No
cabe ninguna duda de que los últimos gobiernos socialistas, la teoría de la ley
de la memoria histórica ha ido dando continuas vueltas de tuerca en la política
del enfrentamiento, de manera que volvemos a reproducir, después de cuarenta
años de reconciliación democrática, esa España bifacial, el eterno mantra de
las dos Espalas. Se trata, por supuesto, de una ley bastante polémica, y ahora,
pocos días después de que el nuevo gobierno haya sido nombrado por fin, con el
apoyo del comunismo y del independentismo, todo parece indicar que esto vaya a
seguir siendo cada vez más acuciante. En realidad, la ley de la memoria
histórica no debería ser tan polémica como lo es; al menos, no lo sería si se
hubiera quedado sólo en sus aspectos menos controvertidos. Nada debería
oponerse a la obligación que todos tenemos de conocer nuestro pasado, siempre y
cuando la aproximación a ese pasado sea real, y primen más los aspectos
puramente historiográficos que los criterios políticos e ideológicos. Nada
debería oponerse a que los familiares de las personas desaparecidas por alguno
de los totalitarismos y de los enfrentamientos ideológicos puedan recuperar a
esos familiares, siempre y cuando las comisiones de la verdad histórica y las
asociaciones que promueven la búsqueda de esos desaparecidos tengan el mismo
trato a todos ellos. Aunque pueda parecer mentira, todavía existen
desaparecidos del bando nacional, cuyos cuerpos nunca han sido encontrados, y
en alguna ocasión se ha echado tierra encima sobre algunos hallazgos cuyos
cuerpos no eran del bando deseado.
La portavoz del grupo socialista en
el Congreso, Adriana Lastra, ha afirmado que el Gobierno va a tipificar como
delito la apología del franquismo, “porque en democracia no se homenajea ni
a dictadores ni a tiranos”. Eso está bien pero, ¿qué sucede cuando los
dictadores y los tiranos son de tu misma cuerda ideológica? En ese caso, ¿sí es
posible homenajearles, porque tus tiranos y tus dictadores son menos tiranos y
dictadores que los otros? El pasado 19 de septiembre, el Parlamento europeo, en
base a los principios universales de los derechos humanos, y a diferentes
resoluciones del Consejo de Europa y de la Declaración de Praga sobre la
Conciencia Europea y el Comunismo, adoptada el 3 de junio de 2008, ya ha
colocado, por fin, al mismo nivel criminal y sanguina al nazismo y al comunismo
(Resolución 2019/2819 RSP). No se trata, desde luego, de blanquear al primero,
cuyo holocausto no sólo contra los judíos, sino también contra otras minorías
étnicas y nacionales, nadie pone en duda. Desde luego, se trata de la más
terrible de cuantas ideologías han existido en el mundo. O al menos una de las
más terribles, porque las más recientes investigaciones realizadas por los historiadores
independientes, alejados ya de las tesis promarxistas de los años sesenta y
setenta, ha acercado a los amantes de la historia, de esa historia sin
ideologías que es la que debe primar, la cifras reales de la tragedia provocada
por el comunismo, cifras que en realidad no son tan diferentes, si acaso no las
superan, de las del propio nazismo.
Sin
embargo, todavía en los tiempos actuales existe una diferencia bastante clara
entre ambas ideologías: mientras que a nadie en su sano juicio se le ocurre (o
a casi nadie) defender al nazismo, por más que la extrema derecha esté en los
últimos años avanzando de nuevo (quizá la propia izquierda debería hacerse
mirar por qué ocurre esto, qué parte de culpa tiene ella en el proceso), y
ningún gobierno actual se declare fascista, el comunismo cuanta todavía con un
número importante de adeptos, que incluso consideran un insulto cuando alguien
les hace ver la realidad de su propia tragedia, y algunos gobiernos actuales se
declaran y son profundamente comunistas: China, Corea del Norte, Venezuela,
Cuba, Nicaragua, Bolivia hasta hace muy poco tiempo,…) Incluso la propia Rusia,
de la que no se puede decir que completara su perestroika, ese gran avance de
la humanidad que no ha sido aún valorado como se merece, lleva un tiempo
retrocediendo a posiciones anteriores a la época de Mijail Gorbachov.
Richard
Pipes, historiador polaco-nortemaricano que fue director del Russian Research
Center de la Universidad de Harvard, es seguramente quien mejor conoce la
realidad de la revolución rusa de 1917, no sólo como historiador, sino también
por haberla vivido en primera persona: había nacido en 12923 en Cieszyn, en el voivodato
de Silesia, una región que había pertenecido al dominio austriaco de los
Habsburgo hasta algunos años antes, y después de la destrucción del imperio,
fue dividida en 1920 entre los estados de Checoeslovaquia y la nueva república
polaca. Bien es verdad que otro historiador estadounidense, de origen inglés, Alexander
Rabinowitch, le acusó de partidista, y de organizar en su obra una cruzada
contra Lenin y contra el comunismo, pero lo cierto es que la ingente
documentación manejada por él es abrumadora, y que las cifras están ahí: los
primeros años de la revolución socialista en la Unión Soviética provocaron más
muertes que toda la represión zarista en toda la última centuria. Sólo a modo
de ejemplo, si hacemos caso de Donald Rayfield, georgiano de nacimiento,
profesor emérito de Universidad de Londres, Bela Kun, un comunista húngaro al
servicio soviético, y con la aprobación del propio Lenin, habría hecho
ejecutar, a manos de los anarquistas del Ejército Negro de Ucrania, a un total de cincuenta mil prisioneros de guerra
rusoblancos.
Y
el comunismo no se quedó sólo en esos primeros años de revolución; ni siquiera,
se quedó en la frontera de la nueva Unión Soviética. La represión soviética se
hizo todavía más patente en tiempos de Stalin. Entre los años 1937 y 1938, el
dirigente soviético llevó a cabo una purga entre las minorías étnicas que
habitaban la Unión Soviética, y entre multitud de personas que ni siquiera
tenían una filiación política clara, e incluso entre los propios miembros del
Partido Comunista de la Unión Soviética, cuyo numero oscila, entre las
distintas fuentes, entre los entra de setecientas mil personas y alrededor de
los dos millones de represaliados. Algo parecido ocurrió también en otros
países del círculo soviético, antes y después de la Segunda Guerra Mundial.
Incluso en la lejana España, durante la Guerra Civil, la mano de Stalin estuvo
siempre presente en el bando republicano, hasta el punto de que una de las
causas de que el gobierno republicano hubiera perdido la guerra, fue
precisamente esa guerra civil interna que se llevó a cabo en el seno del propio
bando durante los últimos años del conflicto.
La
Resolución
2019/2819 del Parlamento europeo cita como una de las causas definitivas de la
Segunda Guerra Mundial, la más terrorífica de cuantas asolaron Europa, y no
sólo Europa durante el trágico siglo XX, el tratado de no agresión mutua entre
la Alemania nazi y la Unión Soviética comunista, el famoso pacto
Molotov-Ribbentrop, denominado así por los nombres de las personas que firmaron
dicho pacto en representación de sus gobiernos respectivos, el 23 de agosto de
1939. El pacto tenía un fin concreto: el reparto de toda Europa entre estos dos
países totalitarios. Es cierto que poco tiempo después, ambos países se
enfrentaron entre sí, precisamente por las desavenencias en el reparto de Polonia,
pero ya no había marcha atrás en un enfrentamiento que iba a causar varios
millones de muertes, tanto entre los ejércitos combatientes en el conflicto
como en la población civil.
La
resolución, de momento, no es vinculante, es cierto, pero un país democrático
como España debería tenerla en cuenta; al menos, si de verdad queremos seguir
avanzando en la democracia y en el espíritu conciliador que debería tener
cualquier país civilizado. Para comprender mejor el verdadero sentido de la
misma, se adjunta a continuación el enlace con el acceso al texto completo de
la resolución.