miércoles, 19 de octubre de 2022

Un viaje al sur del marquesado de Villena (I)

 

En ocasiones, el paisaje es un aliado de la historia, sea éste el paisaje natural o el que forman en el horizonte nuestros pueblos y nuestras ciudades. Nos acercamos a sus castillos y a sus monasterios, muchas veces semiderruidos, algunas veces sólo con un triste lienzo en pie como único recuerdo de su antiguo esplendor, ruinas venerables, en fin, que son testigos del ayer, y un calambre de emoción recorre nuestros nervios al saber que aquellas mismas piedras que nosotros hoy tocamos. Son las mismas piedras que ayer tocaron los reyes que un día gobernaron los destinos de Castilla o de España, o los grandes héroes de nuestro pasado. Nos acercamos a las veredas de nuestros ríos, o a las grandes cumbres, cubiertas por la nieve en los inviernos más duros, y nos emocionamos al pensar que aquellos paisajes fueron, un día, el escenario de las grandes batallas que conformaron la historia de nuestro país. Cada lugar, desde la ciudad más grande a la aldea más pequeña, tienen alguna cosa que contarnos. Así, nuestro viaje de hoy nos va a llevar, esta vez, a la Edad Media, a través de algunos de los pueblos que formaron parte, en la provincia de Albacete, las tierras de aquel extenso territorio, un estado dentro del Estado, que por las provincias de Cuenca, Valencia, Alicante y la propia Albacete, logró formar uno de los hombres más poderosos de Castilla en la segunda mitad del siglo XV: el belmonteño don Juan Pacheco, el corrupto y odiado marqués de Villena -sobre todo, por aquellos que han visto la serie “Isabel”-. Un marqués que fue capaz de hacerle la guerra a los propios Reyes Católicos, porque lo que se ha llamado la Guerra del Marquesado (1475-1480), no fue, ni más ni menos, que uno de los aspectos, el más violento de todos quizá, de la guerra civil que, por el trono de Castilla, enfrentó a la propia reina Isabel, y a su esposo, Fernando, con su “sobrina”, Juana la Beltraneja. ¿Llegará alguien, algún día, a poder demostrar si en verdad la Beltraneja fue la hija del monarca, Enrique IV, o si en realidad lo era de su valido, don Beltrán de la Cueva?

Así, el viaje nos va a llevar, sobre todo, a dos de los castillos y lugares que el marqués tenía en la provincia de Albacete, Alcaraz y Chinchilla, sin olvidar tampoco algún otro paisaje, algún otro recodo de nuestra historia. Nuestro primer destino, a modo de acercamiento a esa historia, de simple aperitivo, era el santuario de Nuestra Señora de Cortes. El lugar nos tenía preparada ya una sorpresa, porque allí, escondida detrás de su aparente modernidad, sólo aparente, resultado en buena medida de su coronación, hace ahora justo cien años, se nos dice que fue precisamente aquí donde se produjo, al mismo tiempo, en 1265, una inusitada celebración de las Cortes castellanas y aragonesas, con ocasión de una entrevista que se produjo entre los reyes respectivos, Alfonso X “el Sabio” y Jaime I “el Conquistador”. En aquellos tiempos lejanos de la Edad Media, la Virgen de Cortes ya era la patrona de Alcaraz, y foco de peregrinaciones desde toda la comarca.



Pero todo viaje por la historia, como también por la geografía, lleva consigo la necesidad de hacer elecciones, de dejar pasar algunos de esos lugares, de esos recodos de la historia, en beneficio de otros.  Por ello, el viajero siente dolor cuando, al pasar por el pueblo de Lezuza, de camino al santuario, divisa a la izquierda la colina en la que se asientan las ruinas de la vieja Libisosa, un antiguo oppidum oretano, que se convirtió después en una ciudad romana de mediana extensión, y más tarde, en el enclave medieval que sería tomado en 1213 por las tropas de un Alfonso VIII al que apenas le quedaban ya unos pocos años de vida. Libisosa fue el origen de la actual población de Lezuza. Pero el día ya no daba para más, porque ya era de noche cuando cruzábamos al pie del castillo de Alcaraz, rumbo a Riopar, donde debíamos asentar el campamento. A la mañana siguiente volveríamos aquí, con la intención de visitar el pueblo y su historia.

Poco queda ya en pie del castillo de Alcaraz, pero su visita se antoja necesaria si queremos comprender mejor lo que un día significó este lugar para el devenir de la guerra civil, la llamada Guerra del Marquesado, y por ende, también para el futuro de Castilla y del conjunto de España. Fue aquí, en este castillo, donde, en marzo de 1476, dos meses después de que Isabel y Fernando hubieran sido proclamados en Segovia como reyes de Castilla -especialmente Isabel, que Fernando, ya lo sabemos, sólo era, propiamente dicho, rey de Aragón-, los habitantes de Alcaraz se sublevaron contra el marqués y, poniéndose bajo la protección de los monarcas, cercaron el castillo. Era el principio de la guerra. Los reyes enviaron, en apoyo de los vecinos, al obispo de Ávila, Álvaro de Fonseca, y al maestre de la orden de Santiago, Rodrigo Manrique de Lara, el padre y destinatario de las famosas coplas de Jorge Manrique. El marqués, por su parte, envió sus mesnadas, procedentes de Carmona, Écija y Osuna, a las que se habían unido también el conde de Palencia, el marqués de Urueña y el maestre de Calatrava, en apoyo de Martín de Guzmán, que a la sazón era el alcaide de la fortaleza, y de la escasa guarnición que ésta mantenía en su interior. Poco después se unirían también las del propio arzobispo de Toledo, Alfonso Carrillo de Acuña, conquense también como el marqués -había nacido en Carrascosa del Campo, era miembro por línea materna del ilustre linaje de los Albornoz; su madre era Teresa Carrillo de Albornoz, señora de Paredes, Portilla y Valtablado-. Las fuerzas del marqués duplicaban en número a las tropas reales, a pesar de que a éstas se habían unido también las de Pedro Fajardo, adelantado del reino de Murcia, Pedro Fajardo, que a la sazón era yerno del propio Rodrigo Manrique. Sin embargo, era el 10 de mayo de 1475, cuando Martín de Guzmán entregaba la fortaleza; fueron los propios vecinos de Alcaraz los que, con el fin de evitar que el marqués pudiera recuperar el recinto murado, destruyeron el castillo.



Pero Alcaraz no es sólo su castillo. Es también sus calles pedregosas, serpenteantes en busca de una plaza mayor que es una de las más hermosas de toda la provincia de Albacete, incluso también de toda Castilla-La Mancha y de fuera de ella.  A un lado de la plaza de encuentra la Lonja de Santo Domingo, con su torre del Tardón a la derecha, rivalizando en el paisaje, una pegada a la otra, como uniendo sus destinos, con la torre de la iglesia de la Trinidad, de la que la separa apenas una estrecha calleja, en un curioso pulso entre el poder civil y el poder eclesiástico. Al más puro estilo de las logias italianas del cinquecento, como así ha sido definido, con su amplia arcada es un canto al más puro renacimiento. Como lo son así mismo los otros dos edificios, también de carácter comercial en su origen, los otros dos edificios que rodean esta parte de la plaza, la Lonja de la Regatería, o del Corregidor, con doble galería de doce arcos cada una, y la Lonja del Alhorí, en la que actualmente se encuentra el ayuntamiento.

¿Cómo es posible que aquí, en este apartado rincón de la sierra del Segura, existan estas gloriosas muestras, y tan recientes incluso, del mejor renacimiento? Culpa de ello la debe tener, sin duda, el hecho de que aquí, en Alcaraz, nació uno de los mejores arquitectos de la época, Andrés de Vandelvira, quien todavía nos observa, dese la quietud de su pequeño monumento de bronce, apenas un busto, que se encuentra frente a la portada de la iglesia parroquial. Vandelvira había nacido aquí en 1505, y después de haber trabajado en el convento santiaguista de Uclés, realizó diferentes trabajos en la propia Alcaraz, entre las que destaca, por cierto, más allá de algunas obras en la fábrica de la iglesia, la propia Plaza Mayor.  Después trabajó en la propia ciudad de Cuenca, en su catedral principalmente, colaborando en algunas ocasiones con el escultor Esteban Jamete, pero también en el antiguo puente de San Pablo, el de piedra, con su suegro, Pedro de Luna. Es también el autor del Ayuntamiento de San Clemente, en la provincia de Cuenca, que tanto nos recuerda, con sus arcos de medio punto, a las tres lonjas alcaraceñas. Y más tarde pasaría a la provincia de Jaén, tanto en su capital, donde realizó, entre otras obras de gran importancia, el Palacio de las Cadenas, para quien fue uno de sus principales mecenas, Francisco de los Cobos, secretario de estado del emperador Carlos V, como en Úbeda, donde realizó la majestuosa Capilla Sacra del Salvador, que había iniciado Diego de Siloé, o algunas obras en su catedral.

En su pueblo natal, una de las entradas laterales de la ya citada Lonja del Alhorí se hace por un majestuoso arco que mucho nos recuerda, aunque más pequeño que el otro, al famoso Arco de Jamete, de la catedral conquense, que mandara construir el obispo Sebastián Ramírez de Fuenleal en 1546, diez años después de la construcción de la lonja de Alcaraz; un arco que nos hace pensar mucho en el momento exacto en el que se inició la colaboración entre ambos maestros, datada supuestamente a partir de su estancia en Cuenca, o, en todo caso, en  quien ces el verdadero autor intelectual de la obra conquense. Pero, ¿aprendió el joven arquitecto este nuevo estilo renacentista, que para entonces apenas se había introducido en las grandes ciudades españolas? Poco se dónde sabe de ello, más allá de la leyenda, que lo convirtió en hijo de un inexistente Pedro de Vandelvira, quien habría viajado hasta Italia, donde incluso habría conocido al propio Migue Ángel. El mismo apellido del arquitecto, por cierto, también forma parte de esa incógnita que desde siempre ha rodeado su figura, y hay hasta quien asegura que era de origen flamenco; en ese caso, el apellido no sería más que la lógica corrupción al castellano de un supuesto “van der Vir”, o algo parecido, aunque también hay quien asegura que su significado, mucho menos exótico, sería “Juan el de Elvira”.

Después de todo ello, la visita al pequeño museo dedicado a la figura de Francisco Ríos González, “el Pernales”, en una de las salas de la Logia del Corregidor, e incluso su tumba, junto a la del no menos famoso “Niño del Arahal”, Antonio Jiménez Rodríguez, en un nicho solitario escondido en uno de los muros del propio cementero de Alcaraz, a la sombra del propio castillo, es como si quisiéramos acercarnos a la guarnición de un plato suculento, después de haber saboreado los ricos manjares de la Historia, de esa Historia con mayúscula. Pero saborear la guarnición también puede llegar a ser un placer. Muy cerca de aquí, en Villaverde de Guadalimar, en las tierras altas del Segura, fueron a pagar con su vida en 1907 aquellos dos bandoleros sevillanos, ante los mosquetones de la Guardia Civil.



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