El
homicidio de George Floyd, un hombre negro, a manos de un policía blanco en
Minneapolis (Estados Unidos), a finales de mayo, ha creado una ola de
indignación no sólo en el país norteamericano, sino también por todo el mundo.
Y no sólo de indignación, que de haberse quedado en eso no estaríamos hablando
ahora de esto. También de violencia, una violencia inusitada, que no se
recordaba desde la muerte, en los años sesenta del siglo pasado del activista
Martin Luther King. La muerte de Floyd es, desde luego, un crimen, y eso nadie
puede ponerlo en duda, y como crimen debe ser tratado en los tribunales de
Estados Unidos; pero ese crimen no debe justificar tampoco la ola de violencia
que en estas últimas semanas está inundando las calles de innumerables ciudades
americanas y europeas, porque, al amparo de esa violencia que se quiere vestir
de justicia antirracista, se está cometiendo nuevos crímenes contra miles de
seres humanos que, sean blancos o negros, pobres o propietarios de los
comercios asaltados, y también policías, desde luego, algunos de ellos negros,
también como el propio Floyd, son, al final, tan inocentes como éste.
No quiero hablar en esta entrada,
sin embargo, de esa violencia desatada contra otros seres humanos, sino de la
violencia que también se ha dado contra los monumentos del pasado, de eso que
podríamos llamar estatuafobia; no, desde luego, porque ésta violencia sea más
importante que la otra, porque siempre será más dolorosa la violencia que se
realiza contra los seres humanos que la que se realiza contra las cosas, por
mucho que éstas, las cosas, sean monumentos o símbolos del pasado. Sin embargo,
cuando la violencia se hace contra los restos materiales que simbolizan hechos
o personajes del pasado, esa violencia está de alguna medida relacionada con la
historia, y este blog es precisamente un blog de historia. Éste, y no otro, es
el único motivo que me obliga a hablar de esta estatuafobia.
Esta ola de furia ha afectado a
decenas y a decenas de estatuas en todo el mundo. Empezaron en Estados Unidos y
en algunas ciudades inglesas, donde se derribaron y se decapitaron estatuas de
algunos comerciantes ingleses, que se enriquecieron con el comercio de
esclavos. En Bristol (Reino Unido), centenares de personas arrojaron al río Avon
la estatua de Edward Colston, un alto cargo de la Royal African Company a
finales del siglo XVII, que envió a la esclavitud en Norteamérica y el Caribe a
cientos de miles de personas de África occidental. El hecho de que el personaje
en cuestión hubiera sido un famoso esclavista podría justificar, en cierto
modo, la retirada de la estatua, aunque nunca la forma en la que se hizo esta
retirada. Y de ningún modo, el hecho podría justificar los sucesos que se
desencadenaron más tarde, a veces por medio de la acción popular de los
activista incontrolados, a veces, incluso, alentados desde decisiones de
gobierno de los propios municipios en los que dichas esculturas estaban
enclavadas.
En Bournemouth, también en el Reino
Unido, las autoridades de la ciudad tenían previsto retirar la escultura de Robert
Baden-Powell, fundador del movimiento scout, para evitar que corriera la misma
suerte que la de Colston, aunque decenas de personas evitaron que esto
sucediera. En Londres se retiró también la estatua de Robert Milligan, cuya
familia era propietaria de plantaciones de azúcar en la isla de Jamaica, que se
encontraba en el distrito londinense de Docklands. Y por lo que respecta a la
Universidad de Liverpool, ésta anunció que iba a rebautizar un edificio que
actualmente lleva el nombre del ex primer ministro William Gladstone, debido a
sus vínculos con la trata de esclavos. En la Universidad de Oxford existe un
movimiento social que tiene por objeto bajar de su pedestal la estatua dedicada
en plena High Street a Cecil Rhodes, quien hizo parte de su fortuna con las
minas de diamantes sudafricanas, pero que también fue uno de los benefactores
del Oriel College de la universidad.
Nadie,
o muy pocos se libra de esta estatuafobia, hasta el punto de que hasta la
imagen de Churchill, primer ministro inglés y uno de los grandes adalides de la
democracia inglesa en el siglo XX, ha tenido que ser custodiada por las
autoridades londinenses para evitar que pudiera correr con la mismo suerte. Y
en Portland, el 19 de junio, precisamente el día en el que en Estados Unidos se
celebra el Linday, en que se conmemora el día en el que se proclamó la Ley de
Emancipación por la cual Abraham Lincoln abolió la esclavitud en el país
norteamericano, los “antifascistas” de izquierdas arrancaron la estatua de
George Washington, el primer presidente del país, y quemaron su cabeza.
En España, igual que en Estados
Unidos, los ataques van dirigidos, sobre todo, a las estatuas de Colón y de
otros personajes relacionados con el descubrimiento, la conquista y la
cristianización de América, alentada principalmente por Podemos y otros
partidos de la extrema izquierda. Sobre la imagen de Cristóbal Colón se volcaron
también los vándalos en Richmond (Virginia) y en Miami (Florida) para derribarla,
y hasta en Barcelona se ha temido, y se teme todavía, que se ataque la
escultura del almirante genovés, destrozando de esta forma una de las postales
que mejor identifican a la ciudad catalana. Así, los activistas norteamericanos
vandalizaron la estatua del misionero mallorquín fray Junípero Serra que se
hallaba en el Golden Gate Park, y ni siquiera en su tierra de origen, se pudo
librar éste de otros ataques: también las esculturas que tiene dedicadas el
franciscano en Palma de Mallorca y en Petra, su localidad natal, también en la
isla mallorquina fueron atacadas, y si la primera amaneció con pintadas, la
segunda apareció también con una bolsa de plástico en la cabeza. Cervantes
tampoco ha salido bien librado, y algunas esculturas del genial escritor
castellano han amanecido durante estos días con pintadas alusivas a no se sabe
bien qué. Porque a Cervantes, que fue hecho prisionero por los turcos en Argel,
fue en realidad, durante toda su vida, un adalid en defensa de la libertad, tal
y como pone muchas veces en boca de su personaje universal, Don Quijote de la
Mancha. Y en Marin City (California), la estatuafobia también ha atacado a un
enemigo histórico de España.
Una de las premisas básicas de todo
conocimiento histórico es que ningún hecho o personaje del pasado puede ni debe
juzgarse con una perspectiva actual, porque eso sería caer en el anacronismo.
Desde luego, estamos cayendo en un sinsentido, en el que todo se juzga de
acuerdo con una falta de perspectiva histórica. ¿Qué ocurriría si en España,
por ejemplo, alguien decidiera derribar las estatuas de Augusto o de algún otro
de esos emperadores romanos que, entre los siglos I y IV principalmente, fueron
dueños de gran parte del mundo? ¿Qué sucedería si, entre todos, decidiéramos
derribar el acueducto de Segovia o el teatro y el anfiteatro de Mérida? “Aquellos
imperialistas romanos -dirían algunos- sometieron a los pobres iberos que
entonces vivían en España, y les redujeron a la esclavitud, y por eso hay que
acabar con todos los recuerdos que nos dejaron en España.” En parte tendrían
razón, y sin embargo, aquellos imperialistas romanos fueron los que desarrollaron
una cultura diferente, una cultura que terminó por convertirse en uno de los
pilares básicos en los que se asienta la civilización moderna.
Lo mismo sucede con el tema de la
hispanización y cristianización del continente americano. Dejando aparte el
polémico asunto de la prohibición por parte de la reina Isabel de esclavizar a
los indígenas; dejando aparte también el hecho de hasta qué punto las
poblaciones indígenas se redujeron a partir del siglo XVI por los crímenes de
los españoles o por una mortandad normal debido a la irrupción de enfermedades de
las que estos no estaban protegidos; dejando aparte, incluso, los temas
relativos a las leyes que firmaron en España los sucesivos monarcas, mucho más
proteccionistas con los amerindios que las que decretaron otros gobiernos sobre
los habitantes de sus colonias, hay una cosa que si hay que dejar claro: la
población actual indígena de los países de habla española es mucho más
importante, en términos absolutos y en términos relativos, que la de los países
que estuvieron en manos de otros gobiernos europeos. La población indígena de
Estados Unidos, por ejemplo, es muy escasa, y la mayor parte vive todavía en
reservas en los estados del centro-oeste. ¿Y cuántos maorís puros viven todavía
en Nueva Zelanda o en Australia?
Si
nos remitimos otra vez a Estados Unidos, hay que recordar una frase del general
George Armstrong Custer, el gran héroe de la batalla de Little Big Horn: “El
único indio bueno es el indio muerto.” Sin embargo, su escultura ecuestre en
Monroe (Michigan) nadie la ha tocado, quizá porque se trata de un gran héroe de
la historia americana, o quien sabe por qué razón, si hasta el propia Washington,
como hemos visto, se ha visto afectado por los ataques de este movimiento Black
Lives Matter. Custer, en el momento de su muerte en la famosa batalla contra
los sioux, no era ni siquiera general, porque había sido degradado a capitán
después de la Guerra de la Secesión, y ascendido en los años siguientes hasta
el rango de teniente coronel, mandaba el séptimo regimiento de caballería
cuando se vio rodeado por los hombres de Tatanka Iyotanka (Sitting Bull, Toro
Sentado) y Tasunka Witko (Crazy Horse, Caballo Loco).
“La
verdad os hará libres”, dijo Jesús a sus discípulos, y al resto de los hebreos.
El gran pecado de la sociedad actual, o al menos uno de ellos, quizá sea no
conocer la historia, renunciar a ese pasado que nos conforma como sociedad, con
sus aciertos y sus errores. Para ello, la historia debe renunciar a todo tipo
de manipulación política o ideológica, algo difícil, casi imposible de
conseguir. Pero los historiadores tenemos que cumplir con nuestro compromiso de
independencia intelectual de cara a la sociedad en la que nos ha tocado vivir.