Cuenca, José Paz y Tejada, agente de negocios, y el citado Juan Antonio López
Malo, respectivamente, Cayetana, era todavía menor de edad, nombraba
administradora y curadora de todos sus bienes y persona también a la madre de
ésta, Francisca Muñiz.
Con Cayetana de Sandoval, hija de
nuestro protagonista, se iniciaba un periodo en el que el condado de La Ventosa
estaría en manos de diversas mujeres de la familia, cambiando de esta forma los
linajes que estaban al frente de éste en virtud a la sucesiva falta de
descendencia masculina, manteniéndose de esta forma hasta principios del siglo
XX, cuando caería en manos del linaje actual, los Álvarez de Toledo. En efecto,
Cayetana de Sandoval fallecería apenas dos años después de que su padre
realizara testamento, en 1801, siendo sustituida en el título por su prima, la
ya citada Mariana de Pontejos y Sandoval, cuarta marquesa de Pontejos.
Ésta, nacida en 1762, se había
casado en 1786 con el hermano del conde de Floridablanca, Francisco Antonio
Moñino y Redondo, fecha en la que fue retratada por Francisco de Goya, en un
cuadro que se conserva en la National Gallery de Washington, y después de
enviudar de él, volvería a casarse dos veces más, la última de las cuales, en
1817, con el famoso filántropo Joaquín Vizcaíno y Martínez Malla, marqués viudo
de Pontejos, dieciocho años más joven que ella, héroe de la Guerra de la
Independencia, liberal, con el que tuvo que exiliarse en Francia y en
Inglaterra, donde fallecería en 1834. Vuelto su esposo a España, fue corregidor
de Madrid entre ese año y 1836, capital en la que emprendió importantes obras
de alcantarillado, iluminación y saneamiento; fue también uno de los fundadores
del Ateneo de Madrid y de la Caja de Ahorros y Monte de Piedad de la ciudad de
la villa y corte. Entretanto, fue sucedida en su título de condesa de la
Ventosa por María Vicenta de Moñino y Pontejos (1848-1867) y Genoveva de
Samaniego y Pando (1867-1912). A ésta, finalmente, le sucedería en 1912 su
hijo, José María Álvarez de Toledo y Samaniego.
La marquesa de Pontejos
Francisco de Goya. Ca. 1786
The National Gallery of Art
Wasinsgton. Estados Unidos