Dejamos
atrás Alcaraz y su castillo con la sensación de que la localidad tenía muchas
cosas en común con Cuenca. En efecto, desde su fundación, también en época
califal, como la ciudad del Júcar, a caballo entre los siglos X y XI, como
Cuenca, hasta su brillante época renacentista, con algunos edificios similares
a los de la capital y la provincia conquenses, y con algunos nombres de
arquitectos y escultores que se repitan en un lugar y en otro -Francisco de
Luna, Esteban Jamete quizá, y por encima de todos Andrés de Vandelvira-, y
pasando por la conquista de la ciudad a los musulmanes, realizada también por
el mismo rey Alfonso VIII, aunque en esta ocasión después de la victoria de las
Navas de Tolosa. En efecto, fue el 23 de mayo de 1213, casi un año más tarde de
aquella gloriosa victoria que consiguió abrir definitivamente las puertas de Al
Andalus para los cristianos, cuando el monarca, tras un azaroso incendio y
siempre con la compañía del arzobispo de Toledo, Rodrigo Ximénez de Rada, el
mismo que había alentado también a las tropas españolas al otro lado de
Despeñaperros, logró entrar por fin por la Puerta de Granada, la principal
puerta que guardaba la entrada a Alcaraz. Derrotados los musulmanes, Alfonso
VIII aceptó entonces la incondicional rendición de quien en cese momento
gobernaba la ciudad en nombre del califa almohade, y como había pasado en
Cuenca cuarenta años antes, entregó a sus nuevos habitantes cristianos un gran
alfoz y un fuero, hermano y basado precisamente en el mismo Fuero de Cuenca.
Aquí,
en Alcaraz, se firmaría treinta años más tarde, en 1243, el llamado Tratado de
Alcaraz, entre el entonces infante Alfonso de Castilla, futuro rey Alfonso X,
en representación de su padre, Fernando III, y los representantes de la taifa
de Murcia, que por entonces se encontraba en una situación muy difícil, acosada
tanto por las tropas de la orden de Santiago como por las del reino nazarí de
Granada. La firma, que se llevó a cabo precisamente en el monasterio de Cortes,
el que había sido el primer destino de nuestro viaje, situó a la taifa murciana
como un importante protectorado del reino de Castilla, posibilitando de esta
forma que, a partir de este momento, éste pudiera extenderse también por las
tierras murcianas, en detrimento del reino de Aragón, que también tenía
intereses económicos y políticos en el territorio.
La
visita a Alcaraz debía completarse, el día siguiente, con la visita a un
castillo y un territorio tan antiguo, cuando menos, como lo era éste:
Chinchilla de Montearagón. Pero antes, durante el tiempo que aún quedaba de
día, tendríamos que rendir un pequeño tributo a otras etapas de la historia en
un lugar diferente: Riopar. Un pueblo que en realidad es doble. Por un lado,
Riopar Viejo, el pueblo primitivo que nació, como otros muchos pueblos de la
comarca, en lo alto de la montaña, al amparo de ésta y del extenso alfoz de
Alcaraz, con su castillo también, convertido hace ya muchos años en un recoleto
cementerio, y su pequeña iglesia, situada a los pies del castillo, escondida
entre calles abandonadas, renacidas hoy sólo para los turistas, como si se
tratara de una villa medieval en estado fósil, a partir de la restauración que
se hizo en algunas de sus casas abandonadas para convertirlas en alojamientos
turístico. Hace ya muchos años que Riopar, llamado ahora Riopar Viejo para
diferenciarlo del otro, fuera abandonada, porque los habitantes que quedaban en
el pueblo se bajaron a la llanura, a lo que se vino a llamar Riopar Nuevo, una
población de nuevo cuño creada en la segunda mitad del siglo XVIII, creada al
amparo de las Reales Fábricas de Bronce y Latón de San Juan de Alcaraz, que en
1773 había fundado Juan Jorge Graubner, un ingeniero vienés que se había
nacionalizado español. Una mina de calamina que existía en sus cercanías, y que
permitía la extracción abundante del cinc que, mezclado con el cobre, terminaba
por convertirse en latón, fue lo que permitió la instalación de la fábrica en
este lugar, tan apartado de la corte. La visita a la fábrica, o lo que de la
fábrica había dejado el paso del tiempo, fue también un interesante contrapunto
a la visita que aquella misma mañana habíamos realizado, después de visitar
Alcaraz, a las ruinas restauradas de Riopar Viejo.
Chinchilla,
ya lo hemos dicho, es uno de los pueblos más antiguos de la provincia de
Albacete. Su término municipal ha estado poblado desde los inicios del Neolítico,
y hay quien afirma que su fundación, al menos en términos mitológicos, se debe
al propio Hércules, allá por el siglo VII a.C. Lo que sí es incuestionable es
la gran cantidad de restos arqueológicos que han venido produciéndose en
diferentes parajes de su término, al hilo de la antigua Vía Augusta, que
cruzaba a los pies de la población actual, y entre los que destaca, por encima
de todos, el llamado Sepulcro de Pozo Moro, un antiguo monumento funerario que
fue dedicado a algún reyezuelo ibero, y que en la actualidad se encuentra en el
Museo Arqueológico Nacional de Madrid.
Pero
más allá de todos esos restos arqueológicos, lo que también es cierto es que
fue hacia el año 928, bajo el poder del califato de Córdoba, , Chinchilla empezó a adquirir relevancia.
Entonces, bajo sucesivos nombres -Ghenghalet, Yinyalá, Sintinyala-, era ya una
ciudad importante, y más lo sería en los años siguientes, cuando formaba ya
parte del reino taifa de Murcia. A este
reino sería tomada en el año 1242 por las tropas del futuro rey Alfonso X,
coaligadas para la ocasión con las tropas aragonesas de Jaime I y con los
caballeros calatravos, y sentada entre los dominios castellanos a partir del
año siguiente, precisamente después del ya citado Tratado de Alcaraz. Poco
tiempo después sería entregada en señorío al infante muchas villas Manuel de
Castilla, hermano del propio monarca y primer señor de Villena, y de otras
muchas villas, que se extendían por las provincias de Toledo, Segovia,
Valladolid, Alicante, Soria, Burgos, o la propia Albacete, y hasta incluso en
la de Hueva. A partir de este momento, la historia medieval de la villa iría
pareja a la del futuro marquesado de Villena, pues hay que recordar que fue
este inmenso señorío, el germen del posterior marquesado homónimo, un estado
dentro del Estado, sobre todo, tal y como se ha dicho, durante la segunda mitad
del siglo XV.
Y
como no podía ser de otra forma, su castillo, levantado por Juan Pacheco, el
primer marqués, como atestigua nel escudo heráldico que adorna una de las
torres que flanquean su principal entrada, fue también otro de los escenarios
más importantes de las guerras civiles que se desarrollaron entre 1475 y 1480,
la llamada Guerra del Marquesado, y que enfrentó a las tropas del marqués de
Villena con los Reyes Católicos. En junio de 1476, la rebelión de los
habitantes del marquesado contra su señor natural se había extendido ya hasta chinchilla,
que en realidad era la única ciudad que, como tal, existía en todo el
marquesado, y que en ese momento contaba con unos cuatro mil habitantes. Los
combates callejeros se extendieron por toda la población, y obligaron a los
partidarios del marqués, que eran mino0ría, a guarecerse dentro de los muros
del castillo, al amparo de una guarnición importante. El cerco del castillo se
estrechó al día siguiente, animados los sublevados por las promesas de la reina
Isabel de enviar tropas reales con el fin de apoyarles. No obstante, después de
varios meses de cerco, el 11 de septiembre se firmó la tregua entre Isabel y el
marqués, por la cual éste será desposeído de todas las fortalezas que ya había
perdido durante el transcurso de la guerra, y las que no, como la propia
chinchilla o Almansa, serían entregadas en tercería a un representante neutral.
La
guerra se recrudeció en los años siguientes, cuando, muerto ya el primer
marqués, había sido sucedido en el gobierno del territorio por su hijo, Diego
López Pacheco. Para entonces, los reyes habían enviado a Chinchilla al
licenciado Fernando de Frías, para que ejerciera como gobernador regio en la
ciudad, y éste ordenó un nuevo cerco sobre el castillo, que había sido
recuperado algún tiempo antes por las tropas del marqués, y éste, enfurecido,
envió el grueso de sus tropas en auxilio de la guarnición del castillo. La reacción
de Fernando de Frías, ante la llegada de un importante número de tropas, fue la
de huir cobardemente, pero la represión que Diego López Pacheco realizó
entonces contra los partidarios de los Reyes Católicos provocó que estos
rompieran las treguas, que oficialmente seguían en vigor, y le declararan la
guerra al marqués.
Corría
ya el año 1479 cuando éste se vio obligado a replegarse hacia los territorios
más septentrionales de su extenso señorío, hacia lo que hoy es la provincia de
Cuenca principalmente. Fue en este momento cuando la guerra se trasladó a otros
escenarios -Iniesta, San Clemente, Villanueva de a Jara, Castillo de
Garcimuñoz, Alarcón, la propia Belmonte, capital en ese momento del marquesado,
como es sabido, y el lugar en el que habían nacido tanto el padre como el
hijo-. También, es el momento cuando aparecen algunos de los capitanes más
conocidos -Pedro Ruiz de Alarcón, Rodrigo Manrique, su hijo, Jorge, …. Por otra
parte, el fallecimiento, ese mismo año, del rey de Aragón, Juan II, y la
coronación como nuevo rey de su hijo, el príncipe Fernando, lo que contribuyó a
consolidar la unión dinástica entre los dos reinos, dio a la guerra una nueva
dimensión. La capitulación definitiva del segundo marqués, Diego López Pacheco,
sería firmada por éste el 28 de febrero del año siguiente, 1480, en su castillo
de Belmonte.
La
visita al castillo de Chinchilla, como la que habíamos tenido antes a los restos
del castillo de Alcaraz, ayuda al visitante al tomar plena conciencia de esta
etapa de nuestra historia, tan importante para el devenir posterior de Castilla
y de España, pero también de la propia provincia de Cuenca. Y el visitante no
puede dejar de pensar en ello cuando se aleja, de regreso otra vez a tierras
conquenses, como si el viaje fuera un reflejo de aquel viaje en el tiempo, que
se desarrolló a lo largo de seis años cruciales: lo que empezó en Albacete y en
Alicante, en 1476, y terminó en cuenca en 1480. Y no puede dejar de pensar,
tampoco, en como mucho tiempo después, cuando Javier de Burgos creara la nueva
estructuración territorial de España en provincias, en 1833, la propia
Chinchilla rivalizó con la ciudad de Albacete, que durante mucho tiempo había
sido una simple aldea de la otra, levantada a los pies de su castillo, en su
idea de convertirse en la capital de aquella nueva provincia que se iba a crear
con el nuevo decreto. También hubo un tiempo que lo fue incluso, y este es un
hecho que ignorar la mayor parte de los conquenses, de la propia Alarcón,
después de que aquélla hubiera sido tomada a los árabes por las tropas
concejiles de la propia localidad conquense, en 1291.
Lo
que pasó ca partir de entonces es bien conocido. La antigua aldea, convertida
en capital de provincia, llegó a convertirse, en el devenir de los tiempos, en
una de las ciudades de mayor crecimiento de toda España, mientras que la
antigua ciudad, adormilada alrededor de su viejo castillo, reconvertido para
entonces en uno de los penales más duros de todo el país, iba perdiendo
paulatinamente población e importancia. La propia decisión de instalar en una
oscura venta sin ninguna importancia histórica de la capital el nuevo Parador
Nacional de Turismo, en los años sesenta del siglo pasado, que pudo haber
estado en el propio castillo de Chinchilla -es conocido el interés que siempre
ha tenido Paradores Nacionales de fundar sus instalaciones turísticas, siempre,
en edificios históricos, principalmente en castillos o en monumentos-, es un
claro ejemplo de este apuesto devenir histórico entre una ciudad y otra.
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