¿Qué
es Europa, más allá de ese conjunto de países, ese extenso pedazo de tierra
rodeado por el mar por casi todo su perímetro, una de esas cinco partes en las
que se ha dividido el conjunto de la esfera terrestre que no se halla cubierta
por una masa de agua salada, y que recibe la denominación de continente? Me
estoy refiriendo a Europa como concepto histórico y político, como un conjunto
de naciones que comparten entre sí un pasado común, más allá también de las
singularidades propias de cada uno de ellos. Porque no cabe duda de que la
historia de los países europeos ha condicionado el presente, y no cabe duda de
que seguirá condicionando su futuro, de todo el continente, mucho más que ese
proyecto político común que en los últimos tiempos se encuentra en una fuerte
crisis, por culpa de un brexit que sus impulsores no han sabido adivinar en
todas sus consecuencias.
A
esta pregunta que nos hacemos, y a algunas otras relacionadas con ella, es a lo
que ha intentado responder en uno de sus libros el historiador británico John
Stoye, profesor y tutor de Historia Moderna en el Magdalen College de la
Universidad de Oxford durante buena parte de la segunda mitad del siglo
XX. El libro, “El despliegue de Europa,
1648-1688”, que se ha convertido en un
clásico y cuenta con diversas ediciones, tanto en inglés como en español,
incide en un hecho que para el autor es clave: Europa, tal y como hoy la
conocemos, es fruto de la segunda mitad del siglo XVII, periodo histórico en el
que nació como una realidad política a partir de una serie de guerras y
tratados de paz, que fueron conformando las generalidades y las
particularidades de cada uno de los países que la forman. Algunos de esos
países han sido foco usual de estudio de los investigadores europeos:
Inglaterra, Italia, Alemania, Francia, incluso España, propietaria todavía de
un imperio moribundo, pero en el que aún no se ponía el sol; Francia sobre
todo, esa Francia borbónica que ya se había convertido en la mayor potencia del
mundo, y a la que el autor dedica una parte importante del texto, como no podía
ser de otra forma. Otros han sido normalmente olvidados por la mayor parte de
los historiadores, excepto por los historiadores y escritores locales,
originarios de esos mismos países. Y no me estoy refiriendo sólo a los grandes
imperios ruso o austro-húngaro, sino también a esos pequeños países y naciones
que han sido poco favorecidos por la historia, y cuyas fronteras han sido
repetidamente modificadas, cambiadas de sitio una y otra vez en virtud de
pactos a los que, usualmente, sus propios habitantes siempre fueron ajenos:
polacos, ucranianos, serbios, croatas, rumanos,… Toldos, absolutamente todos
ellos, forman parte también de esa Europa como realidad histórica y política.
La
Europa del siglo XVII, la que presenta Stoye en su libro, es una Europa
demasiado convulsa, pero es que son normalmente los periodos más convulsos de
la historia los que ayudan más a comprendernos a nosotros mismos. En todos los
países se produjeron en este periodo de tiempo movimientos revolucionarios,
internos y externos, que en muchos ocasiones fueron los antecedentes de esos
movimientos nacionalistas que van a caracterizar también a otro periodo
convulso de la historia de Europa: el siglo XIX. Por otra parte, tampoco se
pueden soslayar los numerosos avances científicos que tuvieron lugar a lo largo
de toda la centuria, y que también ayudaron a conformar esa Europa moderna, la
Europa de las nacionalidades, una Europa que a finales de siglo, cuando se
cierra el libro de Stoyes, ya estaba plenamente consolidada, a pesar de los
grandes interrogantes que en ese momento se abrían ante cualquier europeo que
tuviera el más mínimo sentido histórico. Ahí, en la plena consolidación de la
realidad europea, es en donde se deben juzgar las palabras con las que el
historiador inglés pone punto final al libro aludido:
“En
1685 nadie dudaba de la clara ascendencia del gobierno de Luis XIV en
Occidente. Sus recientes victorias eran causa y consecuencia de ella, y el
equilibrio de poder estaba inclinado, evidentemente, en favor suyo. Pero la
complejidad de las condiciones políticas eran de tal género, que la
restauración de un equilibrio más equitativo, tenida por los franceses y
deseada por sus adversarios, dependía de cuatro cuestiones. Cada una de ellas
era un asunto regional. Y cada una de ellas tenía amplias y lejanas
implicaciones. La primera consistía en la nueva dominación francesa, asegurada
en 1678 y mejorada en 1684, sobre la zona comprendida entre la antigua Francia
y el Rin: ¿podía considerarse permanente? La segunda era la guerra turca:
¿cuánto duraría? La tercera consistía en la nueva monarquía católica, pero sin
un heredero católico, en Inglaterra, Escocia e Irlanda: ¿cuánto viviría Jacobo
II, y destruiría la tradición anglicana antes de morir? La cuarta era una
intensa lucha de poder en la Alemania septentrional: ¿compensarían los daneses
sus recientes pérdidas mediante un avance en Alemania, y cómo actuaría su
impaciencia sobre Brandemburgo, sobre Suecia y sobre los príncipes de
Brunswick?”
Estas cuatro cuestiones, como afirma Stoyes,
eran cuestiones locales, pero su resolución final afectaría, sin duda alguna, a
todo el continente europeo.
Y
si la segunda mitad del siglo XVII fue trascendental para el concepto de
Europa, no lo sería menos el periodo de tiempo comprendido entre los años
intermedios del siglo XIX y el final de la Primera Guerra Mundial, los años que
se corresponden efectivamente con el auge y la caída de los grandes imperios
centrales, especialmente el imperio austrohúngaro. Es precisamente esta época,
los años de entre siglos, y este espacio geográfico concreto, el moribundo
imperio de los Habsburgo, el que abarca este otro libro que también vamos a
analizar, como si se trataran de dos textos complementarios; y de alguna manera
lo son: “Réquiem por un imperio difunto. Historia de la destrucción de
Austria-Hungría” Su autor, François Fetjö, es un periodista y politólogo
francés, de origen húngaro y judío, que vivió de manera cercana, a través de su
familia esos años, también convulsos, que terminaron de conformar la realidad
europea del siglo XX, una realidad un tanto artificial, es cierto, que se
desarrollaría como tal a partir del tratado de Versalles.
Y
digo una realidad artificial, fallida, porque esa realidad política que se creó
en Versalles después de la Primera Guerra Mundial, era del todo ajena a la
realidad nacional y nacionalista de varios millones de europeos, al crearse
diferentes países nuevos, tan artificiales como la realidad política, y al
dividirse naciones a un lado y otro de las nuevas fronteras. Todo ello daría
origen a nuevos enfrentamientos, nuevos conflictos bélicos dolorosos, incluida,
al menos en parte, la propia Segunda Guerra Mundial. De esta manera nacería una
nueva Europa, la de todo el siglo XX, la Europa dividida entre dos mundos por
la guerra fría y el llamado telón de acero. En efecto, serían los nacionalismos
los que, al menos en parte, determinaron el final del imperio, y fueron también
los nacionalismos los que determinaron, en los años siguientes, el final del
comunismo.
Si
en 1688, el año en el que finaliza el relato de Stoye, se abrían diferentes
interrogantes a los que la historia posterior, como no podía ser de otra forma,
se encargaría de responder, esta nueva Europa de entre siglos (entre siglos
también, como en el caso anterior, pero ahora camino de ese siglo XXI que
empieza a alcanzar su madurez), la Europa posterior a la caída del muro de
Berlín y el nuevo tratado de Maastricht, la Europa del brexit y del resurgir de
los nacionalismos, abre también nuevas perspectivas históricas y políticas. A
nosotros, como europeos que somos, nos corresponde decidir cuál es la Europa
que queremos: la Europa del brexit o la de Maastricht, la Europa como casa
común, o la de las múltiples nacionalidades enfrentadas entre sí. La historia,
como siempre sucede, será el denominador común de los que suceda en los próximo
años, y de unos hechos de los que nosotros seremos los únicos protagonistas y
actores.
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