domingo, 24 de abril de 2022

Un libro de Antonio Pérez Valero sobre la historia de la Semana Santa de Cuenca

Después de un largo descanso de casi un mes, provocado por el desarrollo de la Semana Santa, y de los necesarios preparativos previos, volvemos a recuperar la actividad propia de este blog, y quizá la mejor forma de hacerlo sea hablando precisamente de esa Semana Santa de Cuenca, que tan importante es para la mayor parte de los conquenses, también desde el punto de vista de la historia. Precisamente, quiero aprovechar esta tribuna, y este momento del año, en el que todavía resuenan en las calles conquenses el firme sonido de las horquillas de los banceros, para comentar un libro que vio la luz hace algunos meses, pero que es ahora cuando su lectura cobra todo su sentido. Se trata del texto que, bajo el título de “Apuntes para la historia nazarena conquense”, ha sido escrito por Antonio Pérez Valero, y publicado en dos volúmenes por la Excelentísima Diputación de Cuenca. Un libro necesario, pues aunque no se trata realmente de una historia de nuestra Semana Santa, en términos de una historia global, es decir, como un estudio completo y sincrético de la celebración, más allá de la usual, en estos casos, separación esquemática en procesiones y hermandades, y teniendo en cuenta, además, el papel que nuestra Semana Santa juega en el conjunto de celebraciones similares a la nuestra en otros puntos de la geografía nacional, o incluso universal, sí es importante por la ingente labor documental y de cribado de archivos que el autor ha realizado, tanto en las propias colecciones documentales de las propias hermandades -libros de actas, libros de cuentas, correspondencia diversa, …- o de la Junta de Cofradías, como en los diferentes archivos públicos con los que cuenta nuestra ciudad.

            En este sentido, tenemos que decir que, aunque la historia de nuestra Semana Santa sigue sin hacer, al menos desde el punto de vista de la historiografía “profesional”, estudiando la celebración dentro de un ámbito espacial y cronológico que marca su desarrollo en cada momento del pasado, labor que, por otra parte, requeriría para un mejor resultado de una auténtica labor de equipo por la magnitud de sus objetivos estudiables, éste es el acercamiento más plural que en los últimos años se ha hecho a este tema. Por otra parte, la estructura del libro, trabajando cada hermandad de manera separada, sin demasiada comunicación entre los diferentes capítulos, o con la propia realidad histórica de la ciudad o del país en cada periodo, ello no resta un ápice de interés a su lectura; sobre todo, queremos resaltarlo una vez más, por la gran cantidad de datos que nos proporciona, datos que, por otra parte, y al contrario de lo que viene siendo costumbre en otros libros similares anteriores, vienen acompañados de las correspondientes y necesarias citas a pie de página. Todo ello, por otra parte, facilita la futura labor de otros investigadores.

         

Dicho esto, hay que señalar aquí algunos, escasos, errores de interpretación, que también aparecen en el texto. Y es que ésta, la acertada interpretación de los documentos consultados, es otra de las características que debe tener el trabajo de todo buen investigador. Y por ello, es importante, también, el conocimiento preciso de todos los aspectos -cronológicos, espaciales, políticos, sociales, …-, que pueden haber influido en el hecho investigado. Estudiar la Semana Santa de Cuenca, como si ésta fuera una isla, ajena a otras celebraciones similares en el resto de España, o a los propios condicionamientos políticos y sociales que se fueron dando en cada momento, tanto en Cuenca como fuera de nuestra ciudad, supone siempre un conocimiento parcial de la misma. Por ello, porque la lectura del texto de Pérez Valero, a pesar del enorme interés del libro, supondría también un conocimiento parcial de la Semana Santa de Cuenca, y sin pretender hacer una crítica total al libro, es por lo que me he decidido a escribir este artículo. Sin embargo, antes de insistir en estos que, a mi juicio, sólo son errores de interpretación, quisiera mencionar aquí, por alusiones, dos aspectos concretos de cuantos se tratan en el libro: la cuestión de cuál fue la primera procesión una vez terminada la Guerra Civil, la del Jesús Nazareno de Sisante, si se produjo ésta el Miércoles Santo de 1939 o el de 1940; y el de la autoría real de las imágenes conquenses atribuidas a José Rabasa, y en concreto, la de la Virgen del Amparo.

            Respecto al primero de estos dos asuntos, el de la procesión de la imagen de Luisa Roldán, y aunque es cierto que en uno de mis primeros libros sobre la Semana Santa de Cuenca, el que dediqué a la hermandad del Paso del Huerto, siguiendo a Luis Calvo y en base a la escasa documentación existente en aquellos momentos, afirmaba que dicha procesión se había celebrado en el año 1939, la aparición de otros trabajos posteriores, y sobre todo el tantas veces citado artículo de Ramón Pérez Tornero y Carlos Julián Martínez Soria, ya dejo claro que dicha procesión no se celebraría hasta el Miércoles Santo del año siguiente. Yo mismo corregí ya aquella primera impresión en otros trabajos posteriores, que el autor del libro parece desconocer, tal y como se desprende de la crítica que se me hace. Basta, como prueba de ello, lo que escribí en la posterior monografía, que dediqué a la hermandad de Nuestra Señor de la Amargura con San Juan Apóstol: “ Mucho se ha hablado respecto a si fue en 1939 o en 1940 cuando pudo salir en procesión la talla de Jesús Nazareno, obra de Luisa Roldán, que se venera en el convento de las clarisas de Sisante. Luis Calvo defendía la primera de las fechas, basándose sobre todo en un texto bastante posterior, que sería publicado en el diario Ofensiva, en 1958. Sin embargo, sólo con atender a la lógica se puede llegar a pensar que aquello era, en la situación en la que España estaba entonces sumida, algo prácticamente imposible. Hay que tener en cuenta que sólo unos pocos días después de que las tropas nacionales entraran en Cuenca, era ya Viernes de Dolores, y que además todos los camiones de la provincia habían sido requisados durante el conflicto para el servicio de un ejército o de otro. Fueron, no obstante, Carlos Julián Martínez Soria y Ramón Pérez Tornero, los que transformaron definitivamente aquella presunción sin pruebas en una realidad plenamente documentada.”

            Por otra parte, Pérez Valero, en el capítulo que el autor dedica a la hermandad de la Virgen de la Amargura, afirma lo siguiente: “Queda la hermandad reducida a la nada como consecuencia del conflicto bélico de 1936, y aun cuando algunos autores suponen la posibilidad de que se participase ya en el desfile de 1940, con un paso compuesto por las imágenes de San Juan y la Virgen que anteriormente habían compuesto el paso del Descendimiento, considero imposible esta posibilidad, pues ya hemos visto que el Miércoles Santo únicamente desfiló el Nazareno de Sisante”. Y en nota a pie de página, el autor menciona como defensores de esta teoría a Luis Calvo y a mí. Dejando aparte a aquél, quiero dejar clara también mi postura respecto a este tema, y que ya relaté en mi libro sobre la hermandad, citado erróneamente por el propio Pérez Valero. Allí, después de exponer el punto de vista del propio Calvo Cortijo, y precisamente con el fin de desmontar esa teoría, escribí lo siguiente: “Sin embargo, para Moraleja y Pérez Calleja, en aquel Miércoles Santo sólo desfiló la imagen de Sisante; por lo que respecta a las otras hermandades, si bien la del Ecce-Homo desfiló con un Calvario de la catedral, pero lo hizo en la mañana del Viernes Santo, nada dicen sin embargo, ambos autores de la posible composición de la calle de la Amargura a partir de sendas imágenes de San Juan y de la Virgen que habían pertenecido al antiguo paso del Descendimiento, y que habían logrado sobrevivir al conflicto bélico. ¿Correspondería entonces este primer desfile citado por Luis Calvo, al menos por lo que respecta a las tallas de San Juan y la Virgen, al que se celebró en el año 1941’ Hay que tener en cuenta que el paso de Marco Pérez no llegaría a Cuenca hasta el año siguiente.”

Y respecto al otro asunto citado, el de la autoría real de la imagen de la Virgen del Amparo, la lectura que Antonio Pérez Valero hace de mi teoría es, también, parcial e incompleta. En efecto, en el libro que dediqué a la hermandad de Jesús Resucitado propuse el nombre del escultor valenciano Enrique Galarza, como uno más de los imagineros que, en un momento de su vida, trabajaron para el taller de Rabasa, pero como uno más de los escultores que así lo hicieron, y refiriéndome sólo a la imagen de Nuestra Señora de las Angustias; por otra parte, ya en el mismo texto aduje los pros y los contras de la posible atribución a éste de la imagen de la hermandad del Resucitado. Y en otros trabajos posteriores a éste, desde mi aportación personal al congreso “Arte, Cultura y Patrimonio”, celebrado en Ávila en 2018, -“Las imágenes conquenses atribuidas a Rabasa. Una teoría de conjunto”-, que fue publicada después en este mismo blog, en dos entregas, los días 23 y 31 de marzo de 2019, hasta un último artículo que, ha sido publicado en la revista electrónica “Surrexit Vere”, que edita la propia hermandad, en su número correspondiente a este mismo año -“La talla de Nuestra Señora del Amparo. Consideraciones sobre su verdadera historia”-, he dejado clara mi postura personal a este respecto: la autoría probable de la imagen de la Virgen de las Angustias, la que se venera en su ermita, junto a la ribera del Júcar, por parte del ya citado Enrique Galarza, y la posible, sólo posible, autoría de las tallas de la Virgen del Amparo y de María Magdalena, por parte del también valenciano Vicente Navarro Romero.

            Dicho todo esto en ejercicio de mi propia defensa, pasaré ahora a destacar algunos de esos errores de interpretación, propios de quien sólo ha realizado una labor de extracción documental. En este sentido, el autor cita una hasta ahora desconocida ceremonia del Descendimiento, que en el caso de Cuenca se celebraba en las propias naves de la catedral, como una ceremonia de carácter únicamente litúrgico, sin ninguna derivación de carácter popular que pudiera celebrarse en la calle, fuera ya del control del clero catedralicio. El descubrimiento de esta celebración, de la que hasta ahora nada se sabía, es también importante en sí mismo, pero lo es más importante si contemplamos esta ceremonia desde un punto de vista más amplio, como algo que era usual en todo el país, en la noche del Viernes Santo: una celebración que tenía su primera parte en el interior de las iglesias, en el caso de Cuenca, como ahora sabemos, en la propia catedral, en la que un sacerdote hacía bajar de la cruz la imagen de un Cristo articulado, que, convertido en un Cristo yacente, era dejado en manos del pueblo seglar, iniciándose así, ya en la calle, la procesión del Santo Entierro. Es probable que sea precisamente el hecho de que, en Cuenca, esa ceremonia se celebrara dentro del templo catedralicio, lo que haga posible quizá que en la documentación conservada no se aprecie ningún dato referente a esa segunda parte de la celebración, la más popular y ajena a la liturgia: a los canónigos sólo les interesaría el primer acto de la celebración, el que se celebraba en el interior de la catedral.

Mucho es lo que hay que decir, también, respecto a los diferentes cabildos y hermandades, penitenciales o no, que existían en Cuenca en los años del Antiguo Régimen. Respecto al cabildo de San Pedro, o de la Epifanía, que contaba incluso con capilla propia en el último tramo de la calle homónima, junto a la casa familiar de los Enríquez, y que ya existía en plena Edad Media -probablemente se trataba de la cofradía más antigua de todas las que fueron establecidas en la ciudad del Júcar-, Antonio Pérez Valero, erróneamente, la cita como la hermandad gremial de los profesionales del peine y carda de la lana, cuando en realidad, a partir del siglo XVI, se convirtió en la hermandad profesional de aquellos que estaban al servicio del tribunal de la Santa Inquisición; el realidad, en Cuenca, como en el resto de España, el gremio de los cardadores debía estar bajo la advocación de San Blas de Sebaste. Y por lo que respecta al cabildo de Nuestra Señora de la Soledad, que organizaba ya desde mediados de ese mismo siglo XVI la procesión penitencial de la noche del Viernes Santo, y aunque Pérez Valero lo niegue, ya desde esa centuria estaba dirigida por las clases sociales más poderosas de la ciudad, herederas de los antiguos cabildos de caballeros hijosdalgo. Así se demuestra a partir de algunos nombres que figuran entre los directivos de la hermandad durante los siglos XVI y XVII, coincidentes en muchas ocasiones con aquellos que formaban parte, como regidores, del Ayuntamiento de la ciudad, e incluso con algunos de los procuradores que representaron a ésta en las diferentes reuniones de Cortes que se celebraron en aquel siglo XVI.

Por otra parte, el autor tampoco llega a interpretar adecuadamente la relación existente en el Antiguo Régimen, entre los diferentes cabildos matrices -de la Vera Cruz, de San Nicolás de Tolentino, e incluso de la Virgen de las Angustias, establecida en la parroquia de San Juan y ya descubierto por mí hace algunos años, y que organizaba una antigua procesión los días inmediatamente anteriores a la Semana Santa, concretamente el Domingo de Lázaro-, y las diferentes hermandades satélites que, formando parte de ellos, habían nacido para organizar una parte de la procesión general, la correspondiente a un paso concreto de la misma. Hermandades que nacieron principalmente a lo largo del siglo XVII, y que se fueron independizando de sus respectivos cabildos matrices durante la centuria siguiente, terminando por conformar nuestras más antiguas hermandades de Semana Santa, a pesar de las diferentes vicisitudes a las que tuvieron que hacer frente en los siglos siguientes -crisis, guerras, desamortizaciones, desapariciones y nuevas reconstrucciones, …- Porque la virtual desaparición temporal de una hermandad por este tipo de crisis coyunturales, no es óbice para que las posteriores restauraciones y recuperaciones, una vez pasada aquella coyuntura, puedan ser consideradas como etapas nuevas de la misma cofradía. Por esa misma razón, la reconstrucción de nuestras hermandades a partir de 1939, una vez terminada la Guerra Civil, no significa en absoluto la creación de nuevas hermandades, diferentes a las cofradías homónimas que ya existían antes de la guerra.

La polémica se aviva más, si cabe, en lo que se refiere al cabildo de la Vera Cruz, y al origen de la procesión del Jueves Santo. Una polémica completamente artificial, por cierto, pues ya he demostrado en otros espacios anteriores, que hay documentación suficiente para demostrar la relación existente entre uno y otra. Sin embargo, sí quiero insistir en el tema, en base a una serie de hechos que, trabajados aisladamente, parecen ser reflejo de una serie de casualidades, pero que, estudiados en conjunto, demuestran una realidad que está por encima de todas esas casualidades; en efecto, cuando las casualidades se concatenan de una manera insistente, deberíamos pensar que ya no se trata de simples casualidades. Y eso es precisamente lo que sucede con el cabildo de la Vera Cruz, e incluso con algunas de sus hermandades satélites. Así, a principios del siglo XVI, la epidemia de peste que se extendió por toda la ciudad entre los años 1508 y 1509, provocó en nuestra ciudad, como en otros puntos de la geografía española, la devoción a San Roque, uno de los santos taumatúrgicos contra las epidemias, e incluso obligó al propio Ayuntamiento de Cuenca, a celebrar institucionalmente la festividad del santo francés, celebración que todavía se mantiene. Es en estas mismas fechas, probablemente, cuando se llevó a cabo la construcción de la propia ermita de San Roque, en la jurisdicción parroquial de San Esteban, pero muy cerca físicamente del convento de los franciscanos, orden que, por otra parte, fue la que desarrolló en toda España el culto a la Vera Cruz y a la pasión de Cristo. Poco tiempo después, en 1527, y también a iniciativa municipal, se creaba la hermandad de la Misericordia, uno de cuyos fines era el enterramiento de pobres y de ajusticiados; hermandad, que, además, quedó establecida también en la propia ermita de San Roque.

Y la existencia, también en el compás del convento de San Francisco, den su zona de influencia, del hospital homónimo de la Misericordia, con probable relación con la propia hermandad, entre la calle Carretería y la que le dio nombre durante muchos años, la que actualmente se llama José Luis Álvarez de Castro, así como la confluencia de los nombres de algunos regidores del Ayuntamiento, como Juan de Ortega o Hernando de Valdés, el padre de los famosos gemelos Juan y Alfonso de Valdés, con la instauración en el Campo de San Francisco de una gran cruz de piedra, tipo humilladero, son también otros aspectos de esta casualidad concatenada, a la que estamos haciendo referencia. Como lo es también la existencia, ya en 1552, del cabildo de hortelanos, radicado en el propio convento de los franciscanos, en el que según algunos documentos existía también, ya en los primeros años de la centuria, una hermandad dedicada a la Sangre de Cristo. Puesta en una misma balanza esta concatenación de casualidades, no resulta extraño pensar que el origen de la hermandad que muy pronto va a ser llamada de la Vera Cruz, Sangre de Cristo y Nuestra Señora de la Misericordia, con este nombre complejo, podría haber surgido en los años intermedios del siglo XVI, a partir de la fusión de una hermandad de carácter penitencial, la de la Vera Cruz, radicada en el convento de San Francisco, y otra de carácter asistencial, la de la Misericordia, radicada en la ermita de San Roque, y que en este momento pasaría a denominarse como Nuestra Señora de la Misericordia. La transformación de la advocación mariana, que sólo algún tiempo después pasaría a denominarse de Nuestra Señora de la Soledad, quizá a partir de un desarrollo más penitencial en su seno, sería entendible desde la comparación con otras transformaciones similares que se pueden observar en otras ciudades españolas.

Por otra parte, la indeterminación existente en los documentos, a la hora de dar nombre a esta hermandad, que ya desde la década de los años setenta recibe el nombre, como ya sabemos, de la Vera Cruz y de la Misericordia, y pocos años más tarde, el de cabildo de la Vera Cruz, Sangre de Cristo y Nuestra Señora de la Misericordia, no demuestra que pueda tratarse de diferentes instituciones de este tipo, sin nada en común entre ellas, sino más bien todo lo contrario. Sobre todo, si tenemos en cuenta el hecho de la consecutiva coincidencia entre las diferentes costumbres y obligaciones a las que los hermanos debían acudir. No siempre que se nombra en los documentos un instituto de este tipo, tiene por qué mencionarse con el nombre oficial. Ejemplo de ello lo tenemos también en otros casos más cercanos a nosotros, incluso en la actualidad: cuando hablamos de la hermandad del Cristo de los Espejos, que oficialmente no existe como tal, o de Nuestro Padre Jesús de las Seis, todos sabemos que nos estamos refiriendo, respectivamente, a las hermandades del Cristo de la Luz y a la de Jesús Nazareno del Salvador. En el caso concreto del Paso del Huerto, por ejemplo, ¿se podría entender la existencia de dos hermandades diferentes de esta advocación, establecidas ambas en la ermita de San Roque, y dependiente una de ellas del cabildo de la Vera Cruz y la otra de hermandad de la Sangre de Cristo, diferente de la primera? ¿Se podría entender, por otra parte, dos hermandades de la Vera Cruz, establecidas en una misma sede canónica, y sin ninguna relación entre ellas? Ni la costumbre, ni la propia legislación del Concilio de Trento, lo permitían.

Los documentos de los siglos XVI y XVII reflejan la forma de hablar propia de las personas que vivían de aquella época, de la misma manera que la documentación del siglo XXI refleja la manera de hablar de las personas que vivimos en en la actualidad. Viene esto en relación con la afirmación de Pérez Valero, en el sentido de que había hermandades que tenían su sede canónica fuera de los templos religiosos, en la misma calle. En mis ya largos años investigando la religiosidad popular, y en mis abundantes lecturas sobre el tema, nunca me he encontrado una hermandad religiosa que no estuviera radicada fuera de un edificio de carácter religioso, sea ésta la propia catedral, una iglesia, un convento, una ermita, o incluso, en ocasiones, un oratorio o capilla particular. Si en la documentación aparece, como es el caso, una hermandad de la Vera Cruz de los Portales Largos, por ejemplo, es sólo una manera de hablar: no quiere ello decir que la sede de la hermandad se encontrara en el espacio de la ciudad que era conocido de esta forma por los conquenses de principios del siglo XIX, alrededor del llamado Campo de San Francisco, sino en un templo cercano a ese espacio, sea éste la ermita de San Roque o el propio convento de franciscanos. ¿Podría algún historiador que, dentro de doscientos o trescientos años, quisiera recuperar, a partir de ciertos documentos, la historia de nuestra hermandad del Jesús del Puente, y aunque el resto de los documentos que la mencionan con su nombre oficial hubieran desaparecido, afirmar que dicha hermandad tenía su sede canónica al amparo sólo de un puente cualquiera, y no en la iglesia que se encuentra junto a ese puente? Desde luego, todos estaríamos dispuestos a afirmar que, si alguien lo hiciera, estaría completamente equivocado.

En los documentos correspondientes a la segunda mitad del siglo XVI se demuestra, también, que se trata de la misma hermandad, principalmente el de 1616, que además de nombrar a la hermandad con su nombre completo, ya tantas veces citado: cabildo de la Vera Cruz, Sangre de Cristo y Nuestra Señora de la Misericordia. Porque este documento habla también de la procesión del Jueves Santo, que ya organizaba, como sabemos, desde la centuria anterior, así como la obligación que aún mantenían de enterrar a sus expensas a aquellos que eran condenados a la pena capital. Demuestra, además, que las crisis en el seno de la hermandad fueron frecuentes y repetitivas, crisis internas y crisis externas, provocadas en este caso por la Guerra de Sucesión, a principios del siglo XVIII, y más tarde, por la Guerra de la Independencia y las leyes desamortizadoras liberales . Esas crisis llevarían, como consecuencia, a una nueva concepción del viejo cabildo, con la independencia total de las antiguas hermandades satélites, que terminaron por sustituir al cabildo matriz en la organización de la propia procesión, e incluso en la costumbre de enterrar a los reos, y desembocarían finalmente en la creación, a mediados del siglo XIX,  de la Archicofradía de Paz y Caridad, no como una realidad nueva, sino como una forma diferente de entender la relación entre el viejo cabildo y sus hermandades satélites.

Finalmente, y sobre la relación entre la hermandad y los religiosos franciscanos, de la que ya he hablado, quiero señalar el hecho de que influencia no tiene por qué significar dependencia directa. Hay que incidir, además, en el hecho de que es posible que la ermita de San Roque, en la que la hermandad estaba radicada y era propietaria de la llamada Capilla de los Pasos, pudiera ser incluso una fundación de carácter municipal. Es el Ayuntamiento el que a principios del siglo XVI, como hemos visto, pone a la ciudad bajo el patrocinio del santo francés, y es el Ayuntamiento el que, unos años más tarde, solicitó del propio emperador Carlos V la autorización para crear la hermandad de la Misericordia. Por supuesto, jurisdiccionalmente, la ermita pertenecía a la parroquia de San Esteban, pero ello no es óbice para que, tanto la ermita como la propia hermandad, o el hospital homónimo, se encontraran junto al compás del propio convento franciscano. Y las relaciones entre el clero secular y el clero regular, por otra parte, si bien en algunos momentos de la historia se caracterizaron por un cierto enfrentamiento, en muchas ocasiones, también, esa relación fue de estrecha colaboración. Ejemplo de esa colaboración lo tenemos también, a otro nivel, en el propio cabildo de San Nicolás de Tolentino, que si bien estaba radicado canónicamente en el convento de San Agustín, mantuvo ya entonces ciertas relaciones históricas con la propia parroquia del Salvador, en la que terminarían estableciéndose una vez desaparecido el convento de San Agustín.

Dicho todo ello, creemos que el trabajo de Antonio Pérez Valero, más allá de esas puntualizaciones que no tratan de ser una crítica a su valiosa labor, sino sólo una manera diferente, más cercana probablemente a la realidad, de entender el hecho historiado por él, es ciertamente interesante. Se trata, es cierto, de un libro necesario, que debe ser leído por todos aquellos que queremos conocer mejor qué es, y qué significa, nuestra Semana Santa, esta época del calendario anual en la que la ciudad entera se transforma. Y es importante no sólo por la gran documentación que aporta, sino también, por el uso correcto de las fuentes, en lo que se refiere a la utilización obligatoria de las citas a pie de página, tanto en los documentos de archivo como en la bibliografía utilizada por el autor. Aspectos ambos, por otra parte, que facilitarán enormemente el trabajo de historiadores posteriores, porque la investigación histórica es, siempre, por definición, una tarea inacabada, que siempre debe estar sujeta a la aparición de nuevos documentos y de nuevas interpretaciones.