viernes, 28 de septiembre de 2018

Entre la verdad histórica y la leyenda



Estos últimos día, durante la celebración de las vaquillas de San Mateo, he escuchado repetidas veces la leyenda de la conquista de Cuenca, y ello me ha llevado a reflexionar detenidamente en la verdad que anida detrás de los mitos y de las leyendas, por más absurdas que éstas puedan parecernos. Parece que esta afirmación puede resultar incongruente cuando la pronuncia un historiador; nada mejor para confirmar lo que acabo de decir que repasar esta leyenda, o conjunto de leyendas, que nos hablan de la toma de la ciudad para los reinos cristianos:

Es el 6 de enero de 1177, y las tropas castellanas de Alfonso VIII, apoyadas por las de los otros reinos cristianos y por las órdenes de caballería, ha llegado a la Kunka musulmana y ha cercado la ciudad, dispuestas a hacerla caer bajo el peso del hambre o de las armas. Sin embargo, el cerca dura ya demasiado tiempo, estamos ya al borde del otoño, y la ciudad no se ha rendido. Una noche, en la ribera del río Júcar, un pequeño grupo de soldados cristianos ha visto una luz que brilla de la tierra, y desde el fondo de la luz se les aparece la Virgen María, que les pide que perseveren en la conquista de la ciudad, que está se halla a punto de caer rendida a las tropas de Cristo. Pocos días más tarde, el 20 de septiembre, otro grupo de guerreros se encuentra con un pastor, y éste les asegura que es cristiano, aunque tiene que esconder su fe de cara a sus paisanos conquenses; que se llama Martín Alhaja, y que sabe como los cristianos pueden tomar la ciudad. Les dice que el guardián de la puerta de San Juan es ciego, y que todas las noches, cuando él regresa a la ciudad con su rebaño, dejando la puerta entreabierta para que no se cuele nadie, cuenta con el tacto las ovejas para asegurarse de que todo está en orden. El rey Alfonso idea entonces un plan: matará algunas de las ovejas del pastor y con sus pieles se vestirán sus mejores guerreros. Entrarán así en la ciudad, aprovechándose de la ceguera del vigilante, y una ven dentro ellos, abrirán todas las puertas al resto de sus compañeros. Así se hace, y al amanecer del día siguiente, todo está concluido. La victoria cae del lado cristiano, y el caíd moro se halla ahora en el campamento e las tropas cristianas, que se encuentra en el mismo lugar que posteriormente se llamará el Campo de San Francisco, arrodillado, humillado ante el rey Alfonso para hacerle entrega de las llaves de la nueva Cuenca; en recuerdo de ese hecho, el lugar pasará a llamarse la Cruz del Humilladero. Y el rey Alfonso VIII, después de haberla conquistado, le dará a Cuenca un obispado, un enorme territorio y un fuero. Y también, un escudo: una estrella de plata sobre un cáliz de oro, brillando todo ello sobre un campo de gules. La estrella, esa estrella de los Reyes Magos, en recuerdo del día en que fue iniciado el cerco a la ciudad, el día de la Epifanía; el cáliz, como símbolo del evangelista, en recuerdo del día en que se terminó la conquista, el día de San Mateo; el campo de gules, en recuerdo de toda la sangre cristiana derramada durante la conquista.

Pero, ¿qué hay de verdad en toda esa historia? Evidentemente, desde el punto de vista del historiador, todo esto es una mentira, urdida por muchas generaciones de conquenses al calor de la lumbre. Desgranemos toda la historia real para contar la verdad histórica que se esconde detrás de la leyenda de la conquista de Cuenca.

·       La Virgen de la Luz, cuya advocación se esconde sin duda detrás de la leyenda de su aparición a un grupo de guerreros cristianos, no ha sido siempre la Virgen de la Luz. En efecto, los documentos anteriores al siglo XVIII hablan siempre de la Virgen del Puente, una advocación que hace referencia a la situación geográfica en la que se hallaba el templo en el cual siempre ha recibido culto, junto al puente más importante de los que daban acceso a la ciudad.  Sólo a partir de esta centuria irá cambiando poco a poco su advocación por la de la Luz, y ello fue debido a un regalo que le hizo uno de sus fieles, un candil de plata que porta todavía en su mano derecha.

·       Se sabe fehacientemente que los primeros guerreros cristianos no entraron en la ciudad por la estrecha puerta de San Juan, sino por la más importante de todas, la Puerta del Castillo. Desde allí, los hombres del rey Alfonso fueron tomando a sangre y fuego las calles de Cuenca, hasta que los musulmanes no tuvieron más remedio que rendirse, agotados por una noche de combate contra un ejército superior a él en número.

·       La Cruz del Humilladero, el llamada Campo de San Francisco, no podía ser, tal y como se ha dicho, el campamento principal de las tropas cristianas; como mucho, un pequeño campamento de avanzadilla, ocupado por unos pocos soldados de guardia mientras vigilaban que nadie pudiera entrar o salir de la ciudad, como otros muchos campamentos que se establecerían alrededor de ésta. El lugar estaba demasiado cerca de las murallas, y de la albufera que en esta zona dificultaba todavía más la ya de por sí difícil conquista. Demasiado cerca, en fin, del armamento defensivo de los musulmanes. El lugar pasó a llamarse de esta forma algunos siglos después, cuando se levantó aquí un pequeño humilladero, coronado con una cruz, a instancias sin duda del cercano convento de religiosos franciscanos.

·       La interpretación del escudo de Cuenca tiene más que ver con su etimología que con su leyenda. Durante la Edad Media, los emblemas heráldicos estaban muchas veces relacionados con las palabras, y con los sonidos de esas palabras. En efecto, el cáliz del escudo de Cuenca sólo fue un cáliz a partir de los Reyes Católicos. Hasta entonces, había sido un cuenco, que en un primer momento incorporó un pequeño pie en su base, y después, durante la segunda mitad del siglo XV, terminó por convertirse en el cáliz actual. Las monedas acuñadas en la ciudad y los sellos diplomáticos lo confirman. ¿Y la estrella? Si el castillo representaba al viejo reino de Castilla, es decir, aquél que empezó a desarrollarse, en los primeros siglos de la Reconquista, al norte del río Duero, por esta misma razón etimológica, la estrella pasó a representar a la nueva Castilla, aquélla que se empezó a consolidar a partir de la conquista de Toledo, en 1085.

Es ésta, la verdad histórica, la que nos interesa a los historiadores, como defensores del conocimiento de los hechos del pasado tal y como sucedieron, y no como nos los imaginamos. Se podría introducir aquí un debate sobre la historia como realidad científica, más allá de las consabidas veleidades ideológicas o psicológicas, que a menudo difuminan el conocimiento científico, pero no es ésta mi intención en este momento. Sólo quiero poner el acento en que detrás de toda leyenda hay también una verdad, una realidad ahistórica si se quiere, pero que también debe ser conocida por todos. Una verdad a la que podríamos denominar etnográfica o antropológica, que forma parte también de la realidad de una ciudad o un pueblo, como lo forman también los juegos populares, como los bailes, o como sus tradiciones. Una verdad que se sitúa en un plano diferente a la verdad histórica, pero que no por ello debe olvidarse. Hay que conocer nuestra historia, sí, pero también hay que conocer nuestras leyendas, porque las leyendas, igual que la historia, también conforman nuestro presente y pueden llegar a condicionar nuestro futuro. 
Pero la leyenda, y ahí es donde los historiadores debemos tomar parte en el debate, tampoco puede enmascarar a la historia real, por más que ésta, a menudo, sea más prosaica, mucho menos bella, que nuestras viejas leyendas.
El sitio de Cuenca por Alfonso VIII. Grabado del siglo XIX.



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