Hay
ciudades en las que, más que poseer en su perímetro un número limitado de
monumentos que atraigan la atención de los turistas y de los viajeros (no es lo
mismo, por más que en este mundo demasiado globalizado nos lo pueda parecer),
son en sí mismas todo un conjunto monumental, en el que cada calle, cada plaza,
cada rincón, mantiene el dulce aroma de la historia. Éste es el caso de Viena,
la vieja capital de los Habsburgo, la capital de un imperio en declive, casi
moribundo, cuyo triste destino estuvo indisolublemente ligado al de la Primera
Guerra Mundial. Cada calle, cada plaza, cada señorial fachada de la ciudad
blanca, nos recuerda a un mundo, no tan remoto, de viejos archiduques, de
príncipes del imperio, y el viento del invierno nos acerca desde el viejo
Danubio, más gris que azul en realidad, el sonido de los valses de palacio.
Aparentemente, Viena es todavía una
ciudad del siglo XIX. El viejo imperio de María Teresa (1740-1780), en el siglo
XIX se había convertido ya en un gigante con los pies de barro. Por eso, el
imperio austriaco se quedó fuera de la liga germánica, ese invento de Bismarck
para sustituir a la vieja confederación germánica, cual, por otra parte, había
nacido en 1815, precisamente durante el Congreso de Viena; por eso, y porque el
canciller prusiano no estaba dispuesto otra vez a aceptar de nuevo una liga
bicéfala, dirigida al mismo tiempo por esos dos gigantes centroeuropeos,
Austria y Prusia, tal y como había sucedido antes en la propia confederación, y
que había terminado precisamente con la guerra austro-prusiana de 1866. Pero
mientras Prusia era un imperio todavía joven, que terminaría en 1871 por
dirigir, a partir de la liga, al nuevo estado alemán nacido con la unificación,
el imperio austriaco era ya, durante el reinado de Francisco José, un imperio
en decadencia. En 1889 se suicidaría el príncipe Rodolfo, el único hijo varón
del emperador, según la versión oficial, por más que el misterio aún campe
alrededor de este hecho. En 1914, además, el nuevo heredero, el príncipe
Francisco Fernando, sobrino de Francisco José, era asesinado junto a su esposa
en Sarajevo, desencadenando una guerra contra Serbia que terminaría por
convertirse a los pocos días en la Primera Guerra Mundial. Dos años después se
produciría también el fallecimiento del propio Francisco José, que fue
sustituido al frente del imperio por otro de sus sobrinos, el nuevo emperador
Carlos I. Sin embargo, el imperio estaba dando ya sus últimos estertores: en
1918, dos años después de su ascenso al trono, terminaba la guerra con la
derrota de Austria y del resto de las potencias centrales. Carlos era derrocado
y condenado al exilio, mientras que en Austria se daba paso a una nueva etapa
histórica, la república, presidida poco después, por primera vez, por un
partido socialdemócrata.
Sí.
En cada rincón de Viena pervive todavía ese aroma rancio y hermoso del viejo
imperio de los Habsburgo. Pero es sobre todo en los grandes palacios, en el
Hofburg y en Schönbrum, donde ese aroma es más persistente. Y es allí, sobre
todo en el museo homónimo abierto en una de las alas del Hofburg, donde pervive
el aroma personal de una mujer distinta, diferente, una mujer ignorada en una
época que no le correspondía, que se había visto obligada a convertirse en
emperatriz sin ella realmente desearlo, y desconocida todavía para el gran
público, convertida hoy en una vida rosa de telenovela por culpa de un director
de cine y una actriz que tampoco supieron entenderla de verdad. Porque la emperatriz
Isabel de Baviera, Isabel Wittelsbach, la esposa del emperador Francisco José,
tiene en realidad muy poco que ver con el personaje que en una trilogía muy
poco afortunada encarnó la actriz franco-austriaca Romy Schneider; sólo, eso
sí, su aversión a la corte de Viena (ella siempre echó de menos sus valles
bávaros, donde había crecido en una completa libertad, de la que no podía
disfrutar en la corte austriaca) y sus continuos enfrentamientos con la
archiduquesa Sofía, tía suya y suegra al mismo tiempo.
Si
la literatura suele acercarse generalmente más a la historia verdadera que el
cine (hay honrosas excepciones, desde luego), para conocer mejor a la verdadera
Sissi, la emperatriz Isabel, es recomendable acudir a la novela, ya un poco
antigua, de Ángeles Caso. O eso, o adoptar la mejor opción de todas, acercarse
hasta Viena y acudir, en una de las alas del palacio de Hofburg, al museo dedicado
a la emperatriz. Allí, en unas cuantas salas, se concentran, junto al propio
museo personal de Sissi, el conjunto de los apartamentos imperiales,
compartidos a veces, sólo a veces, por
el matrimonio imperial (hay que tener en cuenta que la emperatriz se mantuvo en
numerosas ocasiones alejada de la corte, por la que sentía, como se ha dicho,
una profunda aversión), y la colección de la plata imperial, formada por miles
de piezas de oro, plata, cristal y porcelana de lujo, que conformaban la
numerosa vajilla de éste y de otros palacios de los Habsburgo. En efecto,
visitar el museo de Sissi es poder conocer mejor a una mujer excepcional,
diferente, adelantada a su tiempo, una emperatriz que en los últimos años de su
vida estuvo más cerca de los húngaros, a los que logró que su esposo les
otorgara una especie de constitución que les ponía en una situación política
similar a los austriacos. Tal y como puede apreciarse también, para el que no
pueda acercarse a Viena, leyendo el falso diario de la emperatriz que en
realidad fue escrito en 1995 por la novelista asturiana Ángeles Caso[1].
Pero
la historia de Viena no es sólo la historia de Sissi y de los viejos
emperadores Habsburgo; ni siquiera es tampoco la vieja Viena Biedermeier. Viena
es también la historia de un movimiento artístico, cultural, vital, que nació a
finales del siglo XIX como contraposición a esa otra Viena, ya moribunda, que
estaba representada por el viejo imperio austro-húngaro: la Secesión, un
movimiento creado por el pintor Gustav Klimt, a partir del llamado Jugendstil,
el ”estilo de la juventud”, que había nacido en Múnich poco tiempo antes, y que
terminó por convertirse en la versión local del Art Nouveau francés, del Modern
Style inglés y del Stille Liberty italiano. Un movimiento que aglutinó a
pintores (Egon Schiele, el propio Gustav Klimt), arquitectos (Otto Wagner;
Adolf Loos), decoradores (Josef Hoffman), en torno a una estética diferente,
cuya catedral más importante es el llamado Secessiongebaude, el Pabellón de la
Secesión, un curioso edificio blanco y dorado que se encuentra muy cerca de la
magnífica iglesia barroca de San Carlos.
Y
Viena es también la ciudad casi desconocida de la Segunda Guerra Mundial y de
la posguerra. En 1938, un año antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial,
los gobiernos de Austria y de la Alemania nazi firmaron el Anschluss, el acta
de unión entre los dos países, y desde ese momento, el futuro del país estuvo
indisolublemente unido al nazismo. A partir de ese momento, muchos de los
doscientos mil judíos que entonces vivían en la ciudad del Danubio se vieron
obligados a abandonarla, y muchos de los que no lo hicieron fueron trasladados
en los meses siguientes a Mauthausen, un campo de concentración nazi que se
encontraba a poco más de ciento cincuenta kilómetros de Viena, en las
proximidades de la ciudad de Linz.
Al
finalizar la Segunda Guerra Mundial, Viena, como la propia Berlín, fue dividida
en cuatro zonas administrativas, gobernada cada una de ellas, como también la
propia Berlín, por cada una de las potencias que habían ganado la guerra
(Estados Unidos, Reino Unido, Francia y Rusia). Por su parte, el centro de la
ciudad, el Innere Stadt, era una especie de zona neutral, en la que cada mes
una de esas potencias se iba turnando en su administración, apoyadas en
curiosas patrullas de vigilancia que estaban formadas por cuatro militares, uno
por cada uno de esos cuatro países. Esa es la Viena que se describe en “El
tercer hombre”, la fantástica película, ésta sí, de Carol Reed, basada en la
novela homónima de Graham Greene; aunque, en realidad, según las palabras del propio
autor, el texto original del escritor británico no fue concebido nunca como una
novela, sino como un relato previo para la elaboración posterior del guion de
la película, un guion que sería firmado por el propio Greene y por Peter Smolka[2].
Y
es que ésta es también la Viena que puede encontrarse uno cuando visita la
ciudad del Danubio, la Viena oscura, invernal, de la posguerra, en la que hasta
los grandes colosos que adornan sus palacios, y que habían logrado sobrevivir
en los años anteriores a los morteros de los aliados, parecen convertirse en
monstruos amenazadores que acechan desde las sombras. Durante la Segunda Guerra
Mundial, un tercio de sus edificios habían sido destruidos, y aunque durante
los años siguientes la ciudad sería reconstruida, adoptando de nuevo la misma
fisonomía propia del imperio que puede apreciarse en la actualidad, esa Viena
de posguerra, la Viena de Greene, de Reed, de Orson Welles, todavía puede
contemplarse en algunas zonas de Wieden, ese barrio que aún se mantiene a la
sombra del Wien, el pequeño afluente que da nombre a la ciudad y que desemboca en
el canal del Danubio, perdido durante buena parte de su recorrido por la ciudad
bajo la extensa calle Mariahilfer; ese mismo río Wien, subterráneo, a cuyas
aguas viene a desembocar todo el alcantarillado de Viena, y que es el escenario
perfecto de las últimas escenas de la película, la mejor película de habla
inglesa de todos los tiempos, según ha sido declarada oficialmente por muchos
expertos en cinematografía.
Los
vieneses, tan enamorados de su ciudad, han creado también para los turistas un
tour que permite visitar la Viena subterránea de “El tercer hombre”, algo que
ni siquiera el propio Orson Welles pudo hacer mientras rodaba la película,
porque no soportaba los olores que emanaban de ese oscuro y húmedo escenario.
Por ello, el actor norteamericano tuvo que ser sustituido, a la hora de rodar
esas últimas escenas, por un actor austriaco, hoy desconocido por casi todos
los amantes de la película.
Sí,
todo eso, y mucho más (Riesenrad, la gigantesca noria del Prater; la Ópera y el
Musikverein; UNO-City, la tercera sede de la Organización de las Naciones Unidas,…)
es Viena, una de las ciudades más hermosas de Europa y de todo el mundo.
[1] Ángeles
Caso, Elisabeth, emperatriz de Austria-Hungría, Editorial Planeta,
Barcelona, 1995.
[2] Greene,
Graham, El tercer hombre, Libros Tauro, xxx.LibrosTauro.com.ar.