Tengo
que reconocer que no han sido muchas las ocasiones en las que una película de
cine o una serie de televisión han sido recogidas por mí en este blog, en forma
de entrada; en realidad, esas ocasiones han sido prácticamente inexistentes,
más allá de alguna consideración sobre la serie televisiva que, hace algunos
meses, puso otra vez de actualidad la olvidada figura de la conquistadora
extremeña Inés Suárez, que, en realidad, era más bien una excusa para comentar
la novela homónima de Isabel Allende. Las razones de que eso sea así pueden ser
varias. Unas internas, relacionadas sobre todo con cuáles han sido siempre mis
intereses culturales, más cercanos a la literatura que a la cinematografía;
otras externas: considero que para el creador es más fácil sentirse cerca de la
historia real cuando escribe una novela que cuando dirige una película, porque
mientras la lectura es un acto pausado, en el que el lector se abandona en sí
mismo y en la narración, el director de cine se ve muchas veces captado por la
necesidad del espectáculo y, siempre, de dotar a la película de una carga
emotiva que muchas veces está alejada, o parece estarlo, de la realidad
histórica que intenta mostrar al espectador. Y si esto sucede en la historia en
general, mucho más sucede cuando la temática de la película está relacionada
con la arqueología, un mundo tan opuesto en realidad a esos relatos que, al
estilo de las sagas de Indiana Jones o de Tomb Raider, no son en realidad más
que relatos épicos sobre búsquedas de tesoros inexistentes o perdidos entre la
bruma de la leyenda.
Por
ello me ha emocionado tanto una película como “The Dig”, estrenada en España
como “La excavación”, una película inglesa que ha sido dirigida por Simon
Stone, y que está basada en la novela homónima de John Preston. La película ha
sido estrenada hace apenas dos semanas por la plataforma de pago Netflix, y en
este escaso tiempo, ha cosechado un enorme éxito, hasta el punto de que ya ha
empezado a sonar su título en las quinielas para los Oscar de este año. La
película relata de una manera bastante fiel, la excavación que, a finales de
los años treinta del siglo pasado, cuando estaba a punto de estallar la Segunda
Guerra Mundial, permitió el hallazgo de un importante barco funerario en Sutton
Hoo, en el condado de Suffolk, en la costa este de Inglaterra. Se trata de una
película, a mi juicio, excelente, pero no es por este motivo, por el que quiero
traerla esta semana a este blog. A fin de cuentas, ni este blog trata sobre
cine, ni yo soy un crítico cinematográfico. Lo que realmente me interesa aquí
es acercar a los lectores una excavación arqueológica poco conocida para el
público en general, pero que en su momento constituyó todo un hallazgo, uno de
los grandes descubrimientos de la arqueología británica en el periodo de
entreguerras, que permitió que los llamados en la historia de Inglaterra “años
oscuros”, no fueran ya tan oscuros para los historiadores.
Un tesoro en sí mismo, por el valor de los objetos descubiertos, pero mucho más por lo que representaba, al permitir conocer muchas cosas del pasado de Inglaterra en una etapa que hasta entonces era, como se ha dicho, casi completamente desconocida. Y es que el descubrimiento del barco funerario vino a dar la razón a aquel arqueólogo casi aficionado: los restos no pertenecían a la época vikinga, sino que eran a las invasiones de los escandinavos en, al menos, cuatrocientos años. Pertenecían a lo que los historiadores conocen con el nombre de “edad oscura”, es decir, el periodo que va desde la caída del imperio romano de las islas hasta las invasiones vikingas y normandas, una etapa difícil para sobrevivir, caracterizada por las continuas luchas entre las diferentes tribus que habitaban Inglaterra, y especialmente entre los anglos y los sajones. Ambos, procedentes del continente, invadieron casi al mismo tiempo las islas cuando las abandonaron los romanos, sumidos ya en una fuerte crisis que terminaría por hacer desaparecer el imperio, y juntos, al unirse entre sí, terminarían por formar un pueblo nuevo, el anglosajón, germen de los británicos de hoy en día.
Tengo que
reconocer que no he leído la novela, pero teniendo en cuenta cómo es la
película, puedo comprender que tanto ésta como aquélla reflejan de una manera
bastante acertada la realidad en la que se produjo este importante
descubrimiento. Desde luego, reflejan fielmente a los dos protagonistas de la
historia, la rica terrateniente y el hábil arqueólogo, trabajador incansable,
un tanto huraño. Edith Pretty falleció poco tiempo después de producirse el
descubrimiento, en diciembre de 1942, después de sufrir un derrame cerebral
provocado por esa misma enfermedad que va consumiendo su organismo conforme
avanza la película. Y con respecto al científico, Basil Brown, éste había
realizado sus estudios de forma autodidacta, y antes de llegar a Sutton Hoo,
había realizado ya algunos descubrimientos interesantes en la misma comarca de
Suffolk, y trabajaba como arqueólogo externo y colaborador para el museo de
Ipswich. El descubrimiento de Sutton Hoo, no le catapultó a la fama; no, al
menos, como para dejar de ser considerado como un colaborador externo, menor,
del citado museo, pero sí le permitió pasar de algún modo a la historia de la
arqueología inglesa. En 1969, ocho años después de haber dejado de colaborar
para el museo, sufrió un ataque al corazón en plena excavación, en Broom Hills,
donde había hallado restos neolíticos y romanos, que le obligó a poner fin a su
carrera como arqueólogo en activo. Falleció en marzo de 1977, y aunque nunca
publicó nada sobre sus trabajos científicos, su contribución a la historia de
la arqueología inglesa no se puede poner en duda, no ya por el descubrimiento
que hizo en Sutton Hoo, sino también por la gran cantidad de material inédito
que dejó a su fallecimiento, una gran cantidad de cuadernos manuscritos que
incluyen planos, fotografías y dibujos de sus excavaciones.
¿Qué pasó con
el resto de los arqueólogos que trabajaron en la excavación? Ellos eran los
científicos profesionales, es cierto, pero en realidad la historia apenas ha
dejado memoria de ellos; tampoco la historia de la arqueología británica. De
Charles W. Phillips (Ken Stott), realmente más un funcionario del Museo
Británico que un arqueólogo de verdad, al menos por su manera de comportarse,
apenas se conoce ningún otro trabajo suyo de verdadera importancia. Menos aún
es lo que se conoce de Stuart Piggott (Ben Chaplin), el arqueólogo narcisista y
homosexual, que llega a la excavación en compañía de su esposa. Sólo ésta,
Peggy Piggott (Lily James), ha logrado pasar por méritos propios a la historia
de la arqueología británica, aunque más con su nombre de soltera: Cecily
Margaret Guido. ¿El motivo? La arqueóloga se separó de su marido algún tiempo
después, algo que en absoluto le puede parecer extraño al que haya visto la
película, de manera que hasta esa trama romántica de la película, la relación
amorosa que mantiene con Rory Lomax (Johnny Flynn), el primo de la dueña de las
tierras, que trabaja en la excavación como fotógrafo, puede tener también una
base real, aunque remota. La auténtica Peggy, por otra parte, terminó por
convertirse en una reputada arqueóloga, especialista sobre todo en la
prehistoria inglesa, con múltiples estudios y trabajos publicados, unos bajo el
nombre de Peggy Piggott, los primeros, y otros bajo el nombre de Margaret
Guido, los últimos. Falleció en septiembre de 1994.
La excavación de Sutton Hoo, como hemos dicho, es uno de los más importantes descubrimientos de la arqueología inglesa. Después de unos meses prometedores, pero poco eficaces en cuanto a descubrimientos de verdadero interés, la sorpresa llegaría en 1939, cuando pudo ser excavado en su totalidad uno de los túmulos y se encontró bajo la tierra los restos de un barco de veinticuatro metros de eslora y, junto a las tablas carcomidas, un tesoro formado por monedas de oro y objetos de plata y otros metales. Los objetos encontrados pudieron documentar algo que en ese momento todavía no se sabía: que los antiguos anglos, cultura a la que pertenecía el barco, conocían el comercio. En efecto, entre esos objetos se encontró un hermoso casco y un escudo que, por el estilo, debieron haber sido construidos en Suecia o, al menos, por un armero sueco. También se encontró una hebilla de cinturón, que procedía probablemente de la Burgundia francesa, y otros elementos demostraban la existencia también de un comercio más lejano, con Bizancio y con Egipto.
En la excavación no se encontraron restos humanos, pero los análisis que en 1961 se hicieron a las tierras en las que se había producido el descubrimiento, y sobre todo la gran cantidad de fosfatos que existen en ellas, demostraron que allí alguna vez había existido un cadáver, muy probablemente humano, que se había descompuesto por completo debido a las condiciones del suelo en el que se hallaba el barco, extremadamente ácidas. Y otra de las preguntas que en aquel momento se hicieron los científicos es la referente al personaje que pudo haber sido enterrado en aquel túmulo funerario, y que con mucha probabilidad, por la riqueza del tesoro encontrado y por la fecha de acuñación de las monedas merovingias, debía corresponder a alguno de los reyes anglos del siglo XII, probablemente Redvaldo o Eorpwald de Estanglia.
Una vez desenterrado
por completo el tesoro, se suscitó un importante litigio entre Edith Pretty y
el Museo Británico, con el fin de dilucidar a quién debía corresponder la
propiedad de todos los objetos encontrados. Las leyes británicas son, en este
sentido, muy diferentes a las españolas, y la justicia determinó que la
verdadera propietaria de estos debía ser la dueña de los terrenos en los que se
había hecho el descubrimiento. Sin embargo, poco tiempo después, Edith Pretty
donó todos los objetos al propio Museo Británico, muchos de los cuales forman
parte todavía de la colección permanente que se haya expuesta en sus vitrinas,
accesibles para el público en general y para su estudio por parte de los
especialistas. En reconocimiento de este hecho, la antigua propietaria del
tesoro fue condecorada por el primer ministro inglés, Winston Churchill con la Orden
del Imperio Británico, que ella, sin embargo, rechazó.
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